¿PARA QUÉ SIRVEN LAS IDEAS?

Ya hemos visto un poco por encima que no son lo mismo las cosas que las ideas acerca de las cosas. Una cosa es tener amigos o estar enamorado, lo cual está muy bien, y otra reflexionar sobre lo que es la amistad y el amor, lo cual, por supuesto, también está muy bien. Cuando reflexionamos sobre algo estamos buscando la idea de lo que es ese algo, saber en qué consiste, o dicho más filosóficamente, llegar a su esencia. Pero las ideas no existen fuera de nuestra cabeza. Ciertamente, podemos tener la idea de valentía, de bondad, de belleza, pero luego hay personas más o menos valientes, más o menos buenas o más o menos hermosas, digamos individuos u objetos que participan de la idea, a los que se les puede aplicar la idea en mayor o menor grado, y nunca de un modo total ni absoluto. Nadie hay tan valiente que alguna vez no se haya portado como un cobarde, ni tan bueno que nunca haya hecho algo malo, ni hay nada tan bello que no se le pueda encontrar alguna deficiencia.

Entonces, si las ideas no existen en la realidad, ¿para qué sirven? Pues las ideas sirven para pensar. Aunque los objetos o las personas nos sugieran ideas, pensamos con las ideas, no con los objetos ni con las personas. Y es verdad que manejar cosas de cuya idea carecemos (o mejor, cuya esencia no hemos alcanzado) puede ser extremadamente útil, porque por bueno que sea eso de filosofar, la vida nos exige otros quehaceres y no podemos estar filosofando todo el rato. Por ejemplo, si me preguntaran qué es el color rojo o el color verde, contestaría que mejor vayan a preguntárselo a alguien que sepa de física, que conozca a fondo la luz, la teoría ondulatoria y todo eso, de lo cual yo no tengo ni idea. A mí me basta con reconocer el rojo y el verde cuando los veo y, sobre todo, distinguir uno del otro. Y este conocimiento, con ser muy superficial, es sumamente ventajoso, porque gracias a él puedo respetar los semáforos, evitar que me pongan multas y, ya puestos, evito también cargarme a un semejante, que es algo más bien desaconsejable. Cuando sé reconocer la presencia o la ausencia de algo, diré que tengo un conocimiento intuitivo. Cuando tengo la idea de la cosa, o cuando llego a su esencia, entonces diré que mi conocimiento es racional. En realidad, la mayoría de nuestros conocimientos son intuitivos, porque los necesitamos para sobrevivir y no podemos saber de todo. Cualquiera es capaz de reconocer un ángulo o un círculo y no confundirlos, y con eso le basta a quien no necesita las matemáticas para su trabajo. Pero quien se dedica a las matemáticas tiene que saber lo que son y poder definirlos rigurosamente, lo cual no es tan fácil como parece. Incluso cuando reflexionamos como filósofos, a veces tenemos que conformarnos con conocimientos intuitivos. Si nos preguntan: «¿Existió Napoleón?», entendemos perfectamente el contenido de la pregunta y sabemos contestar. En cambio, si nos preguntan: «¿Qué es la existencia?», ya nos quedamos sin respuesta. La existencia es lo contrario del no ser, lo contrario de la nada, y la nada es impensable. De la existencia solo podemos tener una idea intuitiva.

El primero en caer en la cuenta de que una cosa es reconocer algo y otra tener la idea de ese algo fue un filósofo griego llamado Sócrates, quien nació y vivió en Atenas durante el siglo V a. C. En toda su vida no escribió ni una palabra, y todas sus enseñanzas las transmitió oralmente, mediante diálogos que fueron recogidos por su discípulo Platón. Naturalmente, siempre tendremos dudas sobre la posible diferencia entre el Sócrates real y el protagonista de los diálogos platónicos. Ya anciano fue acusado de corromper a la juventud y de no reconocer a los dioses atenienses. En consecuencia fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado por el procedimiento de hacerle beber una copa de cicuta. Parece ser que habría podido escapar gracias a unos amigos que habían preparado su huida, y así eludir la condena, pero consideró más coherente con su manera de pensar acatar la ley y enfrentarse serenamente a la muerte. Los últimos momentos de Sócrates están narrados por Platón en uno de sus diálogos, titulado Fedón o también Sobre el alma.

En lugar de explicar directamente su pensamiento, Sócrates se dedicaba a preguntar a los demás para hacerles caer en la cuenta de que había temas que creían conocer pero de los que en realidad nada sabían. Inevitablemente, con esto a veces se hacía un poco antipático. Llamaba a su método mayéutica, el nombre del oficio de su madre, que era comadrona, porque él no pretendía propiamente enseñar, sino contribuir a dar a luz las ideas mediante el diálogo. No se consideraba más sabio que los demás, pero sí un hombre consciente de su propia ignorancia, lo cual ya era a su juicio el comienzo de la sabiduría. Su pensamiento más conocido es precisamente: «Solo sé que no sé nada».

