Lo hacen correr de Poncio a Pilatos, el caballero Ignazio Xerri melifluo y naturalmente falso, se nota por cómo pone las manos, por cómo se mira, encantado, la punta de los zapatos
—En serio, estoy anonadado, pero tengo los almacenes vacíos. En su lugar, probar por probar, me daría un salto donde Michele Navarrìa
y don Michele Navarrìa, cabreado como siempre por nada, acaso porque el sol salía por la mañana y se ponía por la tarde
—No, no tengo ni un gramo de azufre. Mis almacenes están secos hasta el hueso
y él, cada vez más sin resuello, dejando por la calle el aplomo que sudando sangre había adquirido en Suiza, cuando su padre había tenido la brillante idea de mandarlo a estudiar química para hacerle hacer con el azufre el mismo milagro que había hecho Jesús con los panes y los peces
—El asunto es sencillo, hijo mío. No pienses que todos tienen las manos tan limpias como juran y perjuran. No hay un solo almacenero, dentro y fuera de Vigàta, que no corte el azufre de segunda con el azufre de tercera y quizá con el de cuarta. Si tienes en el almacén diez mil quintales y eres listo, y sabes hacerlo y los cortas bien, esos diez mil se convierten en veinte mil, que revendes a tu antojo. Porque siempre de azufre se trata, de mala calidad, de acuerdo, pero siempre es azufre, y cuesta. Ahora bien, una vez me acordé de la tierra amarilla de Termini Imerese. ¿La conoces? Fui aposta, a Termini Imerese, la miré y remiré, incluso me la llevé a la boca. Vete a saber qué tiene; es tierra, pero igual que el azufre: color, olor, todo. Puedes sacar vagones y más vagones por dos tarines. Pero necesito un buen químico, uno que conozca su arte, que sepa hacer las proporciones correctas, que haga la mezcla de modo que no se vea. Pero, ante todo, de confianza. Una tumba. ¿Y quién puede ser de más confianza que un hijo? Tú has estudiado aquí en Vigàta, y ahora deberías irte a Palermo, a la universidad. Sólo que en vez de partir a Palermo dentro de diez días coges el primer tren para Roma y de allí te vas a Zurich, que dicen que como allá enseñan la química…
y ahora los podían joder bien jodidos, a él, a su hermano Gaetano y a su padre, estaban acabados, muertos y enterrados
—Lo lamento muchísimo, don Nenè, usted no imagina con cuánto placer y devoción le habría ayudado. Pero, por desgracia, precisamente ayer tuvimos que hacer una carga completa y lo poco que quedaba ha venido a buscárselo Pasqualino Patti. Es más, ahora que lo pienso, ¿por qué no prueba donde Patti?
y él sigue zarandeándose de un almacén al otro, una bola de billar que por fuerza de la inercia rebota de banda en banda, total la respuesta de los almaceneros ya la sabe y también sabe el comentario pensado que no se dice pero se adivina por una chispa en los ojos, un pliegue que despunta cerca del labio
—Que te den por culo, a ti y a toda tu estirpe
ahora, debido al calor y la carrera se le nubla la vista, tiene las gafas empañadas, la boca con dentera, está sin aliento y le vienen ganas de hacer como los perros cuando sacan la lengua fuera, pero no le serviría de nada, sólo le servirían los cinco mil quintales de azufre que debe encontrar como sea, hacerse prestar —sí, suéñalo— o bien comprar
—Estoy dispuesto a pagarlos a precio de oro, sí señor
—Mi querido don Nenè, no es cuestión de precio…
pero mientras no hay santo que valga, este vapor ruso, el Iván Tomorov, que seis días antes había partido sin remisión del puerto de Odessa, dentro de siete-ocho horas echaría el anda en el puerto de Vigàta, y tanto daba que en vez del anda lo echaran a él mismo con una piedra al cuello, y en efecto se imaginaba el diálogo
—Mi capitán, su viaje desde Odessa hasta aquí, lo siento, pero se ha quedado compuesto y sin novia (frase rusa del capitán que no ha entendido ni jota y pide mayores aclaraciones)
»Ahora me explico. El azufre que la Firma Jung había depositado en nuestro almacén, y usted ha venido a cargar, nos lo hemos vendido (espanto ruso del capitán)
»Sí, señor, vendido. A otros. Sé perfectamente que era suyo. Y no podemos de ninguna manera hacer frente a la carga y estos hijos de puta de almaceneros, nuestros colegas, no sólo no han querido echarnos una mano sino que incluso les duele la barriga de la risa. Hace años que estaban apostados detrás de una roca esperando que cometiéramos un error para hacernos pagar todo con creces. Y lo hemos cometido —y por tanto no sabía qué hacer, podían volverse a Odessa y saludos para todos, con la bodega vacía a disposición de los ratones, mientras para la Firma Salvatore Barbabianca e Hijos buenas noches, habían cerrado, ni por mar ni por tierra encontrarían un perro dispuesto a confiar en ellos, quedaban con una mano atrás y otra delante, y mientras tanto sigue corriendo, en verdad no ve nada, sabe que camina sobre lastras de piedra o tierra apisonada por el ruido que le hacen los zapatos y ante cada «no» que recibe, dentro de él aumenta el contraste entre la convicción de la ruina segura y la incapacidad para acabar de convencerse de ello, tiene un corazón de asno y uno de león, por otra parte todo su ser se niega, siente que se le cierran la barriga y el pecho como cuando de pequeño le daban la tableta de calomelanos para purgarlo, aún le quedan tres o cuatro almacenes que visitar, quizá cuando llegue al último caerá de rodillas delante del portón como un caballo por el cansancio y si los demás creen que se ha puesto de hinojos para convencerlos no le interesa en absoluto, a él sólo le importan esos cinco mil quintales, sangre y vida.
Don Saverio Fede estaba sentado detrás de su escritorio repasando las cuentas cuando oyó el ruido de un carruaje que entraba a toda velocidad en el patio. Levantando la vista a la ventana vio que era el carruaje de don Ciccio Lo Cascio, almacenero también él y, como quien dice, convertido en «jefe» sin necesidad de papeles: era una persona que había sabido ganarse la estima y el respeto con hechos y palabras. Por eso empezaba a ir amablemente a su encuentro para recibirlo cuando en la puerta casi se chocó con el mozo de almacén de don Ciccio, enrojecido y sin aliento como si hubiera corrido él en vez de la yunta de caballos.
—Perdone. Beso sus manos.
—¿Qué ocurre?
—Ocurre que don Nenè Barbabianca está viniendo a verle. Tiene el almacén vacío y necesita como sea cinco mil quintales, si no se ahoga como un ratón. Ahora bien, don Ciccio le ruega…
Con un amplio gesto de la mano, adelantada como para hacer un juramento, don Saverio lo hizo callar.
—No es necesario que nadie me ruegue. Díselo: a los Barbabianca los quiero borrados de la faz de la tierra. En mis almacenes no hay azufre para gente que no sabe vivir. Salúdame a don Ciccio.
Eran dos los documentos que don Totò, de setenta años y titular de la Firma Salvatore Barbabianca e Hijos, leía y releía desde las ocho de la mañana. O mejor, fingía leer, la verdad es que los había marcado a fuego dentro de su cabeza. El primero estaba mitad a mano y mitad impreso. Arriba a la izquierda estaba escrito «Emil Jung», e inmediatamente debajo «Palermo»; arriba a la derecha «Palermo, 2 de julio de 1890»; inmediatamente debajo, en el centro del folio «Pedido de azufre» y más abajo «Señor Salvatore Barbabianca e Hijos -Vigàta». Luego el folio continuaba:
En virtud del presente pedido de mercancías tenga la bondad de entregar al señor Alejo Paruskin, comandante de la nave Iván Tomorov proveniente de Odessa, cinco mil quintales de azufre de segunda calidad buena Vigàta sin mezcla buenos comercializables y receptibles sin azufres negros requemados o cuerpos extraños, fraccionados como de costumbre en tres medidas puestos y pesados en los lugares especificados por la Aduana y luego entregados en alta mar en una barca grande libres de todo gasto a dicho señor menos el derecho de aduana que es a cargo de éste. Dentro de cuatro meses, improrrogables, a partir de hoy, tendrán dichos azufres disponibles, y de no hacerse la entrega quedarán a riesgo, peligro y fortuna del mismo señor Alejo Paruskin, en la ocasión como delegado legal de la Firma Nikolai Arbuzov con sede en Odessa. Dichos azufres son aquellos depositados por mí en su almacén y que le fueron vendidos por un precio recibido en metálico. Una vez realizada la entrega anularán el presente finiquito y conforme por la común garantía. Les saludo con toda estima, Emil Jung.
El segundo documento era mucho más corto, un telegrama amarillento, también en parte impreso y en parte escrito a mano. La parte a mano decía:
Entreguen cinco mil quintales a la nave Tomorov en arribo a su puerto tarde martes 18 saludos Jung.
Todo en orden, pues, sólo que no se explicaba cómo un telegrama expedido desde Palermo el día 15 (porque así estaba escrito con toda claridad en la correspondiente casillita de arriba a la izquierda) había llegado a Vigàta el día 18, es decir, el mismo día en que debía atracar la nave; de Palermo a Vigàta había doscientos kilómetros, tanto daba que se lo hubieran mandado con alguien a pie. Éste era el punto: si el telegrama hubiese llegado, como era habitual, el mismo día de su expedición, el mismo día 15, don Totò habría tenido tiempo de parar el golpe: porque había contado precisamente con eso, con la precisión germana de Emil Jung, que siempre había hecho una obligación de advertir cada movimiento al menos con tres días de anticipación. La oficina de correos no había sabido dar ninguna explicación sobre el retardo. Pero don Totò, si quería, era capaz de encontrarla; tenía clara delante de los ojos, como si hubiera estado presente, la escena del funcionario de correos que corría al círculo y, llamando aparte a Ciccio Lo Cascio, le explicaba a media voz que esto y lo otro, había este telegrama que podía echar a rodar la Firma Barbabianca, total en el pueblo todos sabían que en aquel momento los almacenes de la firma estaban más limpios que un huevo, ¿no era la oportunidad de tenderle esta hermosa trampa? «Llueve sobre mojado», decía el proverbio, y figúrate don Ciccio que desde hacía tres años, desde que le había birlado en sus narices el negocio de la mina Trasatta, iba diciendo a perros y gatos que daría lo que fuera con tal de ver a la Firma Barbabianca con el culo al aire, otra que llover sobre mojado, ¡néctar le habían parecido aquellas palabras! Y quién sabe cuánto había ganado el chivato, el muy cornudo.
Habituado a navegar con el mar siempre de proa, don Totò estaba pensando que esta vez las olas eran muy fuertes y había que poner toda la habilidad posible para salir indemne. Entretanto, la esperanza no estaba toda perdida. Antes de darse por muertos, era preciso esperar el regreso de Blasco Moriones, el contable, expedido a caballo, apenas recibido el telegrama, a Fela, donde estaban los hermanos Munda. Ellos era difícil que le dijeran que no, los hermanos Munda sabían que no les convenía hacerle un feo a don Salvatore Barbabianca. Moriones regresaría al pueblo a primera hora de la tarde, «rómpete el cuello pero a las tres debes estar aquí», a tiempo antes de que atracara la nave. La verdadera esperanza era aquélla, el recorrido que mientras tanto su hijo Nenè había querido hacer por toda Vigàta, mendigando un poco de azufre, era inútil y estúpido: la trampa había sido demasiado bien urdida. Desde luego, Moriones no habría podido traer consigo los cinco mil quintales, pero en este punto ya no había peligro, quiere decir que se habría sacado de la manga alguna excusa al capitán, lo esencial era que el azufre llegaba de Fela a Vigàta en sólo treinta y seis horas. Sin preaviso, rápido como uno de esos perros que, en silencio, te muerden el cuello, un pensamiento lo arponeó:
—¿Y si los hermanos Munda tienen algún golpe de ingenio?
La boca se le secó de pronto, don Totò sintió la necesidad de un refrigerio. Tocó la campanilla
Tráeme una limonada con mucho hielo —dijo al mozo de almacén.
Don Angelino Villasevaglios, de noventa años, ciego de los dos ojos, se había hecho llevar por su criado Nino a la terraza de casa, porque desde allí se veía el mar, y ahora estaba sudando bajo el sol pero no se corría ni un milímetro, tampoco se movía en el sillón de mimbre, tieso, parecía una estatua, vestido de punta en blanco, con las polainas que, por lo demás, se sacaba cada muerte de obispo, y los inútiles quevedos que le colgaban del chaleco
—¡Acabará insolándose!
—Son cosas mías
y miraba el mar con la mano haciendo de visera sobre los ojos para evitar la reverberación, como si viera de verdad, alargando aún más el cuello de tortuga, y Nino estaba a su lado con santa paciencia, sosteniendo en la mano un catalejo y tratando de hacer sombra con su cuerpo a este viejo loco
—Aquí terminaremos asándonos los dos
pero el viejo ni siquiera lo oía murmurar, quizá por primera vez desde que las cataratas le habían quitado la luz se lamentaba de su desgracia
—El Señor no tenía que haberme hecho este feo, sacarme los ojos, ahora que necesitaba la vista para darme esta gran satisfacción
y respiraba hondo para sentir el aire del mar
—Nino, ¿se ve el humo?
se consumía por ver con sus propios ojos el humo de la nave rusa que significaba la tumba, el ataúd de Totò Barbabianca y de sus hijos y, en cambio, debía hacérselo contar a través de los ojos de un criado
—Nino, por favor
—Excelencia, en cuanto vea el humo se lo digo. Esté tranquilo.
—¡Díganme en seguida qué ha sucedido! —exclamó el ingeniero Lemonnier, turinés, sí, pero hombre hábil y perspicaz y en su materia, la minería, un dios, que en los dos años de permanencia en Vigàta había aprendido a entender bastante bien a los sicilianos. No eran las palabras que decían, no eran los gestos que hacían, se había persuadido el ingeniero: era preciso estar atentos a cómo decían esas palabras, a cómo hacían esos gestos. Matices, encrespamientos, imperceptibles cambios de ritmo y entonación: éstas eran las cosas que contaban. Lo había comenzado a entender tres meses después de su llegada a Sicilia cuando había tenido que dirigirse a Palermo con el comendador Madonia, excelente persona. Desde hacía algún tiempo el periódico La voz de la Isla imprimía noticias no demasiado alegres sobre la salud del papa León XIII, agotado —decían los periodistas— por haber llevado a término la encíclica Immortale Dei, sobre la constitución cristiana de los estados, y por haber empezado otra, Christianum, nada menos que sobre la emancipación de los esclavos. Pues bien, aquel día estaban atravesando la plaza de las Cuatro Esquinas y el comendador Madonia no quitaba ojo de la noticia, que esta vez traía reconfortantes palabras sobre la salud del excelso personaje, cuando un señor bien vestido, de una cierta edad, se había acercado ceremoniosamente al comendador y, evidentemente temeroso de molestar, había preguntado en voz baja:
—Perdone, ¿por casualidad sabe cómo está el papa?
Aunque en aquel momento no tenía ningún punto de contacto físico con el comendador, había sentido que los músculos de este último se tensaban y luego se enrigidecían, todo el sistema nervioso del otro vibraba por una rápida sacudida. Él estaba respondiendo que el papa, gracias a Dios, estaba un poco mejor, visto que extrañamente el comendador Madonia parecía haber perdido la voz, cuando su compañero —pero ¿era él o era otro?— de golpe transformado como por encanto, olvidadas la gentileza, la cortesía y la compostura que le eran habituales, había respondido rabioso a la cara que el señor tenía algo inclinada hacia delante, con los ojos que sólo expresaban una deferente espera y la boca que ya parecía dispuesta a agradecer educadamente:
—¡No me rompa los cojones!
Y bruscamente había tirado de un brazo al paralizado Lemonnier. Al día siguiente, de vuelta a Vigàta y al contar el extraño caso, un piadoso escucha le había explicado que el comendador Madonia era un fervoroso papista, que desde el Non expedit en adelante se negaba a votar y que, por tanto, el señor de Palermo debía de algún modo conocerlo. Y así había tenido ocasión de comprender qué carga de ironía, es más, de feroz sarcasmo, había en aquella que le había parecido una inocentísima solicitud de información. Una vez un amigo le había contado que los chinos no decían nunca que no, respondían siempre que sí a cualquier pregunta: por eso había que entender cuándo ese sí era sí o era no. Sólo que aquí la cuestión en seguida se había presentado un poquitín más complicada que con los chinos. Había observado que algunos días los operarios de la mina que había sido enviado a dirigir estaban, como decían ellos, «siroqueados», se movían como si se hubieran vuelto pesados, pero era una nada, se necesitaba un ojo ejercitadísimo para percatarse, y entonces estaba seguro de que durante la jornada estallaría alguna bronca. Otras veces, en cambio, se movían con elegante soltura, incluso con una suerte de felicidad que se reflejaba en una especie de aclarado de la piel del rostro: en ese caso estaba seguro de que se enteraría de algo agradable, que acaso podía ser la celebración de un matrimonio o el nacimiento de un niño.
Al entrar, pues, en el Círculo de los Nobles para hablar con el marqués Simone Curtò di Baucina de un asunto de la mina, había sentido en la piel como una ventolera, un soplo fresco. He aquí, era exactamente ésta la sensación que lo había impulsado a preguntar:
—¡Díganme en seguida qué ha sucedido!
—¡Romeres está jodido! —respondió el padre Imbornone, sobre cuya cara de tarta, como un anónimo había escrito en una octavilla distribuida en la plaza algún tiempo antes, se reflejaba el libertinaje, porque nunca hubo un hombre tan brutal en los placeres sensuales en los cuales derrocha su dinero pero que hoy por hoy sólo reflejaba alegría maligna en el brillo de los ojitos porcinos.
—Perdonen, pero ¿quién es este Romeres? —preguntó. Conocía a uno, picador, siempre al fondo de la mina, padre de siete hijos, que ya había esputado la mitad de los pulmones, y por eso le pareció extraño que tantos gentilhombres se divirtieran porque un pobre diablo estaba definitivamente jodido.
—Ah, es verdad, usted lo conoce como Salvatore Barbabianca —explicó don Agostino Fiandaca.
—¿Por qué, Barbabianca no se llama así?
—Usted no es de aquí —antepuso el padre Imbornone—. Debe saber, pues, que «barbabianca» era un sobrenombre, un mote que se le había puesto a Romeres hace cincuenta años, cuando se trasladó a Vigàta sólo él sabe de dónde. Hacía de alfarero, fabricaba vasijas de terracota —que estaban todas crudas y mantenían el agua, con todo respeto, caliente como la meada— y, en consecuencia, siempre tenía la barba sucia de greda y yeso blanco. Éste es el origen del mote.
—¿Y de pobre alfarero ha conseguido convertirse en un hombre tan poderoso? —preguntó, asombrado.
—Sí, señor.
—Un verdadero self-made-man.
—Un verdadero jode-made-man —corrigió el padre Imbornone, hablando claro como tenía por costumbre, y siguió:
»Es un hombre que aquí ha hecho más daño que una fiera, y era justo. Porque Barbabianca es la espuma de esta nueva sociedad que enseña a no respetar a nadie.
—¡Otra vez con la misma música! —intervino el marqués Curtò di Baucina, que hasta aquel momento había asistido mudo a la escena.
—Deje que se lo ruegue, querido marqués, uno que tiene más mundología que usted, con el debido respeto. Barbabianca es un mierda que ha flotado sobre toda la cloaca de ideas que nos ha regalado la unidad: primero liberal antiborbónico, luego espía de los garibaldinos, luego inscrito en la sociedad masónica…
—Ha sido siempre coherente —interrumpió, testarudo, el marqués.
—Entonces ¿sabe adónde lo llevará su coherencia, como la llama usted? —espetó el padre Imbornone encendiéndose como una cerilla—. Si hoy se libra de esta desgracia que le está ocurriendo, mañana estará dispuesto a aliarse con esos cabezas calientes de los De Felice-Giuffrida, de los Bosco, de los Verro, con esos que han echado mano de la historia de los fascios sicilianos y se llenan la boca con gilipolleces como igualdad social, emancipación, colectivización…
—No entiendo adónde quiere ir a parar.
—No quiero ir a parar a ninguna parte, egregio amigo, ¡es usted quien debe ir parando el culo!
—¡Tratemos de no mear fuera del tiesto, padre Imbornone!
