Una parte de mí deseaba no haber visto el e-mail. Había pasado ya la medianoche y, revisando por última vez antes de acostarme la bandeja de entrada de mi correo electrónico, acababa de descubrir un mensaje cuyo asunto rezaba: «Ayuda, por favor. Tengo un problema con la meditación». Entonces me arrellané en mi silla y me dispuse a seguir leyendo. Era el tercer correo electrónico de este tipo que recibía ese mes.
El mensaje procedía de Nicholas, un profesor de secundaria de Vermont que había leído un artículo mío sobre las respuestas adversas al mindfulness.1 Había empezado a practicar meditación mindfulness con la intención de aprender a gestionar más adecuadamente su ansiedad y sus beneficios habían sido evidentes de inmediato: una mayor claridad, una calma más persistente y una memoria más acentuada. Pero Nicholas empezó también a experimentar un síntoma desconcertante porque, al acabar un breve periodo programado de meditación, su cuerpo se hallaba tan paralizado por el miedo que, para apagar la alarma de su teléfono, debía hacer un gran esfuerzo.
Y, cuanto más practicaba, más intensa e inquietante se tornaba esa experiencia porque, en el momento mismo en que cerraba los ojos, su campo visual se veía desbordado por todo tipo de imágenes (como vidrios rotos, un cielo abierto y humo). También su sueño se llenó de pesadillas, las tareas más rutinarias le producían pánico y su cháchara mental le resultaba insoportable. Fue así como, en lugar de la tranquilidad tan anhelada, la meditación despertó en Nicholas un miedo y un terror subyacente que le perseguía día y noche.
Cuando, una semana después, nos conocimos por videoconferencia, su mirada evidenciaba la preocupación y confusión que le embargaba. Y, cuando le pregunté si las imágenes que poblaban su meditación tenían, para él, algún significado, asintió de inmediato. Unos años antes, había tenido un grave accidente de automóvil que le mantuvo encerrado una hora en el interior de su coche hasta que los servicios de emergencia pudieron excarcelarle. Pero lo que le más le desconcertaba era lo que estaba pasando con su meditación mindfulness. ¿Cómo podía, una práctica que había demostrado ser tan positiva, dejarle tan asustado?
Esa era una cuestión que no me resulta ajena porque, en tanto que psicoterapeuta e investigador, he pasado años esforzándome en lograr una comprensión más profunda de la compleja relación existente entre el mindfulness y el trauma, una forma extrema de estrés que puede desbordar nuestra capacidad de enfrentamiento. Mindfulness y trauma parecen aliados naturales y hasta inevitables. Ambos tienen que ver con la naturaleza del sufrimiento y se basan en la experiencia sensorial pero, mientras que este crea el estrés, se ha demostrado que aquel lo reduce. Cabía pensar en que la práctica de la meditación mindfulness era, teóricamente al menos, beneficiosa para cualquier persona que hubiese experimentado un trauma. ¿Cómo explicar entonces lo que estaba ocurriendo?
Parece que la meditación mindfulness exacerba, en el caso de las personas que han experimentado un trauma, los síntomas del estrés traumático que puede ir acompañado de flashbacks y un mayor nivel de activación y disociación emocional (lo que implica una desconexión entre los pensamientos, las emociones y las sensaciones físicas). Y es que, si bien la meditación puede parecer una práctica segura e inocua, también puede reactivar en los supervivientes del trauma2 heridas que, para curar, requieran algo más que una atención plena. Al dirigir su atención hacia lesiones a menudo internas e invisibles, los supervivientes del trauma pueden acabar, al ver que las cosas no solo no mejoran, sino que incluso empeoran, tan desorientados, angustiados y humillados como lo estaba Nicholas cuando le conocí.
Pero el mindfulness también puede ser, al mismo tiempo, un recurso muy importante para los supervivientes del trauma. La investigación realizada al respecto ha demostrado que puede fortalecer la conciencia corporal, intensificar la atención y mejorar la capacidad de gestión de las emociones, habilidades muy importantes todas ellas para la recuperación del trauma. El mindfulness también puede acompañar a métodos bien establecidos de tratamiento del trauma, contribuyendo a restablecer la estabilidad de quienes se enfrentan a síntomas traumáticos.