El ejemplo que se va a contar ahora está tomado del libro Lecciones preliminares de filosofía (si bien no es una cita literal), del filósofo español Manuel García Morente. Un libro extremadamente útil para quien quiera iniciarse en la filosofía.

Pensemos que un día Sócrates sale de su casa con la intención de enterarse de qué es la valentía, de saber en qué consiste eso de ser valiente. Va a la plaza pública de Atenas y se encuentra con un general. Y entonces piensa: «Aquí está. Este hombre ha de saber lo que es ser valiente, puesto que es un general, un mando militar». Y se acerca y le dice:

—¿Qué es la valentía? Tú eres el general del ejército ateniense, tienes que saber qué es la valentía.

—¡Claro que lo sé! —contesta el otro—. ¿Cómo no voy a saber yo lo que es la valentía? La valentía consiste en arremeter contra el adversario y en no darle nunca la espalda.

Sócrates reflexiona un poco sobre la respuesta que le acaban de dar y dice:

—Esa respuesta que me has dado no es del todo convincente. En muchas ocasiones, en medio de las batallas, los generales ordenan a su ejército retroceder para atraer al enemigo a una determinada posición más ventajosa y desde ahí lanzarse sobre él y destruirlo.

—Bueno, tienes razón —rectifica el general.

Entonces da otra definición, y Sócrates vuelve a ponerla en duda, porque la prudencia no está reñida con el valor, y a veces el valor consiste en permanecer quieto para pasar desapercibido hasta que lleguen refuerzos. El general concuerda con Sócrates y da una tercera definición. Pero el filósofo sigue sin quedar satisfecho y pide otra definición. Y de este modo, a fuerza de preguntar más y más, hace que la definición dada en primer lugar vaya mejorando y puliéndose hasta quedar lo más ajustada posible. Pero nunca llegará a ser perfecta, porque siempre podrá ser corregida y enmendada.

Ninguno de los diálogos de Sócrates conservados por Platón consigue llegar a una solución satisfactoria, sino que se interrumpen, como dando a entender que el trabajo de seguir preguntando y preguntando nunca se acaba. La tarea filosófica nunca llega a un punto final. Las teorías científicas compiten unas con otras, y acaba sobreviviendo la que más y mejor explica los hechos. Las demás pasan a formar parte de la historia de la ciencia, pero desaparecen de los manuales. En filosofía nunca sucede algo así: ningún filósofo, por novedoso y deslumbrante que pueda ser, deja obsoleto a sus predecesores. Por eso nadie que pretenda filosofar puede dejar de lado a los griegos, porque fueron ellos nuestros primeros maestros en filosofar. El estudio de la filosofía es indistinguible del estudio de la historia de la filosofía.

Dijimos antes que las ideas no existen en la realidad; en la realidad existen cosas que pueden participar más o menos de esa idea. Pero Platón (o Sócrates, ya es imposible saberlo) no pensaba así. Creía que las ideas existen en un lugar y que son lo que existe de verdad. Incluso para los seres concretos, no ya para las ideas como la belleza o la valentía. Sostenía que en el mundo de las ideas existía, por ejemplo, el caballo ideal, y que los caballos de verdad eran sombras o copias de ese caballo ideal, y que por esta razón los caballos se parecen unos a otros, porque son copias de un mismo modelo. Esto lo explicó en su obra La república a través de una parábola muy popular conocida como «el mito de la caverna». Los seres humanos somos como hombres que estuvieran encadenados en una caverna de espaldas a la entrada, sin poder ni siquiera girar la cabeza, de tal modo que del mundo real solo ven sus sombras proyectadas sobre la pared. Como nunca han salido, confunden las cosas con sus sombras y las tienen como lo único verdadero. Y si alguno lograra librarse de sus ataduras y salir al exterior, le llevaría tiempo reconocer los objetos y las personas y comprender que lo que había visto hasta entonces no eran más que las sombras de esos objetos y esas personas. Del mismo modo, nosotros (siempre según Platón) vemos las cosas creyendo que son reales cuando en verdad son tan solo sombras de las ideas. Las ideas son lo único que de verdad existe.

En esto Platón se pasa claramente de la raya, y su discípulo Aristóteles ya puso en entredicho esas teorías. Es cierto que las ideas existen, pero en la mente de los hombres, no en un mundo celestial más allá de las cosas. Si el parecido entre los caballos que vemos se explicara por su parecido con el caballo ideal, sería necesario postular la existencia de un «caballo súper ideal» que explicara el parecido de los caballos con el caballo ideal, y así hasta el infinito. Pero, a pesar de ser una fantasía, Platón da en cierta medida en el clavo: aunque las ideas no sean reales, las necesitamos para pensar sobre la realidad. Dicho de otro modo, la ciencia trata sobre esencias, no sobre existencias. Esto parece un poco complicado, pero el siguiente ejemplo lo ha de aclarar.