—Le pido excusas. En seguida pierdo la cabeza, ante estas cosas lo veo todo rojo. Quiero decir que me juego todo lo jugable a que en cuanto estos locos comiencen a hacer huelgas, además de en los campos, también en las minas, el cabecilla será nuestro Barbabianca que, con una hermosa bandera roja en la mano, se pondrá a dar voces de que lo nuestro es suyo y de que lo suyo debe seguir siendo suyo. ¡Y usted despídase de sus minas!
—¡Cuando llegue ese momento me despediré de ellas con placer!
—¡Por Dios, cuando lo oigo razonar así, me pregunto si por sus venas corre de verdad sangre de noble!
—¿Qué coño quiere decir, eh? ¡Explíquese mejor, si tiene el valor!
Comprendiendo que había ido demasiado lejos, el padre Imbornone murmuró algo que acaso podía parecer una solicitud de excusas, mientras que don Agostino Fiandaca se afanaba por calmar al marqués.
—Aún no entiendo —espetó Lemonnier, que no se había impresionado por la escena, que ya estaba encallecido ante aquellas disputas que se alzaban súbitas como fuegos artificiales y caían a plomo con la misma rapidez—. Está bien la política y todo lo demás, pero ¿cómo hizo Barbabianca para reunir toda esa pasta?
—Robando.
Y esta vez fue un coro, una concordia absoluta.
Por primera vez después de siete años de tener las persianas cerradas por riguroso luto, don Masino Bonocore dejó entrar por una rendija de la ventana un rayo de luz que cortó por la mitad el escritorio lleno de polvo. Nadie había muerto recientemente en aquella casa, desde luego: su hijo Santino había tenido que ir a buscarse el pan a Milán y, toco madera, estaba sano como un toro y ganaba tanto como para mandarle cada mes algunas onzas y algunos tarines, no conseguía contar en liras. Pero la espina que siete años antes le habían clavado en el corazón, ésa sí que había sido un gran luto, que le había quitado el placer de vivir. Encorvado, con la bufanda sobre los hombros, aunque todavía hacía calor, don Masino consideró el escritorio que parecía partido entre luz y sombra, el abrecartas oxidado, el secador volcado, que había mezclado la arena con el polvo, denso, en la superficie de la mesita, hasta el punto de que se podía escribir encima con el dedo. Desde entonces, no había querido entrar en aquella habitación: pero hoy quizá era una jornada especial, enviada por Dios. Con pasos cautos, como si caminase sobre el hielo y tuviera miedo de romperse el cuello, se acercó al escritorio, se sentó en el sillón de mimbre, abrió el primer cajón de la derecha y sacó la copia de una carta que comenzaba a amarillearse aquí y allá.
Ilustrísimo señor Director del Banco de Italia, la Firma Tommaso Bonocore de Vigàta está disuelta desde hace más de dos años a causa de los reveses sufridos. Se dirige a Su Señoría Ilustrísima pidiendo una conciliación equitativa con la Institución por usted administrada. Es notorio que la Firma Tommaso Bonocore se encontraba en una buena posición, y era comercialmente muy escrupulosa. Es igualmente notorio que encontrándose la firma del señor Emanuele Barbabianca, hijo del conocido Salvatore, que se había separado de la firma paterna para emprender una actividad propia, en peligrosas y turbulentas aguas, el Banco de Italia (entonces Banco Nacional) para acudir en su ayuda requirió el aval y la rúbrica de la Firma Bonocore, unida por lazos de parentesco íntimo con Emanuele Barbabianca, al ser la esposa de éste hija del que suscribe, Tommaso Bonocore. Es notorio que la antedicha Firma Bonocore asumió el compromiso de salvar a su pariente y a la Institución. Cosa que Salvatore Barbabianca se guardó bien de hacer respecto de un pariente tan próximo como su propio hijo, incluso pudiendo demostrar capitales, créditos, inmuebles y volumen de negocios infinitamente más vastos que los de una firma pobre, pero honrada, como la del que suscribe. Pero al ser el déficit del señor Emanuele Barbabianca muy superior al conocido por la casa Bonocore, resultó que ésta no pudo resistir y cayó en el abismo. Se salvó, en cambio, Emanuele Barbabianca que, al quedar en libertad en virtud de nuestras garantías, encontró rápida y extrañamente la manera de volver a refugiarse bajo las alas paternas. La caída de la firma y de la casa Bonocore fue acompañada por la máxima buena fe. La firma se despojó de todo en provecho de sus acreedores, hipotecando los pocos bienes inmuebles que aún le quedaban, y luego vio a sus componentes precipitados en la más dura miseria. Actuando como honestos comerciantes y para conservar la respetabilidad de la que nuestra cesada firma disfrutó hasta el final, le proponemos que como completa liberación de cuanto se debe a la Institución, tenga a bien aceptar la suma de ocho mil liras italianas, obtenida de la venta de un trozo de tierra que pertenecía a la difunta esposa de Bonocore.
No poseemos otra cosa, más que ojos para llorar. Seguro de su comprensiva respuesta positiva, desde lo más profundo del alma créame…
Hacía cinco años que no leía esta carta. De nada había servido la vergüenza de tener que escribirla: el banco había respondido que no. Y mientras él se veía condenado a vender no sólo el último trozo de tierra, sino también la casa en la que había nacido y en la que había vivido hasta el final su esposa, y se había recluido en una especie de planta baja de dos habitaciones y había debido padecer la pena de ver partir a su único hijo, mientras él, en suma, se volvía pobre y loco, su yerno, aquel por quien se había arruinado, Emanuele Barbabianca, seguía yendo por ahí con carruaje y caballos. Y por como éste se había comportado después de la ruina, la sospecha que una tarde le había sembrado don Ciccio Lo Cascio, es decir, que se había tratado de una trampa tendida entre padre e hijo para acabar con él de una vez y para siempre, había tomado el color de la certeza absoluta. Y ahora, después de siete años de tribulaciones, de miseria y de dolor, quizá había llegado el momento de abrir aquella ventana. Encontrando una fuerza que creía perdida para siempre, se plantó con un salto delante de las persianas y las empujó simultáneamente hasta el punto de hacerlas golpear con violencia contra la pared. Y mientras entraba el sol, ni siquiera prestó atención a que estaba llorando.
Los Attard, los Bouhagiar, los Camilleri, los Cassar, los Hamel, los Oates, los Peirce, los Sciaino, los Xerri, fueran árabes o malteses, con los pies llenos de greda, piel y huesos, que escatimaban el aceite a los muertos; los Ayala, los Contreras, los Fernández, los López, los Martínez, los Vanasco, los Villaroel, los Villasevaglios, todos españoles pura apariencia, pero nada de sustancia, siempre frunciendo la nariz como si sintieran mal olor; los Gotheil, los Hoefer, los Jacobs comepatatas, asnos alemanes con anteojeras capaces de despeñarse por un foso con tal de no desplazarse un centímetro del camino trazado, obstinados, y luego la hilera que no acababa nunca de paisanos taimados, Brancati y Buttitta, Cacciatore y Cònsolo, D’Arrigo y De Stefani, Farinella y Fiore, Gallo y Giudice, Isgrò y Joppolo, Lanza y Longo, Mazzaglia y Mormino, Napoli y Nicosia, Padellaro y Pizzuto, Ronsisvalle y Russello, Savarese y Sciascia, Terranova y Torrisi, Uccello y Uliano, Vilardo y Virduzzo, Zagarrìo y Zinna, todo el pueblo, en definitiva, perdidos manos, pies, barriga y pecho, vuelto sólo ojos, ojos pegados a la ventana, ojos pegados a la puerta, corno una pasada de lenguados bajo un banco de arena que creen esconderse y en cambio se revelan por centenares y centenares de relucientes puntos negros, los ojos justamente, estos mil pares de ojos que le apuntan a los hombros, que le hacen entre los omóplatos una herida más grande que la de un fusil de cañones recortados, que lo impelen hacia la penúltima estación (tal cual, en su mente es una palabra de las exequias la que le surge naturalmente, cada vez más va comparándose, dentro del mar de autocompasión en el que se ahoga, a sí mismo con Cristo y su carrera con el vía crucis) donde el previsto judío estaba listo para poner otra espina en la corona, otro clavo en la cruz.
—Me destroza el corazón, queridísimo don Nenè, pero verdaderamente no sabemos cómo ayudarle… ¿Por qué no se dirige a don Saverio Fede? Quizá él podría…
«Hay que guardarse las espaldas», pensó Agatino Cultrera.
Nadie le había advertido aquello que estaba sucediendo, lo había sabido por casualidad, sumando una media palabra oída al vuelo, una carcajada que no cuadraba, un saludo más cordial de lo habitual: los almaceneros querían matar dos pájaros de un tiro, a la Firma Barbabianca y a él, haciéndole así pagar todas las veces que había cerrado un ojo cuando don Totò, por desgracia a menudo, se había encontrado entre la espada y la pared.
«Es mejor prevenir», se repitió sentándose en el escritorio y cogiéndose la cabeza con las manos. Pero ¿cómo? La trampa tendida a don Totò era evidente hasta para un ciego: le habían hecho entregar el telegrama con un retraso de tres días. Allí estaba la clave: ese retardo. Y fue precisamente esta palabra la que le dio, de golpe, la idea. Si un telegrama tardaba tres días en llegar de Palermo a Vigàta, ¿una carta de Vigàta a Palermo no podía demorar, en proporción, incluso diez días? Sin duda, sí, y no había de qué asombrarse. El problema seguía siendo la fecha, no aquella que escribiría en el encabezamiento de la carta, sino la del timbre postal. ¿Problema? Casi le dio risa. Con el dinero en una mano y la carta en la otra, el señor Calcedonio Macaluso, funcionario de correos, le habría puesto un timbre incluso de cien años antes.
Reconfortado, empezó a escribir:
Hoy, quince de septiembre de mil ochocientos noventa, en Vigàta, yo, Agatino Cultrera, inspector de la The Anglo-Sicilian Sulphur Company y de la Casa Emil Jung de Palermo, me he dirigido al despacho de la acreditada Fírma Salvatore Barbabianca e Hijos y he preguntado por la situación del almacén de dicha firma, es decir, la existencia de las distintas calidades de azufre allí guardadas que habrían debido consistir, según la copia de los pedidos de azufre enviados a nosotros, en doce mil quintales depositados en la firma por la The Anglo-Sicilian Sulphur Company y en cinco mil quintales depositados por la Casa Emil Jung. El señor Salvatore Barbabianca protestó por la hora elegida por nosotros para la inspección, afirmando que en aquel momento no disponía de personal para hacernos acompañar a los almacenes de la empresa con nuestros testigos, Giovanni Parrello (que total a éste lo compro con un vaso de vino) y Antonio Attanasio (con éste habrá que mandar a la guerra dos liras).
Vencidas sus resistencias, cuál fue nuestra sorpresa cuando en los almacenes no conseguimos ver esas existencias que, sin embargo, habrían debido estar. En los almacenes no había ni rastro de la mercancía, cosa que hicimos constatar a los dos testigos. El señor Salvatore Barbabianca, entretanto, se había escabullido en el curso de la inspección, y me fue imposible pedirle, como era mi deber y derecho, cuenta y razón de tan grave desorden. Antiguas relaciones de amistad me unían a dicho Barbabianca, que, entre otras cosas, ha sido padrino de bautizo de una de mis hijas (es mejor que se lo haga saber ahora, antes de que algún sepulturero se lo diga con una carta anónima) y es por eso que con ánimo apesadumbrado me encuentro en la obligación de señalarles la anormal situación de ¡afirma en objeto, pero siempre me ha servido de faro y guía la convicción de que el honesto ejercicio de las propias funciones debe llevarse a cabo sin tener en cuenta afectos y amistades. Quedo, por tanto, a sus órdenes.
Firmó con amplios rasgos y posó la pluma, satisfecho: la carta estaba lista, por las dudas, para ser rota o expedida. Había que ver cómo iban las cosas.
—¿Se ve algo?
—Nada, don Angelino.
Hacía cuarenta años que esperaba este momento, se había retorcido como un olivo, algunos días ni siquiera se podía mover y tenían que limpiarle el culo como a un niño, había perdido la vista y los dientes, pero paciencia, paciencia y paciencia, siempre había rogado a Dios que lo redujera a servir sólo para hacer sombra, pero que antes de cerrar los ojos le concediera la gracia de la ruina de Totò Barbabianca.
Le pareció —desde luego se equivocaba—que un hilo de viento había traído, distinto, el olor del mar. Pero bastó para que su memoria volviera a una noche de cuarenta años antes, porque era el mismo olor de mar, dado que en todos aquellos años había tenido ocasión de regresar, minuto a minuto, a aquella noche, reconstruyéndose olores y ruidos, sonidos y palabras. Bajo un cielo estrellado en el que no se movía ni una rama, habían tardado un momento en descargar el velero lleno de seda de contrabando que venía de Malta. Eran tres, él, Ristuccia, que luego murió de mala manera, y Tumminello, que luego se fue a América. Todas las balas de seda las habían puesto sobre cinco mulas con los cascos forrados, dado que por fuerza debían pasar por una calle cercana a Vigàta y no querían hacer ruido. Es verdad que era la hora adecuada, pero siempre hay alguien con el sueño ligero o algún perro que, al ladrar, despierta la curiosidad. Todo había ido a la perfección hasta el momento en que, ya fuera de Vigàta, se habían detenido para quitarles los trapos a las mulas para hacerlas marchar más deprisa. Era el quinto viaje en un año, y por eso se habían hecho una especie de rutina: hacían atracar la barca en el mismo sitio, tomaban siempre por aquel atajo y se detenían poco después del desvío hacia Taro, donde dos altos muros en seco ponían a cubierto incluso con el claro de luna. Y precisamente allí, mientras estaban agachados desatando los trapos, ¿qué había pasado? ¿Aguacero? ¿Terremoto? Aún no se lo podía creer. No los había oído llegar, no los había visto saltar el muro: se había encontrado en el suelo cuan largo era con la cabeza aturdida por el fuerte golpe recibido y al lado oía la voz de Ristuccia que se lamentaba y pedía la ayuda de la Virgen. Pero el aturdimiento le había durado poco, inmediatamente había entendido que les estaban jodiendo las mulas con la seda, y entonces había dado un brinco y se había puesto a correr hacia las tres o cuatro sombras embozadas que se alejaban con la carga, evitando con un salto a Tumminello que se retorcía en el suelo. Pero había permanecido poco tiempo en pie, débil como estaba sólo había conseguido agarrar a una de aquellas sombras por el barragán, pero en un santiamén una segunda sombra lo había cogido y sujetado por los brazos mientras una tercera le había asestado, en silencio, un fuerte puñetazo en la espalda. Al menos en el momento le había parecido un puñetazo. Pero de pronto había sentido que se helaba por dentro y le había entrado sueño, como cuando estamos adormecidos. Todos sus males habían comenzado allí, con aquella puñalada trapera. Había necesitado meses y más meses, una vez levantado de la cama después de haber estado más del otro lado que de éste, y santa paciencia, promesas y pasta para lograr saber lo suficiente para dar nombre y apellido a quien lo había estropeado para siempre, porque sin que se lo dijera el médico ya había entendido que no volvería a ser un hombre como antes. Salvatore Barbabianca había tenido una idea brillante: robar a los contrabandistas que no podían denunciarlo. Y si los contrabandistas se rebelaban, siempre se podía recurrir a la misma solución que había intentado con él, y por poco lo había conseguido. ¿Qué podía hacer, matarlo? Por supuesto, no podía contar con Tumminello y Ristuccia, que eran gente de escaso valor y no habían sufrido grave daño corporal. Cara a cara con Barbabianca, en sus condiciones, ni pensarlo. Había que apostarse, esperarlo una tarde detrás de una peña y hacerle saltar la cabeza como a una serpiente: pero, había tardado algunos años en entenderlo, no era hombre de traiciones, para ciertas cosas había que nacer. Y así se había aparentemente resignado, ocupándose de sus negocios que, gracias a Dios, le habían dado algunas satisfacciones. Rosina, su mujer, se había marchado diez años antes, e hijos no habían tenido: estaba él, había pensado una vez, que había quedado lleno de odio, desde aquella noche, y nunca había podido liberarse.
Perdido en el recuerdo, con un escalofrío se dio cuenta de que no sabía cuánto tiempo había pasado, quizá el humo del vapor ya estaba a la vista.
—¿Aún nada?
—Pero ¿quiere volverme loco, por mil demonios? Me lo pregunta cada minuto…
—Hace unos quince años, hacia el setenta y cinco —estaba diciendo el marqués Curtò—, desembarcaron en Sicilia dos comisiones de investigación, digo dos, y vinieron también por nuestros parajes, haciéndonos tal cantidad de preguntas que parecía que hubiéramos vuelto a la escuela.
—Dice bien, el marqués —se entrometió el padre Imbornone—. Ésos, cada vez que caen por aquí, vienen con aires de tener algo que enseñarnos.
—Pero —continuó el marqués—, a mí me dio en seguida que pensar el hecho de que, siguiendo con el azufre, mientras llamaban para interrogarlos, yo qué sé, a Genuardi, Contarini o Giambertoni, honestísimas personas…
—¡Honestísimas! ¡Honestísimas! —proclamó el padre Imbornone poniéndose una mano en el pecho como para indicar que estaba dispuesto a sostener su convicción incluso en el juicio final y al mismo tiempo haciendo un guiño, socarrón, hacia el ingeniero Lemonnier.
—… honestísimas personas —prosiguió pacientemente el marqués—, que se habían ocupado de minas y de almacenes con las manos siempre limpias, nuestro queridísimo Romeres era dejado en su casa fresco como una lechuga.
—No es exacto —espetó don Agostino Fiandaca—, tuvo un contacto con la primera comisión: el senador Cusa fue a comer a su casa.
—Sea como fuere —dijo el marqués—, al principio estas comisiones parecían una cosa seria y, en cambio, ¿cuál ha sido el resultado? Todos los señores comisarios se han dejado embaucar con esta historia de la mafia y se han puesto a escribir cosas fantásticas.
—¿Por tanto la mafia es algo fantástico? —preguntó ansioso don Agostino Fiandaca, a quien semejante hipótesis daba estremecimientos de alegría, dado que como vigilantes y arrendatarios solía coger sólo a personas previamente convenidas, de respeto.
—Usted tiene una gran capacidad para no entender lo que quiero decir.
—No soy yo quien no entiende, es usted que tiene el bendito vicio de partir un cabello en cuatro, ¡y uno acaba perdiéndose!
—Entonces me explico con un ejemplo. Pongamos que Sicilia es un árbol, ¿está bien? Un árbol enfermo. Estos señores han empezado afirmando: «Este árbol tiene en el tronco manchas así y asá, tiene las ramas medio podridas, tiene las hojas mitad de este color y mitad amarillentas» y luego se han vuelto a casa contentos y felices.
—No es exactamente así —intervino el barón Raccuglia—, Franchetti y Sonnino también han escrito, como para dar un ejemplo, que el gobierno no había hecho más que mandar a Sicilia a los peores empleados y al peor personal policial.
—¿Sabe qué dice el proverbio? Al ahogado, una piedra al cuello.
—¿Es decir…? —preguntó Lemonnier.
—Es decir, si un árbol está enfermo y todos los días le meo encima, el árbol se muere antes. Pero esto no significa que haya sido mi meada la que haya enfermado el árbol. Puede ser que las razones sean más lejanas, incluso entre las raíces bajo tierra, y entonces es preciso tener ganas de cavar y cavar sin saber qué encontrarás, un nido de víboras o una piedra ferruginosa que te mella la azada. Para ser un buen médico no basta con descubrir una enfermedad, también hay que saber curarla.
—Y según usted, ¿cuáles serían las curas? —preguntó otra vez el ingeniero Lemonnier.
—Serían que son demasiado largas de decir y es hora de irse a casa a comer. Pero como para pasar cinco minutos más, le hago una pregunta: cuando Garibaldi desembarcó en Marsala…
—Con los vapores de Rubattino —se entremetió el padre Imbornone, y rió haciendo girar varias veces el brazo derecho en un gesto que quería significar oscuros e indecibles sobrentendidos…. cuando Garibaldi desembarcó en Marsala, ¿sabe cuántos telares funcionaban aquí en Sicilia?
—No.
—Se lo digo yo: unos tres mil. ¿Y sabe cuántos siguen funcionando después de la unidad?
—No.
—Menos de doscientos, egregio amigo.
—Rubattino, Rubattino —canturreó el padre Imbornone.
—Y las telas que han comenzado a llegar de Biella hemos tenido que pagarlas al doble de precio. Y la gente que se ganaba el pan con los telares se ha ido, con todo respeto, a hacer puñetas.
