Estimulante y polémica es la relación de Uruguay con sus partidos políticos a lo largo del tiempo, en el pasado y en el presente. A esta altura, con casi dos siglos de existencia, las colectividades han mostrado una asombrosa permanencia, una notable capacidad de interpretar, canalizar, expresar, reelaborar, proponer, conducir, movilizar a la sociedad, de acompañar sus cambios y también reflejar sus rezagos. En términos comparativos con otros países de la región, y aun del mundo, la democracia uruguaya muestra un buen desempeño, en la punta de la tabla; y aunque no siempre sean los partidos políticos actores sobre los que los uruguayos viertan su mejor opinión, es de todas formas razonable establecer un vínculo fuerte, lentamente construido, entre su vigencia y la relativa solidez del conjunto del sistema político. Dicho de otro modo, a la inversa casi, cuando los partidos perdieron su legitimidad, su prestigio, su función representacional y gobernante, el sistema uruguayo vivió una crisis profunda que condujo a la ruptura institucional, las confrontaciones drásticas y los desgarros en la convivencia política. No supone esto colocar a los partidos, como tampoco a los movimientos políticos que no invocan o no cumplen con la condición de partidos, en el pináculo de una lucidez colectiva, o en un sitial de privilegio exonerado de juicios y controles ciudadanos. Se trata, más bien, de identificarlos como núcleos o tramas de aprendizaje cívico en los que circulan dinámicamente ideas, tradiciones y prácticas políticas. En momentos de fuerte impulso crítico, como sucedió a fines de los años sesenta, algunos analistas y escritores como Roberto Ares Pons (1967) en su Uruguay: ¿provincia o nación? reconocían en ellos, además de unas falencias graves, una incomparable capacidad de sobrevivencia.
Esta perspectiva que sirve de punto de partida no aspira a cerrar el objeto de estudio, en sí mismo problemático y de curso incierto; en cambio, se pretende tan ancha como para alojar en su seno, de modo paciente y prudente, el resultado de un intenso trabajo intelectual y académico, colectivo y abierto al diálogo entre la historia y la ciencia política. Hay en esto cierta marca testimonial, generacional podría decirse si el término no nos devolviera a un campo de implicaciones tan ambiguo. Si bien es insoslayable apoyarse en los hombros de quienes emprendieron tareas similares de investigación y síntesis en otros momentos, nuestra mirada se reconoce en una imagen más agónica e inevitablemente crítica, propia de los que han vivido hace ya medio siglo la «quiebra de la democracia» como un problema severo de nuestra política contemporánea, y de los que, más cerca, en plena posmodernidad, han sido parte de su problemática e incompleta reconstrucción. Estos tres volúmenes, pues, para usar una expresión de linaje, son más hijos de su tiempo, el tiempo de sus autores, que de sus padres.
Decir «su tiempo» porta algunas implicaciones dignas de rápida mención y que sirven, tal vez, como clave de lectura de esta colección. La dictadura y la transición, el lugar o la función variada de los partidos en ellas, la posterior rutina democrática que ha venido superando dos crisis impactantes separadas más o menos por veinte años (incluyendo esta que aún vivimos, la epidemia de la COVID-19), en marcos de acelerada globalización. A estos hitos de la experiencia han de sumarse cuestiones más generales o de contexto, capaces de dejar marcas conceptuales y cautelas para el trabajo académico: la indagación siempre insuficiente pero llena de exigencia de las fronteras entre la política y lo político (Pierre Rosanvallon 2003) o entre el político y el científico (Max Weber 1919), siempre acuciante cuando se trata de las ciencias sociales y humanas. Y luego, o —mejor— a la vez, el desarrollo de los campos disciplinarios y profesionales no siempre discernibles ni intercambiables, pero unidos pragmáticamente por un flujo de usos recíprocos: es el tiempo, por un lado, de la «novísima historia», ampliada en sus objetos, voraz en sus relaciones, pero puesta a resguardo a partir de su apego a los hechos y a las narrativas analíticas de la contingencia; por otro, el tiempo de la ciencia política, más nueva en Uruguay, crecientemente ramificada y especializada, más experimentada que la historia en la comparación, la generalización, en la descripción de normas y tendencias, en la construcción de saberes deductivos.
Puestas las cosas en su contexto, colocados estos libros en la coyuntura que los ambienta, conviene dar un paso más que brinde mayor precisión a este mapa. Partidos y movimientos políticos, en su pasado y en su presente, han sido permanente objeto de estudio y apreciación en Uruguay. Los primeros cien años de sus trayectorias han merecido abordajes marcados por la vindicación política, inseparables por lo tanto del objeto que procuraban reconstruir, o sesgados hacia una interpretación cuestionadora de los partidos como «facciones» que venían a poner barreras a la «unidad natural» del cuerpo político. Estos registros no son exclusivamente uruguayos, como es sabido; es posible advertirlos como señal de alarma de las élites en las etapas iniciales de la modernidad política de América, desde Estados Unidos hacia el 1800 (Richard Hofstadter 1969; Natalio Botana 1984) hasta las nacientes repúblicas sudamericanas aplicadas a la construcción de un orden político. La república uruguaya prevista y regulada en la primera carta magna de 1830 reconocía bien la división de la opinión y del interés, pero a la hora de estipular el gobierno más deseable se lo proponía depurado de interferencias divisorias, descartando así a los «partidos» y a los caudillos que agrupaban entonces aquellos intereses y opiniones. Promediado el siglo, incluso, al igual que lo habían hecho los ilustrados fusionistas, estos conductores populares atribuían a los bandos políticos el origen de muchas calamidades: «mientras existan en el país los partidos que lo dividen —decía en 1856 el manifiesto de Flores y Oribe que dio sustento al presidente Gabriel Pereira— el fuego de la discordia se conservará oculto en su seno, pronto a inflamarse con el menor soplo que lo agite» (Pivel Devoto 1942).
Esta pendiente hipercrítica no significó un obstáculo para la eclosión de una literatura que los tuvo como objeto más o menos explícito de sus preocupaciones, a menudo originada en la prensa y en la polémica periodística. Si bien esta no tenía a los partidos como centro de la escena, no podía prescindir de su mención, de su referencia específica, a veces más analítica y otras autolaudatoria o denigratoria del adversario, como enemigo de la nación y no como parte de ella. Hay allí páginas de gloria, cantares de gesta y vidas heroicas, reales e inventadas; hay duras y esmeradas polémicas que planean en la ciudad letrada sobre el caudillismo y la modernidad, sobre la educación, sobre la relación con el mundo industrializado y la economía global. El ánimo partidista, de facción y de fracción, según avanzaba el siglo, tuvo grandes dificultades para hacerse un lugar legítimo en las formas comunes de hablar de lo político. Juan Carlos Gómez escribió páginas virulentas contra sus enemigos, pero lo hizo desde una bandera enfáticamente partidista. José Pedro Varela, que había sido colorado principista como su amigo Carlos María Ramírez, escribió fuertemente desencantado de los partidos tradicionales y cambió toda su lealtad juvenil por la ocupación de una nueva agencia de «civilización», radicada en la institucionalidad educativa. Todavía en una fecha tan avanzada como 1918 el anticolegialista Luis Melián Lafinur escribió La acción funesta de los partidos tradicionales en la reforma constitucional, justo cuando en Uruguay estos iban culminando una intensa elaboración que no solo cambiaba la Constitución de 1830, sino que daba forma institucional al gobierno de los partidos en competencia, negociación y cooperación. Lo hacía Melián en términos similares —escépticos, críticos, diminutivos— a los que había cultivado el colorado Andrés Lamas sesenta años antes, o el blanco Bernardo Prudencio Berro cuando se carteaba con su amigo Francisco Solano Antuña.
