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Cuando la historia es demasiado dolorosa para ser contada

Hablar

Hace años, tuve una clienta en psicoterapia que no decía prácticamente nada. Era una sensación muy extraña sentarse semana tras semana junto a alguien que hablaba tan poco. Maggie tenía las mejillas demacradas, la piel pálida y su delgadez era alarmante. Cuando empecé a trabajar con ella, varias semanas atrás, fue su médico de atención primaria quien me suministró gran parte de la información que necesitaba. Durante una exploración física, Maggie se había negado a someterse a una prueba rutinaria de citología vaginal. Y el hecho de que se la advirtiese acerca de los riesgos del cáncer de útero no la hizo cambiar de idea: ella no quería de ningún modo. Su médico la evaluó por síntomas de trastorno del estado de ánimo, le recetó antidepresivos y decidió referirme a Maggie, sospechando un historial de abuso temprano.

En nuestra primera sesión, cuando le pregunté acerca de sus antecedentes, Maggie confirmó esas sospechas. Su hermano mayor –declaró con rotundidad– había abusado de ella en repetidas ocasiones, mencionando un par de cuestiones relacionadas principalmente con su trastorno alimentario, y luego ya no añadió nada más durante las siguientes semanas.

Insoportable es la palabra que me viene a la mente. Las sesiones de terapia eran complicadas, algunas de ellas dolorosas y torpes. Me sentía un incompetente, como dicen mis colegas en el campo de los traumas. Con el bolso descansando en su regazo, Maggie solía temblar o clavar la mirada fijamente en una esquina de la habitación. Me encontré entonces afrontando sus sesiones con una sensación de temor. Y, en las raras ocasiones en que ella cancelaba la cita, me sentía secretamente aliviado.

Dejé de plantearle preguntas y, a menudo, permanecíamos sentados en silencio. Era todo un enigma: aunque casi no había intercambio de palabras, invariablemente hacía un paréntesis en sus responsabilidades para venir a recibir tratamiento, siempre de manera puntual. En un momento en que me vi obligado a reprogramar una cita debido a una conferencia, ella confesó sentir una cierta aprensión y estar asustada de que no regresara.

Recibí el primer correo electrónico de Maggie al volver a mi coche después de una función teatral de mi hija. Abrí el mensaje en mi teléfono móvil y me desplace hacia la parte superior, casi sin creer que hubiera recibido esa comunicación. Aquel sería el primero de una serie de contactos de ese tipo por parte de ella.

Entonces leí la línea superior: Tengo algo que contarle. Y ella hizo exactamente eso, detallando una inquietante historia de abuso sexual por parte de un hermano cruel e impredecible.

Simplemente contarlo

En las sesiones que siguieron, no hubo demasiados cambios, porque en la terapia el cambio sucede lentamente. Y la terapia del trauma, en particular, insume tiempo. El mero hecho de relatar con un torrente de palabras los detalles de un pasado humillante no procura alivio por sí solo.

La psiquiatra Judith Herman escribió a este respecto en su obra seminal, Trauma y recuperación (1992):

A veces, los pacientes insisten en sumergirse en descripciones gráficas y detalladas de sus experiencias traumáticas, en la creencia de que el mero hecho de contar la historia resolverá todos sus problemas. La curación mágica se ve alimentada por imágenes de tratamientos tempranos y catárticos de trastornos traumáticos que impregnan la cultura popular, así como por la metáfora religiosa, mucho más antigua, del exorcismo. (p. 172)

La noción de que, por sí sola, la catarsis procura la sanación, no tiene nada que ver con el modo en que realmente ocurre el cambio en psicoterapia. Cuando los clientes se apresuran a compartir los detalles de sus historias traumáticas, mi preocupación es cómo se sentirán después, con el paso del tiempo, entre las sesiones de terapia. En el camino a casa, mientras piensan en la sesión, ¿se sentirán avergonzados? De hecho, no fue sino hasta mucho después en nuestro trabajo conjunto que comprendí por qué Maggie siempre se mostraba tan silenciosa en relación con el abuso, puesto que creía que no tenía otra alternativa, ya que nunca había hablado de los detalles hasta el momento en que me envió el correo.

Sin embargo, el deseo de liberarse es comprensible: al fin y al cabo, alguien nos presta atención de manera comprensiva, tal vez por vez primera… Es muy tentador compartir. Pero abrirse demasiado rápido, antes de sentirse preparado para ello, puede inducir la sensación de verse expuesto, humillado y vulnerable.

Si descargar o simplemente hablar de ello no es suficiente, si, de hecho, puede hacer que la gente se sienta peor durante un tiempo, entonces, ¿qué tipo de relato sirve de ayuda?

Un relato honesto, pero seguro, un relato que haga posible confrontar un pasado cruel, compartir la carga con personas que se preocupan por los demás y que posibilite que los recuerdos, los sentimientos y las pérdidas traumáticas sean más soportables, un relato que ayude a afrontar las experiencias emocionales y las vulnerabilidades de dicho pasado, un relato que propicie el aprendizaje y el crecimiento, aunque el proceso sea doloroso. Esto es lo que significa abrirse, y esto es lo que vamos a explorar.

Los correos de Maggie siguieron llegando. Y, aunque las siguientes sesiones también fueron sumamente incómodas –de hecho, prácticamente silenciosas–, algo había cambiado. Habíamos encontrado una manera de conectar entre nosotros, y las cosas discurrirían por esos cauces al menos durante algún tiempo. Me enviaba mensajes por correo electrónico, a veces centrándose en la crianza de su hijo pequeño y, otras, en su trastorno alimentario, y luego se quedaba sentada conmigo en silencio en mi despacho, cuando nos encontrábamos, hasta que fue capaz de ir más allá.