—Dado que le están dando una clase de historia —intervino el padre Imbornone—, ¿conoce el asunto del «patriota» Rubattino, un nombre que es todo un programa?
—Creo que ya no sé nada.
—Rubattino tenía el agua al cuello, estaba a punto de quebrar, y aprovechó la ocasión al vuelo. Le dio a Garibaldi dos destartalados vapores que sólo Dios sabe cómo hacían para mantenerse a flote —eran más agujeros que vapores— y nuestro general, recién llegado a Palermo, puso las manos, y también los codos, en nuestras arcas y se los pagó, en oro, al triple de su valor.Y así los sicilianos pudieron comprender en seguida cómo se administrarían los asuntos de Estado.
—¿Por qué, según usted, con los Borbones? —intervino, provocador, el marqués Curtò.
—No me toque a los Borbones, por favor, no me los toque —saltó el padre Imbornone—. ¡Desde este punto de vista me saco el sombrero! Quizá podían ser reaccionarios, que no lo creo, a lo sumo defendían lo suyo, ¿o tampoco debían hacer eso?, pero honestos eran, todos de una pieza, ¡y no miro a nadie!
Visto que la discusión, comenzada a causa de la próxima llegada de una nave, había fatalmente tomado el rumbo contrario, es decir, que mientras ésta se acercaba cada vez más al puerto la otra corría el peligro de extraviarse en mar abierto, Lemonnier intentó reconducir la conversación al punto de partida.
—Pero, en todo esto, ¿qué tiene que ver Barbabianca? —preguntó.
—Tiene que ver, sí, porque Romeres, queridísimo, es hombre de oscuridad y muchedumbre: sabe sacar provecho de cualquier confusión. Si, pongamos por caso —lo digo como ejemplo—, en vez de estar aquí en el círculo nos encontráramos, digamos, en una barca y esta barca se hunde de golpe, puede poner la mano en el fuego de que, mientras todos nosotros vamos a hacer compañía a los salmonetes, sólo se salva él, vaya a saber cómo. Y no basta: es capaz de volver a la orilla con el culo lleno de peces. Créame.
—No me parece que hoy le esté yendo demasiado bien.
—Bueno, hay que ver… Desde luego, que se fuera a pique sería demasiado hermoso.
—Pero si se llama Romeres, ¿cómo es que su firma, legalmente digo, puede llamarse Barbabianca? —volvió a preguntar Lemonnier.
—¡Uh, qué puntilloso es usted! —saltó el padre Imbornone—. Lo hizo como una afrenta. Quiso legitimar el mote, ¿me explico? ¿Habéis querido llamarme Barbabianca con desprecio? Pues bien, de ahora en adelante me llamaréis Barbabianca con respeto. Por otra parte, cambiarse de nombre es algo normal en la casa Romeres. Su hijo Stefano, según usted, ¿cómo se llama?
—Stefano.
—No, señor, está bautizado como Gaetano. Y siempre a propósito de Romeres, aquí, desde hace una hora, mis doctos amigos están intentando persuadirlo de que las comisiones de investigación siempre dijeron gilipolleces y a mí me parece que usted no acaba de convencerse. Pero es verdad, ¿sabe? Incluso el general Boglione dijo gilipolleces. ¿Ha oído hablar de él?
—Me suena…
—El general Boglione, paisano suyo, pero usted no tiene la culpa, usted, no se ofenda, parece de los nuestros, llamado a responder ante el parlamento de su, cómo decir, excesiva severidad en la represión en Sicilia después de la unidad —entre otras cosas, sometió a hierro y a fuego incluso nuestro pueblo e hizo torturar durante veinticuatro horas a un pobre desgraciado que no hablaba antes de persuadirse de que era sordomudo—, el general Boglione, decía, tuvo el valor civil, y en el caso específico también militar, de sostener en el parlamento que nosotros, los sicilianos, no hemos crecido del mismo tronco que ha llevado a los demás pueblos a la civilización: por nuestra naturaleza —según el señor general— somos asesinos sanguinarios. Y por eso no había nada que hacer: los asesinos debían ser tratados como asesinos y, en consecuencia, arrestos, fusilamientos y torturas. Pero el general decía gilipolleces, y se lo demuestro. A estas alturas, con todo el daño que ha hecho, si nosotros fuéramos como decía el señor general, Romeres ya debía haber sido acribillado, descuartizado y dado de comer a los perros. ¿A usted le resulta que Romeres esté muerto?
—No —espetó Lemonnier—, está vivo.
Pero pensó: lo habéis dejado vivir para podéroslo cocer a fuego lento. Pero en seguida se arrepintió del pensamiento: no era suyo, no le pertenecía, en verdad los sicilianos lo estaban contagiando.
—¿Quieres decirle a Su Excelencia, mi padre, que necesito hablarle? —espetó el Principito.
Había pasado los cuarenta años, tenía más que un principio de barriga, pero todos seguían llamándolo con este diminutivo detestable, que sentía como una especie de mofa. Pasqualino, el mayordomo que, por orden del Príncipe, debía estar de la mañana a la noche sentado en un sillón delante de la puerta cerrada detrás de la cual el gentilhombre se había prácticamente atrincherado, tardó un año en levantarse, sea por la artritis, sea por los noventa y pico de años que llevaba a sus espaldas, sea para hacer una afrenta al Principito, que ya le había caído antipático a los dos días de nacer. Por fin de pie, golpeó tres veces con la mano abierta sobre la puerta, luego, después de una pausa, otras dos y luego, después de otra pausa, una tercera vez pero mucho más fuerte que las anteriores.
—¿Quién es?
—¿Quién va a ser? Yo.
El Principito se había armado de paciencia: sabía que, como siempre, la cosa iría para largo. En efecto, dentro empezaron los ruidos de pesados objetos desplazados, de chirriantes armarios abiertos y cerrados, de baúles arrastrados. Después de un rato se descorrió un primer pestillo, luego un segundo y un tercero. Luego la manilla giró con lentitud y la puerta se abrió lo suficiente como para que Pasqualino metiera la cabeza dentro. El Príncipe, siempre invisible, y el mayordomo empezaron a hablar en voz baja y por los codos durante tanto tiempo que el Principito temió que le diera un ataque de nervios, con esfuerzo se contuvo de dar una patada en el culo ofrecido por Pasqualino y de este modo tirar al suelo, de una tacada, a criado y patrón. Luego, mientras la puerta volvía a cerrarse, sin pestillos, Pasqualino se volvió y dijo:
—Dice que antes de entrar cuente en voz alta hasta treinta.
—Contemos… —espetó, resignado, el Principito.
Mientras contaba, los ruidos dentro de la estancia se hicieron más convulsos, parecía que el Príncipe, picado por una tarántula, arrojase al suelo trozos de hierro y de madera en una especie de rabia a lo Orlando furioso.
—… y treinta —dijo el Principito—. ¿Puedo entrar?
—Entra.
El Principito giró la manilla y entró. El cuarto estaba casi a oscuras, en un rincón había una gran sábana a modo de telón que escondía todo aquello que el Príncipe había amontonado frenéticamente mientras su hijo estaba fuera, contando. Quizá en su juventud el príncipe Luigi Gonzaga di Sommatino no había sido lo que se dice un guaperas, pero la vejez se había empleado a fondo: sobre la cabeza, justo en el centro, le habían quedado pegados unos pocos cabellos parados y en fila, como el tocado de ciertos indios, mientras que la altísima frente en forma de huevo resaltaba el defecto de los ojos vueltos uno a Cristo y el otro a san Juan. En cuanto a su complexión, era prácticamente un esqueleto altísimo sobre el cual, en una burla obscena, habían sido puestos al tuntún una chaqueta y un pantalón.
—Con su bendición —espetó el Principito.
—Salud, hijo, y ponte allá. ¿Qué quieres?
—Le quería decir que a Salvatore Romeres le están retorciendo el pescuezo.
—¿A quién?
—¿Cómo, no se acuerda? A Barbabianca, a Romeres, en resumen, a aquel al que le cedió la explotación de la mina Stelletta por ocho mil liras anuales.
—¡Oh Virgen santísima! ¡Oh qué día más negro! Pero ¡qué me cuentas! Entonces, ¿qué dices, eh, ya no me podrá pagar? ¿Lo han arrastrado a la quiebra?
—Aún no, pero en resumen…
—¿Y qué hago si no me paga, eh, qué hago?
El Príncipe se esforzaba por fingir estupor, indignación y espanto: pero por las rápidas miradas que echaba de vez en cuando a la sábana se veía que estaba interpretando aquella escena para satisfacer al Principito y hacerlo marchar en seguida. Pero éste no aflojaba.
—Usted se preocupa por esos cuatro cuartos, que si no se los da no será la ruina de nadie, ¡pero no quiso preocuparse cuando le alquiló por un puñado de habas una mina que, por Dios, valía veinte veces eso!
—¡Yo hago con mis cosas lo que quiero! ¡Yo puedo hacer y deshacer y no debo dar cuentas a nadie! ¡Y de todos modos la ley me ha dado la razón!
El Príncipe se refería a la causa que el Principito había presentado contra don Salvatore Barbabianca por abuso de incapaz, donde el Príncipe era el incapaz y don Totò era muy capaz, al haber conseguido llevarse una mina, que era una verdadera mina, por una vigésima parte de su valor. Y que el Príncipe desde hacía más de treinta años se había consagrado al ejercicio de la más coherente demencia era algo sabido urbi et orbi: detalle que, sin embargo, escapó al presidente del tribunal, que estaba casado con la hermana del padre del honorable Randazzo, cuyo gran elector era justamente don Totò Barbabianca. Y ante las protestas del abogado del Principito, que gritaba que en el alquiler de una mina no era costumbre pagar un canon anual, en este caso miserable, sino establecer un porcentaje sobre la producción de al menos el veinte por ciento, el presidente había respondido con mucha firmeza que la costumbre no siempre sentaba jurisprudencia.
—Es más, ahora que me has hecho recordar toda la historia, ¡te digo que te demostraré a ti y a todo el mundo que no soy un incapaz! —añadió orgullosamente el Príncipe, e indicó la sábana—: ¡Allí detrás está el descubrimiento que revolucionará el universo! —Bajó la voz y miró a su alrededor con recelo—. ¡La cuadratura del círculo! ¿Has entendido, imbécil? ¡Hace siglos que lo están intentando sin conseguirlo y yo, en cambio, lo estoy logrando! Desde hace años trabajo en ello sin pausa, y todos vosotros no habéis querido creerme, nunca, siempre os habéis reído a mis espaldas. Incluso tu difunta madre me decía que no perdiera el tiempo con estas cosas. —Unas imprevistas lágrimas comenzaron a correrle por la cara, ahora temblaba corno si tuviera un ataque de epilepsia—: ¿Quieres saber una cosa, eh, quieres saberlo? —Casi balbuceaba—: Nunca te lo he dicho antes pero te lo digo ahora: el único que me ha entendido, el único, que me ha animado, que me ha dicho que estaba en el camino correcto, que me ha alentado, ha sido él, sí, precisamente él… ¿Cómo has dicho que se llama?
—Barbabianca —dijo casi sin voz el Principito.
He aquí: al fin se había desvelado un misterio que había durado décadas. Noches enteras había pasado sin pegar ojo preguntándose cómo había conseguido Romeres convencer a su padre que, en los negocios, demostraba una singular lucidez: sencillamente le había seguido la corriente. Un pensamiento lo fulminó: ¿y si el viejo, antes de morir, encontraba a algún otro avispado que le diera la razón, quizá el mismo mayordomo Pasqualino?, ¡quieres ver cómo aquel loco le montaba alguna buena broma en el testamento! Aquí había que tomar precauciones, con urgencia.
—¿Ha pensado alguna vez en el movimiento perpetuo? —preguntó.
—No —espetó el Príncipe, alerta—. ¿Qué es?
—Ahora se lo explico —dijo con toda calma el Principito.
—Aquí hace un calor que te fríes —espetó Ignazio Xerri secándose el sudor.
—Con este tiempo ya no se entiende nada, quizá dentro de dos horas diluvie —afirmó Paolo Attard.
—Estarnos en septiembre y parece que fuera julio —chilló Michele Navarrìa.
Y luego ni ellos tres ni los otros cinco almaceneros que estaban en el despacho volvieron a abrir la boca. Como si se hubieran dado una consigna, a distancia de casi un cuarto de hora el uno del otro habían convergido en el almacén de Ciccio Lo Cascio, y ninguno hablaba de la verdadera razón que los había llevado allí: el hecho de que se encontraran en el despacho de Lo Cascio significaba que habían cumplido con su deber, y eso bastaba. Pero también estaban mudos porque volvían a saborear por dentro, minuto a minuto, la escena de la que habían sido, a su turno, protagonistas, y disfrutaban de ella con una especie de golosa avaricia: quizá dentro de algunos días en casa, en el círculo, a los amigos, habrían estado dispuestos a contar de un Nenè Barbabianca, ora con el rabo entre las piernas, ora con fingida osadía, que pedía azufre como el extraviado en el desierto suplica agua por la piedad de Dios.
Los únicos que faltaban para que aquella reunión estuviera completa eran Filippo Ingrassia y Saverio Fede: se ve que Nenè Barbabianca aún no había llegado donde ellos. Pero sobre estos dos podían jurar: cuestión de tiempo, pero también ellos pasarían por la puerta del almacén de Lo Cascio, con la sonrisa estampada en la cara.
El palacio Barbabianca tenía una particularidad que se remontaba al anterior propietario, Fofò Cavatorta, y era que todas las ventanas y los balcones que daban a la calle dedicada desde 1885 a Quintino Sella, el estadista al que los sicilianos recordaban perfectamente incluso sin necesidad de una placa, habían sido cuidadosamente tapiados con ladrillos y argamasa.
Fofò Cavatorta no quería correr el peligro de que sus ojos captaran, aunque fuese por casualidad, la intimidad de la cercana Casa Ciaramiddaro: nunca se sabe, señores, la vista de los Ciaramiddaro absorbidos por sus cotidianas ocupaciones —sostenía— le habría provocado indecibles náuseas. De esta iniciativa de Cavatorta también los Ciaramiddaro se proclamaron felices y contentos. Es más, lamentaron no haber sido los primeros en tener esa brillante idea. Borbónicos y santurrones convencidos, mirar dentro de las habitaciones de Fofò Cavatorta, liberal y, parece, conspirador, les daba continuos mareos, como si el ojo cayera en las bocas del infierno abiertas de par en par. Y de tan original manifestación de antipatía entre las dos familias se reía y discurría mucho en el pueblo, y era algo que contar casi con orgullo a los forasteros, a los cuales se omitía, sin embargo, algún muerto fantasiosamente asesinado, ora por los sirvientes de los Ciaramiddaro ora por los parientes de los Cavatorta, muerto que cada tanto venía a contaminar la singular apacibilidad del enfrentamiento. Circunstancialmente partidarios de la unidad después del desembarco de los Mil, los Ciaramiddaro se habían momentáneamente aliado, aunque seguían mirándolos con el rabillo del ojo, con los Cavatorta, garibaldinos, como se diría algunos años después, antimarcha. Pero había sido una tregua de tan breve duración que no había habido tiempo material de quitar ladrillos y argamasa de las ventanas: los dos hijos de Fofò Cavatorta habían seguido a Garibaldi a Aspromonte. Un paso terriblemente en falso, que había costado a toda la familia Cavatorta el exilio en Malta y la pública subasta de sus bienes. Haciendo alarde de la larga afrenta sufrida, de la que eran seguro testimonio las ventanas tapiadas, los Ciaramiddaro se pusieron a la defensiva exigiendo una indemnización: el palacio Cavatorta, si no se quería cometer una injusticia que clamaba al cielo, debía corresponderles a ellos. Pero habían hecho las cuentas sin Totò Barbabianca, quien estimaba aquel palacio como el único adecuado para su recién estrenada dignidad de notable. Durante una semana, casi sin tomar aliento, don Totò se había dedicado a hacer públicos todos los deslices borbónicos de los Ciaramiddaro, incluido un primo tercero, al que en verdad los Ciaramiddaro nunca habían visto ni oído, quien durante algún tiempo habría sido —según don Totò— íntimo amigo, y quién sabe qué más, del temido director de la policía de los Borbones, Salvatore Maniscalco. Fueron siete larguísimos días para los Ciaramiddaro, quienes habían salido con los huesos casi rotos, hasta el punto de hacerse inmediatos defensores del derecho casi divino de los Barbabianca a comprar todo el pueblo, si querían. Tras tomar posesión del palacio ex Cavatorta, don Totò había derrochado en reformas y embellecimientos la vertiginosa suma de sesenta mil liras, y con este gasto también había comprado el derecho de hacerlo llamar, desde aquel momento, con su nombre. Pero no volvió a abrir las ventanas y los balcones sobre Via Quintino Sella, y esto no porque experimentase, como el anterior propietario, sentimientos de auténtico disgusto hacia los vecinos, sino sólo porque en cualquier ocasión de tu vida cuantos menos ojos te vean mejor es. Pero sobre la Via Quintino Sella siempre había habido, y seguía habiendo, una abertura que nunca a nadie se le había ocurrido tapiar: un rústico ventanuco que servía para ventilar el desván, y el desván, ya se sabe, no era un sitio muy frecuentado.
No era: porque algún tiempo después de que al palacio Barbabianca llegara la señora Helke, la esposa suiza del hijo menor, Gaetano, llamado Stefano, aquel sitio había empezado a ser frecuentado dos veces por semana, el martes después de comer y el jueves por la mañana. Rubia como corresponde a una nórdica, la señora Helke, que en su primer año de permanencia en Vigàta era llamada por los familiares «la criada» (porque de verdad había sido sirvienta: así la había conocido Gaetano en el hotel suizo donde se alojaba, y se había obstinado en casarse con ella amenazando con su suicidio y el eterno remordimiento para su familia) había poco a poco conquistado si no el afecto al menos la no beligerancia de los Barbabianca a causa de la dulzura de su carácter y su indudable ánimo bondadoso. Entre otras cosas, se había empeñado en enseñarle a hablar al hijo de Mariannina, la sierva que había dado a luz a un niño sordomudo. Cuando Helke había llegado de Suiza al palacio Barbabianca, el hijo de Mariannina, Totuzzo, tenía quince años, pero aparentaba veinticinco y todos lo juzgaban un memo irrecuperable. También lo consideraban memo sus coetáneos que, sin embargo, abrigaban una secreta envidia por ciertos atributos viriles decididamente descomunales, es decir, más relacionados con un asno que con una persona humana. Una vez asumido el encargo de educar a Totuzzo, la señora Helke, que por necesidad se veía obligada a hablar en voz alta para hacerse entender por el sordo, había decidido despejar una parte del desván donde podía hacer y deshacer sin temor de molestar a los demás. Y su voz gutural, que a veces se abandonaba a cadencias aterciopeladas, de pecho, que casi se confundían con las de las palomas que hacían su nido en los canales del tejado, había acabado por despertar la curiosidad de Andrea, el heredero de diecisiete años de la Casa Ciaramiddaro, quien había destapiado un ángulo de la ventana de una de las habitaciones transformadas en despensa, porque carecían de luz, y desde allí podía disfrutar dos veces por semana de la parcial visión de la señora Helke la cual, evidentemente cansada de las fatigas de la enseñanza, cada tanto se acercaba al ventanuco del desván desde el que se veían los tejados del pueblo y la línea del mar. La señora Helke sufría, penaba: de esto Andrea estaba convencido, porque hasta donde alcanzaba a ver, al estar la ventana de la que había quitado un ladrillo algo por debajo del nivel del desván del palacio Barbabianca, cada vez que la joven se asomaba en seguida veía cómo empezaba a temblar, a llevarse una mano al cuello, a abrir la boca como si le faltase el aire y a ponerse blanca como el yeso y luego roja de fuego, y a jadear, en todo igual a un jilguero que metiera la cabecita entre los barrotes y vanamente tratara de ensancharlos en un consabido e inútil intento de fuga. Y en aquellos momentos Andrea soñaba con los ojos abiertos con poseer el caballo de Astolfo y la espada de Orlando: para matar con dos golpes a los odiados Barbabianca, liberar a la dulce prisionera que los entrevistos dibujos de Doré le sugerían desnuda, y escaparse con ella a la luna.
—¿Totuzzo hace progresos? —preguntaba a veces Gaetano a su mujer.
—Bastantes —respondía la señora Helke en su italiano de manual.