Con el transcurso de algunas décadas y de crisis de diverso tipo, los políticos, caudillos militares o civiles y letrados de su círculo fueron entonces más comprensivos del fenómeno partidario, más ufanos de su trayectoria constructiva y mejores mediadores de intereses sociales y económicos concretos. Escribían o mandaban escribir representándose como «la patria subjetiva» y excluyente, reclamaban lealtad y concedían protección o inserción en un mundo cada vez más complejo, colocaban la «bandera al tope» en la plaza Independencia, como lo hizo Julio Herrera y Obes con la colorada en 1887. Antes del cierre del siglo, con 26 años de edad, Luis Alberto de Herrera, prolífico escritor de la política uruguaya, habría de presentar Por la patria (1898) y El acuerdo de los partidos (1900), en un contexto de crisis política y militar que lo tuvo en un plano relevante y le permitió barruntar la cuestión de los partidos como algo bastante más sustantivo que la mera reyerta e inseparable de «la formación del país». José Batlle y Ordóñez, también antes del novecientos, hablaba firme en un lenguaje partidista como lo había hecho su padre Lorenzo, enfático contra la influencia colectivista de raíces oligárquicas, pero atento —tal vez en mayor grado— a no perder en esa lucha el dominio colorado para el que el país, en su opinión, estaba destinado (Herrera 1990).
Algo importante había ocurrido en la política como para que con el paso del tiempo la visión predominante acerca de los partidos hiciera un giro decisivo, sin aplastar del todo las retóricas antipartido precedentes. El momento inicial de esa cristalización fue la Paz de Abril de 1872, que puso fin a una de las guerras civiles más cruentas del siglo XIX. Por medio de aquel arreglo los dos partidos se empezaron a reconocer recíprocamente como sujetos legítimos de gobierno y, con ello, a renunciar al programa del exterminio del enemigo, devenido entonces adversario (el principio de la coexistencia del que escribía Pivel Devoto). Solo a partir de ese resultado, salto epistemológico de la política e inmersión plena en lo político, sería posible concretar acuerdos y coparticipaciones capaces de reformular los cauces del conflicto. Las guerras civiles de 1897 y 1904 parecieron derrumbar aquel nuevo umbral de la política, pero en realidad contribuyeron a la postre a su reformulación moderna, llevándolo al plano institucional de las reglas del funcionamiento republicano desde la entrada en vigor de la segunda Constitución (de 1918) el 1º de marzo de 1919.
Un segundo momento de reconstrucciones, tal vez el primero propiamente historiográfico pero tributario de aquella estabilización de la matriz política, es el momento piveliano, en alusión al lugar central que ocupó durante varias décadas la obra de gran envergadura de Juan Ernesto Pivel Devoto, en particular —aunque en modo alguno solo ellas— la Historia de los Partidos Políticos en el Uruguay (1942) y la inconclusa Historia de los partidos y las ideas políticas en el Uruguay (1956). Se trata, en su conjunto, de la primera obra de síntesis sobre los partidos en el siglo XIX, fruto a la vez de pacientes indagaciones en las fuentes primarias sobre las que el autor tenía gran dominio (técnico, archivístico y político) y de un programa conceptual de fervorosas convicciones.
La historia de Pivel se cierra con el siglo XIX y se organiza en torno al núcleo duro, en su opinión, de la civilización política uruguaya: la nación como esencia previa al Estado, y los partidos como realizadores excluyentes de un destino acorde. Bajo esa bóveda, cuyos sostenes firmes eran los colorados y los blancos, circulaban luego todas las tensiones hasta entonces pensadas: caudillos y doctores, ciudad y campaña, elitismo y popularismo, realismo y principismo, partidismo y fusionismo… Todo, o casi todo, en la visión de Pivel, que era notablemente erudita, encontraba su síntesis en un conflicto binario que por su naturaleza desacreditaba cualquier desafío o tercería, sobre todo cuando ponía en riesgo el bien más preciado que era la nación.
¿Por qué entronizar a esta obra piveliana, en muchos sentidos insuperable? ¿Por qué hacerlo cuando, conforme pasan las décadas desde 1942, lo que miramos de la política y de los partidos se ha adensado tan notablemente? Hay una lista de cargos abultada y bastante conocida, fácil de elaborar desde nuestra ampliada perspectiva: porta una idea de la política acotada a pocos temas y ambientes (menos de los que el historiador conocía con detalle); maneja con maestría narrativa una resistencia a vincular la trayectoria partidaria con las cuestiones sociales y económicas, o con las derivas del mundo contemporáneo que le correspondieron; sostiene una estrechez en la exclusión de todo aquello que no conduzca en su relato a fortalecer la identidad binaria de la política uruguaya. Y, sin embargo, dentro de los partidos (no solo en los «tradicionales»), en los círculos educativos de todos los niveles, en el periodismo y en los circuitos formadores de opinión pública, la visión piveliana resultó marcadamente influyente, hegemónica tal vez en tanto dio forma a una narración matriz e identitaria de Uruguay (Rilla 2008).
Las limitaciones del clasicismo piveliano, o su precariedad relativa que es parte de la naturaleza de cualquier historiografía, se hicieron visibles conforme el Uruguay se iba deslizando, desde fines de los años cincuenta, por una pendiente de crisis social y estancamiento económico. Como en otras tantas ocasiones, ello reconfiguró las relaciones entre presente y pasado, con nuevas preguntas del primero y algunas respuestas del segundo. La política y los partidos vivieron desde entonces una transformación en muchos sentidos dramática, expresiva de nuevas tensiones, no solo nacionales. Un presente más acuciante, menos apacible, unos mandatos radicales que conducían a la «revolución» o al «orden», unos conflictos globales, de escala planetaria, de los que no parecía posible sustraerse, perforaron las zonas de euforia y de concordia. No debería esperarse una conexión directa o mecánica entre estas transformaciones y la lenta y relativa erosión del esquema clásico sobre los partidos uruguayos. Todo fue más bien gradual, a veces furtivo, y originado en diversos ámbitos.
Desde la política, en los años sesenta y setenta, y hasta que fue posible, fueron tomando fuerza y forma los movimientos y partidos que durante mucho tiempo serían denominados con ingenua simpleza «de ideas», y que devinieron actores relevantes (en lo cultural, lo social, lo electoral), portadores de una tercería crecientemente competitiva respecto al bipartidismo tradicional. Con ellos volvió a acuñarse, como en el siglo XIX, la corriente crítica de las tradiciones y de la «política criolla», expresión usada entre muchos por Emilio Frugoni, que pasó con espíritu garibaldino por el Partido Colorado y fue fundador del Partido Socialista uruguayo en 1910. Medio siglo más tarde, socialistas, socialcristianos, comunistas, independientes de diversas influencias reconocían pocos méritos a la política uruguaya de los partidos históricos, y promovieron y alojaron revisiones del pasado más acordes con sus propósitos identitarios.