Un relato honesto

La psicoterapeuta Rachel Sopher también tuvo dificultades para hablar cuando empezó el tratamiento. Nieta de un superviviente del Holocausto, Sopher cuenta la historia de su familia en un conmovedor artículo publicado en el New York Times, en el año 2015, y titulado “Our secret Auschwitz”. Refiriéndose al silencio del hogar durante su infancia como una densa cortina, descubrió, a la edad de doce años, que su abuelo había sido prisionero en Auschwitz. Antes de efectuar dicho descubrimiento, la historia le había sido ocultada. Guardar este secreto y evadir la verdad, se había convertido en la forma que tenía su familia de enfrentarse a un pasado plagado de temores. Dicho con sus propias palabras:

Estábamos atrapados en la historia y no entendíamos cómo o por qué. Cosas confusas sucedían sin explicación alguna. No celebrábamos cumpleaños, aniversarios ni graduaciones. De alguna manera, sabíamos que no debíamos tratar de acercarnos unos a otros. La intimidad era dolorosa porque nunca sabías si te iban a quitar a alguien al que amabas. El pacto sobre el secreto nos mantenía a salvo del horror del pasado, pero también nos impedía seguir adelante. (Sopher, 2015)

Cuando su propio psicoterapeuta –que normalmente se mostraba más silencioso que ella–, etiquetó explícitamente el Holocausto como un trauma que afectó a cada vida que tocó, Sopher comenzó a reconocer la influencia que había tenido en ella. En lugar de edulcorar la verdad, su terapeuta respondió con un honesto cuando Sopher le planteó una pregunta candente: ¿Realmente cree que el trauma del Holocausto impactó en mi familia y en mi vida?

La psicoterapia es un relato de naturaleza muy personal que se comparte dentro de un contexto de protección y seguridad. Pero algunas cosas son difíciles de contar. Y cuesta tiempo alcanzar un lugar desde el cual referir con honestidad y franqueza nuestra dolorosa historia traumática. Hay verdades que son enormemente difíciles de afrontar. Sin embargo, la recuperación del trauma significa que, en algún momento, tenemos que ser honestos acerca de nuestro pasado. Contando con ayuda, Sopher pudo relatar su historia con sinceridad y se hizo experta en el arte de decir la verdad. Solo podía ser de esa manera, puesto que su terapeuta estaba dispuesto a llamar a las cosas por su nombre y porque la propia Sopher fue capaz de generar una curiosidad genuina acerca del pasado de su familia y acerca de su propia historia.

La idea de que la psicoterapia requiere honestidad y apertura no debería sorprender a nadie. Pero, como nos muestra el ejemplo de Sopher, relatar con sinceridad nuestra historia traumática es, de hecho, mucho más difícil de lo que parece.

Un procedimiento de evaluación psicológica, conocido como la Entrevista del Apego Adulto (EAA), ilustra este punto (George, Kaplan y Main, 1996; Hesse, 1999; Steele y Steele, 2008). Basada en el trabajo del psiquiatra británico John Bowlby, la entrevista, que es potencialmente estresante, se centra en la historia temprana y en el recuerdo de los acontecimientos de la vida personal, en especial las primeras relaciones. Las preguntas llevan a la persona a pensar en las situaciones en las que tuvo algún tipo de necesidad: en esas circunstancias, ¿cómo respondieron sus cuidadores?, es decir, cuando estuvo enfermo, en momentos de separación y pérdida, cuando buscó consuelo o apoyo emocional y cuando se sintió asustado. Al evaluar sus respuestas a estas preguntas, podemos ver la forma en que la persona con­cibe el apego, qué piensa acerca del mundo de las relaciones o de la forma en que se satisfacen (o no) las necesidades interpersonales.

Un componente esencial de esta técnica es que los detalles concretos, los hechos reales, son mucho menos importantes que la manera en que la persona da sentido a esos hechos. Lo que importa en este caso es el estado mental del individuo con respecto a su mundo relacional. ¿Se siente el cliente abrumado por la emoción cuando dice que su “madre se aislaba de manera egoísta” después de la muerte de su marido? En caso afirmativo, tal vez la persona todavía alberga resentimiento hacia su madre. Asimismo, ante un acontecimiento vital como el anterior, ¿el sujeto ubica a su madre en un pedestal, tal vez considerándola una mártir, una víctima cuyo marido falleció de repente, dejándola sola y aislada? Vemos, de ese modo, que el mismo evento suscita diferentes interpretaciones. También cabe la posibilidad de que la historia sea contada, poniendo el foco completamente en la muerte del padre, un evento terrible del que el cliente todavía no se ha recuperado.

Cuando, en terapia, trabajamos con familias, es frecuente observar que los hermanos que conviven en un mismo hogar describen los eventos de maneras muy distintas. Aunque haya un acuerdo general sobre los hechos básicos, existen discrepancias en cuanto al significado atribuido a esos hechos. Y, a la postre, sus respectivas historias parecen irreconocibles entre sí. Sin embargo, una historia trasmitida con sinceridad denota equilibrio. Las personas con apego seguro manifiestan equilibrio y flexibilidad en sus relaciones. Son capaces de verse a sí mismas y a su propia historia interpersonal con honestidad, incluso aunque les duela hacerlo, pudiendo contemplar, sin cerrarse, la historia desde diferentes ángulos. Utilizando el ejemplo anterior, cuando se le preguntó al entrevistado si alguna vez se sintió rechazado de niño (una de las preguntas de la EAA), esta es la historia que refirió:

¿Alguna vez me sentí rechazado cuando era niño? Mmm… (pausa de cinco segundos). Bueno, me siento un poco mal al admitirlo, pero creo que sí. No quiero decir que mi madre lo hiciera a propósito. Se deprimió un tanto tras la muerte de nuestro padre. Creo que a todos nos pasó algo parecido. Apenas hablaba inglés y no podía encontrar trabajo, y la empresa de construcción para la que trabajaba mi padre se negó a abonar su pensión. Recuerdo una ocasión en que mi hermana estaba en el baño y… supongo que le había venido la regla. Era más joven que yo y me sentía responsable de ella. Pero me habría sentido como un idiota si hubiese entrado en el baño para ayudarla. Yo tenía catorce años, así que habría sido raro. Así que llamé a la puerta de la habitación de mi madre para pedirle ayuda, pero… ella estaba borracha de nuevo (los ojos se le llenan de lágrimas) y… no hizo nada, no nos prestó ninguna ayuda. Me dijo que lo averiguara yo mismo y se quedó en su habitación… sin hacer nada. Mi hermana lloraba, estaba asustada, no sabía lo que le pasaba… Yo, supongo ahora que lo pienso, me sentí rechazado y herido, es cierto... como si no le importase en absoluto. Y me sentí mal por mi hermana. Estaba tan asustada y era incapaz de ayudarla. Quiero decir que hice lo correcto, pero… ella todavía tiene muchos problemas. Así que.... ya ve (pausa). ¡Vaya, no esperaba contarle todo esto!

En esta versión de la misma serie de acontecimientos, este joven, todavía dolido con su pasado, sería clasificado como una persona con apego seguro. ¿Por qué motivo?