Pero no decía cuáles. Los progresos Totuzzo los hacía sobre todo cuando la señora, cansada de tanto hablar, tomaba el aire con los codos apoyados en el ventanuco: un año después de que la joven se hubiera hecho cargo de él, Totuzzo, en la excitación del descubrimiento imprevisto de un universo confusamente imaginado y que ahora le era presentado en toda su resplandeciente realidad, había dicho casi con claridad: «alegría mía». A los dos años, ya articulaba con seguridad: «dámelo», «dámela» y «cógela».
—¿Cinco mil quintales? ¿En un día? ¿Se ha vuelto loco? —pregunta Filippo Ingrassia fingiéndose impresionado. Nenè Barbabianca está hecho un guiñapo: se ha quitado la chaqueta, la sostiene en una mano por la parte superior y mientras gesticula parece que le retorciera el pescuezo a alguien. El sudor de la camisa bajo las axilas le ha llegado a la altura del cinturón de los pantalones, los zapatos que eran negros ahora son blancos de polvo.
—Me vendrían bien incluso mañana —dice con la garganta seca, y se pasa la lengua por los labios ardientes y agrietados.
—Ni hablar —responde convencido Filippo Ingrassia, que entretanto se felicita por el teatro que ha sido capaz de hacer.
Mientras registra las respuestas, por lo demás previstas, Nenè Barbabianca confirma aquello que ya sabe, es decir, una clara progresión del desaire en las palabras negativas que va recibiendo. De la falsa cortesía de los primeros «noes», que de algún modo eran todos motivados con excusas e imposibilidades, ha pasado a padecer rechazos tajantes, en menos de dos horas ha sido degradado de persona respetada a fastidio, estorbo, del cual es fácil desembarazarse con un puntapié, como un perro. Se ve que las idas y venidas que, sin duda, los mozos de almacén hacen de un sitio a otro, venciéndolo en elección y velocidad, confortan y dan nuevos bríos a los últimos almaceneros que aún le quedan por visitar: seguros de la solidaridad, de la unidad recuperada —porque hasta el día anterior los muy cornudos se habían degollado entre sí dándose palos de ciego—, ahora ni guardan las apariencias, lo liquidan en un abrir y cerrar de ojos. Ya huelen a muerto.
«Doblégate, junco, que pasa la corriente», piensa Nenè, mientras Filippo Ingrassia ni siquiera se levanta para acompañarlo a la puerta. Y hay un augurio que se hace a sí mismo al pensar en aquel proverbio: que después del paso de la corriente pueda, como un junco, volver a levantar la cabeza.
En la tercera planta del palacio Barbabianca, justo debajo del desván en el que su esposa se entregaba bisemanalmente al piadoso ejercicio de las clases a Totuzzo, Gaetano, llamado Stefano, con las persianas cerradas y la cabeza abandonada sobre la superficie de un reclinatorio taraceado que se había hecho traer de una iglesia milagrosa de Palermo, rezaba fervorosamente. En su habitación nada permitía deducir el tráfico al que se dedicaban su padre, don Totò, y su hermano Nenè, no había libros maestros, ni partidas dobles, ni pedidos de azufre. Pegadas a las paredes, centenares de estampas religiosas, adecuadas y dispuestas para toda ocasión, vigilaban y guiaban el cotidiano devenir de la existencia de Gaetano: santa Lucía que protege la vista, san Calógero de la Marina que hace milagros noche y día, san Antonio que por una misa hace encontrar cualquier cosa perdida, y así sucesivamente. Cada estampa tenía, debajo, un minúsculo altar de madera en el que se encendía una candileja según el particular milagro que se pedía: de modo que en la oscuridad, al entrelazarse ocho o nueve gracias solicitadas, la habitación empezaba a parecer un cementerio visto de noche. «El hijo bobo», lo llamaba don Totò, resignado, con una mezcla de afecto y desprecio. Además, el asunto le daba un cierto blasón de nobleza, en efecto, en el pueblo no había ninguna familia que no tuviera por lo menos un componente dedicado a singulares ejercicios, como por ejemplo comer mierda o tratar de dar por el culo a las moscas, en vano. Este hijo de veinticinco años, que había llegado tardíamente cuando estaba convencido de que tenía el fusil descargado para siempre, había sido un continuo desconsuelo, uno que con sólo verlo desanimaba, pálido y tambaleante (pero ¿a quién había salido, por Dios?). Tan albino y grácil que se cansaba de sólo mirar la comida en el plato y que se echaba al suelo muerto de fatiga si tenía que respirar un poco más hondo. Mandado a estudiar en Suiza, para hacer química como su hermano mayor, en seguida había quedado claro que no lograba concentrarse, y los profesores de Zurich se habían tomado la molestia de escribir a don Totò preguntándole si quería ver muerto a este hijo suyo. Y así Gaetano había regresado a Vigàta después de dos años en el exterior presentando a los suyos una esposa extranjera de la que era mejor no hablar, cuando, en cambio, don Totò había pensado para este hijo en un matrimonio con la nieta de Blandino Torrevecchia, que, está bien, era un poco coja pero, aun así, seguía siendo la heredera de cuatro minas. De Suiza, Gaetano no sólo había vuelto con una mujer que no se entendía si era carne o pescado, buena, desde luego, y con una correcta cara de esposa, pero irremediablemente suiza, sino que se había traído esta especie de manía religiosa que sólo servía para tener contento al padre Cannata, el otro cura del pueblo, porque estas cosas de la iglesia al padre Imbornone se la traían floja. La debilidad de carácter de Gaetano asomaba exacta como un reloj apenas en la firma había el más mínimo problema, el más mínimo mar de proa: en cuanto había entendido que algo no marchaba bien, Gaetano abandonaba deprisa el escritorio donde don Totò lo había puesto a llevar las cuentas, porque al menos en eso era bueno, y se precipitaba con la cabeza gacha a enclaustrarse en su habitación del palacio Barbabianca. Por esas escapadas a casa más o menos frecuentes, doña Matilde, esposa de don Totò y madre de Nenè y Gaetano, había aprendido a seguir la evolución bastante azarosa de la firma de su marido, porque a ella no se le decía nada directamente, al ser las mujeres, como ya se sabe, buenas sólo para la cama y la cocina.
Y era por eso que ahora doña Matilde estaba detrás de la puerta de la habitación de Gaetano, que se había encerrado con llave, para saber algo más.
—¿Me haces el favor de abrirme?
—No.
—Ábreme, Stefanuzzo, hijo mío.
—No, antes tengo que acabar los quince misterios del rosario.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada. No me hagas perder tiempo.
Y Gaetanuzzo seguía rezando, apretando en la derecha las cuentas del rosario y con los labios en tensión: había encendido las candilejas de todas las estampas y temblaba sin parar.
—Protegednos, haced un milagro, sólo un milagro, salvadnos de la ruina.
¡Ilustrísimo y Excelentísimo Honorable Procurador del Reino!
Mi natural orgullo y la herencia de antiguas tradiciones me forzarían a presentarme ante usted y, con la debida honestidad, decirle cara a cara cuanto, en cambio, me veo obligado a confiar a un papel que encima no lleva firma. No pongo mí firma no por temor a exponerme a mí mismo y a mi familia a los más graves peligros de sangre, porque Barbabianca, de quien voy a discurrir, es una persona malvada y capaz de toda clase de infamias, sino por la debida prudencia y cautela. Si oso molestar a Su Señoría, más que dirigirme a otra Autoridad sometida a V E., se debe a la razón que, en general, hace a mis compatriotas reacios a informar a los Funcionarios responsables sobre hechos y circunstancias que en cualquier otra parte del Reino encontrarían amplio concurso de testimonios y declaraciones. En efecto, ¿usted no cree que si la Autoridad inspirase mayor confianza en los ciudadanos, muchos que hoy no la ayudan por temor al probado poder de los malvados, y por convicción de la debilidad e incluso connivencia de ciertas Autoridades, de otro modo obedecerían a la ley frente a Funcionarios más hábiles y más fuertes, o cuando menos más circunspectos? ¿No se ha señalado con frecuencia en los Funcionarios, o en algunos de ellos, negligencia consuetudinaria, aversión al trabajo, excesiva pereza y molicie en el cumplimiento del servicio, carencia de asiduidad y de celo? ¿Y cuántas veces se han comentado en público las habituales relaciones de Funcionarios con individuos con antecedentes penales? Pero no es ahora mi intención enjuiciar los modos con los cuales son conducidos los asuntos públicos por más que como italiano sincero no sólo tenga el derecho sino el deber de lamentarme de ello—sino sólo señalar a V E. una hipótesis de fraude que es bueno que usted conozca a tiempo, esto es lo que confiere notable valor y relieve a esta declaración mía.
Desde hace muchos años la Firma Salvatore Barbabianca e Hijos enfanga la cristalina reputación de los comerciantes y de los almaceneros de Vigàta con una actuación contraria a todo cuanto pueda representar un honesto y decoroso uso comercial. Pero no es mi intención someter a V E. palabras sino hechos, que sólo pueden interesar a un defensor infalible de la ley:
Se interrumpió de repente, con la pluma en el aire, ¡pero qué coño estaba escribiendo, por Cristo! La rabia lo había obnubilado, lo estaba invitando a caer en una trampa. Menos mal que se había percatado a tiempo. Pero ¿quién era este procurador al que se estaba dirigiendo? Decían que era honesto, sí, pero vete a saber. Por otra parte, no había de qué asustarse: nunca firmaría esa carta. Ya, pero ésos no habían nacido hoy… Eran capaces de llamar a peritos en caligrafía, científicos venidos de fuera que le habrían apuntado con el dedo sin dejarle abrir la boca. Hacía diez años que escribía cartas, naturalmente anónimas, y siempre le faltaba el valor para expedirlas. Pero quién sabe si éste no era el momento oportuno…
«Nunca se sabe —se dijo a sí mismo—, mejor esperar.»
Y con disgusto, mientras su esposa lo llamaba desde la otra habitación diciéndole que era la hora de comer, comenzó a romper la carta aún mojada de tinta.
—Excelencia, ¿qué hace? ¿Baja a comer?
—No tengo apetito.
—Entonces ¿qué hago? ¿Bajo?
—No. ¿Se ve el humo?
—Aún no.
—Por tanto tú de aquí no te mueves.
—Mire que de poniente están subiendo nubes de agua.
—¡Pero si hace un sol de justicia!
—Quizá ahora sí, pero dentro de un rato comenzará a sentir que el sol se ha marchado.
—Quiere decir que si empieza a llover me tienes el paraguas abierto. Pero de aquí no me muevo.
Se sienta, acorralado. Cualquier cosa podía esperarse menos la acogida, la cara que le está poniendo en aquel momento Saverio Fede: ha venido a su encuentro, lo ha cogido por el brazo, lo ha llevado al escritorio y ahora le está sirviendo un vaso de anisado que bebe de un solo trago. Inseguro, le faltan las palabras. Y entonces es precisamente Saverio Fede, sentado ante él con una sonrisa franca, quien le pregunta a qué debe el placer de su visita. Y sigue perdiendo el tiempo, mientras los dos mozos de almacén pasan por delante del despacho, saludan y se van: es la hora de ir a comer.
—Volved dentro de media hora, hoy hay mucho trabajo —les grita Saverio Fede y luego, vuelto nuevamente a Nenè Barbabianca—: Entonces, ¿qué ocurre, don Nenè?
Es como si dentro de él saltase un tapón, una riada de alientos y palabras empieza a salirle de la boca, se le hace difícil frenarlas, toda la amargura y la rabia de la mañana le desbordan fuera y se vuelven visibles en la saliva que se le condensa, blanca, a los lados de la boca. Hecho al fin el pedido de los cinco mil quintales, se apoya de golpe en el respaldo de la silla y casi casi ni se da cuenta de que cierra los ojos.
Como un buen samaritano, Saverio Fede se levanta, vuelve con otro vaso de anisado, espera a que se lo haya bebido todo pero no articula palabra; sigue mirándolo con la misma sonrisa. Es dando un bote de estupor que se persuade de que esta vez tiene de verdad los ojos cerrados, de que ha estado durante algunos segundos adormecido: el almacén vacío, sin ruidos, la mirada amiga de Saverio Fede, el hecho de haberse descargado de toda la tensión le han hecho una mala pasada, pero ahora está despierto, al fin comprende qué poco natural es el silencio del almacenero que sigue, apenas inclinado hacia delante, con los brazos apoyados en las rodillas, manteniendo los ojos clavados, pegados en él.
—¿Y entonces? —pregunta a su vez, y aquél no le responde, ni fu ni fa.
»¿Y entonces? —repite, y esta vez da voces, medio levantándose de la silla casi con espanto porque de pronto le viene a la mente una escena que ha visto en el campo, de chaval: había una serpiente verdinegra que estaba mirando a un ratón con los mismos ojos que Saverio Fede, fríos, firmes, y luego en un visto y no visto el ratón ya no estaba, estaba medio metido en la boca de la serpiente verdinegra. Y mientras acaba de levantarse comprende que no puede haber respuesta, y que todo esto que ahora está haciendo, dar voces e incluso asustarse, sólo sirve para aumentar el placer y la satisfacción del otro. Ha caído, y este último hecho es el peor de todos: el vinagre, ¡no! La esponja bañada en vinagre.
En la boca el sabor del anisado se le vuelve amargo como veneno, pero recuperando fuerza y valor de todo el cuerpo que siente petrificarse en haces de nervios y músculos se ajusta con falsa calma la chaqueta y saluda a Saverio Fede con una media inclinación.
—Gracias de todos modos. Buenos días.
Le da la espalda y sale, pero en cuanto está fuera siente que las piernas se le doblan y tiene frío, pero no es sólo por todo aquello que ha acabado de pasar, el cielo está casi completamente cubierto, un golpe de viento le pega la ropa sudada sobre la piel.
Comía Michele Navarrìa, que vivía solo hacia el extremo del pueblo en una casa que estaba rodeada de puntiagudísimos agaves y de espinosas plantas de margaritas silvestres: la gente decía que aquél era el sitio justo para él, Dios te libre si te acercabas, quizá te llegaba a traición una andanada de palabras que, podías jurarlo, con toda seguridad se infectaba, tanta hiel y veneno llevaba aquel hombre encima, por naturaleza. De carácter hosco, no solía tratarse con nadie: ante la solicitud de Nenè Barbabianca habría respondido de todos modos que no, no había nada que hacer. Pero saber que su rechazo, unido al de los demás, le habría hecho un daño concreto, le daba una enorme alegría. Así que faltó poco para que a Nunziata, la criada, no le diera un ataque cuando, al ir al comedor para retirar el plato sucio de la pasta que Michele Navarrìa había acabado de comer, en vez de volver a la cocina perseguida, como era habitual, por las maldiciones de su patrón que volaban detrás de ella como un enjambre de avispas rabiosas, lo oyó decir, con toda claridad:
—Nunzià, la pasta era buena.
Comía el padre Imbornone su habitual consomé con media docena de huevos rotos, mientras en la cocina se mantenía caliente el medio cabrito al horno y, debajo del grifo, al fresco, media sandía.
—De todo como siempre la mitad, así después me siento ligero.
También él, como Michele Navarrìa, comía solo, y era lógico en un cura: de la cocina se ocupaba Filippa, la hermana del sacristán. Aunque no tenía ni hermanos ni hermanas, en el pueblo había reconocido como sobrinos a cuatro jovencitos que eran su viva estampa, los cuatro tenían incluso la misma verruga negra y peluda a la izquierda de la nariz. Misterios de la sangre, que sobre todo en Sicilia parece seguir el mismo subterráneo y tortuoso recorrido de las anguilas. Decían las malas lenguas que si uno iba a confesarse con el padre Imbornone era más rápido pegarse un tiro en la cabeza. Aunque no sacase ningún provecho, así, sólo para mantenerse en forma, era capaz de armar la de San Quintín contando a una mujer la traición de su marido. E imaginémonos si en el confesionario, donde por lo demás no podía decirse que pasara mucho tiempo, algún pobre desgraciado iba a referirle algo de lo que pudiera sacar beneficio. Comía el padre Imbornone, al no poder saber que de allí a un mes Filippa, al entrar para traerle el medio cabrito, lo encontraría con la cabeza dentro del consomé con seis huevos: un síncope. Y por consiguiente nunca sabría que, apenas conocida su muerte, un hombre sencillo, que hasta aquel momento se había ocupado de molinos y pastas alimenticias, sería de golpe fulminado por la gracia del arte: de otro modo no puede definirse y de otro modo no puede explicarse que este hombre, tras salir a toda prisa de su casa apenas conocida la noticia, hubiera pagado al pregonero municipal para que fuese gritando de calle en calle, en siciliano:
—Cu avi a mannàri trusciteddi o’nfernu, murì u parrinu Imburnuni.
Es decir, se apresuraba a advertir a sus paisanos, que tuvieran parientes en el infierno y quisieran mandarles algún recado, que cogieran al vuelo la ocasión, porque no había ninguna duda del destino del padre Imbornone.
Comía Ciccio Lo Cascio, que se la tenía jurada a don Totò Barbabianca por la estafa de la mina Trasatta. Y a pesar de las protestas de su mujer Elvira, se había llenado hasta el borde un vaso de vino, que no probaba desde hacía veinte años por culpa de las piedras en el hígado, y ahora lo degustaba a pequeños sorbos, entre un plato y otro, lamiéndose los labios.
Comía Filippo Ingrassia, que era llamado «el poeta» desde el momento en que durante las elecciones del año anterior había declamado cuatro versos destinados a alcanzar un popular consenso:
Hemos comido
hemos bebido
abajo Gallo,
viva Scaduto.
Y también ahora le bailaban por la cabeza desordenadas rimas, un epitafio que componer a tiempo, antes de la noche, para colocar sobre la tumba de la Firma Barbabianca.
Comía Paolo Attard, que vivía en el piso de arriba de Filippo Ingrassia. Era llamado «el hurón» no sólo por la habilidad con que conseguía sonsacar las ocultas intenciones de los demás, sino también por un cierto modo ondulante de caminar. Rival a muerte en politica de Ingrassia —cuando se encontraban por la escalera era un problema, siempre decían de cambiar de casa, pero la costumbre y la pereza eran más fuertes—, había neutralizado la cuarteta de Filippo Ingrassia con un genial ahorro de sesera:
Hemos comido
hemos bebido,
viva Gallo,
abajo Scaduto.
—Total, el orden de los factores no altera el producto —había comentado al oír este duelo poético el marqués Curtò di Baucina, que ahora estaba comiendo un puré de verduras y un vaso de leche. (En la política, todos son iguales, todos están siempre listos para dar por el culo al pueblo.)
Hombre contradictorio, era tan agarrado, capaz de dispararle a alguien por un manojo de coles, como atrevido en la amplitud de ideas de reforma social que le agradaba profesar en el Círculo de los Nobles. Y tan persuasivas eran la fuerza y la convicción que ponía en sus palabras que pasaba por un auténtico revolucionario no sólo entre aquellos de su clase sino también entre los operarios de sus minas que casi casi se consideraban privilegiados de que les pagaran menos con tal de poder estar sometidos a un señor tan liberal.
Todos comían, de Alajmo a Zizza, pero no era una comida igual a la de los demás días, quien de costumbre iba despacio ahora tenía prisa y al revés; quien bebía vino ahora sólo engullía agua y al revés; quien sólo comía el segundo ahora había querido también el primero y al revés.
En cambio, no comió don Angelino Villasevaglios, que en su terraza primero se había cocido al sol y ahora había pedido una manta a Nino porque verdaderamente el tiempo estaba cambiando.
No comió el príncipe de Sommatino, inmóvil en su sillón, perdido tras el pensamiento del movimiento perpetuo.
No comió Masino Bonocore, que estaba como ido delante de la ventana abierta, mientras sentía que la sangre se le disolvía, que volvía a correr segura dentro de cada vena y que le llegaba al corazón en su justa medida.
—¿Cuántos somos en el pueblo? —se había preguntado un día el barón Raccuglia mientras hablaba con el ingeniero Lemonnier, y antes de que el otro hubiera tenido tiempo de abrir la boca, ya tenía pronta la respuesta—: Ocho o nueve familias de las nuestras y una treintena de familias burguesas. Más o menos trescientas personas.
—¡Pero si el país cuenta con nueve mil almas! —había rebatido Lemonnier.
—¿Cuenta? ¿Qué cuenta? —se había asombrado sinceramente el barón—. El resto no cuenta, egregio amigo.
—No contarán, pero están —había insistido Lemonnier, un pelín irritado—. No pretenderá decirme que son invisibles.