Veamos la relevancia que esto tiene para la situación actual. Durante la última década, se ha disparado la popularidad de la meditación mindfulness, que hoy en día se presenta, en una amplia diversidad de entornos –desde comunidades budistas hasta programas seculares y psicoterapia– como una práctica benigna de reducción del estrés. Al mismo tiempo, la tasa de prevalencia del trauma es muy elevada, hasta el punto de que se estima que el 90% de la población se ha visto expuesta a un acontecimiento traumático y que entre el 8 y el 20% de ellos acaba desarrollando un trastorno de estrés postraumático (o TEPT),3 lo que implica una elevada probabilidad de que, independientemente del entorno en el que esté aplicándose, siempre haya alguien que tenga un historial de trauma.
¿Cómo podríamos, en estas condiciones, minimizar los posibles peligros del mindfulness para los supervivientes del trauma sin dejar, por ello, de servirnos de sus múltiples ventajas?
Este es el tema fundamental de este libro. Quiero demostrar que la práctica básica del mindfulness es más segura y eficaz cuando se combina con una comprensión del trauma. Creo que cualquier persona que trabaje con el mindfulness –desde el maestro que dirige un retiro de meditación silencioso de largo plazo hasta la trabajadora social que apela, en sus intervenciones, al mindfulness, pasando por el profesor que dirige una meditación de cinco minutos a sus alumnos de escuela primaria– debería conocer sus riesgos potenciales para las personas que estén lidiando con el estrés traumático.
Este es un tema que llevo investigando desde hace aproximadamente una década. He realizado varias investigaciones teóricas de índole académica, he llenado las paredes de notas autoadhesivas sobre cuestiones cerebrales y he entrevistado informalmente sobre el tema a profesores de mindfulness, profesionales de la salud mental y supervivientes del trauma. También he trabajado estrechamente, en mi faceta de psicoterapeuta, con supervivientes que han tenido experiencias adversas con la meditación mindfulness. Y, en última instancia, he abordado este tema porque tenía mis propios problemas con el mindfulness y el trauma y quería entender exactamente lo que me estaba ocurriendo.
Empecé a practicar meditación mindfulness mientras trabajaba como psicoterapeuta con delincuentes sexuales varones en Vancouver, (Canadá). Había llegado a ese trabajo interesado en la sexualidad y la justicia reparadora pero, al cabo de un año, estaba quemado, emocionalmente inestable y sin herramientas que me ayudasen a sobrellevar la situación. No fue extraño que, dada la reputación cada vez mayor que el mindfulness estaba adquiriendo en el campo de la psicología, accediera encantado cuando un colega me invitó a asistir a su grupo de meditación local de mindfulness ante la oportunidad que ello me proporcionaba de aprender a relacionarme mejor con mi mente. ¿Qué problema podría haber –pensé– en sentarme y prestar atención a la respiración?
Pero las cosas, obviamente, no eran tan sencillas como me imaginaba. Pasé mi primera meditación sumido en mis pensamientos, algo que solo advertí cuando sonó la campana que anunciaba el final de la sesión. Con el tiempo, sin embargo, llegué a amar esta práctica y descubrí que me ayudaba de maneras muy diferentes: era más consciente de mi cuerpo, estaba menos identificado con mis pensamientos y me encontraba más contento y feliz que nunca. Estaba empezando a relacionarme con el mundo de un modo nuevo y descubriendo sentido y resiliencia fuera de mi trabajo, dedicando tiempo a sentir el contacto de la planta de mis pies con el suelo mientras me dirigía caminando al trabajo o haciendo pausas para escuchar, por ejemplo, la música que el viento arrancaba de las hojas de los madroños que hay más allá de la ventana de mi cocina. Y, cuando me embargaba un sufrimiento emocional, el mindfulness me proporcionaba también un espacio y una perspectiva que me ayudaban a tratarme de un modo más ecuánime y compasivo.