Quiero explicar lo que es un caballo a alguien que nunca ha visto un caballo. Lo más fácil es mostrarle uno:

—Mira, esto es un caballo. Como puedes ver, tiene cuatro patas, pezuñas y crines, y relincha.

Mi interlocutor queda satisfecho. Al cabo de un rato vemos otro caballo.

—Eso que vemos también es un caballo —le digo.

—No, no es un caballo —me contesta—, porque los caballos son marrones; en cambio, la piel de este animal es blanca con manchas negras.

—Es verdad, pero un caballo también puede ser blanco de manchas negras sin dejar de ser por eso un caballo. El color de su piel es accidental, no atenta contra su esencia de caballo.

Mi amigo vuelve a quedar satisfecho. Seguimos paseando y vemos un tercer caballo.

—Ahí tienes otro caballo.

—No. Los caballos tienen las cuatro patas iguales. Esta bestia tiene una pata más corta que las otras y no anda como los caballos.

—Porque accidentalmente se habrá roto esa pata, por eso cojea. Pero sigue siendo un caballo.

Veo que no me he explicado bien, e intento hacerlo un poco mejor:

—No todos los caballos son iguales. Unos tienen la piel de un color, otros de otra. Unos son flacos y otros gordos, sea porque están mal alimentados o porque les ponen demasiada comida. Pueden incluso ser deformes, sea porque les falta una pata por culpa de una caída o por un defecto de nacimiento. Unos han sido seleccionados por el hombre para arrastrar un carro y son más robustos, otros han sido preparados para las carreras y son más ágiles. Todas estas cosas son las que nos permiten distinguir un caballo de otro, son lo que se llaman diferencias accidentales. Pero pese a todas esas diferencias que hemos visto entre muchos caballos, todos son esencialmente caballos, todos responden al mismo concepto de caballo, todos participan de la misma idea.

Me parece que esta vez mi amigo se ha aclarado y ya sabe lo que es un caballo. Pero al cabo de unos días me lo encuentro y me dice:

—He visto otra vez un caballo, aunque era un poco deforme. Tenía las patas más gruesas de lo normal, las orejas muy grandes y una nariz que le llegaba hasta el suelo ¿Qué le habrá pasado a ese pobre caballo para volverse tan feo?

En contra de lo que pensaba, tampoco mi última explicación ha sido demasiado ilustrativa. Lo intento una vez más:

—Lo que tú has visto no es un caballo feo y deforme. Tú has visto un elefante, que es algo esencialmente distinto de un caballo.

Espero que mi amigo sepa en adelante distinguir un caballo de otro y no los confunda con un elefante. Pero esto viene a cuento de lo que dijimos antes sobre la ciencia. Supongamos que una persona conoce todos los caballos de España, su nombre, las enfermedades que han pasado y las caídas que han sufrido cada uno de ellos. Esa persona tiene sin lugar a dudas una memoria prodigiosa, pero no es un entendido en caballos. Tan solo sabe un montón de anécdotas concretas sobre caballos concretos, pero una suma de hechos concretos nunca da lugar a una proposición científica. ¿Quién es entonces un entendido en caballos? ¿Quién posee de verdad la ciencia de los caballos? Pues aquel que cuando le llevan un caballo, aunque no lo haya visto en toda su vida, sabe cómo examinarlo y dictaminar si está sano o enfermo, si es bueno para las carreras o si es mejor ponerlo a tirar de un arado. El entendido sabe en qué consiste eso de ser un caballo, maneja la idea de caballo en abstracto y luego, basándose en esa idea, puede dar su parecer sobre cualquier caballo concreto. Es por esto por lo que la ciencia trata sobre la esencia de las cosas.

El conocimiento, para Platón, consiste en la reminiscencia, es decir, en el recuerdo, porque el alma humana ya conoce el mundo de las ideas antes de encarnarse en el cuerpo. En consecuencia, conocer es recordar, sacar a la luz ideas innatas, que no han entrado a través de los sentidos. No en vano Sócrates comparaba su oficio al de la comadrona, que no crea al niño ni lo implanta en el seno de la madre, sino que tan solo lo ayuda a salir.

De todas maneras, lo que es en sí la esencia de algo está explicado aquí de un modo muy somero, y sobre ello discutieron interminablemente entre sí los partidarios de Platón con los de Aristóteles. Todo esto dio lugar, durante la Edad Media, a la inacabable controversia de los universales, con la que los filósofos medievales se armaron unos líos tremendos.

Pero eso ya es otra historia.