El barón lo había mirado, pero no había respondido, cogido por la súbita duda de que el piamontés ocultara hábilmente bajo una apariencia cortés y educada una peligrosa alma de agitador. Pero el barón tenía razón y el ingeniero no: las otras ocho mil setecientas almas —y era francamente excesivo llamarlas así— estaban, pero contaban tan poco que no merecía la pena contarlas.
«Venid conmigo en una jornada de intensa actividad de carga en el puerto —había escrito el profesor Baldassare Marullo en su apreciable volumen Vigàta en sus probables orígenes, en su desarrollo, actividades y necesidades—, cuando sopla con fuerza el siroco. En un breve espacio hay un hormiguero de hombres, de carros y de pontones; son barcas adosadas las unas a las otras, entre las cuales los hombres pululan en una ondulación sin pausa, carros que llegan y parten, un vociferar desacompasado. El tráfico que se practica en Vigàta, en la carga y descarga de azufre, debe replantearse para hacerlo más acorde con la dignidad del hombre: lo que allí realizan los hombres de mar, los estibadores, no puedo dejar de llamarlo una afrenta al sentimiento de solidaridad humana. Son viejos, jóvenes, incluso niños encorvados bajo el peso que llevan a sus espaldas. El primero se acerca a los alzadores de los que recibe la carga: arriba la primera canasta, la segunda, la tercera y así sucesivamente. Al primero sigue un segundo, al segundo un tercero, y así diez, veinte, cien, distribuidos a lo largo de la línea de carga, durante todo el día, como lanzaderas, de la balanza o del carro a la barca y viceversa, sin una queja, alentándose, empujándose, acaso bromeando.»
No «acorde con la dignidad del hombre», pues. Y quien hacía algo indigno para el hombre a los ojos del barón Raccuglia no era hombre y nunca podría serlo: quizá porque el profesor Marullo había omitido decir que la canasta, es más, las dos o tres canastas que llevaba cada estibador, por el calor y el sudor hacía en el punto de apoyo entre el cuello y el hombro una Haga abierta en carne viva que chorreaba sangre con cada nueva carga.
No ponga esa cara —había dicho el barón Raccuglia cuando Lemonnier, al ver por primera vez la escena, se había mostrado desconcertado—. Ellos no se impresionan por tan poca sangre, ¿sabe? Es más, están contentos.
—¿Contentos?
—Claro. Porque significa que tienen trabajo. Cuando están en paro suelen decir: se me curó la llaga.
—Comprendo.
—Y luego no hay ningún peligro, ¿sabe? El azufre y el agua de mar: dos desinfectantes sin parangón.
Y junto a los hombres de mar, los estibadores, eran incontables los carreteros, o mejor los conductores de carros, porque caballo y carro no les pertenecían, idiotizados por el recorrido siempre igual del depósito de azufre a la playa y de la playa al depósito, y cuantas más carreras hacías más ganabas, pero atención a no estropear el caballo, a no romper una rueda, entonces te jugabas dos o tres semanas de una paga ya reducida al hueso por el porcentaje debido al dueño del caballo y el carro; eran incontables los picadores de las canteras y los mineros de azufre o de sal, a los que les lagrimeaban los ojos cuando volvían a ver el sol y por la noche la tos los martirizaba, con los pulmones hechos más polvo y piedra que carne; eran incontables los pescadores de las balandras que después de una jornada de mar embravecido en la cual se habían jugado la vida, se llevaban a casa medio quintal de salmonetes que debía saciar el hambre de diez personas («morralla, porque esa gente miserable no pesca para sí», había escrito aún el profesor Marullo). Pero dado que se había hecho la hora de comer, también ellos, los que no contaban, estaban comiendo. Pero lo hacían con fantasía, porque era como para tomárselo a broma, es decir, había que convencerse de que la gran horma de pan de trigo de un quintal apenas bastaba para el condumio, que no iba más allá de una sardina salada, un huevo duro o un puñado de olivas. Entonces se hacía colgar de la punta de una caña la sardina pelada y se daba un mordisco al pan y una lamida a la sardina, una sola pasada de lengua por la piel: los dientes sobre la sardina comenzaban a emplearse hacia el final, cuando la relación entre el pan y el condumio se había vuelto razonable. O bien se introducía en la boca el huevo duro, que debía estar bien duro, y se lo mantenía un rato entre la lengua y el paladar y luego siempre entero se lo sacaba fuera y con ese sabor uno podía comerse quizá media horma, y en caso de necesidad el huevo aún estaba bueno para el día siguiente. Los más afortunados, aquellos a los que el trabajo daba derecho por tradición al companaje, el condumio a cargo del patrón, comían caponatina, una ensalada de alcaparras, salsa, apios y berenjenas anegada en vinagre, y se sentían mejor que un rey. Porque era martes, 18 de septiembre, y los martes las familias no comían cocido: el horno de casa sólo se encendía los jueves y los domingos, cuando se echaba la pasta. Comían, y hablaban de los hechos que estaban sucediendo en el pueblo y de los que de algún modo les había llegado el eco: «donde manda capitán no manda marinero», y ellos siempre harían el trabajo más duro, no tenían ninguna esperanza de que se modificara su situación, por más que algún loco fuera diciendo con la boca pequeña que con los Fascios las cosas cambiarían; «es historia y será historia»: si ellos no entraban en el horizonte del barón Raccuglia, ni que decir que el barón Raccuglia no entraba en el suyo; «el hueso de la fruta salta y va a parar al culo del hortelano», decía el proverbio, y los hortelanos eran ellos.
Por ejemplo, a Garibaldi, que también había venido, treinta años antes, a contar trolas, se lo habían cantado con todas las letras:
Querernos a Garibaldi
con un pacto: ¡sin leva!
¡Porque si impone la leva
cambiamos de bandera!
¿Y cómo había terminado todo? Habían tenido que partir para la leva y no se había podido cambiar de bandera.
En la mina Trasatta, que estaba en el origen del odio eterno de don Ciccio Lo Cascio por don Totò Barbabianca, Paolino Praticò, que había terminado de comer antes que los demás su panecillo acompañado por siete olivas, se apoyó con los hombros en un relieve del terreno y soltó su habitual cancioncilla:
Trabajo de la mañana a la noche,
estoy peor que un perro encadenado.
Y en torno a él los picadores, los excavadores, los chiquillos, estaban con la cabeza metida en su pan.
«Día negro, día amargo», pensó doña Matilde Barbabianca aún sentada en la cabecera de la mesa. No tenía ánimos para levantarse, aunque en el comedor no había nadie: Helke, después de haber picoteado dos hojas de lechuga y un poco de queso, como era su costumbre, se había ido a la carrera al desván para dar su clase a Totuzzo; la otra nuera, Marietta, no había probado bocado diciendo que quería esperar a su marido, Nenè, pero cuando éste había llegado empapado de sudor, con la mirada de un perro apaleado, había corrido a encerrarse en su habitación, en vez de sentarse a la mesa. Y entonces Marietta había ido a la cocina a echar una mano a la criada. De Stefanuzzo ni la sombra, se tardaba en terminar quince misterios de rosario y luego era capaz de persuadirse de que debía recomenzar desde el principio, la historia que estaba sucediendo parecía grave de verdad y no tanto porque Stefanuzzo y Nenè semejaban dos ratones escondidos en su guarida después de haber visto al gato, sino porque ya estaba claro que Totò aquel día no vendría a almorzar. En cincuenta años de matrimonio, con la excepción de las veces que se había encontrado fuera de Vigàta, su marido jamás había faltado a la hora de comer. Doña Matilde nunca había sido una mojigata, ni de joven ni de vieja, pero ahora casi se angustió: susurrar un buen avemaría en este momento quizá sirviera de consuelo, porque en los milagros verdaderamente no creía. Y fue mientras en la cabeza le surgía un pensamiento sin ninguna consideración (total Stefanuzzo reza por todos, él solo basta y sobra) cuando sintió un ligero cosquilleo detrás del cuello, corno si se hubiera posado una mosca. Se volvió. A sus espaldas, apoyado en el aparador, estaba mirándola Tano Sciarretta, pero en cuanto vio que doña Matilde se había vuelto, empezó a disimular contando cuántos pelos tenía en una mano.
Mozo de almacén, desde la noche de los tiempos siempre al lado de don Totò, Tano, llamado «la tumba» porque era mucho si en un día decía diez palabras, había sido promovido a mayordomo en cuanto había comprado el palacio Cava-torta: pero más que mayordomo, Tano era una especie de hombre de confianza, a un tiempo testigo y partícipe en primera persona de cualquier hecho, grande o pequeño, de la casa Barbabianca. En su juventud había sido un pedazo de hombre de dos metros de altura, y aunque la edad le había encorvado las espaldas Tano podía seguir mirando a todos desde arriba: aumentada su mudez con el paso de los años —el esfuerzo que hacía para poner una palabra tras otra le retorcía la boca, le hinchaba las arrugas en torno a los ojos—, una vez encanecidos sus cabellos, se había medio convertido en un oráculo, uno al que se podía recurrir en caso de necesidad. Comprendiendo que Tano no había entrado por casualidad en el comedor, doña Matilde hizo aquello que el sirviente con seguridad quería que hiciera. Habló.
—¿Qué hago, Tano, lo espero?
—No señor.
—¿Por qué?
—Porque es una pérdida de tiempo. Por tanto el asunto, ahora tenía la seguridad, era algo gordo.
—¿Entonces tú dices que ya no viene a comer?
—No señor.
—Llévasela tú, la comida, te pongo un poco de carne en un plato.
—No señor.
—¿No se la quieres llevar?
—No señor —y después de una pausa, para disculparse—: es capaz de tirarme el plato en la cara con toda la carne.
—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Se puede saber?
—Yo no sé nada.
Silencio. Pero doña Matilde era un perro de raza, cuando mordía era difícil que soltase.
—¿Voy al despacho, entonces?
Tano levantó de pronto la cabeza, le lanzó una mirada que parecía una cuchillada y bajó los ojos. Dudando de si aquel gesto era un sí o un no, doña Matilde se puso autoritaria.
—¿Eh? ¿Voy…? —preguntó otra vez cambiando la voz.
—Como quiera la patrona.
Había sido un error, en seguida Tano había pasado de oráculo a siervo obediente, el que se lava las manos, hace lo que se le ordena y punto en boca. Doña Matilde retomó el tono de antes.
—Pero tú, Tano, ¿tú qué dices?
—Yo digo que es mejor. Vaya, pero es inútil que le lleve comida.
—Y entonces ¿por qué debo ir?
—Porque es mejor.
Ante estas palabras doña Matilde sintió que el corazón se le detenía un instante, ella que no sudaba nunca advirtió claramente que las gotas le afloraban y bajaban de la frente hasta los lados de la boca. Por tanto, Tano quería que ella en aquel momento estuviera junto a Totò: pero ¿con qué fin? ¿Para confortarlo? ¿Para que no hiciera alguna tontería? Se levantó apoyándose con las dos manos en la mesa, pero trastabilló un poco. Con un salto Tano se puso a su lado, listo para sostenerla. Se miraron a los ojos.
—No puedo ir, Tano —espetó en voz baja doña Matilde—. ¿Y si me ven? No podemos ser el hazmerreír de todo el pueblo…
Desaparecido el sol a causa de las cargadas nubes de agua que se acercaban desde poniente, Blasco Moriones sintió que podía al fin respirar después de tres horas de carrera a rienda suelta, y el nudo que tenía en la garganta se desató de golpe, hasta el punto de permitirle detener la mula y contemplar, desde lo alto de la colina del Uomo Morto, el panorama blanco y rojo de las casas y los tejados de Vigàta. Miró la mar gruesa: grandes olas golpeaban en la playa una tras otra, se estrellaban en altísimas salpicaduras contra el rompeolas del puerto. Pero por dentro se sentía aún vacío, la carrera no había conseguido calmarlo por completo, hacerle recuperar ese equilibrio que desde siempre era su verdadera fuerza. Se había puesto en camino hacia Fela lleno de esperanza, un exceso de esperanza que lo hacía estar seguro de que tampoco esta vez los hermanos Munda le habrían fallado, había partido con la certeza de poder presentarse otra vez ante don Totò diciéndole que estaba todo arreglado, que antes de la noche los cinco mil quintales de azufre prestados por los hermanos Munda llegarían a Vigàta, de cualquier manera, por ferrocarril, por carro, incluso al hombro si era necesario. Nunca había querido preguntarse, como todos hacían, por qué los Munda habían estado siempre a las órdenes de don Totò. Una vez, a hurtadillas, había oído una historia complicada. Parece que don Gerlando Munda, padre de los dos hermanos, incluso de viejo había sido un mujeriego, gustándole la carne fresca y tierna: pero un día, en un pajar, la hija de Peppe Indelicato no había querido prestarse a los deseos de don Gerlando, llamado «el griego», por ser proclive al desenfreno que, se decía, es típico de los griegos. Basta, una palabra lleva a la otra, el hecho es que don Gerlando en un momento dado había perdido la cabeza y se había encontrado con una muerta entre los pies. Por casualidad, en aquel momento don Totò Barbabianca estaba pasando muy cerca del pajar y, sin pestañear, se había ocupado de todo, incluido un foso de tres metros para meter a la muerta, dado que don Gerlando se había quedado atónito sin saber qué hacer. En efecto, era verdad que la hija de Peppe Indelicato un buen día había desaparecido como si nunca hubiera nacido; era verdad que Peppe Indelicato había podido comprar por cuatro cuartos un olivar que pertenecía a don Gerlando Munda y se había hecho rico; era muy cierto que don Gerlando y don Totò, que antes casi ni se saludaban, de un día para otro se habían transformado en carne y uña; también era muy cierto que don Gerlando, a las puertas de la muerte, había dicho a sus hijos: «Atentos a don Totò».
Y los malpensados hacían verdaderas cábalas con esa expresión, pasaban horas enteras, como moscas sobre la mierda, discutiendo si el «atentos» debía interpretarse como «cuidad de» o bien, según el parecer de la mayoría, «guardaos de».
Desde hacía veinte años pegado corno una sanguijuela a las venturas y desventuras, hasta ahora todas momentáneas, de don Totò, Blasco Morimes sabía que el «no» de los hermanos Munda esta vez significaba de verdad el fin, la ruina segura. En el almacén de Fela había insistido, se había obstinado más allá de su deber, emperrándose en explicar la conjura hecha en Vigàta en perjuicio de don Totò, pero se había encontrado delante de un muro. Luego, en medio de la discusión, se había sentido muy cansado, había entendido que con aquellos dos abría la boca sólo para hacer viento, ni derramando sangre conseguiría llevarse un gramo de azufre: con seguridad don Ciccio Lo Cascio, que se las sabía todas, primero se había cubierto las espaldas en Fela y había sabido encontrar una palanca más fuerte que don Totò para poner de su parte a los hermanos Munda.
—Entiendo y aprecio su devoción por don Totò —había dicho Mario Munda sin mirarlo a los ojos, y esto, si hacía falta una señal, era una señal—. Pero también debe entendernos a nosotros. A don Totò, si nos lo pide, le daríamos la vida, pero no azufre, hoy por hoy no tenemos. ¿Quiere dinero? ¿Quiere nuestros almacenes? Los puede coger, son suyos. Pero azufre no tenemos, y tampoco sabemos dónde encontrarlo.
—Usted lo quiere como a un padre —había reforzado Fofò Munda, y él ante estas palabras no había podido contenerse de dar un paso hacia delante: si no fuese por la carrera de Vigàta a Fela, y el miedo, y los nervios, y la prisa, la frase de Fofò Munda le habría entrado por un oído y le habría salido por el otro. Pero que le dijeran ahora a la cara, al fin, lo que desde hacía años se contaba en voz baja en el pueblo y fuera del pueblo, que su padre era un cornudo consintiente y que su madre había sido la puta de don Totò, de otro modo no se explicaba por qué Barbabianca, hombre que no era aficionado a nadie, siempre lo había querido, hasta el punto de pagarle los estudios y de tomarlo en el almacén tratándolo igual que a sus hijos, incluso haciéndole hacer los trajes por su mismo sastre. Pero Fofo Munda, ante aquel paso hacia delante, había advertido la amenaza y había retrocedido como el caracol, que encoge los cuernos en cuanto encuentra un obstáculo, murmurando sólo confusas palabras de pesar por no estar en condiciones de poder ayudar a don Totò.
Otra vez sobre la mula, con Vigàta a sus pies, a casi una hora de distancia de camino, Moriones se dio cuenta de que, en el momento de llevarle la mala nueva a don Totò, no le fallaba el valor sino el corazón: por lo demás, sabía que entre él y su patrón no se necesitaba ni una palabra, bastaba una sola mirada para contárselo todo con pelos y señales. Estaba vacío. Bajó despacio de la mula, un poco aturdido, volviendo la mirada en torno como si no reconociese el sitio en que se encontraba, y es preciso decir que había pasado y vuelto a pasar por allí un millón de veces, y se sentó con los hombros contra un almendro. Cerca de su mano derecha había una mata de acederilla: perdido en aquella especie de ligero vértigo arrancó un manojo y se lo llevó a la boca. Siempre le había gustado el sabor de la acederilla, agrio en el punto justo, y refrescante. Tenía el corazón de plomo, sin embargo con aquel sabor en la boca en seguida le vinieron ganas de correr, de revolcarse en la hierba; el vacío de antes ahora se iba llenando poco a poco de inoportuna alegría. Y lo primero que le vino a la cabeza fue una idea alevosa: quizá también él, sin saberlo, estaba contento por el próximo fin de don Totò. ¿Por qué, si de aquel hombre no había recibido más que bienes? Apenas se había planteado la pregunta cuando detrás de ella se introdujo un abrasador relámpago de certidumbre que explicaba la alegría mejor que cualquier otro largo razonamiento, si de veras alguna vez la sangre se rebela contra la propia sangre, sin otra razón, es porque el hombre es hombre, y el odio más fuerte y escondido nace entre hermano y hermano, entre padre e hijo. Fue un relámpago que se apresuró a olvidar cerrando un momento los ojos y volviendo a abrirlos para mirar largamente el cielo que ahora se oscurecía por todas partes. Luego echó un profundo suspiro y amagó llevar la mano al chaleco donde tenía la pipa. Pero en medio del gesto el brazo se le quedó paralizado: donde el gris del cielo se confundía con el gris del mar, alto corno si el mal tiempo no lo tocara, un hilo de humo negro de pez partía en dos el horizonte.
—Gridu di malu tempu tra li gula… —comenzó, en siciliano, Simone Curtò di Baucina mientras un golpe de viento más fuerte que los demás hacía temblar las vidrieras del salón.
—¿Perdón? —espetó Lemonnier.
—Grito de mal tiempo entre los golfos —tradujo con cortesía el marqués, y continuó—: ¿Usted conoce a Meli, nuestro poeta nacional? Ah, ya, disculpe, usted no entiende el siciliano. Es el primer verso de un carmen fúnebre que escribió Meli por la muerte de un célebre cura, Francesco Carì, que enseñaba teología dogmática en Palermo y quizá por eso no escatimó sonetos y epigramas para reprender a frailes y curas como él.
—Es curioso —comentó Lemonnier.
—¿Por qué es tan curioso? Mire al padre Imbornone: ¿no le parece que Francesco Carì habría podido escribir un tomo entero?
—¿Por qué me miran? ¿Están hablando de mí? —preguntó el padre Imbornone levantándose de un profundo diván y acercándose a los dos con el sorbete en una mano y el cigarro en la otra.
—Nunca se sabe —dijo el marqués—. Estaba hablándole aquí, al amigo Lemonnier, de la poesía del abad Meli por Francesco Carì…
—Gran hombre —interrumpió el padre Imbornone.
—¿Quién, Meli o Carì?
—Caìi. Meli nunca ha acabado de convencerme.
—… y me preguntaba si también usted, padre Imbornone, después de su muerte, dentro de mil años, encontraría un poeta digno, que pueda estar a su altura.
—Desde luego no será nuestro paisano Filippo Ingrassia —rió el padre Imbornone, que no había captado la broma: el exquisito cigarro del marqués lo hacía tolerante—. Ingrassia no tiene fantasía, perdónenme la rima, mi poesía podría dictársela yo mismo, así, con dos pies: Ha muerto el padre Imbornone / cura, ladrón y embrollón.
—Entonces para usted, si no le acaba de convencer, se necesitará verdaderamente al abad Meli —dijo el marqués.
—Eh, no, egregio amigo, tampoco él. Acaso uno como Micio Tempio: Fora di mia li trud oggetti e l’iri / amu la Paci e cantu lu Piaciri.
