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EL RUMOR DEL
INSECTO GIGANTE

LA PRIMERA VEZ que escuché sobre el planeta Chum llevábamos casi un año en Marte. Estaba en el centro recreativo con Naya y Jens, tomando un descanso de la filmación de un video que nosotros mismos escribimos. No recuerdo si era Cómo ser tu propia mascota o Los diez mejores baños en la estación de Marte.

—Mi papá dice que encontraron planetas donde los humanos pueden vivir de manera permanente. O sea, podemos respirar su aire y todo. Pero… —Naya bajó la voz, se estiró sobre la mesa como si nos fuera a contar un gran secreto y, antes de continuar, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie más la estaba escuchando.

—Ya hay aliens ahí. Y parecen insectos gigantes.

—¿Qué clase de insectos? —preguntó Jens.

—No sé —dijo Naya—. Creo que mosquitos.

—¿Son peligrosos? O sea, ¿tienen con qué picar? —Un planeta lleno de mosquitos gigantes sonaba aterrador.

Naya negó con la cabeza.

—No hacen lo que hacen los mosquitos. Solo se ven como ellos. Y son muy inteligentes.

—¿Tan inteligentes como los humanos?

—Sí. Quizá más.

—¿Son amigables?

—Supongo que sí. Digo, saben que existimos y aún no han intentado matarnos ni nada.

—Yo preferiría ir a Novo —comenté. Esto fue unos meses después de que el Consejo de Gobierno anunciara el descubrimiento de Novo en un sistema solar cercano. Es un planeta que podría albergar vida humana, aunque no del todo, y el Consejo estaba ana­­­­lizando si era posible «terraformarlo», es decir, hacerle modificaciones que nos permitieran vivir en él.

Naya soltó una trompetilla burlona.

—Lo de Novo no va a pasar —me aseguró negando con la cabeza—. Si fuera posible, ya estaríamos en camino.

—No necesariamente —le contesté—. Novo está muy muy lejos, así que primero tienen que estar seguros. Y es difícil estudiarlo desde aquí. Además, necesitan tiempo para tener listas todas las cabinas de biosuspensión. —El viaje a Novo tomaría quince años terrestres, y la única forma en que una nave llena de gente lograría sobrevivir al viaje sin quedarse sin comida y agua sería por medio de la biosuspensión. En teo­­­ría es como quedarte dormido, salvo porque dura mucho más tiempo y vomitas un montón cuando despiertas.

—¿Tu mamá te dijo eso?

—¡No! Salió en los anuncios semanales. Mi mamá no me dice nada. —Mamá fue elegida como parte del Con­­­sejo de Gobierno (CG) desde su creación, justo después de la llegada de las primeras naves de refugiados a Marte. Supongo que era algo de mucho pres­tigio, pero a mi familia no le dio ni beneficios ni información privilegiada. Para mí solo significó que ya nunca veía a mi mamá, porque se la pasaba trabajando.

—Yo voy a volver a la Tierra —anunció Jens.

Ante esto, hice un gesto de fastidio y Naya suspiró.

—¡No puedes volver a la Tierra! —le recordó a Jens por cuadragésima vez.

—¿Por qué no?

—¡Allá todos están muertos!

—¿Y qué?

—¡Pues que ya nadie puede vivir ahí!

—¡No-oh! —insistió Jens—. Podremos vivir allá de nuevo. Solo tenemos que esperar un poco.

—Sí, como mil años.

—¡No-oh! ¡Solo un año o dos! Eso dice mi papá.

—Tu papá se equivoca.

—¡Claro que no!

Sin duda habrían seguido con esa discusión hasta que Jens se echara a llorar, lo que ocurría cuando intentábamos convencerlo de que ya no se podía vivir en la Tierra, pero en ese momento pasó un anciano junto a nuestra mesa. De seguro llegó en una de las últimas naves, porque tenía el rostro lleno de heridas rojo oscuro, típicas de la radiación.

Cuando nos vio, se detuvo y se acercó a nosotros.

—¿Están haciendo otro de sus videos, muchachos?

—Sí, señor. —Le sonreí y él me devolvió el gesto. Cada que hacíamos un nuevo video, el encargado de la Noche de Películas en el centro recreativo lo proyectaba en la pantalla grande antes de la película principal. Ya llevábamos casi una docena, y esos videos nos convirtieron a Naya, Jens y a mí en celebridades menores entre las más o menos cien personas que solían ir a ver las películas.

—¡Échenle ganas! —nos dijo el hombre—. La gente necesita reírse. Ahora más que nunca.

—No muchos se rieron con el anterior —le recordó Naya. Yo había escrito Looks increíbles y modernos para el otoño como un proyecto personal cuando toda la ropa que traje de la Tierra me dejó de quedar y mis padres me enviaron al intercambio de prendas. Lo único que tenían de mi talla eran un par de jeans desgastados con unas manchas misteriosas y una playera percudida que decía TAYLOR SWIFT WORLD TOUR 2028. Aunque las manchas me daban asco y jamás he escuchado a Taylor Swift, tuve que usarlos.

Escribí el video para burlarme del intercambio de prendas, pero salió como algo lleno de coraje en vez de divertido y a la gente no le gustó tanto como los otros que habíamos hecho.

—¿Fue el de la ropa? —El anciano hizo un gesto compasivo—. Sí, ese no fue muy atinado. Pero ¡que eso no los desanime! Ya saben lo que dicen: «Morir es fácil. Hacer reír es difícil».

—¿Eso dicen? —Nunca lo había escuchado. La verdad, me pareció un poco inapropiado.