El sello distintivo del apego seguro es el equilibrio. Al reflexionar sobre eventos emocionalmente perturbadores, ¿la persona lo hace de manera equilibrada? En este caso, la respuesta es afirmativa. Cuando se le pregunta si alguna vez se sintió rechazado cuando era pequeño, cuenta cómo la incapacidad de su madre le impidió prestar ayuda y cómo ella no respondió a su petición de auxilio. Y, al relatar estos antiguos acontecimientos de la vida, se siente herido y dolido, pero también manifiesta empatía. No está tan abrumado por sus sentimientos como para que estos le impidan narrar esa dolorosa historia, ni la minimiza, ni trata de darle un giro positivo, señalando quizá que, al final, ayudó hábilmente a su hermana.

Su narración es sincera y parece verosímil. Las emociones son consistentes con los eventos rememorados. El hablante no defiende a su madre como una especie de mártir y tampoco la denigra gratuitamente. Vive en un mundo donde las relaciones importan, aunque el fracaso de su madre a la hora de estar presente para su hermana y para él –cuando más la necesitaban– le hirió profundamente. Contada de ese modo, la historia tiene sentido. Aun así, al escuchar el relato, uno podría llegar a preocuparse por si muestra, en las relaciones cercanas, síntomas de lo que Bowlby denomina cuidado compulsivo. ¿Intenta ayudar a otras personas para compensar las pérdidas y heridas del pasado?

En este caso, el joven sería categorizado como una persona con apego seguro adquirido, una versión del apego seguro en la cual, a pesar de que el sujeto ha padecido adversidades, encuentra una manera flexible de dar sentido a dichos eventos, una cualidad imprescindible de la resiliencia. La muerte repentina de su padre y la posterior depresión de su madre tuvieron un gran impacto en él. Y, sin embargo, manifiesta una cierta madurez, una cierta capacidad para tomar distancia y compartir su historia con sinceridad.

Pero, si bien algunas personas son capaces de gestionar lo anterior, para la mayoría es una tarea muy difícil.

El apego seguro es raro en los supervivientes de traumas

Como ya he dicho, narrar con honestidad y franqueza historia traumática es mucho más difícil de lo que parece. Entre los supervivientes del trauma, el apego seguro es la excepción y no la regla.

Los estudios que registran diferentes patrones de apego entre las personas con antecedentes de alto riesgo muestran que relativamente pocos supervivientes de traumas tienen un apego seguro, y que muy pocos son capaces de contar su historia, de hablar de su angustioso pasado sin experimentar grandes dificultades para ello.

Mi colega, la psicóloga Catherine Classen, y yo hemos analizado este particular en una iniciativa de investigación clínica en el Women’s College Hospital de Toronto, Ontario. El Programa de Recuperación de Abusos para Mujeres (Duarte Giles et al., 2007) es un modelo de terapia de grupo de ocho semanas, enfocado en la seguridad y las habilidades de estabilización, que se lleva a cabo durante cuatro medias jornadas, cada semana, y que utiliza un proceso de inscripción continua, de modo que, cada semana, una o dos mujeres inician el tratamiento, mientras que uno o dos miembros del grupo lo completan. Antes de que reciban la terapia, realizamos pruebas exhaustivas, observando los patrones de apego de este grupo de mujeres, todas las cuales tenían antecedentes profundos de trauma interpersonal y eran psicológicamente sintomáticas (por ejemplo, depresión, ansiedad, problemas de relación). Ayudados por entrevistadores bien preparados y fiables, que tienen experiencia en la clasificación de los apegos, constatamos que solo el 8% de estas mujeres de muy alto riesgo fueron clasificadas con una orientación de apego seguro (Classen, Muller, Field, Clark y Stern, 2017; Classen, Zozella, Keating, Ross y Muller, 2016)1.

Y, en comparación con el trabajo que otros están llevando a cabo en este mismo campo, nuestros resultados no son inusuales. Un estudio patrocinado por el National Institute of Mental Health también investigó a mujeres altamente sintomáticas, con antecedentes de abuso físico o sexual infantil, y constató niveles igualmente bajos de apego seguro (en torno al 17%), sobre todo entre las que evidenciaban síntomas de estrés postraumático (TEPT) debido a un abuso temprano (Stovall-McClough y Cloitre, 2006).

Pero los estudios que registran patrones de apego entre las personas con antecedentes de muy alto riesgo no solo analizan a personas que buscan tratamiento y que presentan síntomas psicológicos. Esto es importante, porque se podría argumentar que, dado que se hallan en un estado de distrés psicológico –es decir, siendo sujetos sintomáticos que buscan psicoterapia–, estas personas pueden parecer inseguras en sus relaciones interpersonales. Pero, cuando los supervivientes del trauma no se hallan en un estado de distrés psicológico, no son sintomáticos y tampoco buscan tratamiento, ¿acaso les va mejor en términos de sus patrones de apego? Ciertamente conocemos a este tipo de personas. ¿Pero qué dice la investigación sobre quienes han padecido un pasado terrible, pero que simplemente progresan rutinariamente en su vida y en la comunidad? ¿Son equiparables a las personas anteriores en cuanto a la orientación de su apego?

Al igual que el grupo que solicita tratamiento, resulta que sí que lo son. Como ocurre en el caso anterior, tan solo una minoría de ellos manifiesta apego seguro. Mis estudiantes y yo descubrimos esto cuando trabajaba en la University of Massachusetts, en Boston. En un estudio que realizamos a nivel local, examinamos a adultos de ambos sexos y confirmamos un historial de abuso físico o sexual infantil entre un subconjunto de individuos, que eran miembros de la comunidad y que no buscaban tratamiento ni eran clínicamente sintomáticos. En su mayoría eran personas de clase trabajadora, dispuestas a ceder medio día de su tiempo a cambio de una pequeña cantidad de dinero.

Y lo que descubrimos fue muy similar a nuestros hallazgos anteriores. Los patrones de apego de aproximadamente el 24% de las personas con antecedentes de alto riesgo de trauma fueron calificadas como seguras (Muller, Lemieux y Sicoli, 2001; Muller, Sicoli y Lemieux, 2000; Muller, Kraftcheck y McLewin, 2004). Eso significa que cerca de tres cuartas partes no tenían un apego seguro. Y estos hallazgos fueron prácticamente idénticos a los reportados de manera independiente por la psicóloga Robin Lewis y colegas, que trabajaban en Virginia (Lewis, Griffin, Winstead, Morrow y Schubert, 2003), en los que pocos supervivientes de trauma recibieron la calificación de apego seguro. Si se comparan estos hallazgos con otros estudios, los adultos de bajo riesgo2 tienen muchas más probabilidades de ser clasificados como sujetos con apego seguro, en un porcentaje que ronda el 58% (Bakermans-Kranenburg y van IJzendoorn, 2009). En otras palabras, el trauma pone a las personas en mayor riesgo de padecer apego inseguro.