—Lejos de mí los objetivos torvos y las iras
—empezó a traducir el marqués. Pero Lemonnier continuó: —Amo la paz y canto al placer.
—¡Muy bien! —dijo el marqués. Y luego, nuevamente hacia el padre Imbornone—: Eh, sí. Me había olvidado. Usted siempre ha sido un estudioso de la Gramática Parda, como el padre Siccia.
—¡No tengo los gustos del padre Siccia y en el pueblo todos lo saben y se lo pueden demostrar! —espetó el padre Imbornone comenzando a enfadarse y oscureciéndosele la cara.
—Pero ¿quién es este reverendo Siccia? —preguntó Lemonnier un poco porque desde hacía algunos minutos ya no entendía nada y un poco porque había descubierto que sus intervenciones servían para echar agua sobre el fuego que siempre estaba pronto a estallar entre el marqués y el padre Imbornone.
Los dos lo miraron durante un momento, desconcertados, luego empezaron a partirse de risa: el padre Imbornone, ordinario como siempre, después de haber golpeado dos o tres veces con el pie en el suelo repitiendo: «¡Reverendo! ¡Reverendo!», debía correr a posar el sorbete sobre una mesita, porque el humo se le había atravesado.
—¡Pero qué reverendo! Es un personaje, cómo decirle, poético, de Miccio Tempio —explicó el marqués, que se había recuperado antes, también porque había visto que ante su reacción a Lemonnier se le había caído el alma al suelo—. Es un cura que tiene la costumbre de practicar la sodomía con sus estudiantes.
—Por Sodoma abrasada / fue sodomía llamada / pero ¿por qué es pecado / aún no lo entiendo…? —canturreó el padre Imbornone secándose las lágrimas, con el cuerpo sacudido por los estremecimientos.
Y en seguida se perdieron en un mar de citas de las cuales sólo a ratos Lemonnier comprendía el significado inequívocamente obsceno. Al amanecer, antes de dejar el círculo, el marqués los había invitado, a él y al padre Imbornone, a su casa de campo cerca de la colina del Uomo Morto.
—¿Estuvo alguna vez?
No.
—Verá, querido ingeniero, qué maravilloso panorama.
Había ido, y el «bocado» prometido se había transformado en un almuerzo de siete platos, sólo para los huéspedes; para sí el marqués había querido el habitual puré de verdura y el habitual vaso de leche.
Y ahora, sentado cerca de la gran chimenea encendida mientras fuera se estaba preparando un temporal, combatiendo contra la agradable somnolencia de la digestión, Lemonnier se relajó, bajando por un momento la guardia: siempre, entre los sicilianos, estaba obligado a estar en tensión para descubrir lo no dicho, la referencia, el sobrentendido que era el verdadero discurso que comprender, mientras que aquello que aparecía como el explícito discurso principal no era más que una tapadera, humo en los ojos. Aquí y ahora, en cambio, la invitación que había recibido se había demostrado una invitación y basta, un sereno y agradable encuentro entre amigos para degustar buena comida y discurrir sobre aquello que les venía a la cabeza. Después de todo, estos sicilianos no eran tan malos como querían aparentar, si algunas horas antes parecían unos caníbales que bailaban en torno al cadáver del enemigo y disfrutaban sin consideración de la desventura de Barbabianca y ahora en cambio de Barbabianca, o de Romeres, corno se llamaba, se habían olvidado del todo, estaban hablando de poesía, estaban riendo de un doble sentido, qué va doble, el sentido era sólo uno y clarísimo, siempre listos para encolerizarse o para abrazarse, así, ante una ráfaga de viento. Infantiles, más bien, nada que ver con el tronco del que había hablado desatinadamente su coterráneo el general Boglione: si eran malos, se trataba de esa pillería momentánea y superficial propia de los niños. Cerró los ojos y estiró las piernas, mientras aquella tregua le estampaba en la cara una beata sonrisa. Pero tuvo que abrirlos en seguida, ante la voz de Bastiano, el criado del marqués, que había aparecido en la puerta principal del salón.
—Si Su Excelencia me hace el favor, desde la torrecilla comienza a verse el humo.
—¿Qué humo? —no pudo contenerse de preguntar a Bastiano.
—El humo del vapor ruso, ¿no? ¡Hace dos horas que estamos esperándolo! —respondió Bastiano.
Como un pájaro herido a traición durante un soberbio vuelo, Lemonnier cayó amargamente al suelo. Ahora se explicaba todo, la invitación que parecía tan inocente, tenía, en cambio, un significado preciso: la ceremonia canibalesca en torno a Barbabianca continuaba implacablemente sin una digresión, una incertidumbre, y todos aquellos discursos que se habían hecho, aquel hablar de poesía, aquel agradable estar eran un modo como cualquier otro de ocupar el tiempo necesario para que se verificara el acontecimiento esperado y llegase a su completa maduración. Sintió que tenía la boca pastosa.
Ante las palabras de Bastiano, el padre Imbornone y el marqués se habían interrumpido de repente.
—¿Viene, ingeniero? —preguntó Simone Curtò di Baucina con una cordial sonrisa.
Se pusieron en movimiento, atravesaron el despacho del marqués y comenzaron a subir por la escalera de caracol que llevaba a la torrecilla, delante el dueño de la casa abriendo camino, detrás el padre Imbornone, que cada vez que levantaba un pie resoplaba como un fuelle, y por último Lemonnier. A mitad de la escalera, jadeando como si estuviera en la fragua de un herrero, el padre Imbornone se detuvo apoyándose en el muro y sosteniéndose en el pasamanos.
—Estoy recordando —dijo—, otra poesía de Micio. Y me viene a la cabeza un poco por la subida que estamos haciendo y un poco por la situación en que se encuentra Totò Romeres.
—¿La del asno y el león! —espetó, rápido, el marqués.
—Veo que usted me entiende al vuelo.
—Es una poesía —explicó el marqués en beneficio de Lemonnier— que habla de un pacto entre un asno y un león que deben hacer juntos un tramo de camino a pie y, para ahorrar esfuerzo, deciden actuar así: el primer trecho lo hace el león a la grupa del asno, y el segundo al revés. Pero el primer trecho es todo de subida y el león, para no caer hacia atrás, comienza a hundir las garras en la carne del asno. El asno se queja, pierde sangre y siente dolor, pero no puede hacer nada, los pactos son pactos y, para sujetarse bien en la grupa, el león no puede comportarse de otra manera, no es que ponga mala voluntad. Luego llega el segundo tramo de camino, y el asno monta sobre el león. Pero esta vez el terreno es de fuerte bajada, y el asno corre el riesgo de romperse el cuello deslizándose hacia delante. Al no tener garras como el león, sino sólo cascos sin agarre, el asno no tiene más que un recurso…
Y aquí se detuvo, pasando con una mirada la pelota al padre Imbornone.
—… desplegar el así llamado quinto pie, que en el hombre, como usted sabe, es el tercero —continuó el padre Imbornone feliz como unas pascuas—, y meterlo con un golpe solo y seguro en el agujero justo, sin pararse a oír los gritos del león, y anclarse sólidamente.
—He aquí: nuestro Romeres, hoy por hoy, es igual a ese pobre león en bajada, después de haber hecho, durante tantos años, como el león en subida —concluyó el marqués.
Se rieron, incluso Lemonnier, y retomaron las escaleras.
«Madre santa —dijo para sus adentros Nino—. ¿Cómo es que no lo había visto antes?»
Se había resguardado al fondo de la terraza, bajo una pérgola que el viento se estaba llevando a trozos, y de pronto no sólo se le había aparecido delante el humo, sino todo el vapor, tan cerca dentro de la lente del catalejo que por momentos se veían los pelos de la nariz de los que iban a bordo. Don Angelino Villasevaglios estaba inmóvil en su silla en medio de la terraza, con la cabeza metida en el pecho, el sombrero encajado sobre las orejas para que las ráfagas no se lo hicieran volar y parecía un muñeco de trapo de esos que se ponen en medio del trigo para espantar a los pájaros. Nino tuvo la impresión de que había sido presa de un sueño plomizo. Se movió despacio desde la pérgola al muro, debatiéndose entre la orden que había recibido de señalar el humo apenas estuviera a la vista y la tentación de dejar dormir a su patrón, quizá así se calmaba un poco, porque desde la mañana estaba insoportable. Por otra parte, si le decía en seguida que el vapor estaba llegando, se acababa el fastidio y podían bajar a la casa, a cubierto, alejándose de aquel viento terrible que lo estaba aturdiendo. Apenas había apartado el ojo del catalejo, cuando tuvo un susto de muerte: cinco dedos salidos de la nada le aferraron el hombro con tanta fuerza que por un momento le parecieron los dientes de un animal.
—¿Hay humo? ¿Eh? ¿Hay humo?
Con la cara gris, don Angelino había llegado a su lado y lo magreaba mientras aún no conseguía entender cómo había hecho el viejo para levantarse y moverse con tanta seguridad.
—Sí, señor. Se ve también el vapor.
Dame el catalejo, rápido.
Completamente contra las cuerdas, Nino se lo dio.
—Ponte detrás de mí.
Nino se puso a sus espaldas, sin articular palabra. Sentía que don Angelino temblaba como por un ataque de malaria, mientras llevaba el ojo al catalejo.
—Apúntalo hacia el humo.
Cogiendo a don Angelino por los hombros, Nino orientó a su patrón hacia el vapor.
«Se está volviendo loco —pensaba entretanto—, ¡hace cien años que es ciego! ¿Qué hace, se ha olvidado?»
Y la confirmación de que don Angelino se había vuelto loco la tuvo un instante después, cuando lo oyó decir con toda claridad, mientras los estremecimientos ahora lo sacudían a simple vista y ya no se entendía si era el viento o la fiebre lo que lo hacía oscilar:
—¡Lo veo, Nino! ¡Estoy viendo el humo!
Luego don Angelino se puso a reír.
Nino estaba destinado a vivir otros veinte años; había visto muchas historias y vería muchas más: pero aquellos momentos —clavados para siempre en su memoria— permanecerían sin comparación, y a través de su relato, siempre igual, sin variaciones, entrarían en la leyenda del pueblo. La carcajada, pues, que «parecía hecha golpeando dos latas vacías de sardinas», y el catalejo que se le cae de las manos y se rompe contra el tejado de la casa de abajo, y don Angelino que se dobla como si tuviera dolor de estómago y se apoya en el murete con toda la fuerza que le queda, y el viento que finalmente consigue quitarle el sombrero, y la voz alegre —sí, alegre, como si fuera algo divertido— que dice a Nino, petrificado:
—Ayúdame, Nino, ¿no ves que me estoy muriendo?
—¡Se ve el humo!
Desde la calle el bramido de un chico que, mientras corría, gritaba la noticia a un compañero rebotó contra las persianas de la habitación donde Gaetano, llamado Stefano, se hundía en plegarias cada vez más afanosas. Pero no tan profundas como para no recibir aquel bramido como un auténtico latigazo en medio de los omóplatos. Con un movimiento instintivo de defensa, encajó aún más el cuello entre los hombros mientras las palabras del padrenuestro que estaba diciendo se le descomponían en sílabas sin significado. Luego, de pronto, levantó la cabeza, poseído. Con seguridad, por mérito de san Calógero, a quien estaba dirigida particularmente su plegaria en aquel momento, la impresión causada por aquellas palabras llegadas de la calle se estaba transformando en una imagen precisa, en una sugerencia segura. Para confirmarlo, sus ojos corrieron hacia la pared de la derecha donde, a la altura del sexto cajón de la cómoda, estaba colgada la estampa del beato Pasquale Capizzi, eremita, ocupado en fustigarse con una rama de olivo y con la mirada anhelosa vuelta hacia una densa zarza en la cual solía zambullirse como gloriosa conclusión de la penitencia. Abajo, en las cocheras, había azotes y látigos en abundancia, pero no estaba dispuesto a bajar hasta la planta baja, a riesgo de encontrarse con los criados o con alguien de la casa que lo harían hablar: si abría la boca, sólo sería para decir plegarias. Ahora de pie, en el centro de la habitación, miró con furia a su alrededor, presa de un enorme frenesí de hacer en seguida aquello que milagrosamente se le había sugerido hacer, pero no vio nada que pudiera servir para su objetivo. De repente le vino a la cabeza que en el desván estaban los viejos látigos hechos de caña y cuerdas entrelazadas. Tener el pensamiento y encontrarse subiendo de dos en dos los peldaños que llevaban al desván fue todo uno y ni siquiera giró la llave para entrar, desde siempre sabía que bastaba una patada para que la portezuela se abriera de par en par. Desde el umbral atinó en seguida el rincón del fondo en el que estaban apoyados dos o tres látigos con las cuerdas de colores, los que se usaban cuando el caballo y el carro eran adornados con paramentos de fiesta. Y en el mismo momento, mientras tendía los brazos hacia ellos, con el rabillo del ojo izquierdo registró junto a la ventana un rápido y violento movimiento que llevó a un desdoblamiento de siluetas a contraluz.
«Mi mujer y el mudo. Es martes, día de clase», pensó mientras cogía un látigo, y casi le dieron ganas de besarlo pero se contuvo considerando que aquéllos lo estaban mirando. Mientras volvía atrás a la carrera, registró, esta vez con el rabillo del ojo derecho, la cara espantada de Helke que estaba pegada a la pared con los brazos abiertos como una de esas mariposas que se clavan con un alfiler, y la cara enrojecida del mudo que se mantenía encorvado, como un mono, oscilando adelante y atrás, con las manos cubriéndose las vergüenzas como si temiera que le empezaran a dar puntapiés en aquel sitio. No cerró la portezuela porque ya dentro del desván estaba quitándose la chaqueta, la camisa la dejó caer mientras desandaba las escaleras, la camiseta —de las gruesas incluso en verano, dado que era enfermizo—se la quitó justo delante de la puerta de su habitación. Una vez dentro de la cual por fin volvió a ponerse de rodillas y comenzó a darse violentos azotes. Uno, dos, tres, cada vez más fuertes y cada vez más rápidos, cuando se le había cogido la mano resultaba más fácil, el látigo no se enredaba aquí y allá al azar, sino que iba al punto exacto, y el dolor se hacía tan largo y constante que casi no se sentía. Continuó tercamente, mientras de la boca le salía un quejido apagado, hasta que se encontró tendido en el suelo y, a causa de las lágrimas, ni siquiera veía las llamitas de las candilejas.
—Hazme, Virgen santa, esta gracia —suplicó desde lo más profundo de su dolor antes de abandonarse, extenuado. Fue entonces cuando, fastidiosa y absurda, en aquel instante y en aquella situación, le volvió a la cabeza, con toda precisión, la escena del desván.
En la galería del faro el olor del acetileno apestaba. El capitán Caci, el práctico, apartó la mano del catalejo, se refregó el ojo con un dedo y no dijo ni mu.
—¿Y entonces? —preguntó Michele Carrubba, el farero.
—En mi opinión, ésos las pasarán canutas —sentenció el capitán Caci.
—¿Qué hará? ¿No es mejor que salga?
—¿Yo?
—¿Y quién, si no? ¿No es el práctico?
—¿El práctico? Claro. Pero no tonto. No han puesto la señal.
Michele Carrubba se inclinó para mirar por el catalejo.
—Mira, mira —espetó el capitán Caci—. ¿Qué quieres decir, que ya no tengo buena vista?
—No hay señal —dijo Michele Carrubba—, de acuerdo, pero eso quizá significa…
Significa una sola cosa —cortó el capitán Caci—, que no quieren al práctico. Si se consideran tan listos como para poder hacerlo solos, que se jodan.
—Pero quizá ésos no entienden un coño —insistió el farero—. ¿Qué saben de las profundidades de aquí? Creen que pueden estar tranquilos y de repente se encuentran con el agua al cuello.
—¿Y por eso, en tu opinión, yo debería llamar a mis hombres, ponerlos en la barca con este tiempo, hacerlos vomitar sangre con los remos, subir al vapor de esos rusos del carajo y llevarlos sanos y salvos al puerto? ¿Y si cuando están a cubierto, atracados, me dicen adiós muy buenas?
—Si son gente de mar…
—Gente de mar, no te fíes —espetó el capitán Caci.
Michele Carrubba no se atrevió a proseguir la conversación. El capitán Caci era una excelente persona, pero tenía la cabeza más dura que una piedra ferruginosa, como buen calabrés, ni los cabestrantes lo movían de una decisión tomada. Una vez había sido capaz de estar tres días y tres noches sobre una rama de árbol donde estaba cogiendo acerolas sólo porque su mujer le había dado prisas para que bajase.
Si ésos no ponen antes la señal de llamada del práctico, yo no me muevo —dijo el capitán Caci rompiendo un silencio que bien o mal le pesaba—. El año pasado, con una nave inglesa, me tomaron el pelo. El tiempo estaba revuelto como ahora, y fui a su encuentro, de todo corazón, la llevé al puerto y en conclusión no me quisieron dar ni una lira porque dijeron que había actuado por mi cuenta. Y a los hombres tuve que pagarles yo. La señal es un contrato: me llaman, voy y pagan.
—¿Y entonces? —volvió a preguntar Michele Carrubba.
—Y entonces nada. Lo decía para explicarte. Tú tienes encendido el faro, yo estoy aquí a su disposición, la barca y los hombres están listos en la orilla, tenemos la conciencia tranquila. Si ésos quieren romperse los cuernos para ahorrarse una miseria, ¿es culpa nuestra?
—El catalejo es mío y me lo quedo. Usted puede ver perfectamente el humo a simple vista —espetó Michele Navarrìa, que cuanto más se acercaba el vapor más parecía picado por las avispas. Habría debido estar tan contento como los demás colegas, pero era así, no había nada que hacerle, y luego aquéllos, con la excusa de que el paseo les había dado hambre y sed, le estaban comiendo media casa. Pero la culpa era suya, porque por la mañana, antes de dejar el almacén de Ciccio Lo Cascio, había dicho, vuelto hacia todos y hacia nadie:
—Hoy, después de comer, me voy a Durrueli.
Y los almaceneros lo habían tomado por una invitación y se habían presentado, quién en calesa, quién a pie, quién a caballo, en su casa de campo de Durrueli, un sitio elevado encima de Vigàta, desde donde se podría disfrutar de la llegada del vapor como en un teatro. Pero hoy por hoy, don Michele Navarrìa la tenía tomada en particular con Pasqualino Patti quien, mientras todos los demás estaban charlando y zampándose su vino, daba vueltas a su alrededor para que le prestara el catalejo porque, al ser corto de vista, aún no había conseguido ni entreverlo.
—¿No ve el humo? Allí, a la derecha del escollo de Zito y Zita.
—No lo veo. Présteme el catalejo. ¿Tiene miedo de que me lo coma? —preguntó Pasqualino Patti.
—Usted es capaz de comerse hasta las piedras, imaginémonos un catalejo —respondió Michele Navarrìa, echándole en cara la horma entera de pan y los trescientos gramos de jamón que le había liquidado en inedia hora como si tuviera un hambre atrasada de un mes.
—¡El humo! ¡El humo! ¡El humo!
Variando de tono, timbre y altura como unos fuegos artificiales que se alzaban en el aire la palabra rebotó de tejado en tejado, de ventana en ventana siguiendo una trama de ensamblajes, simpatías, antipatías, odios feroces e iguales amores, ora ayudada ora obstaculizada por el viento, y luego en arroyuelos, en torrentes, en cascadas se precipitó hacia las plantas bajas y los cuchitriles, donde quienes por clase o patrimonio no estaban destinados a poseer terrazas o balcones altos se confiaban al buen corazón de los afortunados para tener noticias cada vez más detalladas sobre el color, espesor, distancia y densidad del penacho.
Vito Cusumano se olvidó de ponerse la chaqueta para correr a asomarse, él que estaba siempre de punta en blanco y ni muerto se habría dejado ver con un cabello fuera de sitio;
Tano Musumeci acortó en una hora las dos horas de siesta que siempre hacía después de comer y hay que decir que las tres sacudidas del terremoto de 1880 no le habían estropeado la dormida;
Pino Macaluso, dando voces de que ni que se lo ordenaran todos los médicos de la creación habría permanecido acostado, pretendía que su mujer lo ayudara a levantarse de aquella cama en la cual penaba desde hacía diez años;
Melo Tringali dejó a medias al barbero que venía a atenderlo a casa cada quince días, y fue un asunto memorable, porque el corte de pelo era para Melo una ceremonia precisa, escandida como la santa misa, que debía hacerse en absoluto silencio y sin la más mínima molestia, hasta el punto de que su hijo Pino dos años antes había entrado incautamente en la habitación para anunciarle una noticia relativa a doña Rosina: «Papá, mamá acaba de morir» y había visto cómo le llegaba un sillazo en la cabeza del que aún tenía la señal.
