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LA FIN DEL MUNDO

En 1910, el país esperaba los festejos del Centenario. Pero una semana antes del 25 de mayo se produciría un hecho trascendental: el paso, como cada setenta y seis años, del cometa Halley. Con un problema: muchos creían que con el cuerpo celeste iba a llegar el fin de la humanidad.

Argentina se preparaba para una fiesta. La más grande de su corta historia. El Centenario, la celebración de los cien años de la Revolución de Mayo. Invitados estelares, grandes obras, desfiles pomposos, galas en el Teatro Colón, exhibiciones con lo mejor de la producción local.

Pero muchos dudaban de que la fecha patria fuera a llegar: creían que todo lo programado, todo lo construido y todo lo pergeñado alrededor del Centenario era un dispendio innecesario. Pero no porque estuvieran en contra de los festejos ni porque les preocupara el presupuesto nacional, sino por un designio celestial. Justo una semana antes, el 18 de mayo, el mundo se acabaría.

No estaban hablando del fin de un régimen político ni de cambios sociales. Era la fin del mundo. El 18 de mayo de 1910, tal como sucede cada setenta y seis años, se dejaría ver por la Tierra el cometa Halley. Y muchos creían que el fenómeno astronómico traería aparejado el fin de los tiempos.

Hubo una ola de temor en todo el mundo. El profeta de la destrucción fue un francés, Camille Flammarion, que esparció su mensaje apocalíptico en cada continente. Era un reputado astrónomo que, en 1894, había publicado uno de sus tantos libros, La fin du monde, que consistía en un recorrido por las teorías fatalistas que se habían elaborado a lo largo de la historia sobre cataclismos que provocarían la extinción del planeta, recuento acompañado por su propia teoría/profecía de destrucción total: el paso del cometa Halley en 1910 estaba llamado a provocar la muerte de todo ser vivo.

Hay que decir que Flammarion mezclaba con similar intensidad los aportes científicos con las supersticiones. Era astrónomo y espiritista, «especialista en vida extraterrestre» y maestro de la hipnosis. O, al menos, eso decía él.

Dieciséis años después, cuando el fenómeno astronómico iba a repetirse, fueron muchos los que recordaron y difundieron las palabras de Flammarion. Él mismo lo hizo y consiguió fama mundial. Mientras algunos se reían de la profecía tremendista, otros (bastantes) se lo tomaron en serio. Cada desgracia, evento natural desafortunado, guerra o catástrofe que ocurrió en cualquier parte del globo durante la primera mitad de 1910 fue adjudicado al Halley. Era un presagio (casi) inconfundible de que el final estaba próximo.

Había, al principio, confusión respecto a cómo el Halley extinguiría a la población. Como fue rápidamente desmentida por la ciencia la posibilidad de que el cometa impactara contra la Tierra, aquellos que deseaban infundir miedo atribuían la letalidad del astro a los gases de la cola: el cianuro que traía, una vez mezclado con el aire, producían un efecto letal, un envenenamiento colectivo y definitivo.

Una de las consecuencias de esta campaña, de la sugestión masiva, fue que se produjo una ola de suicidios. En esos primeros meses de 1910, la tasa de suicidios creció de una manera notoria. En el país treparon casi hasta los quinientos. Los diarios traían todos los días noticias de personas que, ante la inminencia del supuesto final, se quitaban la vida. Hubo pactos suicidas, disparos en los peores lugares imaginables, hubo quienes ingirieron alcohol de quemar o los que se internaron en el mar. Una extraña especie de ansiosos que apuraban lo que creían inevitable.

Hubo quienes ante el final se aferraron a la vida. O eso quisieron hacer creer. Un hombre convenció a su novia de mantener relaciones sexuales antes de que el mundo se acabara: no se podía ir de esta vida sin conocer esa faceta de lo humano. Pero el padre de la chica no era seguidor de Flammarion y persiguió al que no sería su futuro yerno y lo asesinó de un disparo en medio del pecho. El juez de la causa consideró el ardid del novio como un atenuante y la pena no fue tan severa para el padre homicida.

Se debe reconocer que este fenómeno no fue solo local. En todo el mundo, el Halley provocó psicosis, preocupación, suicidios y la aparición de pícaros que exprimieron los temores.