Por tanto, parece que, independientemente de que los adultos que han sobrevivido a un trauma sufran distrés psicológico y busquen tratamiento o no, solo una minoría de las personas con antecedentes tempranos de trauma interpersonal muestra un patrón de apego seguro.

De todo lo anterior deducimos que el trauma relacional puede ser implacable. Cuando hemos experimentado un pasado cruel, mostramos inseguridad en nuestro mundo interpersonal. Las relaciones, el sexo, la cercanía, la crianza de los hijos… se ven profundamente afectados. Y la manera en que concebimos y entendemos la historia de nuestras relaciones también se ve seriamente condicionada.

De hecho, la misma capacidad de hablar de nuestro pasado de una manera equilibrada, de mostrarnos sinceros y abiertos en los momentos en que experimentamos una pérdida traumática, dolor o miedo, la posibilidad de reflexionar libremente sobre esos momentos y sobre cómo han influido en nuestra vida interpersonal, se ven muy dificultadas.

Es muy difícil lidiar con algo de lo que ni siquiera podemos hablar.

Cuando la expectativa es guardar silencio

Así pues, contar, sincera y abiertamente, una historia traumática es mucho más difícil de lo que parece. Sin embargo, todo esto nos lleva a la pregunta: ¿por qué contarla?

Porque, a la larga, silenciarla es perjudicial. En los próximos capítulos, analizaremos detalladamente la estrategia de la evitación, cómo se presenta en la práctica y por qué la gente la lleva a cabo. Pero, por el momento, consideremos un ejemplo de cómo podría ser este relato en familias cuya expectativa es silenciar los pensamientos y sentimientos que rodean al trauma interpersonal.

En este tipo de hogares, el guion es fingir, acallar los sentimientos relacionados con el trauma. La rigidez y la actitud defensiva prevalecen sobre la sinceridad y la apertura. Y, cuando un miembro de la familia tiene una forma diferente de ver el pasado, una forma que no encaja bien con la visión que tienen los demás, la situación puede llegar a ser muy difícil. Esa persona a menudo es tildada de problemática.

En mi trabajo clínico, he atendido a familias que han acudido a verme cuando se acaban de revelar incidentes relacionados con el trauma. Y, a menudo, el que insiste en “agitar las aguas” se convierte en el chivo expiatorio para los otros miembros de la familia, dejando a esa persona sola y aislada, como si la insistencia en decir la verdad de alguna manera los llevase a perder el juicio.

La familia puede albergar la expectativa de minimizar el trauma interpersonal y de permanecer en silencio. En “One Million Tiny Plays about Britain” (2008), el dramaturgo Craig Taylor describe la brecha que surge entre diferentes miembros de una misma familia mientras nos guía a través de una conversación tortuosa entre madre e hijo a raíz de un trauma familiar.

El escenario es una habitación de un hospital de Manchester, donde Alex, un joven adulto, se halla internado. Su madre está junto a su cama. Una y otra vez, la madre le muestra a Alex todas las tarjetas de que ha recibido con el mensaje de que se mejore, leyendo en voz alta todos esos mensajes llenos de optimismo. Aunque con un gesto muy serio, la madre no quiere sino que su hijo sea feliz. Ella le dice que las flores harán que la habitación del hospital sea menos lóbrega, que el invierno no durará para siempre y que todos han sido muy considerados. Las cartas que Alex ha recibido están llenas de tópicos como “Piensa en cosas luminosas” y “Alegra esa cara”.

Pero no tardamos en entender por qué Alex ha terminado en el hospital. Cuando su madre inocentemente le pregunta por su mano, él le responde visiblemente molesto: “Es la muñeca, no la mano”. Y, con esas palabras, nos percatamos de la verdad: había intentado cortarse las venas para suicidarse.

¿Y cómo se enfrenta su madre a la verdad, al hecho de que casi pierde a su hijo? “Pensé que era mejor que no saliese de la familia”, dice, sugiriendo un patrón de secretismo y encubrimiento y descartando posteriormente el contenido de la nota de suicidio de su hijo como algo que no era su verdadera intención. De un modo trágico, el intento de conseguir que su hijo se sienta mejor, de “arreglar” las cosas, solo consigue empeorarlas. Pronto le da otra tarjeta, esta vez de su hermana, con el dibujo de un hombre con una gran barbilla.

El pie de la ilustración dice: “¡En alto esa barbilla!”.

Mientras la dolorosa discusión va cerrándose, lo que Alex no recibe es un sentido muy necesario de validación para el que su familia no está preparada. Tras afrontar crisis de ese tipo, son muchas las familias que intentan esconder el secreto bajo la alfombra, tratando de olvidarlo y fingiendo que nunca sucedió.

Narrar nuestra dolorosa historia para verla desestimada o minimizada puede convertirse en un ejercicio de frustración y retraumatización. Así pues, incluso un relato honesto que cae en oídos sordos está, de antemano, condenado al fracaso.

Compartir el relato

Recordemos ahora la historia de Rachel Sopher, recogida en este mismo capítulo, y el hecho de que su familia hubiese silenciado la verdad durante décadas. Ignorar que su propio abuelo había sido una víctima del Holocausto y que había pasado parte de su vida en un estado de terror crónico significaba no conocer a su familia en absoluto. Recordemos también que, con el tiempo, Sopher llegó a conocer la verdad del pasado de su familia porque se interesó en su propia historia, deseando que no se encubriera más.

Pero igualmente importante es que Sopher tuvo la fortuna de contar con alguien que la ayudara en ese proceso. Sería imposible exagerar la utilidad de contar con un apoyo interpersonal posterior al trauma y disponer de alguien con quien compartir la experiencia.

En su trabajo de investigación sobre la recuperación del TEPT en veteranos de guerra, el corresponsal de guerra Sebastian Junger (2016) pone de manifiesto que, en las sociedades con altos niveles de apoyo interpersonal, los índices de TEPT tienden a ser bastante bajos. Esto es algo que se observa cuando los combatientes re­gresan después de un periodo de servicio y, en lugar de sentirse alienados, experimentan una sensación de aceptación.

En opinión de Junger, formar parte de una tribu –que nos ayude a superarlo– supone una gran diferencia. Y, partiendo de su propia experiencia personal de vivir en la ciudad de Nueva York tras los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center, Junger observó un aumento radical, si bien temporal, del apoyo interpersonal en la comunidad. Al describir esto en una entrevista concedida a la Canadian Broadcasting Corporation, en mayo de 2016, explicaba que la gente se reunía de una manera que antes no era habitual: sentían que se necesitaban unos a otros.