Nunca, ni en las más revueltas y negras jornadas de invierno, cuando alguna balandra perdida sufría para encontrar el camino del puerto y ante cada ola parecía desaparecer para siempre y los nombres de aquellos que estaban en desgracia se murmuraban en voz baja corno se hace con los muertos, y las únicas autorizadas para gritar esos nombres eran las hijas, las esposas y las madres, que corriendo atravesaban las calles del pueblo derecho hacia la playa, mientras en torno a ellas cuajaba un silencio que podía cortarse con un cuchillo, en aquel silencio las mujeres, como Magdalenas, se desgarraban la pechera, se tiraban de los cabellos, nunca, sin que fuera excepción la peor jornada de luto y ruina, nunca, la vez que las barcas de Fofò Fiorentino y Ciccio Tripodi se hundieron juntas y toda Vigàta vio irse a pique a Fofò) y a Ciccio abrazados corno hermanos, ellos que se habían insultado durante toda la vida, la vez que Savaturi Burgio «el pescado», porque era de sangre fría como un pez, saludó con gestos a toda Vigàta antes de morir arrojado contra los escollos comprendiendo que no lo conseguiría, nunca, pero nunca, el mar tuvo tantos ojos vigatenses mirándolo y volviéndolo a mirar.
Al alba del 13 de julio de 1831, es decir, sesenta años atrás, el capitán Mariano Currao de Vigàta, que algún tiempo antes había encontrado un banco milagroso frente a las costas de su pueblo, en una zona comprendida entre el escollo de Zito y Zita y la punta de cabo Russello, se había dirigido con su barca de arrastre para hacer la cotidiana masacre de peces después de haber conseguido despistar, con arabescos y falsas paradas, a todos los demás jefes de barca. El secreto de aquel banco milagroso se lo había confiado sólo a Nino Trifiletti de Fela, que era su amigo del alma, compadre de sangre y hombre de confianza: decir algo a Nino era como enterrarlo. Estaba el capitán Currao subiendo a bordo la primera redada cuando Toto Ferro, el marinero que alzaba la red medio encorvado hacia el mar, empalideció, petrificado.
—Los peces están todos muertos.
Al capitán Currao le faltó tiempo, al oír aquellas palabras, para dar la orden de tomar el viento e invertir la ruta. Desde hacía algún tiempo en aquel tramo de mar sucedían cosas que no lo acababan de convencer. Una vez, desde el fondo, se había oído un ruido sordo, de trueno, que había durado una media hora y luego se había desflecado en una serie de detonaciones más fuertes pero separadas la una de la otra, como de cañonazos; otra vez el agua se había vuelto de golpe tan caliente que por momentos uno podía echar la pasta; una tercera vez habían salido a flote unas algas amarillentas que, entre los dedos, se convertían en una harina hedionda. Mientras se alejaban de la zona misteriosa, el capitán Currao vio la barca de Nino Trifiletti que se encaminaba a toda vela hacia el sitio de pesca. De pie en la proa, empezó a hacer señales. La balandra de Nino se detuvo y esperó a que la de Currao se le pusiera al lado.
—¿Qué sucede? —preguntó Trifiletti a Currao, viendo que las caras de los pescadores en la embarcación de su amigo parecían no haber disfrutado nunca del sol.
—Estamos pescando peces ya hervidos y listos para comer —respondió Currao.
Por consejo de Trifiletti, que era una persona prudente, se alejaron un poco más. Y desde la nueva posición, después de algunos minutos, oyeron primero un estruendo largo y lento, que se lo tomaba con calma, luego vieron el agua que comenzaba a hervir y mientras los cascos comenzaban a temblar como si tuvieran tercianas, una altísima columna de humo y centellas se alzó a pico, bramando de rabia y haciendo ruidos como de persona viva. Mientras el sol se ponía gris, y una ceniza espesa y densa entraba con el aliento en los pulmones, y los marineros, muertos de miedo, caían de rodillas rezando a la Virgen y a todos los santos, Currao y Trifiletti, estupefactos, se dieron cuenta de que estaban asistiendo a un fenómeno nunca visto antes: una isla volcánica nacía ante sus ojos. El mar tardó dos días en aligerarse, y durante todo el tiempo estuvo retorciéndose, ora airado y espumeante, ora tan conmovedor en su lamento continuo que daban ganas de hacerle una caricia: luego, el 15 de julio, la isla emergió por completo y el mar pareció dormirse de golpe, presa de la extenuación. De Francia se precipitaron a estudiarla los académicos Jonville y Prevost que le dieron el nombre de Julia porque había aparecido en julio; de Catania se lanzó el geólogo Gemmellaro que, al tener una cátedra en suspenso y por la cual debía decidir Su Majestad en persona, la bautizó Ferdinandea en honor de su rey; de Alemania llegó a toda prisa el profesor Hoffman que, al carecer de fantasía e intereses, no la bautizó de ninguna manera y se limitó a observarla; mientras el capitán Currao, que por su propia cuenta la había llamado Curraa, rompiendo una amistad de veinte años con el capitán Trifiletti, que se había permitido darle el nombre de Trifiletta, iba y venía de Vigàta al menos dos veces al día llevando curiosos de pago. En medio de todo este enardecimiento de fervor científico, los ingleses se limitaron a enviar al cúter Hind al mando del capitán Jenhouse, quien un buen día, tras bajar a tierra un pie tras otro, plantó la bandera británica y llamó a la isla, vete a saber por qué, Graham. La bandera inglesa complicó en seguida las cosas. Cuando se lo dijeron a Fernando de Borbón, que en aquellos días estaba de visita en Sicilia, dado que acababa de acceder al trono, la noticia no le hizo ni frío ni calor. Evidentemente recordaba la historia de su padre, que en 1801 había visto cómo el cura y astrónomo Piazzi le dedicaba un planetoide recién descubierto, calentito, y precisamente aquel mismo año se había visto obligado a firmar la ruinosa —para él— paz de Florencia; de modo que, vuelto al duque de Carcaci, Fernando I por todo comentario había citado un proverbio siciliano: «Buenos abrigos tengo en Francia y aquí me muero de frío». Pero la isla estaba mucho más cerca que la sideral «Francia» en la que se encontraba el planetoide y Fernando, hijo, pronto se persuadió de la conveniencia de enviar la corbeta-bombardera Etna para oponerse de algún modo a las miras expansionistas de los ingleses. La isla consistía, como escribió Benedetto Marzolla, empleado en la Real Oficina Topográfica, expresamente embarcado en Nápoles hacia Ferdinandea con el paquebote Francesco I, «en una llanura que se eleva apenas tres palmos sobre el nivel del mar, y que se compone de arena fina, negruzca y pesada, esparcida de pequeños fragmentos de lava, y de escorias muy fiables y ligeras. Casi en el centro de la isla surge un montículo compuesto de arena similar a la de la llanura, y de escorias friablísimas. Al oeste del monte se ve un laguito de unos 160 palmos de circunferencia, que contiene agua hirviendo sobre la cual se ve flotar humo. Toda la isla tiene un perímetro de unos 2.000 palmos, según resultó de tres mediciones hechas cuidadosamente». Y, por tanto, echadas las sumas, un pañuelo, o casi, pero suficientemente grande como para servir de refugio y de base a dos o tres naves de guerra. El comandante de la borbónica corbeta-bombardera se llamaba Pasqualino Pace y, sea para dar fe de su apellido, sea porque al ser napolitano estaba obligado a actuar corno tal, a Jenhouse, que le preguntó qué había venido a hacer a la isla, le respondió que sólo había venido para tomar los datos exactos de latitud y de longitud y luego regresar a Nápoles, donde lo esperaban su mujer e hijos. En cambio, en una noche de viento y lluvia, hizo desaparecer la bandera inglesa y la sustituyó por la borbónica. Jenhouse pareció encajar el golpe, durante tres días los marineros del Etna se dispersaron por la isla sin guardar las apariencias con conteos y mediciones hasta que al cuarto día despuntó en el horizonte la poderosa fragata inglesa Simpson al mando del capitán Douglas, que tenía fama de ser un hombre absolutamente privado de ese sense of humour del que los británicos solían hacer alarde. Cuando vieron llegar la fragata, desde Vigàta y alrededores se pusieron en marcha treinta y dos barcas de pesca abarrotadas de vigatenses a las órdenes de Mariano Currao, que no tenía intención de renunciar a su isla. Currao osadamente recitó de memoria a Douglas —que no comprendía una palabra de italiano, figurémonos si podía entender el siciliano de Currao— una proclama escrita por el abogado Tumminello, que había preferido quedarse en casa, en la que se denunciaba «la codicia y el fraude» de los ingleses. Y fue exactamente como la conversación de los tres sordos porque al final Douglas agradeció, al haberlo interpretado todo como una manifestación de bienvenida de los buenos indígenas. Comenzaron las conversaciones más o menos acaloradas. Vito Sansotta y Cosimo Peritore obtuvieron respectivamente un castañazo en la cara y un brazo roto, mientras que Jim Ackeroyd y Tom Blackwell volvieron a bordo con un ojo morado y una cuchillada de refilón en la barriga: se vio que la lógica, «forma pura del pensamiento», por aquellas regiones cada tanto asumía formas impuras. Entretanto Salvatore Russo-Farruggia, eminente estudioso del derecho internacional, tras entrar corno un toro con la cabeza gacha en la disputa sobre la propiedad de la isla que intrigaba a media Europa, sostenía que «Albión siempre ignoró el derecho público» y, en consecuencia, también los borbones podían ignorar la bandera izada por Jenhouse y pisotearla como un trapo sucio.
De todos modos, ingleses, franceses, alemanes, borbones y vigatenses estuvieron de acuerdo en una cosa, o sea, que en aquella isla no sólo no crecía un alga, y esto se podía explicar, sino que tampoco se posaba un pájaro. Era tierra muerta, que después de un rato provocaba nervios y desvarío a quien estaba en ella. En la mañana del 13 de septiembre, según Francesco Macaluso, que se convirtió en historiador no precisamente imparcial de todo este asunto, «en la cima más alta de la prominencia, primer y único ejemplar de la fauna de la isla, fue vista y oída cantar una tórtola, la cual, tras bajar a beber en un laguito a los pies del montículo, murió súbitamente». Pero también hubo una muerte algo más grave. Una noche que había bebido demasiado ron o gin, el marinero Ted Woodehouse degolló, en el borde norte del laguito sulfúreo, al vigatense Fofò Corallo por una cuestión nada territorial, parece que fundada en el equitativo reparto del cuartillo superviviente de aquellos que habían sido cinco litros de excelente vino. Bañada con la sangre de un muerto, el 16 de diciembre de 1831, después de cinco meses de discusiones y disputas, la isla decidió que estaba harta y volvió a hundirse de repente, dejando a los hombres que estaban en ella apenas el tiempo de embarcarse.
Pasados quince años, la isla pareció replanteárselo: una buena mañana hizo emerger el famoso montículo, lo mantuvo uno o dos metros por encima del mar corno para mirar a su alrededor y luego, visto que no había nada, se sumergió, deteniéndose a tres metros de la superficie y transformándose en un peligroso bajío. De todos los nombres que había tenido en su breve y animada existencia, en el recuerdo de los sicilianos sólo le quedó uno, «la isla bailarina», donde el «bailarina» quería evidentemente referirse no tanto a la naturaleza volcánica del escollo corno al carácter voluble que la creencia popular atribuye a las mujeres de teatro. Muchísimos años después un escritor de aquellos parajes ambientó allí una nueva colonia ideal: también en la fantasía de ese escritor la isla acababa volviendo al fondo del mar. Como bajío, la ex isla siempre fue llamada del mismo modo, «bajío de Marullo», por el nombre de un desafortunado capitán que precisamente en aquellas bajas profundidades había dejado la piel y la barca.
Y en el «bajío de Marullo», después de haber ido a la deriva durante más de una hora en una enormidad de viento y de mar, la nave rusa Iván Tomorov, como lúcidamente había previsto el capitán Caci, fue a romperse los cuernos.
—¡Saludamos la guapura de don Totò!
Ignazio Xerri estaba jadeante, aún no se había recuperado del espanto de ver el vapor partiéndose en dos con un batacazo que había hecho callar a todo el pueblo y del otro espanto, todavía mayor, de comprender en un santiamén que ahora la rueda empezaba a girar al revés y quien había hecho un feo a don Totò lo pasaría muy mal: por eso estaba tomando precauciones a tiempo, antes de que la cosa se hiciera pública. Tras despedirse de los demás almaceneros que estaban con él en la casa de Michele Navarrìa, que se habían quedado tiesos como si hubiera pasado un ángel, adormecidos y con los ojos desencajados, se había precipitado a toda pastilla de Durrueli a Vigàta: por eso la voz que quería ser a un tiempo respetuosa, amigable y alegre le salió como un gallo desafinado. Asomando sólo la cabeza en el despacho del almacén de Barbabianca, miró a su alrededor, y en esta posición ya parecía listo para hundirse en inclinaciones. En un primer momento no vio nada, dentro había una oscuridad total, no había ni una cerilla encendida, no se oía un ruido.
—¿No hay nadie? —se informó en voz alta.
Y lo vio. Pero más que verlo todo entero, en un primer momento sólo se percató de los ojos de don Totò que lo miraban, inmóviles y dilatados, como los de un gato, fosforescentes. Se asustó, y permaneció sin articular palabra mirando al viejo que ahora distinguía claramente, un macizo, los hombros anchos y un poco encorvados, pero muy firmes, los grandes bigotes blancos que caían sobre la boca componiendo una mueca que le pareció de asco, el pecho que siempre había tenido amplio como una plaza de armas que quedamente se levantaba y bajaba con el ritmo de la respiración, las manos entrelazadas sobre la superficie del escritorio cubierto de sobres cerrados e hinchados.
«Se ve que don Totò se estaba preparando para morir como Sansón entre los filisteos», pensó con un estremecimiento Ignazio Xerri, intentando desesperadamente deducir dentro de cuál de aquellos sobres podía estar escrita la minuciosa historia de sus culpas públicas y privadas, puesta por don Totò negro sobre blanco y lista para ser enviada, quién sabe, a la firma Tatafiore que depositaba el azufre en su empresa o a su primo Carmelo para explicarle cómo se había comportado con el notario Filippazzo a propósito de la herencia Postular o a su mujer Sisina para contarle la relación que tenía con Tana. Y siempre aquellos ojos apuntados hacia él, tanto más terribles precisamente porque en ellos no había sentimiento, impersonales e inmisericordes, como los cañones de una escopeta. Retrocedió poco a poco, murmuró un buenas tardes que no obtuvo respuesta y salió del almacén con las piernas como un flan.
Amainado el viento y escampada la lluvia, Agatino Cultrera corrió hacia su casa y la gran excitación que tenía encima lo hacía gesticular, cambiar de acera, desviarse de un lado a otro de la calle, parecía perseguido por un enjambre invisible. Ni se percató de que había subido la escalera: tras abrir la puerta de par en par, se precipitó al despacho. E inmediatamente sintió que el alma se le caía al suelo: la carta que había dejado sobre el escritorio, aquella en la que denunciaba la falta de azufre en los almacenes Barbabianca, no se veía por ninguna parte. Mientras sentía materialmente cómo se le erizaban los cabellos en la cabeza ante la idea de que su hijo hubiera podido llevarla al correo o que un golpe de viento la hubiera hecho volar a la calle por la ventana abierta, se desplomó en una silla seguro de que esta vez le daba un infarto, ni siquiera tenía voz para llamar a su mujer, que a aquella hora estaba en el comedor haciendo encajes de bolillos. Fue entonces cuando vio aparecer la hoja blanca. Con seguridad empujada por el viento, había acabado, medio escondida, bajo el antepecho de la ventana. Sin voluntad para levantarse, estiró una pierna, acercó la carta con el pie y, manteniendo el zapato encima con todas sus fuerzas, como si de un momento a otro, cobrando vida, pudiera darse a la fuga, comenzó a secarse la cara mojada, fuera de lluvia o sudor.
—¡Tenías razón! ¡Tenías razón! ¡Eres un santo! ¡Un santo!
Arrodillado a los pies de la cama donde estaba tendido Stefanuzzo lleno de llagas, y que entretanto había llegado a la trigésima avemaría de agradecimiento, Nenè Barbabianca extendía aceite y lágrimas sobre las heridas de su hermano. Debajo de la estampa de la Virgen ardía una vela gigante. En la cocina, Helke había puesto a hervir dos ollas de agua para lavar la sangre que había terminado incluso en las paredes de la habitación suya y de Stefano, Marietta rasgaba camisas viejas para hacer vendas, doña Matilde había enviado a la criada Mariannina a buscar al doctor Artidoro Carmina y ahora estaba en la ventana esperando el regreso de los dos, Tano «la tumba» había corrido al campo para buscar piel de serpiente, que restaña la sangre y cura las heridas. Sólo el mudo no se veía por la casa, quién sabe adónde había ido a ocultarse.
No quedaba más que cerrar definitivamente la ventana que durante toda la jornada había estado golpeteando por el viento, hasta tal punto que el agua había entrado dentro de la habitación empastándose en el suelo con un palmo de altura de polvo, pero antes había que acercarse al escritorio y recoger valerosamente la súplica al director del Banco, la súplica que había sido la cima de su deshonor y de su vergüenza y que sólo aquella mañana, después de cinco años, cuando parecía que de verdad había llegado el fin de Totò Barbabianca, había encontrado de nuevo el coraje de releer. Pero recogerla, ¿para qué? ¿Para volver a guardarla en el cajón? No tuvo ánimos: una vez había oído contar que al abrir algunas tumbas se encontraban muertos de hacía cien años que no parecían muertos, al extremo de que tenían el cuerpo y las ropas compuestas, como si hubieran sido enterrados el día anterior, y sin embargo apenas les daba el aire se consumían a simple vista en pocos instantes en una ceniza menuda. La súplica que tenía en la mano no se había consumido, pero le estaba haciendo la misma impresión, sacarla había sido una cosa de sepultureros. Sin romperla, total no merecía la pena, a paso lento volvió a asomarse y la dejó caer fuera, separando apenas dos dedos y asombrándose de que aquel gesto pudiera ser tan sencillo, la vio ponerse de plano, hacerse a la vela, posarse durante un momento sobre el grueso reguero que desbordaba de la cuneta en medio de la calle y luego, adquiriendo cada vez mayor velocidad, doblar la esquina y desaparecer.
Masino Bonocore alzaba los brazos para cerrar las persianas, y se detuvo en esa posición: estaba respirando con placer el aire de tierra mojada y sentía que el pecho se le ensanchaba. Quizá, consideró, porque en toda la jornada no había probado bocado y durante dos horas se había hartado de llorar después de años y más años que no lo conseguía; se ve que necesitaba aquellas lágrimas, por demasiado tiempo había sido tierra quemada.
—¡Salud a don Totò! —murmuró, sabiendo que con aquellas palabras ponía una cruz encima de la parte más importante y dolorosa de su vida. Pero no había nada que hacer, era inútil condenarse el alma y atribularse, en el mundo había quien nacía de un modo y quien de otro, el que nace redondo no puede morir cuadrado, el error lo cometía quien, como él, con un pie en la tumba, le daba vueltas y más vueltas a una vieja historia. Por eso la ventana de ahora en adelante la tendría siempre abierta, y también en la otra habitación, donde dormía, debían entrar desde aquel día el sol y la luz. Asimismo, decidió que por la tarde le escribiría a su hijo Santino, a Milán, para contarle los hechos de aquella curiosa jornada y hacerlo reír con ganas.
El padre Imbornone había comenzado a dar voces de que le prepararan su calesa cuando aún la popa de la Tomorov no se había inclinado sobre su costado vomitando baúles, cuerdas, trozos de madera y hierro, pequeñas marionetas que cómicamente se agitaban y eran hombres. Fascinado, Lemonnier había visto desde el puerto de Vigàta una, cinco, diez mariposas blancas volando hacia la nave que milagrosamente aún se mantenía en vilo sobre las olas, desapareciendo y reapareciendo entre los valles y los montes que el mar copiaba de la tierra, cándidas flechas que obstinadamente se dirigían a su diana venciendo, y esto Lemonnier lo intuía muy bien, angustia y miedo sólo porque en el lugar hacia el que apuntaban clamaba una angustia todavía mayor, un miedo más fuerte reclamaba a grandes voces una mano que estrechar, una palabra de estímulo, una ayuda hecha quizá sólo de ojos amigos que se miran. El padre Imbornone parecía cogido por el fuego de san Antonio, daba saltos ora sobre un pie ora sobre el otro, su cara se había puesto tan roja que de haber querido uno habría podido cocer un huevo sobre ella, dentro de la torrecilla parecía un cuervo encerrado en una jaula demasiado pequeña. Temiendo que le diera un patatús, Lemonnier intentó consolarlo.