Los «partidos tradicionales» (hay registro de esa denominación a principios de la década de 1870) merecían otra vez juicios severos: «aglutinantes irracionales», lugares de «emotividad», de «personalismo», de «fe», fruto del «demoníaco poder de las divisas»…, al decir de Oscar Bruschera (1962) y de Roberto Ares Pons (1967), dos escritores con gran versación histórica. José Artigas, un Artigas sería mejor decir, fue para los desafiantes, con desigual énfasis, nuevo punto de partida y zona de concordia desde la que postularse como alternativa política. Esta trayectoria de acciones y resignificaciones, como es sabido, fue violentamente interrumpida por el golpe de Estado y la dictadura instalada en 1973, dispuesta a eliminar a los partidos políticos y especialmente enfocada contra los de la izquierda.
Con una autonomía que no podía ser más que moderada respecto a los cambios políticos reseñados, la historiografía también recorrió un camino de intensas transformaciones. El oficio (hecho de técnicas, prácticas, formas de validación y reconocimiento) se tornó más específico, más parecido a una profesión, aunque recién alcanzaría ese estatus corriente en las décadas posteriores. Su contacto fluido con las ciencias sociales en neta expansión se hizo sistemático, la influencia francesa en los docentes e investigadores, el diálogo con el marxismo, el estructuralismo, el dependentismo y el desarrollismo transformaron los perfiles de la historiografía que recorrió entonces temas nuevos y fuentes inexploradas, alcanzó interlocutores y lectores diferentes a los habituales. La historia política no fue la estrella de aquel firmamento en el que lo social, lo económico, lo cultural e intelectual (se diría hoy) ocuparon espacios centrales de la agenda y de la producción bibliográfica.
Con todo, cabe hacer un descuento a esta aseveración algo tajante, o reformularla con amplitud en términos problemáticos. Primero, porque la intensísima politización de nuestras élites y de las clases medias circulantes en el mundo urbano fue un eficaz incentivo para nuevas narraciones de la política que echaban sus raíces en premisas historiográficas y de las ciencias sociales cercanas. Segundo, porque en ancas de aquella fuerte politización fue mucho lo que quedó a la luz, puesto en forma de conocimiento académico, acerca del Estado y la sociedad, de la modernización, de los «actores» y de las clases sociales, del mundo agrario y de la industria, del reformismo y los conflictos ambientados a su paso, del conservadorismo, de la influencia de la inmigración, de los sindicatos, de los católicos, entre tantos asuntos que invitaban, desde luego, a repensar la política; no a los partidos, ciertamente, al menos en un primer plano de observación, los partidos como objetos de perfil propio y no tributario de otras racionalidades y concernimientos.
En resumen, en el entorno de 1980 y en referencia a la historia política, el siglo XIX quedaba más o menos donde lo había dejado Pivel Devoto, criticado con buenos argumentos pero no relevado en sus contenidos ni en su función rectora (por ejemplo, la Nueva Historia revalidó su periodización centrada en las instituciones políticas). El equipo de historiadores marxistas había emprendido una nueva historia del artiguismo y la Cisplatina, de fuertes implicaciones para las décadas posteriores de los inicios de la república, pero este tramo quedaba relativamente excluido de la Historia de los partidos de Pivel. Años más tarde, con una integración diferente las investigadoras Lucía Sala y Rosa Alonso (1991) avanzaron sobre algunas claves sociales del Uruguay comercial, pastoril y caudillesco (Sala et al. 1970, 1972, 1991). Con respecto al siglo XX, el impetuoso y mucho más colectivo esfuerzo historiográfico puso su foco en el llamado primer batllismo, transformado en el objeto referencial durante casi dos décadas, y llegó con gran aliento al período de su restauración en la segunda posguerra, hasta su crisis de fines de los cincuenta.
No situamos al azar ese año de 1980, aunque también está puesto aquí como hito del Uruguay contemporáneo y de su vida política. Por un margen importante pero no aplastante, el proyecto de los militares para asegurarse la tutela del orden político y ponerse a salvo de las imputaciones que sobre ellos cayeran fue derrotado en las urnas, para la sorpresa de muchos, en noviembre de aquel año. Los partidos históricos, Colorado y Blanco, llegaron hasta allí sin unanimidad con respecto al núcleo liberal de la tradición constitucional uruguaya, pero sus sectores netamente democráticos se afirmaron en forma notable durante los dos años posteriores a la gesta del 80. En las izquierdas, sobre las que se había descargado la represión más aguda, el encuentro con la democracia fue tan arduo como su historia lo había venido ambientando en el mundo a lo largo del siglo XX. Entre las experiencias de lucha locales, las influencias del exilio y las redes transnacionales, encontraron los caminos para el compromiso a favor de una salida democrática. No fue esta todo lo límpida que podría haberse esperado o exigido, y Uruguay tuvo elecciones libres sin candidatos proscritos (nada menos que Wilson Ferreira y Líber Seregni, líderes del Partido Nacional y del Frente Amplio, respectivamente, lo estuvieron en 1984) recién en 1989. Menos discutible es —al parecer— que los partidos políticos revalidaron sus títulos ante la ciudadanía, expresaron y reelaboraron sus intereses y demandas, ocuparon un lugar que habían perdido con la crisis y la caída de las instituciones a comienzos de la década de 1970.
La ciencia política, la sociología política y la historia tuvieron entonces un momento de rápida cristalización. Estas disciplinas habían mantenido el fuego encendido de sus tareas en dos cauces finalmente reunidos al cesar la dictadura: el de los investigadores que, expulsados de la Universidad de la República, pudieron hallar un lugar de trabajo en centros independientes de investigación, y el de los que desde afuera del país, muchas veces forzados al exilio político y en tramas más transnacionales, estudiaban la política, los partidos, los actores sociales, la transición en clave comparada, las caracterizaciones de los regímenes autoritarios, entre otros muchos asuntos. La ciencia política se volvió aquí disciplina académica y profesión de creciente incidencia e institucionalización. Con el tiempo se abrió en vertientes diversas y especializadas, en sintonía con el curso que ella tomaba en el mundo desarrollado (Rémond 1988).
El registro de sus contribuciones puede todavía reconocerse como definitorio de una agenda de investigación que para la historiografía política habría de significar un gran desafío, por más que no todo pudiera ser fácilmente historiado. Los partidos políticos, su lugar en el sistema, el sistema político, el régimen político, el sistema electoral, las elecciones, el comportamiento del electorado, la opinión pública, el régimen de gobierno, el Estado y las políticas públicas, las relaciones entre política y sociedad, las instituciones de gobierno y administración, los temas de la competencia política y en particular electoral, de la deliberación pública, de la productividad parlamentaria, de la política en la escala subnacional, etcétera. Los asuntos abiertos también respondían a diferentes adscripciones teóricas y prácticas metodológicas de la ciencia política, a su creciente internacionalización y al progresivo ensanche de la formación académica de quienes la desarrollaban en los campos de la investigación y la enseñanza.
La historia, más precisamente la historia política, hizo su camino con estas referencias nuevas para su práctica, que operaron a menudo como acicate para preguntas inéditas, marcos conceptuales desafiantes, revisión de sus fuentes y sus métodos. Ese camino fue también de superposiciones y lógica confusión, de incorporación rápida de términos y conceptos aplicados a otros contextos, todo ello acompañado, como consecuencia, de una mengua notoria en la función narradora del antiguo oficio de la historia. Ganancias y pérdidas.