Durante décadas, antes de la profesionalización absoluta, los trabajos contables en oficinas y empresas eran tarea de idóneos. Uno de ellos, Severino D’Urba, pagó los sueldos de abril con un pequeño regalo para las mujeres. En cada sobre puso cien pesos más de lo que correspondía. Ellas creyeron que era un súbito y merecido aumento de sueldo. Pero él, convencido de que no había futuro, pensó que era mejor que disfrutaran del dinero y se pudieran comprar cosas que les hicieran olvidar el final inminente. Se ve que D’Urba necesitaba un monto mayor para conseguir el estado amnésico, ya que sacó mil doscientos pesos de la caja de la empresa y se fue a Montevideo. El Fendrich del Centenario dejó a su mujer y a sus hijos en Buenos Aires. Pero no viajó solo. Fue acompañado por una chica joven que bailaba en un cabaret. Cuando descubrieron el desfalco en la oficina y la infidelidad en su familia, para él sí llegó el fin del mundo.

El fenómeno no solo provocó esas muertes desesperadas y una ola de sugestión y psicosis colectiva. Creó también algunos negocios particulares. Como no podía ser de otra manera, hubo emprendedores y pícaros —muchos ingresaban en las dos categorías— que vieron una oportunidad e intentaron sacar provecho de la situación. 

En los diarios y en las revistas de la época, las publicidades de las grandes tiendas y de las marcas de cigarrillos utilizaron el paso del Halley como gancho de ventas. Algunos, los más osados, se valían de los pronósticos fatalistas y hasta se reían de la situación.

Diego Gibson, que publicitaba sus pastillas de peptococaína en la portada de los diarios, sacó a la venta sellos mágicos que eran «el único método eficaz para detener las jaquecas que produciría el paso del cometa». Otros vendían (y vendieron varios) trajes de hule que impedían el paso de ondas mortíferas. Pero a las autoridades les pareció demasiado y los imaginativos estafadores terminaron presos.

Un hombre aprovechó la ocasión para editar una revista, que sobrevivió diez números, llamada La Fin del Mundo. El género era original: un folletín fatalista o apocalíptico. El autor era Domingo Barisone, o al menos así se hacía llamar. Las páginas de su publicación se desbordaban con profecías, advertencias y negras premoniciones sobre los últimos días de la humanidad. El cometa Halley nos extinguiría. Describía con fruición las calamidades que tendrían lugar. Aunque el mensaje por momentos era confuso, porque Barisone, en tono altisonante, afirmaba que el Halley sería selectivo: «Serán los industriales, esos que no tienen compasión con los seres humanos, quienes habrán de morir primero cuando la Tierra sea barrida por la cola del cometa Halley. Los justos, los obreros y los enamorados, en cambio, habrán de salvarse. Y los soberbios y los poderosos habrán de sucumbir el 18 de mayo». Lo cierto es que las revistas vendieron decenas de miles de ejemplares y la avivada (o broma) de Barisone logró filtrar en la sociedad dos cosas: el nombre de La Fin del Mundo y el pánico a la extinción.

Juan Míguez erigió tres búnkeres para protegerse del desastre. Eran construcciones fortificadas y subterráneas con una pequeña ventana que permitía ver lo que sucedía en el exterior. Se promocionaban como absolutamente herméticas. Venían equipados con muebles y también con víveres para pasar un par de días dentro. Los búnkeres de Míguez protegerían a sus ocupantes de los gases que el Haley desprendiera. En dos días, calculaba a ojo de buen cubero, esos gases se disiparían.

Vendió de inmediato dos de las tres unidades que construyó. Pero habría que reconocer que entre tantos vivos que trataron de sacar partido, a Míguez lo movía un genuino temor: el tercero se lo quedó él y se refugió allí con su familia. Aunque esta teoría tenga un pequeño resquicio. Si se iba a acabar el mundo o, al menos, iban a morir todos los demás, los que no estuvieran en sus búnkeres, ¿para qué quería el dinero que ganó con la venta de los otros dos?

Nada de eso sucedió. Y ese 18 de mayo muchos disfrutaron del paso del cometa.

Y exactamente a medianoche se escuchó a lo lejos, desde la avenida de Mayo, cómo empezaba a llorar la sirena del diario La Prensa anunciando que había llegado el Apocalipsis.

La Fin del Mundo. 

Ese día los periodistas habían publicado que cuando fueran las doce de la noche, iban a hacer sonar la sirena que tenían en un edificio para que toda la población supiera que había llegado el momento de pronunciar las últimas plegarias. [...]

La gente de La Prensa había propuesto que la sirena sonara hasta que se produjera el acabose... o durante una hora. Y que si después de esa hora teníamos la suerte de que no hubiese pasado nada de nada, la sirena se iba a apagar durante quince minutos. Y terminados estos iba a volver a sonar otros cinco para que todo el mundo saliera a celebrar que todavía estábamos vivos y que no había pasado un carajo.

Esto escribió Leonardo Oyola en su novela Bolonqui, donde imagina y recrea la noche del 18 de mayo de 1910, en la que nada pasó, excepto el cometa surcando el cielo.