Recuperarse del trauma es algo difícil de hacer solo. Como ya he mencionado, la psicoterapia es un relato, un intercambio personal… el componente relacional de la psicoterapia es fundamental para la curación.

Psicoterapeutas de diferentes escuelas de pensamiento –que tienden a estar en desacuerdo en muchos aspectos– coinciden, sin embargo, en que la conexión entre clínico y cliente puede facilitar o interrumpir el tratamiento, aduciendo diferentes razones para ello. Los terapeutas de la escuela cognitivo-conductual tienden a considerar que la colaboración y una buena relación son imprescindibles para que el cliente acepte las estrategias de tratamiento (Perris, 2000), es decir, una buena relación psicoterapéutica facilita que los clientes adquieran nuevos conocimientos y habilidades. En cambio, los terapeutas con una orientación más experiencial y psicodinámica suelen enfatizar que la relación terapéutica es curativa en sí misma, es decir, por sí sola una buena relación es capaz de sanar.

La experiencia me dice que ambas opiniones son ciertas. En mi primer libro sobre el tratamiento, Trauma and the Avoidant Client (Muller, 2010), señalo que la relación terapeuta-cliente es fundamental para cosechar buenos resultados en psicoterapia. Y la investigación efectuada en este campo no hace sino corroborar esta idea.

La técnica estadística conocida como metaanálisis ha tenido un gran impacto en la investigación de la salud en general y de la salud mental en particular, así como en la investigación en psicoterapia. Desarrollada en un principio de forma independiente por los estadísticos Gene Glass, que trabajaba en psicología educativa, y por John Hunter, que estudiaba la selección de personal, la técnica se utiliza para recopilar los resultados de distintos estudios, algo que es especialmente importante en el área de la investigación de los resultados de la psicoterapia porque, a lo largo de los años, han aparecido muchos tipos diferentes de psicoterapia, con afirmaciones muy distintas en cuanto a sus beneficios. Era fundamental comprobar si esas afirmaciones tenían algún fundamento.

Glass coeditó el primer metaanálisis acerca de los beneficios de la psicoterapia a finales de la década de 1970 (Smith y Glass, 1977; Smith, Glass y Miller, 1980), pero entre los trabajos más exhaustivos sobre el tema se encuentra el titulado The Great Psychotherapy Debate, del psicólogo Bruce Wampold (2001). Resumiendo los numerosos metaanálisis que revisaban los resultados cosechados por la psicoterapia, Wampold ha constatado que factores relacionales como la alianza entre clínico y cliente son mucho más decisivos en un tratamiento exitoso que cualquier otro factor controlado por el terapeuta. Y estos hallazgos han sido corroborados repetidamente. Así pues, resulta evidente que una buena relación terapéutica –en la que haya empatía, calidez, aceptación y aliento– es mucho más útil que la escuela de pensamiento específica seguida por el clínico.

Y, en ningún otro ámbito, la relación terapéutica es más valiosa que en la recuperación del trauma interpersonal. La oportunidad de compartir con alguien que no nos juzga, que se toma en serio nuestra historia, que escucha sin reaccionar de manera exagerada y que puede ayudarnos a encontrar nuevas perspectivas… es una oportunidad que puede cambiar nuestra vida. En Trauma and the Avoidant Client (2010), escribo:

Los clientes que han padecido un considerable rechazo y dolor en sus familias de origen, un rechazo que no ha sido reconocido ni resuelto, necesitan un contexto seguro dentro del cual se les brinde la oportunidad de experimentar las relaciones de una nueva manera. Cuando la seguridad y la protección caracterizan a la relación terapéutica, dicha interacción puede representar la primera ocasión en que el cliente experimenta apoyo, aliento y vulnerabilidad emocional con una persona empática. (p. 45)

Hace pocos años, algunos de mis estudiantes graduados del Trauma and Attachment Lab de la York University se interesaron en estudiar la incidencia de la relación terapéutica en el tratamiento del trauma. En colaboración con varias instituciones de salud mental de la comunidad local, desarrollamos un proyecto para analizar esta cuestión. ¿Cómo se sienten los clientes y sus terapeutas en su relación y en su trabajo conjunto? Para ello, sometimos a observación a niños que recibían terapia por síntomas postraumáticos causados por un abuso sexual reciente y otros sucesos traumáticos (Konanur, Muller, Cinamon, Thornback y Zorzella, 2015; Rependa y Muller, 2015; Zorzella, Muller y Cribbie, 2015; Zorzella, Rependa y Muller, 2017).

Como parte de su tratamiento, estos niños eran invitados a elaborar una narración del trauma. Desarrollado por la psiquiatra Judith Cohen y los psicólogos Anthony Mannarino y Esther Deblinger (Cohen, Mannarino y Deblinger, 2006), este enfoque ayuda a los clientes a relatar por escrito, en colaboración con un clínico, su historia traumática. Es importante subrayar que el terapeuta nunca se muestra en desacuerdo con el cliente ni hace sugerencias sobre cómo se desarrollaron los eventos recordados, sino que, en lugar de eso, ayuda al sujeto a entender sus propias experiencias subjetivas. Si recuerda, por ejemplo, tal o cual acontecimiento, si el individuo tomó una u otra decisión, si se defendió o no… ¿qué significa para él? ¿Qué le preocupa al cliente que diga sobre él o sobre su futuro? ¿Y cómo puede empezar a contextualizar los sentimientos que tiene acerca de sí mismo y su historia traumática?

La narración del trauma es realmente difícil de llevar a cabo, y los terapeutas de nuestro equipo estaban bastante preocupados. Después de todo, sus clientes eran niñas y niños que habían sido víctimas de abusos sexuales. Y ahí estábamos nosotros, invitando a estos pequeños vulnerables a hablar de experiencias altamente perturbadoras. Investigaciones anteriores de Cohen y colegas habían demostrado que este era un enfoque prometedor, siempre y cuando se estableciesen primero determinadas estrategias de seguridad y estabilización –que, por supuesto, les enseñamos– (un componente importante del tratamiento, que se discutirá en capítulos posteriores).

Pero incluso así, nos preguntábamos sobre la pertinencia de lo que nos proponíamos hacer. Muchas discusiones tensas entre los miembros de los equipos clínicos y de investigación abocaban a las mismas preguntas: al alentar a los pequeños a hablar de sus experiencias traumáticas, ¿los terminaríamos retraumatizando? ¿Y se angustiarían tanto que rechazarían psicológicamente a sus terapeutas?