—Antes lo decían. En el cine de mis tiempos. Supongo que en ese entonces tenía más sentido. —Se rio—. El punto es que deben seguir haciendo sus videos. Le levantan el ánimo a la gente, y necesitamos toda la alegría que podamos tener. —Luego puso una de sus manos llenas de cicatrices sobre mi hombro y bajó la cabeza para quedar un poco más cerca de mí—. Por cierto, escuché un rumor…

Sabía lo que estaba por decirme incluso antes de que pronunciara otra palabra.

—¿Ila Mifune es tu hermana? ¿La del programa ese, Cantante Pop?

—Sí, señor. —Ila cantaba y tocaba la guitarra desde los seis años. A los doce ya escribía sus propias canciones. A los dieciséis fue a un casting de Cantante Pop, el programa de televisión más visto en nuestro país. Llegó hasta las semifinales, donde cantó uno de sus propios temas, «Bajo un cielo azul», ante sesenta millones de televidentes. Cerca del episodio final, que se realizaría en vivo, mi hermana tenía más votos que cualquier otro concursante.

Pero el mundo ya llevaba un tiempo destruyéndose poco a poco y, dos días antes de la final, comenzó a hacerlo mucho más rápido. En vez de ir al aeropuerto y tomar un avión para ver a Ila en el último episodio de Cantante Pop, terminamos en el puerto espacial, donde tuvimos la suerte de conseguir cuatro asientos en una nave a Marte.

La mayoría de la gente no fue tan afortunada.

Al hombre se le iluminó el rostro cuando le dije que Ila era mi hermana. Las personas siempre reaccionaban así, y siempre se quedaban con una expresión de tristeza al escuchar la respuesta a sus siguientes preguntas.

—¿Crees que nos concedería el honor de escuchar su hermosa voz?

—Ya no canta, señor. Lo siento.

—¿Nada?

—No, la verdad no. Dice que no le gusta cantar sin guitarra.

—Debe haber alguna por aquí.

—No, señor. No hay guitarras en Marte.

—Pero igual puede cantar, ¿no?

Asentí.

—Sí, señor. Pero en este momento no tiene ganas.

Ni ganas ni disposición ni nada. La mayoría de los días mi hermana ni siquiera podía salir de la cama. Se quedaba ahí echada, viendo episodios viejos de Los Birdley y de Ed y Fred en su pantalla. Que uno de no­­sotros se quedara ahí diario, las veinticuatro horas del día (aunque en Marte técnicamente eran más bien días de veintinco horas), hacía que nuestro com­­­­par­­­­timiento familiar, del tamaño de una caja de zapatos, pareciera aún más pequeño y atiborrado de lo que ya era. Y lo peor era que Ila ni siquiera intentaba ser amable. Rara vez me miraba y, si lo hacía, era para lanzarme un gesto de fastidio cuando le pedía que se pusiera audífonos o que moviera los pies para que me dejara abrir el cajón.

Yo ya me había hartado de su actitud, pero mamá y papá decían que debía tenerle compasión.

—Cuando pasa algo tan terrible como esto —me dijo mamá durante una de las pocas ocasiones en que estábamos a solas—, afecta a las personas de formas distintas. Ila no ha podido recuperarse tan bien como tú. Solo tenemos que darle tiempo.

En lo personal, creía que un año (aunque en Marte técnicamente era más bien medio año) sería tiempo suficiente para recuperarse. Pero a mí no me parecía que Ila lo estuviera intentando siquiera. A veces, cuando entraba en nuestro compartimiento, alcanzaba a escuchar el sonido de una de sus canciones saliendo de la pantalla. Ella la apagaba de inmediato, pero yo sospechaba que, cuando no había nadie cerca, se ponía a ver sus presentaciones en televisión una y otra vez.

No me parecía algo sano. Sin embargo, cuando algún desconocido como el anciano me preguntaba sobre Ila, yo le sonreía y mentía un poco.

—Creo que pronto volverá a cantar —le dije—. Solo necesita tiempo.

—Dile que tiene muchos fans en esta estación —me pidió, dándome un suave apretón en el hombro.

—Lo haré, señor. Gracias.

—Gracias a ti. Que pasen un buen día, muchachos. Sigan haciendo lo suyo. —Y se fue hacia la biblioteca.

—¿Cómo está tu hermana en verdad? —me preguntó Naya.

—Enojada. Mi papá la obliga a ir al salón de ejercicios cada mañana.

—Enojada es mejor que deprimida, ¿no? —preguntó Jens.

—No sé. Cuando solo está deprimida no es tan grosera conmigo.

—Tal vez está celosa de que ahora tienes más fama que ella —dijo Naya.

—Eso es ridículo. Ila es mucho más famosa que yo.

—En porcentajes, no. —Naya encendió su pantalla con unos toquecitos—. Piénsalo. El programa en el que ella salía lo vieron unos sesenta millones de personas, ¿verdad? Pero había nueve mil millones de personas en la Tierra. —Fue registrando los números en la pantalla de su calculadora—. Y cien personas ven nuestros videos. Pero de un total de dos mil cuatrocientos. Así que, de acuerdo con mis cálculos… —Levantó la vista y me sonrió—. Tienes seis punto veinticinco veces más fama en Marte de lo que tu hermana tenía en la Tierra.

—No es gracioso —le dije a Naya—. Solo es triste.

—Odio las matemáticas —farfulló Jens, encorvándose.

Yo me estiré sobre la mesa y le di un golpecito en la mano a Naya.

—Cuéntame más sobre la gente insecto.

—No sé nada más —respondió—. Solo que existen. Y que les preguntamos si podemos irnos a vivir a su planeta.

—Claro que no —dijo Jens—. No va a pasar. O sea, ¿se imaginan?, ¿vivir en un planeta lleno de insectos gigantes?

Intenté imaginarlo. No pude. Simplemente no me parecía que fuera a pasar.

Pero sí pasó.