
Pese a que los sueños habían llegado a su fin y, por consiguiente, Alice disfrutaba de noches tranquilas, la presencia de Alicia seguía latente dentro de ella. En ocasiones, era tan evidente que se sentía como si la tuviera andando a su lado, comentando lo que hacían y observándola con curiosidad. No estaba muy segura de si se trataba de un error en su programa o si, simplemente, estaba perdiendo la cordura, pero no se atrevía a hablarlo con nadie.
—«¿Te da miedo que te tomen por loca?», preguntó Alicia. Acababa de esbozar media sonrisa. «Quizá lo estés. De hecho, tal vez lo estemos las dos».
Alice quiso mandarla callar, pero no se atrevió, ya que la androide embarazada seguía andando junto a ella.
Mantenía una mano sobre su tripa hinchada y, de vez en cuando, resoplaba y necesitaba un descanso. Alice se había retrasado, precisamente, para no dejarla sola.
En ese momento, por ejemplo, le hizo falta detenerse y sentarse sobre una roca para respirar hondo. Alice se mantuvo a su lado sin decir nada. Los demás se habían adelantado bastante, pero seguir sus huellas no era nada complicado. Además, aún tenía el revólver con dos balas.
—Lo que hiciste por nosotros fue una muestra de valor.
Aquello hizo que volviera a centrarse en su acompañante. Alice le sonrió, agradecida y algo incómoda a la vez. Seguía sin acostumbrarse a los cumplidos.
—No lo hice sola.
—Lo sé, pero ya nos han contado que fue idea tuya. Solo quería agradecértelo.
No respondió. Estaba muy pendiente de la forma como intentaba recuperar el aliento. Parecía cansada.
—¿Quieres tumbarte? —sugirió preocupada.
Normalmente, contaba con la ayuda de la chica delgadita. Por sus problemas pulmonares, también necesitaba hacer muchas paradas, pero justo ese día había decidido seguir el ritmo del grupo.
—No, no... —La mujer lo descartó con un gesto de la mano—. No podemos detenernos mucho tiempo.
—Tampoco seremos capaces de seguir si no te encuentras bien.
—Me recuperaré enseguida. Dame unos segundos.
Alice decidió no insistir. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y observó a su alrededor con curiosidad. Pese a que no le resultara demasiado cómoda la temperatura, tenía que admitir que un bosque nevado era una de las estampas más bonitas que había visto en su vida. Los tonos verdes oscuros y los marrones se mezclaban con las manchas blancas, salpicadas entre las ramas y las hojas. Las pocas zonas heladas arrancaban destellos de luz que ella siempre seguía con la mirada. Y lo que más le gustaba, por encima de todo lo demás, era el hecho de que no se hubieran encontrado con nadie. Ni huellas, ni signos de vida. Solo estaban ellos. Era un alivio.
—Te llamas Alice, ¿no es así? —murmuró la mujer, todavía sentada en la roca.
—Sí.
—Y ¿cuál es tu número?
Hablar tan abiertamente del tema era extraño, pero tener que repetir su identificación era casi como envenenarse la lengua. Hizo un esfuerzo para que no se notara lo mucho que la disgustaba y respondió con un escueto:
—43.
La mujer asintió.
—Bonito número. Última generación, por lo que veo. Y de las favoritas. Los terceros suelen ser los mejores prototipos.
—Eso decía mi creador.
—Lo piensan todos —aportó la mujer con una sonrisa—. Pero, al menos, el tuyo lo decía.
A Alice se le contagió la sonrisa, pero no añadió nada. De hecho, prefirió tratar de descubrir más datos sobre ella.
—¿Qué número eras tú?
—El 34.
—Nada de favoritismos.
—Nunca pretendí tenerlos, te lo aseguro. Ser una androide doméstica ya era más que suficiente.
Esos eran los encargados de todas las tareas domésticas de la zona, desde la limpieza hasta, en algunas ocasiones, la cocina y el cuidado de los humanos. Eran también los más numerosos. Los seguían los androides médicos, los ayudantes científicos y, en último lugar, los de información.