Y lo que descubrimos fue justamente lo contrario. Los niños mejoraron, sin que padeciesen retraumatización alguna. Durante el periodo de evaluación y tratamiento, estos niños de alto riesgo mostraron reducciones significativas en los síntomas postraumáticos, que se mantuvieron bajos incluso meses después de concluido el tratamiento (Konanur et al., 2015). Este era el resultado que esperábamos y lo que la investigación previa nos había mostrado, así que no estábamos exactamente sorprendidos (¡aunque sí nos sentimos muy aliviados!).

Sin embargo, lo que fue especialmente diferente en este caso fue nuestro examen de la relación terapéutica. Recordemos que estos niños vulnerables fueron invitados a escribir sobre sus dolorosas experiencias traumáticas, y no sabíamos de qué manera repercutiría esto en la relación de trabajo entre los niños y los terapeutas. Se suponía que sus clínicos eran personas de confianza para los niños. Al participar en estas narrativas del trauma, ¿empezarían los niños a ver a sus terapeutas de manera negativa? ¿Los rechazarían?

Una vez más, por el contrario, cuando los niños fueron consultados inicialmente sobre sus terapeutas y su trabajo conjunto, los niños calificaron muy bien a los clínicos. Y, en el transcurso del tratamiento –incluso después de someterse al desafío de narrar el trauma–, los sentimientos de los niños acerca de sus terapeutas mejoraron incluso más. La evidencia era clara: el intercambio colaborativo de experiencias traumáticas ayudaba, en lugar de perjudicar, a la relación terapéutica. Y, cuando a terapeutas y a padres (no abusivos) también se les preguntó de forma independiente sobre sus impresiones, sus respuestas estuvieron en consonancia con las de los pequeños (Rependa y Muller, 2015; Zorzella et al., 2017).

Para esos niños, el hecho de compartir sus historias traumáticas con otra persona bondadosa ahondaba los sentimientos de cercanía y colaboración con dicha persona. Y todos estos incrementos iban acompañados de reducciones en los síntomas postraumáticos, unos progresos que, por otro lado, se mantuvieron mucho después de concluido el tratamiento.

Al igual que en la historia personal relatada por Rachel Sopher, estos niños se beneficiaron de tener a alguien que les ayudara a lo largo de un relato doloroso. Si se les brindaba la oportunidad de compartir su carga, ya no tenían que soportarla solos y dejaban de guardar silencio.

Una historia de crecimiento

En ocasiones, nuestros clientes experimentan cambios sorprendentes y muy gratificantes. Esto es algo que pude comprobar con Maggie, que ya ha aparecido antes en este capítulo. Recordemos que el bajo peso de Maggie, la depresión y la negativa a someterse a un examen pélvico rutinario hicieron que su médico de atención primaria sospechase de un abuso sexual previo, lo que motivó que me la remitiese. Trabajé con Maggie prácticamente en silencio durante varias semanas, a menudo sintiéndome frustrado y confundido acerca de si eso sería útil en absoluto, pero reconociendo que ella acudía regularmente a las citas y que estaba tan comprometida como era capaz de tolerar.

Aparte de la fugaz revelación de un abuso temprano, yo seguía estando sumido en la oscuridad acerca de buena parte de su pasado, hasta que ella comenzó a enviarme por correo electrónico extraños hechos desconectados sobre sus aterradoras experiencias de cuando era pequeña, momento en el cual su historia se tornó un poco más clara. Cuando tenía unos ocho años de edad, su hermano de catorce la buscaba y abusaba sexualmente de ella, amenazándola si no se callaba. Y eso es todo lo que yo sabía del asunto hasta ese momento.

Empecé a llevar a las sesiones una copia impresa de todos los correos que ella me enviaba, poniéndolos sobre la mesa que había entre nosotros y expresando poco más que una cálida curiosidad, aunque sin presionarla en ningún momento. Y con la ayuda de las habilidades de respiración profunda que le había enseñado en sesiones anteriores, no tardó en empezar a recoger el material impreso, a ojearlo y, finalmente, a abrirse.

Trabajamos juntos durante el siguiente año y medio en el tratamiento activo del trauma basado en fases3 (discutido en capítulos posteriores), primero ayudando a estabilizar su preocupante bajo peso y su estado de ánimo. En algunas de estas sesiones participaba su marido, quien era, para alivio mío, una persona amable con ella y con su hijo de siete años. Con el tiempo, la invité a que me contara más cosas sobre su historia temprana y, al final, construimos juntos una narrativa del trauma.

Esto le resultó difícil de llevar a cabo, por una buena razón. Había sido una niña pequeña y tímida, víctima durante al menos dos años de su hermano mayor mucho más fuerte que ella. Le era muy difícil hablar al respecto. En el momento en que su hermano, que en ese momento tenía dieciséis años, fue encontrado muerto a pocas manzanas de su edificio de apartamentos (asesinado en un incidente de drogas relacionado con pandillas), él ya la había penetrado varias veces con varios objetos y en una ocasión la había forzado a mantener relaciones sexuales. Discutir sus experiencias traumáticas, afrontarlas y luchar con sus implicaciones era aterrador. No tenía ni idea de a dónde la llevaría el relato. Pero persistió.

Maggie compartió su historia con honestidad. Y, para mí, acompañarla mientras lo hacía, supuso todo un reto. En ocasiones, se ponía visiblemente ansiosa al revivir los detalles de su pasado. Entonces yo le daba instrucciones sobre su respiración y la instruía en distintas técnicas de enraizamiento, como frotarse las manos y otras experiencias sensoriales, para recordarle que ahora se hallaba a salvo. Y entonces proseguíamos con el proceso. Cuando solo era una niña se había sentido aterrorizada, traicionada y ultrajada, pero llegó un momento, en nuestro trabajo conjunto, en el que fue capaz de tolerar sus sentimientos vulnerables junto a alguien en quien podía confiar. Era capaz, sin sentirse tan abrumada, de enfrentarse cada vez más a la verdad de su historia traumática y lo que significaba para ella.

Y es aquí donde interviene la parte que más me sorprendió. Aún no lo sabía, pero en el trabajo terapéutico que siguió, percibí en Maggie un cambio que no había anticipado: un nuevo aprendizaje que trascendía incluso la recuperación, un aprendizaje que se derivaba del proceso de abrirse y de afrontar su traumática historia… pero que, con el tiempo, fue más allá. La palabra que mejor lo describe es crecimiento.