Un bien día, sin embargo, todo eso desapareció inesperadamente. Estaba en un retiro de meditación en silencio en una zona rural de Massachusetts cuando advertí que algo semejante a un interruptor se apagaba en mi interior. Había estado esforzándome en estabilizar mi práctica, pero no conseguía que mi mente dejara de dar vueltas a un episodio de violencia sexual que me había contado un cliente. Cuando abrí los ojos en la habitación tenuemente iluminada, me di cuenta de que todo estaba en su sitio: el grupo de meditadores sentados a mi alrededor, la estatua del Buda presidiendo la sala y la luna creciente asomando entre los árboles.
Todo seguía externamente igual pero, cuando advertí la parte superior de mis hombros como si estuviera contemplándolos desde el techo, me sentí desbordado por el pánico y me quedé tan quieto como la estatua en la que concentraba mi atención. Entonces confié en que esta, como todas las experiencias que había tenido durante la meditación, también sería pasajera y desaparecería al acabar la sesión o, en el peor de los casos, a la mañana siguiente.
Pero lo cierto es que la experiencia no desapareció o, al menos, no desapareció del todo. Durante la semana posterior al retiro, el mundo se convirtió, para mí, en un lugar tenebroso y oscuro y me encontré flotando entre dos mundos en ninguno de los cuales parecía pisar tierra firme. Lo único presente era mi cuerpo. Los sentidos parecían haber enmudecido hasta el punto de que todo me llegaba amortiguado, perdí el apetito y tenía la sensación desoladora y omnipresente de que algo andaba mal. Era como si una parte esencial de mi ser se hubiese esfumado y no tuviese la menor intención de regresar.
Cada dos días tenía un encuentro con uno de los maestros que dirigían el retiro pero, apenas me sentaba, rompía a llorar y abandonaba la entrevista con un conjunto semejante de recomendaciones: permanece atento, desidentifícate, no te rindas y confía en el proceso. Y eso fue, precisamente, lo que hice durante todo el retiro.
Cuando regresé a casa ese verano, el rostro de mis amigos puso claramente de relieve lo que ya sabía, es decir, que había vuelto del retiro peor que cuando me fui. Estaba desorientado, embotado y tenía dificultades en retomar mi vida cotidiana. Hablando con mis amigos y colegas sobre la experiencia, me sorprendió escucharles decir que posiblemente estuviese experimentando un trauma, algo que yo había estudiado, pero que jamás hubiera asociado a mi vida. Yo creía que el trauma se hallaba limitado a actos de violencia extrema sufridos por personas como los veteranos de guerra, los supervivientes de un atraco o de una violación y quienes se habían enfrentado a tratos crueles e injustos a manos de sistemas opresivos (como el racismo o el disabilismo, por ejemplo). La mía había sido una vida relativamente cómoda y calificar mis experiencias personales como «traumáticas» me parecía una forma de trivializar la enormidad del dolor al que se enfrentaban los supervivientes.
Desde entonces, sin embargo, he aprendido que el trauma no tiene tanto que ver con el contenido de un evento como con el impacto –continuo y súbito– que tiene sobre nuestra fisiología. Como escribió la veterana especialista en traumas Pat Ogden, «debemos considerar trauma a cualquier experiencia lo suficientemente estresante como para dejarnos indefensos, asustados, abrumados o profundamente inseguros» (2015, p. 66). Son muchas, pues, las formas que el trauma puede asumir, desde presenciar o experimentar violencia hasta perder a un ser querido o ser blanco de la opresión.4 Contrariamente a lo que creía, sin embargo, abordar las diferentes formas que asume el trauma personal no solo no minimiza la importancia de las lesiones más graves sino que, de hecho, puede abrirnos a la comprensión de las condiciones sociales que, con demasiada frecuencia, perpetúan el trauma.5
Así fue como, siguiendo la recomendación de algunos amigos, empecé a trabajar con un terapeuta del trauma. Seis semanas después de mi retiro de meditación todavía me hallaba bajo el influjo de esa experiencia. Estaba frecuentemente disociado, tenía pesadillas recurrentes y, por primera vez en mi vida, tenía dificultades para conciliar el sueño. Al cabo de unas pocas sesiones, el terapeuta esbozó la posibilidad de que tal vez, debido a mi trabajo con delincuentes sexuales, estuviese experimentando un trauma vicario o secundario o, dicho de otro modo, que había estado tan expuesto a historias violentas que había acabado traumatizado. Este marco de referencia proporcionó cierto sentido a los síntomas (es decir, a los pensamientos intrusivos, el desapego emocional y la sensación de disociación) que estaba experimentando.