Así pues, entre la historia, la ciencia política y, a mayor distancia, la sociología, los partidos políticos ocuparon la atención académica, a veces como objetos completos de análisis, otras veces surcados por líneas transversales y enfoques comparativos, con alcance regional y mundial. La dictadura cívico-militar instalada en 1973, concretada para eliminar a los partidos, contribuyó indirectamente a su recuperación como unidad de análisis. La transición democrática posterior los tuvo en un lugar central, avalado por la sorprendente continuidad histórica (sustentada en los cambios de orientación y liderazgo), lo que suponía la restauración del mapa partidario previo al golpe de Estado. Hubo quienes cuestionaron esta recuperación de los partidos políticos como objeto (de lo formal, lo funcional, lo normativo), viéndola más que nada como un aval extendido al Uruguay clásico, o como una evasión con respecto a otros problemas «reales», contradicciones y conflictos que podían explicar mejor la crisis y las opacidades de la democracia uruguaya. Más modestamente puede decirse que con la transición los partidos uruguayos recuperaban el centro de la escena, al tiempo que expresaban y conducían una mayor concentración de la ciudadanía en el centro del espectro político e ideológico.
Diez años más tarde del inicio de aquella transición política, los partidos (y también muchos de los estudiosos de los partidos) dieron acabada muestra de cierto agotamiento de su expectativa cuando deslizaron a Uruguay hacia un cambio de reglas electorales concretado en la reforma constitucional aprobada en 1996. Esas nuevas reglas estrenadas en 1999 estuvieron asociadas, entre otras innovaciones, a la eliminación del tradicional doble voto simultáneo en las elecciones presidenciales y de diputados, y a la consecución de mandatos de corte mayoritario, como la imposición del requerimiento de mayoría absoluta y de la segunda vuelta (balotaje) en la elección presidencial.
Al inicio del nuevo siglo era claro que la historiografía uruguaya se prodigaba en otros temas, preocupaciones e influencias. La profesión daba pasos importantes en términos institucionales, con un desarrollo notable de los estudios de posgrado en el exterior y en el país, que ambientaban otro tipo de intercambios académicos y de mecanismos de reconocimiento. En lo temático, la historia social y cultural, en franco avance (trabajadores, movimientos sociales, género, vida privada, vida cotidiana, patrimonio), no relegaban el campo de la política y lo político. Se resignificaban, más bien, en esa clave. La llamada historia reciente o del pasado reciente incorporaba temas de importante circulación internacional, cuando no de una dramática vigencia, como el que reconstruía, desde huellas bien precarias, el destino de los detenidos desaparecidos durante los años de terrorismo estatal. En el mismo campo, a veces desde un abordaje sistemático y otras con un tratamiento testimonial, los partidos y los grupos partidarios, los líderes y sus trayectorias vivieron unos años de explosión editorial que podrían haber llevado a pensar —como se decía en la década de 1960— que los best sellers eran libros sobre Uruguay.
Digamos finalmente que no todo fue entonces historia del pasado reciente. La historiografía política y social uruguaya volvió a trabajar sobre el temprano siglo XIX, desde la crisis colonial y la emancipación, incluyendo la revisión del artiguismo, hasta las formas de sociabilidad y socialización política de la república incipiente, a menudo en sintonía con la historia conceptual de fuerte desarrollo en Iberoamérica. Cabría esperar de todo ello, junto con su consolidación, el impulso a una reformulación de los estudios de historia política en la que los partidos sean observados nuevamente en términos de su genética y de su morfología (Bartolini 1993), de sus vínculos con la sociedad y la cultura política, cubriendo así los problemas apenas resueltos del origen, del formato y de las modalidades de construcción de ciudadanía.
Dado este sumario recuento de antecedentes y aunque resulte obvio, el lector no debería, ni por asomo, ver esta obra como culminación de un proceso ni como un desenlace de tipo alguno. Tómesela, más bien, como un momento expresivo de variados encuentros disciplinarios y generacionales destinados a esclarecer el pasado y el presente de nuestros partidos con una perspectiva atenta al interés ciudadano. La historia y la ciencia política se encuentran en un objeto, los partidos y movimientos políticos. Los definen historiándolos y narran su trayectoria a partir de conceptos y encuadres problemáticos. Es esta también una revisita, una relectura de fuentes y de textos que mostrarán o no su vigencia, pero que sobre todo dejarán en evidencia los vacíos y las tareas que quedan por acometer.
Es bastante claro que una pretensión de este calado requiere de un esfuerzo colectivo, sujeto a un plan cuya realización ofrezca a los lectores una combinación que ambicionamos rigurosa, actualizada, accesible y atenta a la pluralidad de enfoques. Explicaremos más adelante la lógica que organiza y justifica el plan de la obra, pero baste adelantar que una tarea coral y de síntesis histórica como la que hemos procurado no hubiera resultado legible, ni mucho menos pertinente, si forzaba la tonalidad de cada voz convocada en beneficio del conjunto, o si se apresuraba en el sacrificio de los matices y aun las diferencias de enfoque, de adscripción disciplinaria y de interpretación. La solución para atenuar una posible dispersión habría de venir de la historia, antigua y renovada disciplina que coloca en el centro de su tarea a la narración, su compromiso más delicado. Sobre todo, si se agrega a ello, como es el caso, el objetivo de ofrecer una síntesis para el uso de quienes se interesan en la política y en la acción cívica y aceptan compartir una conversación actual sobre el pasado.
La sujeción a un plan y a un manojo de preguntas que son la columna vertebral de la colección parece haber resistido bien la variación del objeto de análisis que se registra en cada tomo. Solo que el objeto —los blancos, los colorados, las izquierdas, para decirlo en pocas palabras—, respetado en su identidad, no es en modo alguno indiferente o plenamente autónomo respecto a sus formas concretas de análisis e historización. Más claramente, cada partido o movimiento político ofrece un repertorio propio de recursos y lenguajes que ejercen su resistencia a la hora de dejarse moldear por las pretensiones de una síntesis descriptiva y comprensiva.
Los partidos son el sujeto principal de esta colección. Existe una profusa literatura que discute qué es un partido, en el sentido moderno del término. En su definición más básica, aportada hace ya medio siglo por Giovanni Sartori (1976), un partido es un grupo político que se identifica con una denominación (una «etiqueta») y que se presenta a la competencia electoral con el fin de obtener cargos en alguna de las ramas electivas del gobierno. De allí en más pueden agregarse atributos que completan la definición y que permiten distinguir distintos tipos de partidos. Pero, se los defina como sea, no hay dudas de que en la historia uruguaya moderna este tipo de grupos políticos que pueden reconocerse como partidos han sido, salvo en períodos o momentos excepcionales, los actores principales del proceso político. Reconociendo e interpretando este protagonismo es que ha podido hablarse de partidocentrismo y de partidocracia (Caetano, Pérez y Rilla 1987), según se vea en los partidos el centro del sistema político o más bien su condición principal de sujetos gobernantes.
Sin embargo, ceder a la tentación de hacer una historia de los partidos limitada a estos en tanto sujetos colectivos protagónicos de la vida política uruguaya dejaría indebidamente fuera del foco de la reconstrucción a otras entidades políticas, otros actores que, sin reunir los atributos de aquellos ni reconocerse como tales, incluso todo lo contrario, renegando de los partidos como forma organizativa idónea para alcanzar sus objetivos, han jugado un papel destacado en distintos momentos, episodios y trayectorias. En el proceso político concreto los partidos no solo interactúan entre sí, sino que también lo hacen con esos otros actores, no partidarios, que de distintos modos intervienen en el curso de los acontecimientos. A veces se trata de movimientos políticos, o sea, de organizaciones cuyo cometido fundamental es la acción política, aunque no se organizan ni se identifican como partidos. Otras, se trata de movimientos sociales, que expresan intereses particulares de cierto grupo o conjunto de grupos de la estructura social. Muchas veces es difícil distinguir entre actores de uno u otro tipo, entre otras cosas debido a que existen organizaciones que habiendo nacido como movimientos sociales devienen políticos por su propia decisión en tal sentido, o se involucran de tal forma en el proceso político que se transforman, en los hechos, en actores de ese tipo.