Es extraño, en un contexto como este, pensar en el crecimiento: el desarrollo después de una pérdida dolorosa, estando, como estamos, tan acostumbrados a equiparar trauma y tragedia.

Por otra parte, la idea de que algo valioso puede derivarse de experiencias vitales adversas no es novedosa. Hacer limonada con los proverbiales limones de la vida –una lección popularizada por Dale Carnegie, gurú de la autoayuda y adalid del optimismo– se basa en una frase escrita hace al menos un siglo. Pero a lo que me refiero en este caso es a algo completamente nuevo.

El crecimiento postraumático, la noción de que, después de los eventos traumáticos, pueden sobrevenir cambios beneficiosos, es muy diferente. No obstante, si bien es una idea importante, también se malinterpreta fácilmente y no debe confundirse con endulzar la adversidad y hacer que la gente perciba su “lado positivo”. Tranquilizar a las personas que han sufrido profundamente, diciéndoles que su pasado tiene un lado positivo es, en el mejor de los casos, ingenuo y, en el peor, simplemente irracional. En ocasiones, he supervisado a terapeutas en prácticas entusiasmados con la psicología positiva, tratando de ayudar a los clientes a ver las cosas de un modo menos pesimista, pero precipitándose para tratar de encontrar respuestas simples a preguntas muy dolorosas. Y esas intervenciones bien intencionadas solo consiguen que los clientes terminen sintiéndose peor.

Jim Rendon, un periodista que recientemente ha llevado a cabo docenas de entrevistas con clientes y terapeutas del trauma, advierte: “¿Quién quiere que le digan que está creciendo cuando experimenta tanto dolor que no puede siquiera funcionar? Obligar a los clientes a creer que deben ser fuertes, incluso cuando están sumidos en el sufrimiento mental, puede llevarles a rechazar por completo la idea de crecimiento e incluso frustrar su deseo de proseguir con la terapia” (2015, pp. 218-219).

Estoy de acuerdo: las personas que sufren necesitan saber que nos tomamos en serio su dolor, que no se minimiza, que su terapeuta les presta una atención real.

Y el reconocimiento del crecimiento postraumático tampoco debería servir, como en el libro It made me stronger, para tratar de idealizar la adversidad y racionalizar el trauma. Al describir su terrible viaje de un año de duración escapando de Afganistán a la edad de doce años con la ayuda de traficantes de personas, el autor Gulwali Passarlay (2016) superó enormes obstáculos, arriesgando su vida en numerosas ocasiones hasta que, finalmente, llegó a Inglaterra. En el camino como refugiado, fue engañado, humillado, golpeado y encarcelado, viviendo en un constante temor ante lo desconocido.

En una entrevista concedida a la Canadian Broadcasting Corporation, en enero de 2016, siendo ya adulto, explicaba que a pesar de todo lo que había logrado, aprendiendo de la vida “por las malas” (dicho en sus propias palabras), todavía deseaba poder rehacer el pasado y traer a su familia consigo. Y ciertamente no que ningún niño padeciese experiencias tan desgarradoras como ser enviado a lo desconocido y tener que arriesgar su vida por su seguridad.

Las historias de superación de la adversidad son siempre convincentes, y es fácil superar el sufrimiento centrándose en cómo, al final, el protagonista experimenta el crecimiento. Pero el reconocimiento del crecimiento postraumático no pasa por desestimar, minimizar o idealizar el sufrimiento, sino, más bien, por darse cuenta de que las experiencias traumáticas cambian a las personas, a veces de manera sorprendente e incluso enriquecedora. Es esta una idea que ha cobrado fuerza en los últimos años, no tanto por los cambios que se derivan del suceso traumático en sí, sino por los cambios propiciados por la lucha posterior del individuo, en su intento de comprender experiencias tan dolorosas que transforman la vida (Calhoun, Cann y Tedeschi, 2010; Calhoun y Tedeschi, 1998).

En su extensa investigación sobre el tema, los psicólogos Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun pusieron de manifiesto que los supervivientes del trauma que reportan crecimiento pueden muy bien haber experimentado un distrés considerable causado por los eventos traumáticos. No es que de alguna manera hayan tenido suerte, o evitado los sentimientos dolorosos y el sufrimiento, sino que, a la larga, estas personas también han llevado a cabo un proceso de autorreflexión y reevaluación activa.

En el trauma, las ideas sobre el mundo y sobre el modo en que deben funcionar las cosas –las ilusiones bajo las que operamos diariamente para sentirnos seguros y protegidos– dejan de encajar en las experiencias que vivimos, todo lo cual exige un reajuste. Los supervivientes que participan en este tipo de proceso reconstructivo son capaces de superar el trauma y de construir una nueva vida. En palabras del columnista David Brooks, “Habiendo afrontado la muerte, las personas que se hallan en estas circunstancias se ven obligadas a afrontar también las cuestiones elementales de la vida” (Brooks, 2015).

Y es en esa confrontación donde reside el potencial de crecimiento. Un relato de crecimiento requiere esfuerzo, dado que es un intento de dar sentido al trauma y a la manera en que se conecta con la narrativa general de la vida de la persona. Es un ejercicio que puede suscitar nuevas preguntas sobre la adaptación y el cambio, quién o qué se ha perdido y quién o qué es importante en nuestra vida. Y un relato de crecimiento también propicia un nuevo aprendizaje, conduciéndonos, por ejemplo, a una mayor claridad sobre los valores fundamentales, las vulnerabilidades y las fortalezas internas.

Al relatar historias importantes de la vida siempre aplicamos la memoria de un modo selectivo. Michael White, pionero de la psicoterapia narrativa, afirma que podamos de nuestras experiencias vividas aquellos eventos que no encajan con la narrativa dominante y que gran parte de nuestra experiencia nunca es contada o expresada, permaneciendo sin organización ni forma (White y Epston, 1990). Esto sucede mucho con los sucesos traumáticos, donde los recuerdos cristalizan junto a temas predominantes como No puedes confiar en nadie.

Sin embargo, rara vez nos examinamos o cuestionamos a nosotros mismos y nuestra comprensión. Cuando contamos nuestra historia traumática de nuevo, ¿hay lecciones más sutiles sobre nosotros que nunca habíamos tenido en cuenta? Cuando volvemos a examinar nuestra dolorosa historia, ¿existen narrativas no dominantes que nunca han pasado por nuestra mente? ¿Hay lecciones didácticas que abran la puerta a nuevas visiones de nosotros mismos y de nuestro potencial?