Estas sesiones acabaron provocando un cambio muy importante en mi vida. Había experimentado con diferentes tipos de terapia verbal –junguiana, cognitivo-conductual y psicodinámica–, pero jamás había visto que sus comprensiones provocasen una transformación duradera. El trabajo con el trauma demostró ser diferente y me ayudó a cambiar de un modo anteriormente inaccesible tanto a la terapia como a la meditación. Pero también era consciente de que mi entrenamiento en mindfulness me ayudaba durante las sesiones y me permitía detectar y permanecer presente con las intensas emociones y sensaciones físicas que afloraban. Impulsado por los beneficios de la terapia del trauma, me inscribí en un programa de entrenamiento de varios años de duración llamado experiencia somática, un enfoque terapéutico contemporáneo diseñado por un biofísico llamado Peter Levine.6 Ese curso no solo me enseñó el modo en que el cuerpo responde al trauma, sino formas seguras y prácticas de trabajar también con los supervivientes. Se trata de una metodología poderosa que acabó conformando mi pensamiento.
Pero también sentí que, en ese trabajo, faltaba algo. Y es que, aunque los profesores se refirieran a las raíces biológicas del trauma, jamás mencionaron sus raíces sociales ni los sistemas opresivos asociados al trauma. Estaba formándome para pensar en el trauma como una experiencia exclusivamente personal y desconectada del resto del mundo. Y aunque, en tanto que estudiante occidental de psicología, estuviese familiarizado con ese marco de trabajo, también me parecía, en lo que respecta al contexto del trauma, especialmente limitado. Había participado en actividades políticas y buscaba un enfoque sanador que sirviese para establecer un puente entre el cambio personal y el cambio social.
Un año después, lo encontré. Una amiga me presentó a Staci Haines, una maestra, médica y activista social cuyo enfoque proporcionaba una comprensión sistémica del trauma.7 Junto a Spenta Kandawalla, acupuntora y organizadora de justicia social, Staci fundó somática generativa, una organización nacional sin fines de lucro con sede en Oakland (California) que combina el análisis social con la curación del trauma. Entrelazando los descubrimientos proporcionados por la neurociencia moderna, la teoría política y los principios de la justicia transformadora,8 esta organización proporciona un abordaje holístico orientado hacia la curación del trauma. La formación se centra en la experiencia de las personas más afectadas por el trauma y la opresión9 y su visión sobre la transformación personal y colectiva me conmovió hasta lo más profundo de mi ser. Gracias a este trabajo transformador, el trauma acabó convirtiéndose en la lente a través de la cual veo y entiendo actualmente el mundo.
Durante todo ese tiempo, el mindfulness siguió siendo, para mí, un enfoque muy interesante. Aunque todavía contemplara con cierta cautela mi experiencia del retiro, también estaba muy entusiasmado por las investigaciones que confirmaban que el mindfulness podía provocar un cambio real, positivo y cuantificable.10 ¿Cuántas personas –me preguntaba– habrían experimentado el mismo tipo de problemas que yo?, ¿había sido mi experiencia una anomalía o formaría parte de un rasgo mayor? Entonces empecé a revisar la literatura relevante y descubrí que muy pocas personas habían estudiado la relación existente entre el mindfulness y el trauma. En ese momento fue cuando emprendí un programa de doctorado en psicología, llevé a cabo una tesis sobre el tema y empecé a hablar y escribir sobre los problemas que había experimentado.
No tardé entonces en darme cuenta de que no estaba solo. Después de que el vídeo de una conferencia que pronuncié sobre el tema empezase a circular en línea,11 empecé a recibir mensajes de personas como Nicholas relatándome experiencias similares a las mías. No todos habían participado en retiros largos ni habían mantenido una práctica intensiva de meditación. A menudo se limitaban a seguir las indicaciones de meditación mindfulness de uno de los muchos canales que actualmente los ofrecen (en un centro comunitario local, un programa de reducción del estrés o siguiendo simplemente un conjunto de instrucciones que habían encontrado en la red).