Un par de ejemplos pueden ilustrar esta situación. Aunque con importantes antecedentes desde las primeras décadas del siglo XX, el ruralismo nació en los años cincuenta como la expresión de un conjunto de actores sociales vinculados a la producción agropecuaria y más en general al mundo rural o al campo como ámbito geográfico-social y cultural. La Liga Federal de Acción Ruralista (tal el nombre, de reminiscencias artiguistas, que adoptó el movimiento al momento de su puesta en marcha en 1951) se posicionó como una expresión directa de dichos sectores, declarándose en principio ajena a los partidos, aunque dispuesta a alojar en su seno a los simpatizantes tanto del Blanco como del Colorado. Sin embargo, con el correr de la década, radicalizando su postura antiurbana, antiestatista y anticomunista, el ruralismo fue confrontando cada vez más con el sector batllista mayoritario en el Partido Colorado. Y así, en 1958, terminó realizando una alianza electoral con el sector herrerista del Partido Nacional, que ese mismo año completaba su proceso de reunificación cerrando casi tres décadas de división. Los candidatos ruralistas compartieron listas con los del herrerismo, y muchos de ellos acabaron ocupando destacados cargos del gobierno y la administración pública. En los años posteriores, muerto su líder, Benito Nardone, el ruralismo se extinguió como movimiento social, y el movimiento político en que se había transformado terminó disperso en diversas corrientes ubicadas a la derecha de ambos partidos tradicionales. Se trató, entonces, de un movimiento social que pasó al campo de la política, incluyendo la política electoral, y se transformó durante un breve período en una fracción del Partido Nacional.
Un caso diferente, pero igualmente representativo del mismo fenómeno, es el de los tupamaros. Nacido como organización guerrillera en 1966, el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) se proponía liderar un proceso revolucionario de orientación socialista mediante la toma violenta del poder. Sin embargo, en su breve momento de auge, entre 1968 y 1972, llegó a constituirse como un movimiento político con bases de apoyo en diversos sectores de la sociedad civil organizada y de los intelectuales. Tanto fue así que, para dar cauce legal a la acción de sus miembros, creó en 1971 un grupo dentro del recién fundado Frente Amplio (FA): el Movimiento de Independientes 26 de Marzo (M26). Tras su derrota militar en 1972 y habiendo sobrevivido a las duras condiciones impuestas a sus militantes por la dictadura instaurada en 1973, el MLN y el M26 se unificaron bajo el nombre del primero. Desde 1989 pasaron a operar dentro del FA en el marco de una fracción denominada Movimiento de Participación Popular, que resultó electoralmente muy exitosa, constituyéndose en el sector mayoritario de las izquierdas desde el 2004 hasta la actualidad. Este es, pues, un caso diferente al del ruralismo, otra versión del mismo asunto: una organización guerrillera que devino movimiento político y acabó siendo parte de un partido.
Como es sabido, en síntesis, hubo y hay movimientos adentro de los partidos consolidados, a veces conducentes a agrupaciones electorales con carácter de sublema (desde que la legislación lo reguló de esa forma). Movimientos con pretensión de integración a un partido, nacidos afuera, pero útiles para su crecimiento conjunto; así como movimientos apartidarios, antipartidarios, o transpartidarios, que durante varias instancias cruzaron sus trayectorias con las de agregados mayores. A partir de lo mencionado en los párrafos anteriores, parece resultar claro que tanto el ruralismo como los tupamaros han sido actores demasiado significativos en la historia política uruguaya como para que pueda prescindirse de ellos a la hora de reconstruirla y analizarla. Podríamos acudir a otros ejemplos para ilustrar la importancia que tiene la inclusión de otro tipo de organizaciones que, como los movimientos políticos, o incluso algunos movimientos de naturaleza originariamente diferente, interactúan y se imbrican con los partidos en los procesos políticos. Dejarlos fuera de una historia de los partidos significaría perder una parte importante de su propia historia y afectar la posibilidad de proponer una reconstrucción más ajustadamente representativa de sus dimensiones fundamentales. Por ello, la que aquí se presenta se ha planteado desde el comienzo como una historia de partidos y de movimientos políticos, con todo lo que esto implica, tanto lo que incluye como lo que excluye.
Las anteriores consideraciones sobre las dos clases de organizaciones políticas (partidos y movimientos) comprendidas en el campo de atención de esta colección, y su interacción, también, con estructuras no estrictamente políticas como lo son, entre otras, los movimientos sociales, remiten a un tema mayor. La acción política, que por su propia naturaleza es inherente a la tramitación y decisión sobre los asuntos de interés público o colectivo, no se agota en la política como esfera específica del acontecer social. Por el contrario, involucra asuntos que alcanzan al conjunto de los temas sobre los que la sociedad, en tanto comunidad política, debe tomar decisiones, o transferir su resolución a quienes son elegidos en su nombre. Los partidos y los movimientos políticos, como acto- res principales —y por lo tanto de ningún modo exclusivos— de la vida colectiva de la sociedad como comunidad política, intervienen en un conjunto de asuntos mucho mayor al que refiere en términos estrictos lo político. En este sentido, la vida política supone una acción compleja y de múltiples mediaciones, en la que los partidos y los movimientos políticos se relacionan con asuntos que pertenecen al campo de lo económico, lo cultural, lo social, lo científico, etcétera. Por ello, necesariamente, una historia de partidos y movimientos políticos es la historia de su relación con todas y cada una de las esferas a las que pertenecen los asuntos que ingresan al debate público y que son objeto de decisiones colectivas.
Para escribir tal historia, con estos alcances y desplazamientos del objeto, la obra se instala a menudo entre el análisis historiográfico y el politológico. Como corresponde a toda producción historiográfica, privilegia la narrativa, y con ella la reconstrucción de las secuencias temporales en que se despliegan los fenómenos y los procesos considerados. Pero también incorpora las posibilidades analíticas y descriptivas que ofrecen los marcos teóricos, los conceptos, las categorías y los enfoques elaborados en el campo disciplinario de la ciencia política. Esta es, en consecuencia, una historia que en su mayor parte se apoya en la colaboración entre historiadores y politólogos. Pero ello no niega ni clausura las posibilidades que ofrece la incorporación de aportes de otros campos disciplinarios (como la sociología, la filosofía, el derecho o la economía), que también han enriquecido la colección.
Más allá de las peculiaridades del tratamiento de cada caso y de la diversidad que su propia composición interna entraña, hay una serie de problemas y asuntos que atraviesan toda la colección. Algunos de ellos están tratados específicamente, sobre todo en la segunda sección de cada uno de estos tres volúmenes. Esos y otros lo serán en una mirada más comprensiva en un cuarto volumen temático que se publicará con posterioridad.