Tedeschi y Calhoun consideran que el crecimiento postraumático es comparable a la sabiduría, escribiendo a este respecto que “solo la perspectiva integradora adoptada por la persona sabia es capaz de abarcar la paradoja del trauma y el crecimiento” (Calhoun et al., 2010, p. 233).

En efecto, es una tarea difícil… pero posible. Empecé a percibirlo en con Maggie transcurridos cuatro años desde que emprendimos nuestro trabajo conjunto.

A estas alturas ya no tenía tantos síntomas y se sentía y parecía mucho mejor. Su peso era normal, ya no abusaba del ejercicio y había dejado los antidepresivos hacía un año por lo menos. Ayudante de biblioteca por formación, estuvo de baja desde varios meses antes de comenzar el tratamiento, pero ahora trabajaba ocasionalmente en espera de un posible puesto a tiempo completo en otoño. Ya no era evasiva cuando se refería al trauma, ni temía mencionar el nombre de su hermano, como si al hacerlo de alguna manera lo conjurase de entre los muertos. En cambio, examinaba los recuerdos traumáticos cuando surgían, poseyéndolos, sintiéndolos… reconociéndolos como aspectos dolorosos de su pasado, pero sin permitir que la limitasen ni la consumiesen.

Pero donde más constaté el crecimiento postraumático fue en su papel de madre. Aunque hubo muchos ejemplos en este sentido, compartiré uno que me parece conmovedor. En una ocasión, vino a hablarme de una reunión de padres y profesores en la escuela de su hijo, donde las cosas no iban del todo bien. Al terminar el quinto curso, su hijo fue diagnosticado con una discapacidad de aprendizaje. Basándome en algunas preocupaciones anteriores, lo remití para que se sometiera a una evaluación de aprendizaje, que la ayudó a ella y a su marido en su papel de padres. Durante un tiempo, lo habían gestionado todo bastante bien, pero durante esa reunión de padres y docentes, Maggie –dicho en sus palabras– “perdió el control” con la profesora.

La secuencia exacta de los acontecimientos era un poco confusa. Pero en su sesión de terapia, Maggie cobró conciencia de que, durante la reunión con la profesora, se había sentido provocada. Sobre todo, estaba convencida de que su hijo estaba siendo maltratado y de que la escuela le estaba negando los servicios que necesitaba. Así pues, perdió la compostura, insultando abiertamente a la profesora y creando una situación muy ruidosa y, más bien, vergonzosa para su discreto esposo.

El conflicto se resolvió rápidamente con la ayuda del director de la escuela. Pero, durante la sesión, lo que más molestó a Maggie fue su reacción exagerada. ¿Qué le había ocurrido? Quería entenderlo mejor. Y aunque a lo largo de las siguientes semanas surgieron muchos temas, uno de los temas más importantes fue el de la protección.

Maggie me habló de la única vez en que le habló a su madre del abuso. Aunque ya había compartido esa historia conmigo, al reconsiderar su significado esta vez, estableció conexiones en las que no había reparado antes. Su madre había respondido a la terrible revelación con una especie de rechazo, que se convirtió en ira, negando rotundamente que el abuso pudiera ser cierto. Blandiendo su dedo hacia Maggie, le dijo que se callase y la obligó a prometer que no volvería a hablar de ello4.

En ese momento, Maggie se sintió completamente sola, vulnerable y traicionada. Y, en la actualidad, la idea de no saber proporcionar protección a su propio hijo –de ser como su madre– la aterrorizaba.

Juntos, trabajamos para dar sentido a esta sencilla reunión escolar que la había hecho sentir provocada, reflexionando en su identidad como madre, aún en formación, en su decisión de priorizar la lealtad a su familia, del modo en que la idea de cometer errores como madre la asustaba, de cómo le preocupaba que sus decisiones pudiesen dañar a su hijo, pero también de cómo no podría protegerlo para siempre, ni protegerlo de todas las cosas.

También reflexionamos sobre el impacto hiriente que ella tenía a veces en otras personas. Su determinación de proteger a su hijo la llevaba a emprender acciones diferentes a las de su propia madre, pero esa misma cualidad podía llevarla a adoptar un comportamiento igual al de su madre (como abusar verbalmente de una profesora joven e inexperta), un comportamiento que a ella no le gustaba pero que reconocía en sí misma. Y lo curioso que era que, al defender a su hijo con tanta estridencia, también estuviese luchando por defenderse a sí misma.

Nos costó varias semanas desentrañarlo. Cuando abordamos un tema concreto, se torna evidente que también hay que explorar muchos otros.

Maggie siguió en terapia hasta el final de ese verano. En otoño, de hecho, comenzó a trabajar a tiempo completo, así que cambiamos a sesiones ocasionales de “mantenimiento”. Habiendo dejado de estar perseguida por su pasado, ahora podía confiar más en las personas de su vida –aquellas que más le importaban y que se preocupaban por ella–. Y, con una mayor apertura, vino una mayor libertad y, con ella, también me necesitó cada vez menos.

* * *

Los siguientes capítulos analizan algunas de las cosas que impiden que los clientes se abran, por qué es más fácil decirlo que hacerlo, cómo la relación terapéutica es fundamental en el proceso y lo que significa, en la práctica, enfrentarse a un pasado cruel.


1. Véase también Muller y Rosenkranz (2009).

2. Por bajo riesgo, me refiero a muestras de personas de la comunidad no seleccionadas por ningún trastorno clínico o historial de trauma. Véase Bakermans-Kranenburg y van IJzendoorn (2009).

3. El enfoque basado en fases se aplica la terapia del trauma a lo largo de distintas etapas, centrándose primero en que el cliente se sienta seguro. A menudo, los clínicos utilizan técnicas como relajación, habilidades de enraizamiento, psicoeducación y regulación emocional. Seguidamente, se experimentan y procesan directamente los recuerdos y sentimientos relacionados con el trauma, reflexionando sobre el significado que tienen esas experiencias en la vida de la persona. Por último, tiene lugar la reconexión con aspectos de uno mismo y con las relaciones interpersonales de apoyo. Este tipo de enfoque se detalla en el capítulo 4. Véase Cloitre et al. (2011).

4. La manera en que los padres reaccionan cuando sus hijos revelan experiencias traumáticas (tales como abuso sexual o físico, intimidación o incesto) tiene un enorme impacto en el bienestar y la recuperación posterior del niño. Es mucho más beneficioso para los pequeños que los padres respondan sin juzgarlos ni criticarlos. Véase Cinamon (2016).