Esto me pareció alarmante. Y es que, aunque diera por sentado que la mayoría de los profesores de mindfulness sabían lo que era el trauma, no estaba tan seguro de que se hallaran en condiciones de trabajar adecuadamente con él. ¿Podrían reconocer el trauma, en el caso de que un superviviente necesitara ayuda, sabrían cuándo debían derivar a una persona a un profesional de trauma y serían conscientes de la relación existente entre el trauma y la opresión sistémica a la que la gente se enfrentaba?
Consciente de la ubicuidad del trauma me pregunté entonces cómo podían asegurarse los practicantes de mindfulness de que la suya era una práctica eficaz, informada y sensible al trauma.
Partiendo de esa investigación, desarrollé un marco de principios y modificaciones destinadas a apoyar una meditación mindfulness sensible al trauma, es decir, una especie de recopilación de las prácticas más adecuadas al respecto que nos proporcionase una visión del mindfulness y la meditación sensibles al trauma.12 Este enfoque también proporciona sugerencias concretas para la práctica del mindfulness básico y está dirigido a profesores de mindfulness, profesionales del trauma y cualquier persona interesada, en suma, en aprender más sobre el tema.
Mi definición de práctica sensible al trauma proviene del U.S. National Center for Trauma-Informed Care (2016):
Un programa, organización o sistema basado en el trauma que registra el impacto general del trauma y sus posibles vías de recuperación; reconoce los signos y síntomas del trauma en los clientes, las familias, el personal y otras personas implicadas; responde integrando plenamente el conocimiento sobre el trauma en la política, los procedimientos y las prácticas y se resiste activamente a la retraumatización.
Esta definición, a la que me refiero con la expresión «las cuatro erres», es un enfoque práctico y sensato a una práctica sensible al trauma que sirve como guía de este libro. Quiero que el lector cobre conciencia de lo extendido que está el trauma, sea capaz de reconocer sus síntomas, pueda responder adecuadamente a ellos y evite así la retraumatización de los clientes o discípulos a los que se ofrezca el mindfulness. Es por ello que cada uno de los capítulos y modificaciones que propongamos se referirá a una de estas cuatro «erres».
El marco de referencia que voy a presentar parte de cinco principios básicos destinados a apoyar un enfoque del mindfulness sensible al trauma que no aspira, sin embargo, a ser prescriptivo para la recuperación, porque el trauma es demasiado complejo para ello. No me referiré, pues, tanto a pasos como a sugerencias y dejaré que sea el lector el que utilice el material de un modo que tenga sentido dentro del contexto de un trabajo basado en el mindfulness. Creo que una de nuestras responsabilidades consiste en adaptar el mindfulness a las necesidades concretas de los supervivientes del trauma en lugar de esperar que sean ellos quienes se adapten a nosotros.
¿Cómo he llegado a estos principios? Empecé seleccionando conceptos clave del trauma relacionados con el mindfulness. Luego utilicé cada concepto como una lente a través de la cual contemplar el mindfulness, un proceso que puso de relieve las ventajas y los inconvenientes de un mindfulness sensible al trauma. Son muchos, por ejemplo, los especialistas del trauma que consideran esencial, para la recuperación, el trabajo con el cuerpo. Esto es algo que la meditación mindfulness puede apoyar, aumentando la conciencia del cuerpo mediante la atención a las sensaciones físicas. En ausencia, sin embargo, de una guía adecuada, el mindfulness puede convertirse en una práctica cerebral y disociativa que lleve a la gente a evitar aquellas sensaciones que reclamen su atención. ¿Cuál es, dada esta situación, el modo más adecuado para que, quienes experimentan un trauma, practiquen el mindfulness corporal?
Tres son los objetivos principales que han determinado mi trabajo:
1. Minimizar la angustia de los practicantes del mindfulness
Quienes enseñamos mindfulness o lo utilizamos en nuestro trabajo tenemos la responsabilidad de asegurarnos de que, cuando practican, las personas estén lo más seguras y estables posible. El objetivo de cualquier trabajo sobre el trauma, dijo Babette Rothschild, debe ser el de «aliviar y no intensificar el sufrimiento» (2010, p. xi). Y, si tenemos en cuenta que la meditación mindfulness a menudo implica sentarse en silencio y con los ojos cerrados, esta puede convertirse en una tarea engañosamente exigente. ¿Cómo podemos saber si alguien tiene una respuesta traumática a las instrucciones de meditación que estamos proporcionándole?