—Esté tranquilo —dijo—. Aún se necesitará tiempo para que recojan a los heridos y los muertos y los transporten a Vigàta.
El padre Imbornone se detuvo y lo miró, interrogativo. También Simone Curtò di Baucina ante aquella ocurrencia puso cara de no entender.
—Digo —se sintió en el deber de precisar Lemonnier con un leve hormigueo de malestar—, que con seguridad hará falta un poco de tiempo antes de que los marineros rusos puedan beneficiarse de su consuelo, de su magisterio…
Antes de responderle, el padre Imbornone a17Ó los ojos al cielo pidiendo paciencia a Dios por este piamontés zopenco que no entendía nada de nada.
—¡Qué magisterio! —estalló—. ¡Yo quiero disfrutar de la cara de todos los paisanos a los que les ha salido el tiro por la culata! ¡No quiero perderme la farsa!
Y se precipitó, revoloteando, escalera abajo.
—¡Estamos salvados! ¡El vapor se ha hundido! ¿Entiende don Totò? ¡Se ha hundido!
Blasco Moriones había comenzado a decírselo inclinado del otro lado del escritorio y desde hacía cinco minutos gritaba, lloraba, susurraba, se había encontrado incluso arrodillado repitiendo aquellas palabras de las que quizá ya ni él mismo entendía el significado, pero el viejo ni se había movido, un sordo bloque de hielo. Cuando Blasco, en el intento de verlo reaccionar, puso las manos sobre aquellas entrelazadas de don Totò y las sacudió frenéticamente, sólo entonces el viejo sin girar la cabeza, sin dirigirle la mirada, preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las seis, don Totò —respondió Blasco sintiendo pena y remordimiento por todas aquellas horas que había dejado solo a don Totò para nadar en el mar de su desconsuelo y su desesperación.
—¿Y tú cuándo tenías que estar aquí?
—A las tres.
Por tanto, se trataba de otro de los nudos que sin remisión salían a la luz y ponían en evidencia, a elección, su cobardía o su complicidad. Había estado tres horas en la colina del Uomo Morto hasta que la vista de la Tomorov, directa al bajío, no lo había despertado de aquella especie de ensueño en el que se había hundido contento de hundirse.
—¿La mula se quedó coja?
—No.
—¿Te caíste?
—No.
—¿Perdiste demasiado tiempo en Fela?
—No. Pero mire que los hermanos Munda…
—Deja estar a los hermanos Munda.
Implacablemente el interrogatorio, continuando, había llegado al momento de la crucifixión, a la señal de la pasión.
—Y entonces habla tú —dijo don Totò—. Cuéntame la razón de este retraso que me ha hecho penar más que la nave que se estaba acercando. Y no porque me interesara la respuesta de los Munda, fíjate bien: sino porque tú no estabas en el sitio donde debías estar. Y ahora explícame.
Pero Blasco no le explicó. En cambio, se puso a llorar sin recato y aquellas lágrimas hablaban más que las palabras, lo hacían volver a la niñez, cuando el castigo recibido por la culpa cometida terminaba en un llanto que imploraba el perdón, la mano sobre la cabeza, la palabra de advertencia y consuelo. Que esta vez, sin embargo, no llegó.
—Pero ¿no ha entendido lo que le he dicho? —retrocedió entre sollozos Blasco Moriones que, a gatas, había dado la vuelta al escritorio y había ido a apoyar la cabeza contra la pierna de don Totò—. ¡Estamos salvados! ¡El vapor se ha hundido! —y mientras hablaba mantenía la boca apretada contra la carne que sentía más allá de la tela y la besaba y volvía a besar sin saber siquiera qué hacía.
»¡Estamos salvados!
—¿«Estamos»? —espetó don Totò—. ¿«Estamos»? Te equivocas. «Estamos» lo pueden decir mis parientes, mis hijos —y subrayó esta última palabra—. Tú sólo debes decir «están», como hacen los sirvientes, como debe hacer el sirviente que eres.
Ya caía una tarde precoz, el mal tiempo se estaba yendo tal como había venido, sólo los trozos de los canales que habían volado de los tejados y algún charco de agua en las calles quedaban en recuerdo de lo que había sucedido. Un recuerdo más firme tendrían los ocho supervivientes de la Tomorov, que estaban bien pegados el uno al otro en una gran sala municipal, envueltos en las mantas de cáñamo que los pescadores de Vigàta habían competido por llevar, así como habían llevado sopa caliente y vino. Para los diez que habían sido alineados en la iglesia pequeña esperando que los dos maestros de hacha del pueblo preparasen los ataúdes y para los ocho que se habían perdido en el mar, ya no era cuestión de memoria, ni de aquella jornada ni de las demás.
Y, a propósito de memoria, todos en Vigàta sabían que la de don Totò podía compararse con la de un elefante. La primera señal se tuvo una hora después del hundimiento de la nave. Rehaciendo paso a paso el vía crucis que por la mañana había padecido Nenè Barbabianca escupiendo sangre y sufriendo vergüenza, altísimo, encorvado y lento corno la muerte, ritmando la caminata con la campana de la iglesia que tocaba a muerto, Tano «la tumba» pasó de almacén en almacén con una sonrisa en la boca —porque así se le había ordenado expresamente que hiciera— diciendo a los almaceneros, que con sólo verlo aparecer ante ellos se sentían acabados, una única y breve frase, siempre la misma, pero no tan breve corno para que a Tano no se le oscureciera la cara y le despuntaran cien arrugas mientras la silabeaba:
—Don Totò quiere compartir con usted su buena ventura: el domingo hace una gran fiesta en su casa. Está invitado, don Totò quiere tener el honor.
Hundiéndose en augurios y agradecimientos, los almaceneros aseguraban que no faltarían, sólo una muerte súbita podría privarlos de ese placer.
Sólo don Ciccio Lo Cascio que, en el desierto en que se había encontrado apenas la Tomorov había ido a estrellarse contra el bajío, evitado corno si fuera contagioso, con los ojos de todos los que bajaban cuando lo veían pasar, los había medido cuán profundo era el foso de su derrota, sólo don Ciccio Lo Cascio tuvo la coherencia y el valor de decir que no.
—Agradécele a tu patrón. Espero que la fiesta le salga bien. Pero dile que a mí no me gustaría morir envenenado.
«La cama es una gran cosa, si no se duerme se reposa», decía el proverbio, pero fueron muchos los que no durmieron ni reposaron.
Ignazio Xerri, que a fuerza de manzanillas había conseguido adormilarse, hacia las tres sobresaltó a su mujer poniéndose a dar voces de que había un gato con los ojos grandes como dos naranjas que se lo quería comer vivo.
Pasqualino Patti dio tantas vueltas y vueltas en la cama que en un momento dado la señora Teresina cogió su colchón y se fue a tenderlo en la cocina.
Michele Navarrìa, después de horas de idas y venidas, en vista de que las cosas se ponían mal, volvió a vestirse de punta en blanco, sombrero incluido, se sentó en la cabecera de la cama y comenzó una letanía de blasfemias que duró hasta el alba.
Ciccio Lo Cascio ni se desvistió, total sabía que aquélla sería, para él y los demás almaceneros, una medianoche de Navidad (mejor disfruto de la brisa) y se puso a fumar en la ventana.
Saverio Fede ya veía visiones por el cansancio, pero no se rendía, por centésima vez volvía a contarle a su mujer cómo se habían desarrollado los hechos y cómo había respondido educadamente a Nenè Barbabianca que no tenía azufre y cómo en aquella negativa no había animosidad y que, por tanto, los Barbabianca no podían tener nada contra él…
—Pero entonces, si tienes la conciencia tranquila, ¿por qué te lo tomas tan a la tremenda? —le soltó despiadadamente hacia las cuatro de la mañana su esposa que, perdida por perdida, de pronto había decidido montar un cristo.
Una noche de Navidad entera pasó también uno que no era almacenero, Fonzio Vassallo, que a las ocho de la noche había sido convocado, junto con el padre Imbornone, al palacio Barbabianca: era pintor aficionado sobre cobre y madera y los dueños de los carros siempre recurrían a él para hacerle pintar las historias de los paladines. Y para poder cumplir su palabra con don Totò, y entregarle antes de las diez de la mañana aquello que le había encargado, Fonzio Vassallo debió sacrificar todas las horas de sueño.
También la señora Helke durmió, por llamarlo de alguna manera; la cama le parecía repleta de clavos y de nudos duros como piedras, apenas conseguía adormecerse soñaba en seguida que caía, y cada vez que se despertaba sobresaltada abriendo los ojos encontraba los de Stefanuzzo brillantes por la fiebre y el reflejo de las cien candilejas. Su marido estaba tan fajado que parecía un requesón dentro de la cesta, vuelto sobre el costado derecho: con el codo apoyado en la almohada y la mano sosteniendo la cabeza, la miraba fijo. La señora Helke se esforzaba por parecer tranquila, pero dentro de ella el miedo aumentaba de minuto en minuto: estaba casi segura de que Stefanuzzo no había visto nada preciso, pero entonces ¿por qué no le quitaba los ojos de encima? No podía imaginarse que Stefanuzzo, apenas había recordado la escena del desván cuando había comenzado a darse azotes, mientras enfocaba algunos detalles, ante uno más preciso e inequívoco que los demás había hecho con el pensamiento y con el cuerpo una espantada, como si se hubiera encontrado delante de una víbora, e inmediatamente había ofrecido la decisión de ofrecer a Dios el silencio sobre aquel hecho como segundo voto de la jornada: nunca jamás volvería a subir al desván mientras su esposa daba clases a Totuzzo. En cambio, seguía mirándola porque le estaba ocurriendo una cosa curiosa que le daba vergüenza pensarla, imaginémonos decirla, quizá era el alivio por haberse librado del peligro, quizá era a causa de los azotes que se había dado, quizá era la exaltación por el milagro recibido.
Su esposa finalmente había cogido el sueño —y no podía imaginar, a su vez, que Helke más que mostrar su agitación con un continuo adormecerse y despertarse había decidido fingir— y su respiración regular, la curva que hacía el costado bajo la sábana, los cabellos rubios sobre la almohada, atizaban la extraña cosa que le estaba sucediendo y que no sabía cómo explicarse.
—¿Helke?
Ella no respondió, helada. Había llegado la hora de las explicaciones.
—¿Helke?
Esta vez la mano de él se posó sobre el muslo, sacudiéndola. Ya no podía fingir. Empastando un poco la voz, parpadeando como quien es despertado por sorpresa, se dio media vuelta.
—¿Qué ocurre?
Stefanuzzo no le respondió y Helke se vio obligada a volverse del todo, absurdamente esperando en aquel momento encontrarse en Suiza, a mil millas de distancia de Sicilia y de su marido. Pero lo que se presentó ante sus ojos la dejó patidifusa. Stefanuzzo había corrido la sábana y se había puesto panza arriba dejando ver que precisamente donde acababa el vendaje se alzaba un palo duro como nunca lo había estado y el mismo Stefanuzzo estaba mirándoselo con una curiosidad seguramente superior a la de la señora Helke.
—¿No te hará daño? —preguntó la señora, conteniéndose de cogerlo con la mano, acariciarlo y besarlo: aquélla era la señal de que, de cualquier forma que hubieran ido las cosas, el asunto del desván había tomado un camino sin consecuencias peligrosas. Se contuvo porque lo había intentado una sola vez, aún en Suiza, y Stefanuzzo le había apartado bruscamente la cabeza y había dicho, horrorizado:
—¿Qué haces? ¿Estás loca? ¡Ésas son cosas de putas!
¿No te hará daño —repitió, visto que Stefanuzzo seguía mirándoselo fascinado.
—No, si tú te pones encima —respondió su marido. Helke obedeció.
Nunca Stefanuzzo había soñado con hacerlo de aquella manera pecaminosa; una vez al mes, cuando se decidía, ni siquiera se quitaba el camisón y tampoco quería que Helke se quitara el suyo. Esta vez, en cambio, mientras Helke lo cabalgaba, arqueó el cuerpo lamentándose y se lo sacó por la cabeza y ni soñó con bajar de la cama dejando la operación a medias, como había hecho siempre las otras veces, para apagar todas las luces, mientras Helke, que se quedaba colgada, restablecía el equilibrio religioso disparando mentalmente, y en alemán, todas las blasfemias que conocía. Sólo en el momento justo Stefanuzzo se preocupó de proteger su alma con una jaculatoria que le había enseñado el padre Cannata: «No lo hago por placer / sino para dar un hijo a Dios».
En Vigàta había dos iglesias. La más antigua era la de María Inmaculada, de toba no revocada, casi a la orilla del mar, y era poco más que una capillita que los pescadores del pueblo habían construido con sus manos. La otra era la Catedral que estaba sobre la plaza, y era una iglesia como debe ser una iglesia, con una escalinata de doce peldaños y dos columnas a la entrada, con el campanario que no conseguía subir más allá de la altura del tejado porque el padre Imbornone, que era el párroco de la Catedral, decía que el dinero para continuarlo nunca alcanzaba, que aquel campanario era un pozo sin fondo.
«Sin fondo es el coño de sus putas», pensaban los pescadores de Vigàta, pero no lo decían, porque ésa era la iglesia de los señores y nunca pondrían el pie en ella. De la iglesia pequeña, que en aquel momento estaba llena de muertos rusos, dado que los pescadores habían querido llevarlos allí, se cuidaba el padre Cannata.Y por eso, en la mañana del diecinueve, hubo dos ceremonias.
El padre Cannata dijo misa y luego habló poco, dado que no era instruido como el padre Imbornone: se limitó a apreciar a los pescadores vigatenses no sólo por haber salvado vidas humanas sino por haber tenido el valor, con aquel mar, de demorarse en recuperar los muertos para darles cristiana sepultura y no privarlos de una ceremonia religiosa. No sabía —dijo— en qué Dios creían estos rusos, y vuelto a los ataúdes se excusó con quienes estaban dentro de ellos por haberles impuesto plegarias que quizá no les gustaban dichas de ese modo, pero no conocía otras. Luego, tras agradecer en nombre de las madres, las esposas y las hijas rusas, de un país que en conciencia ni siquiera sabía decir dónde quedaba, a las mujeres vigatenses por las lágrimas sinceras que habían vertido sobre aquellos pobres muertos, bendijo los féretros. Los pescadores los cargaron sobre sus hombros y los llevaron al cementerio que estaba en la cima de la colina, desde donde se veía el mar abierto. Detrás iban los ocho supervivientes, con los cuales los pescadores ya habían aprendido a hablar con gestos y sonrisas, y también iba el comandante Alejo Paruskin, que se había hecho daño en una pierna y se apoyaba en el capitán Caci, que era quien había conseguido ponerlo a salvo a costa de tener que arrojarse al mar desde la barca y estar unos minutos eternos bajo el agua para desatarle el pie que se le había enredado en un cable, y cuando los habían subido a bordo ya no se entendía quién era el salvado y quién el salvador.
—Para estas coyunturas no se necesita contrato —había dicho el capitán Caci mientras se ponía en los bolsillos las manos que el capitán Paruskin quería besarle a toda costa.
La otra ceremonia se desarrolló en la Catedral, y fue algo verdaderamente solemne, que mereció ser visto y contado. A las diez de la mañana, en medio de dos hileras de monaguillos que cantaban y de una multitud de almaceneros, mozos de almacén y empleados, todos con sus respectivas esposas, Stefanuzzo Barbabianca se presentó en la puerta de la iglesia descalzo y con una vela encendida en la mano para cumplir el voto solemne que había hecho. Con la cabeza metida en el pecho y levantando la vela, llegó hasta el altar mayor donde permaneció con el debido recogimiento. Luego, una vez entregada la vela al padre Imbornone, acompañado por las plegarias y la admiración de los presentes, se tendió panza abajo, sacó dos palmos de lengua y arrastrándose, lamentándose de vez en cuando porque los azotes aún le hacían daño, lamió cuidadosamente la suciedad del suelo, recorriendo dos veces toda la iglesia, del altar mayor al portón y viceversa. Cumplido el voto, se formó la procesión, con un monaguillo a la cabeza sosteniendo sobre un cojín de raso la tablilla de cobre pintada durante la noche por Fonzio Vassallo. Representaba, en la parte central, una nave que se hundía partida por el medio y algunos marineros dispersos aquí y allá con los brazos alzados al cielo que pedían salvación; arriba a la derecha, en un círculo, estaba la Virgen que benignamente se asomaba por entre las nubes para salvar a unos sí y a otros no, según un criterio de selección negado a los mortales; abajo a la izquierda había una cartela con la inscripción: «Salvatore Barbabianca e Hijos por la gracia de Dios». Pero no se decía cuál era, aunque el fondo del exvoto era de un color amarillo-azufre, así que quien quería comprender comprendía. Detrás del monaguillo iba la banda municipal al completo tocando la sinfonía de la Gazza ladra de Rossini, y más atrás el padre Imbornone con otros dos monaguillos que esparcían incienso.
Y nunca el padre Imbornone estuvo tan feliz y tan espantado a un tiempo: feliz por lo que estaba haciendo, por la impiedad, la blasfemia que en aquel momento había en cada uno de sus actos, en cada una de sus plegarias, y espantado porque si Dios verdaderamente existía, y con esta procesión lo desafiaba a darle una prueba de ello, Dios, que ya estaría hasta los cojones, habría debido borrarlo con un rayo de la faz de la tierra.
Junto a él estaba toda la familia Barbabianca: don Totò gordo e indiferente que miraba a su alrededor como si la cosa no le concerniese, mientras doña Matilde, por primera vez en su vida, leía un libro de plegarias; Nenè, con Marietta, que continuamente se secaba las gafas empañadas por la emoción; y Stefanuzzo amorosamente sostenido por Helke. Luego venían los sirvientes y entre éstos —como fue notado con asombro por todo el pueblo— estaba Blasco Moriones con los ojos hinchados como sandías. Junto a ellos todos los almaceneros de Vigàta —con la excepción de don Ciccio Lo Cascio— y detrás de los almaceneros los contables y empleados y más atrás los mozos de almacén que para la ocasión se habían vestido de fiesta. Todos con sus esposas con el velo negro en la cabeza. La procesión llegó solemnemente hasta la punta del rompeolas donde se elevaba una alta columna con una estatua de la Virgencita, augurio y consuelo de los pescadores para cuando entraban y cuando salían. Aquí se detuvo, y mientras la banda entonaba el Salve Regina, Matteo Savatteri, maestro albañil, empotró en la parte más alta de la columna, justo a los pies de la Virgencita, la tablilla de cobre de Fonzio Vassallo. Luego la procesión dio marcha atrás y comenzó a encaminarse hacia la Catedral, donde debería disolverse.
La banda municipal, que casi había agotado su repertorio, acababa de empezar Tú que a Dios desplegaste las alas mientras pasaba justo debajo de la ventana, cuando el doctor Artidoro Carmina, vuelto a Nino, dijo sencillamente: «Ha muerto».
Desde el momento en que Nino lo había cogido en brazos en la terraza, dado que no podía moverse, y lo había puesto sobre la cama, don Angelino Villasevaglios ya no se había recuperado. Sólo una vez durante la noche, apretando con fuerza la mano del sirviente, había murmurado en voz baja y pastosa, hasta el punto de que Nino había tenido que pegar la oreja en la boca para poder entender:
—Nino, ¿llegó el vapor?
—Llegó, llegó —había mentido el sirviente sintiendo que el pesado aliento del moribundo le calentaba la cara.
Y ante aquellas palabras la boca de don Angelino se había ensanchado en una mueca espontánea, una especie de sonrisa torcida que iba de una oreja a otra. Ahora que estaba muerto, tenía la misma expresión, y uno no podía mirarlo sin impresionarse.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Nino al médico, refiriéndose a aquella muda carcajada.
—¿Qué quieres hacer? Ciérrale los ojos —respondió el doctor Carmina, que no había comprendido.
Nino amorosamente, con delicadeza, le pasó lentamente la mano abierta de la frente a la nariz y los párpados se cerraron. Pero la carcajada hacía aún peor efecto, tan amplia y fuera de lugar.
«Al menos él —pensó Nino— murió contento.»