Por ejemplo, ¿cuándo y por qué nacen los partidos? Esta pregunta no refiere única ni principalmente a un problema de datación. Identificar el momento y las circunstancias en que nace un partido es un asunto que en algunos casos es difícil resolver, porque no siempre existe un acta o un acto fundacional. El surgimiento de un partido puede ser el resultado de un largo y complejo proceso en cuyo transcurso, en algún momento, lo que hasta entonces era un bando de seguidores de un caudillo o de un líder de opinión, o un club político integrado por ilustrados doctores en leyes o filosofía que compartían ciertas ideas, o ambas cosas a la vez, se termina transformando, organizando y reconociendo a sí mismo como un partido político, en el sentido moderno del término. Este es sin dudas el caso de blancos y colorados, que hunden sus raíces en las guerras revolucionarias del siglo XIX (hay quienes las remontan hasta las de la independencia, incluso) y cuyo momento exacto de nacimiento, si es que lo hubo, es por tanto objeto de discusión. En las izquierdas, en cambio, habiendo nacido los partidos ya en un contexto bastante más moderno, la identificación de eventos fundacionales precisos tiene más posibilidades, aunque no por ello está fuera de controversias.
El cuándo también se vincula en cierto modo al por qué, a cuáles son los factores que determinan el nacimiento de los partidos. Confrontaciones personalistas entre caudillos rurales y entre doctores de la ciudad, en algunos casos llegando al extremo de la guerra civil, conflictos sociales, convicciones ideológicas, tramas culturales, creencias religiosas, cálculos estratégicos orientados a la coordinación electoral para maximizar votos o cargos, fractura (o unificación) de partidos o movimientos preexistentes, o alguna combinación entre los anteriores. Todos estos son factores que pueden encontrarse en los orígenes de los partidos, lo cual no es ajeno al momento en que este se produce. No son los mismos los factores que operan sobre la configuración partidaria de la política en sociedades tradicionales, donde los intereses de sectores sociales todavía no están constituidos como actores colectivos ni las instituciones políticas están bien establecidas, que aquellos que están en juego cuando la sociedad se organiza y las reglas del juego político se instauran efectivamente. Por eso el momento de nacimiento de los partidos también tiene relación con los factores que impulsan y motivan su creación.
Tanto el momento como los motivos originarios son importantes para explicar algunas de las características esenciales de las colectividades políticas que se organizan como estructuras partidarias orientadas a la obtención de espacios de poder mediante la competencia electoral. Esto es así porque, como diversos estudiosos de los partidos han enfatizado (Angelo Panebianco 1982, entre otros), la matriz originaria que se configura en el momento fundacional condiciona fuertemente la evolución posterior. Las marcas de origen, tanto en lo que refiere a las ideas fundamentales como a los vínculos sociales y las formas de organización, perduran largamente como señas de identidad de los partidos. Conforme se desarrollan, constituyen la base sobre la que se va conformando una tradición, alimentada por la propia historia partidaria, con sus líderes, sus hitos, sus símbolos distintivos, sus gestas, sus héroes y hasta sus mártires. Así, los partidos se van transformando en comunidades políticas con identidad propia. La tradición se vuelve un componente clave en el desarrollo del sentimiento de pertenencia de los miembros a una colectividad política, como lo son los partidos. Se trata de un factor emotivo, no necesariamente irracional, que se agrega a los vínculos más claramente racionales que se proyectan en las ideas y los programas.
Una de las claves para que los partidos subsistan, y vayan con ello construyendo su propia historia y alimentando su tradición, tiene que ver con su capacidad de adaptación ante los cambios que se producen en la sociedad a la que pertenecen. Estos van reconfigurando permanentemente su entorno de actuación, y con ello las oportunidades y los desafíos a los que se enfrentan. Los partidos que no logran renovarse en consonancia con esos cambios contextuales suelen tender a congelarse o incluso a desaparecer. Esto remite a su vez al vínculo entre tradición y renovación, y con ello a la capacidad de adaptación sobre la que se ha producido abundante literatura politológica, entre la que cabe destacar los aportes del ya mencionado Panebianco, de Herbert Kitschelt (1994), y de Adam Przeworski y John Sprague (1986).
La capacidad de los partidos para adaptarse a los cambios sociales y por tanto para renovarse también se vincula a diversos factores de su propia configuración. La ideología es uno de ellos, pues las más monolíticas y cerradas son menos propicias para motivar o autorizar procesos de transformación partidaria con respecto a las que son más eclécticas y abiertas. Y más que la ideología partidaria por sí misma, es muy relevante la forma en que los partidos entienden la relación entre las concepciones ideológicas y la práctica política. Los partidos más dogmáticos tienen en principio más dificultades para renovarse que los que entienden el vínculo entre principios y política en forma más pragmática. También los distintos modelos de organización partidaria juegan su papel en la suerte de los partidos para renovarse y sobrevivir. Las estructuras más rígidas son menos favorables al cambio que las más flexibles. Los partidos que conceden más poder a sus militantes suelen tener más dificultades para transformarse que aquellos que, al menos dentro de ciertos límites, otorgan mayores márgenes de autonomía a sus dirigentes.
Pero la renovación, imprescindible para que los partidos tengan éxito o incluso para que sobrevivan, también tiene límites, más allá de los cuales el resultado puede conducir al fracaso. La que vincula tradición y renovación es una tensión a la que los partidos se ven sometidos en su historia. En su correcta administración se juega muchas veces ese desenlace. Cuando los procesos de renovación cuestionan componentes esenciales de las tradiciones partidarias, acaban afectando la identidad, y con ello pueden conducir a crisis internas, incluso derivando en cismas. También pueden llevar al fracaso de los partidos como organizaciones militantes y como máquinas electorales. Esto sucede cuando la magnitud de las transformaciones, su lejanía de los postulados identitarios o de la matriz tradicional, provoca la confusión y el desencanto de los adherentes y de los votantes. También puede llevar al descrédito público de sus dirigentes y candidatos cuando, de tan radicales, los cambios se vuelven difíciles de considerar como auténticos, o directamente resultan inverosímiles, y son, en cambio, vistos como acomodamientos oportunistas o demagógicos.
Otro de los asuntos que atraviesa a la colección tiene que ver con la política como guerra, o con la violencia como forma de lucha política. Como se dijo, en el caso uruguayo las guerras civiles del siglo XIX jugaron un papel decisivo en la configuración de los dos bandos tradicionales originarios (blancos y colorados) y en su evolución hacia partidos políticos modernos. Fue un largo proceso que culminó recién en las primeras décadas del siglo XX, cuando la democracia se fue construyendo e instaurando como régimen político, no sin irrupciones e interrupciones autoritarias. Allí radica otro asunto clave de la historia de los partidos, que se vincula al de la violencia política: su relación con la democracia y con el autoritarismo.
Luego de décadas de enfrentamientos armados, blancos y colorados acordaron y establecieron hacia fines de la segunda década del siglo pasado un estatuto de convivencia democrática y pacífica. Por este, ambos se comprometieron a dirimir sus conflictos en el terreno electoral y se dieron garantías mutuas para el respeto de la libertad política y el ejercicio compartido del gobierno y de la gestión pública. Sin embargo, sectores importantes de ambos partidos cedieron a la tentación autoritaria y al quiebre de la democracia. Así fue que la corriente mayoritaria del Partido Nacional (el herrerismo) se alió a la minoría colorada para orquestar un golpe de Estado e instaurar un régimen dictatorial en 1933. Así fue también que, cuarenta años más tarde, la corriente mayoritaria del Partido Colorado (el pachequismo) se alió con la minoría blanca y con las Fuerzas Armadas para ejecutar un golpe de Estado e instaurar una dictadura en 1973.