Como cada persona y cada situación es única, esta es una pregunta que no tiene una respuesta fácil pero, como maestros y profesionales de la salud mental, debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para autoeducarnos. Debemos aprender a identificar la presencia del trauma, proporcionar referencias relevantes, responder de un modo eficaz y hacer los cambios y ajustes necesarios para evitar la retraumatización. Mi objetivo consiste en proporcionar formas prácticas y sensatas para asegurarnos de que la práctica, como mínimo, no dañe a las personas que se hallen bajo nuestra tutela.
2. Esbozar una comprensión sistémica del trauma
Este objetivo se basa en mi trabajo con la somática generativa. Creo que convertirse en un practicante sensible al trauma requiere algo más que el aprendizaje de las habilidades terapéuticas tradicionales y nos obliga a reconocer la relación que el trauma tiene con el mundo que nos rodea. Si nos centramos exclusivamente en los componentes individuales del trauma, soslayaremos los sistemas de opresión que tan a menudo se encuentran en su origen. Porque el estrés traumático es una experiencia que no solo tiene raíces físicas y psicológicas… sino también raíces políticas. Tener en cuenta el contexto social puede proporcionarnos, pues, seguridad y confianza y servirnos para ayudar mejor a las personas con las que trabajamos.
3. Insistir en la colaboración continua entre los practicantes del mindfulness y los profesionales del trauma
Cada uno de estos grupos tiene una experiencia indispensable que ofrecer al otro. Los profesionales del trauma que reconocen las dimensiones biológicas, psicológicas y sociales del trauma pueden ayudar a que los practicantes del mindfulness reconozcan la importancia del trauma y desempeñar, en este sentido, un papel fundamental. También son muchas, por su parte, las cosas que los practicantes del mindfulness13 saben sobre el trabajo con la mente, incluidos los estados mentales difíciles. Y, si bien la relación existente entre el mindfulness y la psicología está bien establecida, la novedosa relación entre los practicantes de la atención y los profesionales del trauma nos abre un nuevo camino para seguir avanzando.
La Primera Parte de este libro se centra en la relación existente entre el mindfulness y el estrés traumático. En ella defino el trauma y el mindfulness, examino sus distintas trayectorias históricas y exploro el modo en que la moderna neurociencia está aumentando nuestra comprensión de ambas. En la Segunda Parte me centro en los cinco principios del mindfulness sensible al trauma y presento la teoría y las modificaciones relevantes que el lector puede utilizar en su trabajo.
Veamos ahora unas pocas advertencias. En primer lugar, a veces me preguntan si lo problemático, para los supervivientes del trauma, es el mindfulness o la meditación mindfulness. Como verán, yo me inclino por la última de esas opciones. Es importante distinguir entre el mindfulness (es decir, el estado mental) y la meditación mindfulness (es decir, el modo en que se busca ese estado). Porque lo que causa el trauma y puede exacerbar y fortalecer los síntomas traumáticos no es tanto el mindfulness como la práctica de una meditación mindfulness despojada de toda comprensión del trauma. También hay que señalar, en este punto, que las personas practican el mindfulness en contextos diferentes (como, por ejemplo, en casa, en psicoterapia o en retiros de larga duración). Debemos ser muy cuidadosos al respecto, porque la investigación empírica sobre la relación existente entre el mindfulness y el trauma es todavía muy incipiente. Lo que se activa, en el caso de un superviviente, en un retiro de meditación en silencio, por ejemplo, puede resultar muy beneficioso para otro. Nuestro trabajo consiste en responder a las necesidades únicas y continuas de los supervivientes del trauma con los que trabajemos.
En segundo lugar, debemos decir que un mindfulness sensible al trauma no pretende reemplazar, en modo alguno, a los tratamientos del trauma bien establecidos, porque de ninguna manera estoy sugiriendo que el mindfulness pueda «curar» un asunto tan complejo, intenso y duradero como el trauma. En lugar de ello, me centraré en el modo en que el mindfulness puede ser un recurso para los supervivientes, específicamente en el modo en que puede contribuir a regular el nivel de activación y restablecer la estabilidad en medio de síntomas traumáticos, un primer paso absolutamente necesario en cualquier trabajo de recuperación del trauma.
También quiero dejar muy claro, por último, que en modo alguno estoy diciendo que el mindfulness o el movimiento que la gente enseña y practica esté equivocado. Muy al contrario, me parece que se trata de un recurso muy interesante para los supervivientes del trauma y que las comunidades del mindfulness están profundamente interesadas en el bienestar de sus miembros. Al mismo tiempo, sin embargo, creo que todos podemos hacer mejor las cosas. Y es que, aunque el mindfulness no tiene que funcionar para todo el mundo, estoy convencido de que ciertas modificaciones pueden ayudar a los supervivientes a asegurarse de que su práctica no los retraumatice. La incorporación de un marco de referencia basado en el trauma es un paso natural –y en mi opinión necesario– para la evolución del movimiento contemporáneo del mindfulness.
Enfrentarse a un trauma es una tarea muy exigente. Como escribió la erudita feminista Judith Herman, el trauma nos coloca frente a «la vulnerabilidad humana en el mundo natural y a la capacidad para el mal de la naturaleza humana» (1997, p. 7). El estudio del trauma también nos exige examinar el sufrimiento ligado a sistemas opresivos que, protegiendo a ciertas comunidades, dejan a otras expuestas al trauma. Creo que el mindfulness puede ser, en este sentido, una herramienta muy útil para fortalecer nuestra capacidad de estar presentes con aquello que nos resulta insoportable. Esta es una de las funciones que debe desempeñar un enfoque sensible al trauma, ayudarnos a enfrentarnos al sufrimiento en sus muchas formas. Como escribió el novelista y crítico social James Baldwin: «Aunque no podamos cambiar todo aquello a lo que nos enfrentamos mal podremos cambiar aquello a lo que ni siquiera nos enfrentamos» (1962, p. 38).
1. Treleaven, 2010.
2. Utilizo, en este libro, las expresiones «supervivientes» y «supervivientes del trauma» para referirme abreviadamente a «discípulos y clientes que experimentan síntomas de estrés postraumático». Y, como veremos, no todos los supervivientes de un trauma experimentan necesariamente estrés postraumático ni tienen problemas con el mindfulness o la meditación.
3. Elliott, 1997 y Kilpatrick et al., 2013.
4. «La opresión –escribió la educadora política y practicante somática Sumitra Rajkumar– es una condición social en la que la dinámica violenta del poder de fuerzas históricas como el capitalismo, el supremacismo blanco y el patriarcado provocan un sufrimiento innecesario y limitan la vida y el poder del individuo» (comunicación personal, 12 de junio de 2016).
5. Como dijo Steve Wineman (2003 en su libro Power-Under: Trauma and Nonviolent Social Change: «La opresión es un abuso sistémico del poder que deja a la gente impotente. Y la impotencia, a su vez, es el sello de la experiencia traumática. Resulta inevitable, por tanto, que el trauma sea algo omnipresente en una sociedad organizada en torno al dominio, tanto porque la opresión crea muchos actos puntuales de dominio como porque la opresión institucionalizada genera, en sí misma, impotencia y trauma».
6. Levine, 2010.
7. Haines, 1999
8. «La justiciar transformadora –escribe Generation Five–, es un enfoque sobre el modo en que individuos, familias, comunidades y sociedades pueden impedir, responder y transformar los daños que aquejan a nuestro mundo». (2017, p. 37).
9. Shenker, Viturro, Haines, Kandawalla, & Lavina, 2014.
10. Brown & Ryan, 2003.
12. Magyari, 2016.
13. Utilizo la expresión «practicantes del mindfulness» para referirme tanto a los profesores de mindfulness como a quienes, en su trabajo profesional de salud mental, emplean intervenciones basadas en el mindfulness. Y utilizo también, a lo largo del libro, los términos «cliente» y «discípulo» para referirme a las personas que practican el mindfulness bajo la supervisión de maestros, terapeutas y sanadores.