Por su parte, las izquierdas no han sido en absoluto ajenas a estas disyuntivas. Por el contrario, varias de sus expresiones tuvieron una relación ambigua con la violencia política en distintos momentos de su historia. También han alternado entre, por un lado, el rechazo radical de la democracia liberal, como lo hacían los comunistas de los años veinte, y, por el otro, su combinación con distintas fórmulas de democracia social y económica, como reclamaban los socialistas desde sus orígenes. Medio siglo después, precisamente cuando por primera vez habían construido una alterativa política unificada para disputar con los partidos tradicionales en el terreno electoral, estas ambigüedades volvieron a evidenciarse. Quedaron expuestas en las expectativas que, en medio de la grave crisis política que prologó la instauración de la dictadura, varios grupos de la izquierda depositaron públicamente en los sectores presuntamente progresistas de las Fuerzas Armadas. Ello se sumaba, cuando no formaba parte del mismo asunto, a la proclamación, la aceptación o la práctica de la lucha armada desde algunos sectores como camino privilegiado de acceso al poder.
A pesar de estas múltiples defecciones de la lealtad democrática verificadas en todas las grandes corrientes políticas a que se dedican los tres tomos iniciales de esta colección, y de las interrupciones autoritarias a que dieron lugar los quiebres institucionales de 1933 y 1973, la competencia electoral ha sido el mecanismo principal en la dilucidación de los pleitos entre partidos y dentro de los partidos durante los cien años que median entre el estreno de la Constitución de 1918 y las últimas elecciones nacionales celebradas en el 2019. Aunque no es su único campo de acción, la influencia del sistema electoral sobre los partidos es muy fuerte. Existe una vasta literatura sobre ese vínculo en la sociología y la ciencia política, especialmente desde que Maurice Duverger (1950) formulara sus «leyes» al respecto. Y efectivamente, sin desconocer la incidencia de otros factores, puede decirse que en Uruguay las instituciones y las prácticas electorales han jugado un papel muy importante en la modelación de los partidos como tales y en la configuración del sistema de partidos. Los partidos han diseñado y transformado el sistema electoral, tanto como este lo ha hecho con ellos. Desde los años veinte del siglo pasado, cuando culmina el proceso de elaboración del sistema de normas electorales erróneamente conocido durante mucho tiempo por defensores y detractores como «ley de lemas», la gran mayoría de los liderazgos partidarios o han surgido o se han legitimado en el escenario que brindan las campañas electorales y las propias elecciones.
Salvo un par de excepciones (Líber Seregni y Tabaré Vázquez), en general esos líderes lo han sido de una fracción o sector dentro de un partido: Wilson Ferreira y Luis Lacalle en el Partido Nacional, Jorge Batlle y Julio Sanguinetti en el Partido Colorado, José Mujica y Danilo Astori en el Frente Amplio, por solo mencionar algunos de los del último medio siglo. Esto es así porque los partidos, al menos los mayores, no son, nunca han sido, colectividades monolíticas. Por el contrario, albergan una intensa vida interior que se organiza en corrientes y fracciones encabezadas por figuras que compiten entre sí por el liderazgo partidario, nunca definitivo, siempre sujeto al resultado de la contienda intrapartidaria. Por ello, mirar a los partidos hacia adentro, hacia sus corrientes y líderes en pugna, es una de las claves fundamentales que proponen las historias narradas y analizadas en cada tomo de esta colección. La vida interna de los partidos también se despliega en otra dimensión de gran interés, pero explorada aquí de un modo todavía insuficiente: el nivel subnacional. Aun en un país tan centralista como Uruguay, la existencia de estructuras de gobierno subnacional en los niveles departamental (desde 1919) y municipal (desde el 2010) ha determinado que los partidos tengan una intensa dinámica interior surcada por las exigencias de esa dimensión.
Si importante ha sido observar en esta colección a los partidos hacia adentro, más lo ha sido hacerlo hacia afuera, en el cumplimiento de sus funciones como agregadores de intereses, representantes de preferencias, reclutadores del personal político y gestores del gobierno y el Estado, entre las principales. Es a través de estas funciones que los partidos se relacionan entre sí, con la sociedad y con el Estado. Las relaciones de cada unidad con las demás es lo que constituye en esencia al sistema de partidos —históricamente conformado hacia los años veinte del siglo pasado—, que puede asumir diversos formatos numéricos (desde el de partido predominante hasta el multipardismo extremo) y albergar diferentes dinámicas de competencia (desde las más polarizadas a las más centrípetas, entre otras posibilidades). Por ello buena parte de la historia de los partidos es la de sus acciones y reacciones en el marco del sistema de partidos. De igual modo, lo es de sus relaciones con la sociedad en la que se enraízan en diverso grado y a la que representan en las instituciones políticas, así como de sus vínculos con las múltiples expresiones en que aquella se estructura y se organiza (las clases, los grupos de interés, los movimientos sociales).
El estudio de los partidos y sus relaciones con la sociedad resulta más accesible cuando es posible rastrear la evolución del juicio ciudadano y el modo como este influye y es influido. La prensa política y de sesgo partidario o sectorial del siglo XIX es una fuente inestimable. Con su acción fue capaz de iniciar un circuito de comunicación fluido, animador de controversias importantes, aunque reducidas a menudo a los límites del mundo letrado que disputaba la opinión. Recientemente, y cada vez más, los partidos contemporáneos auscultan los intereses, valores, actitudes y preferencias sociales a través de la contratación de estudios de opinión pública y del relevamiento y procesamiento de datos. Así, basados en las posibilidades que las nuevas formas de comunicación masiva y las tecnologías de la información ofrecen, la opinión pública se ha transformado para los partidos en una imagen representativa de la sociedad, que los condiciona cada vez más en sus posicionamientos y decisiones. Se trata de un condicionamiento, no de una determinación cruda: los partidos no siempre van detrás de la opinión pública, también contribuyen a moldearla o la enfrentan y confían en su respaldo más allá del corto plazo.
Finalmente, los partidos tienen un estrecho vínculo con el Estado y con el gobierno. Su imbricación con las estructuras estatales y gubernamentales es tal que se requiere un gran esfuerzo de focalización para poder separar, en la reconstrucción analítica, su propia historia como organizaciones de la de sus acciones en el Estado y en el gobierno o en la oposición. Tanto es así que hasta se ha formulado un tipo de partido (el «partido cartel», según la denominación propuesta por Richard Katz y Peter Mair 1995) definido por su estrecha relación con el Estado y por la dependencia de la disposición de los recursos estatales que ello genera para la propia supervivencia y reproducción de la estructura partidaria. Esto, que vale para muchos países en que ciertos partidos se alternan en el ejercicio del gobierno o lo comparten para excluir a otros, es particularmente válido para el caso uruguayo. Casi desde sus orígenes, el Estado fue creado y desarrollado por los partidos tradicionales, y estos se fueron constituyendo en su relación con y en el Estado. Si esto es cierto para blancos y colorados durante la mayor parte de la historia narrada en esta obra, lo es igualmente, desde tiempos más recientes, para las izquierdas integradas en el Frente Amplio.
Pero tanto blancos y colorados como frenteamplistas también han vivido y sobrevivido fuera de las estructuras del Estado y del gobierno. Haber nacido y haberse desarrollado dentro del Estado (como en el caso de los colorados) o fuera de él (como en el caso de los blancos primero y de las izquierdas frenteamplistas después) no es trivial, tiene efectos sobre los partidos. Los que se desarrollaron en la oposición son diferentes de los nacidos en el gobierno, aun cuando tarde o temprano unos y otros hayan llegado a controlar el Estado desde el Ejecutivo. He allí otra clave de lectura fundamental que recorre esta colección.
En síntesis, mirada desde los partidos y sus permanencias, la historia de la política uruguaya muestra las dificultades que deben resolver los investigadores si pretenden sostener analítica y narrativamente la distinción entre partido, gobierno y Estado. Hemos procurado mantener alejada la confusión toda vez que ello fue posible.
Según las consideraciones anteriores, cada uno de los tres primeros tomos que componen la colección está dedicado a un partido o conjunto de partidos. Para no cerrar la identidad en un círculo demasiado estrecho hemos preferido cierta imprecisión o incluso vaguedad (y hospitalidad) al titular los volúmenes como Blancos, Colorados, e Izquierdas. Sin embargo, cada uno se organiza dentro una misma estructura de secciones: Secuencias; Asuntos, problemas y controversias; Corrientes, movimientos y liderazgos; Semblanzas; Cronología; Bibliografía, archivos y documentos.
La primera sección de cada tomo recorre, capítulo a capítulo, las grandes etapas reconocibles en la historia de cada una de las tres corrientes políticas consideradas. Ello ha requerido un esfuerzo importante de focalización en el objeto bajo consideración, sin dejar de prestar la debida atención a los distintos contextos en los que actuó. Esa reconstrucción incluye las relaciones con las otras entidades partidarias y sus posicionamientos ante diversos temas de la agenda política, desde el gobierno o la oposición, según el lugar que haya ocupado.
En la segunda sección el corte por capítulos es diferente. Pasamos de las etapas a los temas, de la reconstrucción narrativa al análisis centrado en ciertos asuntos problemáticos. En cada uno de ellos se ensaya una mirada a la corriente política considerada a través de algún tema que ha sido elegido como particularmente relevante en su historia. Algunos asuntos son trabajados para los tres casos dada su centralidad: la democracia y el autoritarismo, el mundo y las relaciones internacionales; otros tópicos son mas carcterísticos o definitorios de algunos partidos en especial: el liberalismo económico, la laicidad, la relación con los actores sociales, entre otros.
La tercera parte observa a los partidos por dentro. Como fue dicho, los partidos no son monolíticos, alojan una diversidad interna que en ocasiones deriva en fuertes confrontaciones. Muchas veces esa diversidad se expresa en liderazgos personales que han sido particularmente significativos para el partido en su conjunto o para alguna de sus corrientes internas en cierta etapa de su historia. Cada capítulo de la tercera sección aborda una o algunas de esas corrientes internas y liderazgos que se mueven dentro de los partidos. En varios de estos capítulos también se da cuenta de los debates y contenciosos que han enfrentado a estos diversos cauces en que transcurre la vida de las colectividades partidarias mayores.
La cuarta sección de cada tomo reúne un conjunto de reseñas y semblanzas biográficas de un manojo de personajes que por diversos motivos han sido particularmente relevantes en la historia de los partidos y los movimientos políticos considerados. Se trata de una lista variada en su volumen e inevitablemente incompleta. En todos los casos se han seleccionado personas que fueron importantes en algún período o aspecto en particular de la historia narrada. No se trata de biografías estrictamente, sino más bien de semblanzas, reseñas que proponen una valoración del individuo en referencia a la trayectoria de la colectividad política de la que se ocupa el libro respectivo.
La quinta sección de cada tomo contiene una «cronología fundamental». Estas cronologías han sido elaboradas como guías que acompañan a la lectura en beneficio del lector. No son exhaustivas. Registran una selección de hitos considerados particularmente significativos en la historia partidaria. No todos refieren estrictamente al actor central del tomo, pues se ha considerado importante consignar también ciertos eventos de su contexto de actuación, tanto nacional como del exterior, que fueron relevantes en su propia trayectoria. Dependiendo de la naturaleza del suceso o proceso al que refieran, las entradas pueden alojar a uno o a varios eventos encadenados, pueden indicar la fecha precisa de su ocurrencia, o hacer una mención más genérica al mes, año o tramo entre años, durante el que se haya desplegado.
Por último, la sexta sección contiene las referencias bibliográficas de los trabajos (libros, capítulos, artículos), junto con las de los documentos y su ubicación archivística, que han sido expresamente citados en el tomo respectivo. No se trata de una bibliografía general sobre los temas considerados en el tomo, sino solamente de la lista de lo que sus autores han mencionado. Constituyen, por tanto, catálogos incompletos de la producción y de la documentación existente. De todos modos, son bibliografías de gran extensión y cobertura, lo que se ha visto amplificado no solo por la variedad de los asuntos considerados, sino además por el importante número de autores que han participado de la elaboración de cada tomo. Las hemos ubicado en una sección independiente a fin de no sobrecargar los textos con un aparato erudito que reste fluidez al encuentro con los lectores.
Esto en lo que refiere a los tres primeros volúmenes que estamos presentando. Como señalamos, hay un conjunto de problemas y asuntos que atraviesan a todos los partidos y movimientos políticos. Hemos intentado dar cuenta de una parte de ellos, los más evidentes, los más recorridos por la investigación o simplemente los más útiles a los efectos de una narración comprensiva. Pero sabemos que esos temas merecen una atención mucho más específica que los observe y analice en el conjunto y con un corte transversal. Por eso, luego de estos tres, la colección se completará con un cuarto tomo, diseñado en clave temática. Este volumen final que se encuentra en preparación incluye entre otros temas los siguientes: los partidos en el nivel subnacional; los partidos y los movimientos sociales; los partidos y los militares; los partidos, las religiones y las iglesias; los partidos, el carnaval y el fútbol; los partidos y la literatura; los partidos y el feminismo; los partidos y los medios de comunicación; los partidos y la política internacional; los partidos y la partidocracia.
Hasta el momento, en los tres volúmenes que estamos introduciendo, son más de una cincuentena los autores que han contribuido en la producción de esta colección. Blancos ha sido coordinado por Gabriel Bucheli y Adolfo Garcé; Colorados por Daniel Buquet, Daniel Chasquetti y Felipe Monestier; Izquierdas por Gerardo Caetano, Aldo Marchesi y Vania Markarian. Los coordinadores interpretaron nuestra invitación con libérrima disposición y abrieron en mayor o menor grado la lista de sus colaboradores capaces de dar cumplimiento al plan general de la obra. Este resultado que presentamos no es una sumatoria de textos alusivos, sino la lenta elaboración de una síntesis que no equivale, desde luego, a un completo acuerdo interpretativo.
Vistos en conjunto, los coordinadores de cada volumen y los restantes autores de sus diferentes secciones y capítulos representan la confluencia de acumulaciones disciplinarias, institucionales y personales diversas. En su gran mayoría se trata de investigadores, académicos y docentes de la Universidad de la República, pues esta obra fue concebida y desarrollada desde el Departamento de Ciencia Política de su Facultad de Ciencias Sociales. Allí radica el núcleo principal de las acumulaciones y trayectorias que convergieron a la producción de esta obra. Sin embargo, a partir de ese núcleo, esta Historia de los partidos y movimientos políticos en Uruguay reunió a muchos autores y autoras que han desarrollado total o parcialmente sus estudios e investigaciones en otros ámbitos de la comunidad académica nacional, tanto dentro como fuera de la Universidad de la República y del propio Uruguay. En su gran mayoría se inscriben en los campos disciplinarios de la historia y de la ciencia política, pero a ellos se han sumado quienes lo hacen en los de la economía, la sociología, el derecho, las relaciones internaciones y la filosofía.
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