—¿Doméstica? —repitió pensativa—. Como una antigua amiga mía.
—¿Amiga? —El término no pareció encajarle demasiado.
—Una androide. Hace mucho que no sé de ella. —Por algún motivo, Alice no quiso nombrar a 42—. Y ¿cuál es tu nombre? ¿Cómo se refieren a ti?
—Bueno, muchos todavía me llaman 34, pero yo prefiero Eve.
—Eve —repitió—. ¿Ese no es...?
—El nombre del primer androide que crearon, sí. El de la historia que siempre nos contaban en las reuniones. —Sonrió un poco—. No tenía mucha imaginación cuando escapamos y me vi forzada a adoptar una identidad humana.
Alice recordaba la historia del primer androide. Había sido mucho antes de la guerra y de que los padres crearan una sociedad en la que poder unir sus ideas y crear prototipos más perfeccionados. Eve había sido un mero robot hecho a base de cables y componentes mecánicos al que se controlaba mediante un ordenador gigantesco.
Durante unas pocas semanas, trabajó como ayudante de laboratorio, pero pronto tuvieron que desconectarlo por problemas de funcionamiento. Aun así, sirvió como base para todos los androides posteriores. Alice siempre se preguntó por qué la estatua del vestíbulo de su zona representaba a un científico en lugar de a Eve.
—No es un mal nombre —admitió.
—Los demás eligieron Nick, Fer, Diana... Supongo que ya los irás conociendo. Tampoco tenemos mucho más que hacer. —Señaló a la chica delgadita—. Esa es Teguise.
—Bonito nombre. Nunca lo había oído.
—Era de información. Lo leyó en un antiguo libro guanche. —Hizo una pequeña pausa—. Todos tenemos un nombre, e incluso llegamos a inventarnos un pasado por si algún día teníamos que fingir ser humanos. Pero ya ves que no ha servido de nada.
Alice esbozó una sonrisa un poco amarga. Ella también se había planteado inventarse una historia humana para protegerse y había decidido usar la de Alicia. Con suerte, nunca necesitaría hacerlo.
Eve consiguió recuperarse al poco tiempo y, mientras reemprendían la marcha para alcanzar a los demás, Alice no pudo evitar señalar su barriga.
—No quiero ser indiscreta, pero ¿cómo...? Es decir...
—Lo sé. Se supone que somos infértiles. No entiendo cómo lo hicieron, pero conmigo funcionó.
—¿Y el bebé será...? Eeeh...
—¿Humano?
Alice asintió, dubitativa. Eve se limitó a exhalar un suspiro.
—No lo sé —admitió en voz baja—. Pero espero que sí. Si nace androide, se quedará con la misma apariencia toda su vida, pero su mente seguirá evolucionando. ¿Te imaginas cómo sería tener cuarenta años y estar atrapado en el cuerpo de un bebé? No le deseo algo así. Espero que sea humano. ¿Te imaginas? No creo que haya muchos bebés hoy en día.
—Nunca he visto uno.
Al menos en persona, porque sí que había visto a Jake en los recuerdos de Alicia.
—Y será mi hijo —afirmó Eve en voz baja. Colocó una mano sobre su barriga como si quisiera confirmarlo—. Tantos meses creyendo que me lo quitarían nada más nacer, que ni siquiera se me permitiría verle el rostro..., y ahora por fin siento que podré ser su madre.
Alice no supo qué decirle. Si tantas androides habían muerto antes en los anteriores intentos, no estaba muy segura de que el proyecto fuera a funcionar. Pero no se atrevió a comentarle sus preocupaciones. No quería arruinarle la ilusión.
—Será el bebé más querido de este mundo —le aseguró.
Eve le sonrió con agradecimiento.
—Será humano —murmuró, y parecía estar convenciéndose a sí misma—. Lo será. Lo sé.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo percibo. Cuando estaba en la Unión y no dejaban de repetirme que solo era un juguete, que no era más que un listado de componentes..., nunca me lo creí. Y ¿sabes por qué? Porque este bebé me daba esperanza. Si los androides somos incapaces de sentir, eso quiere decir que él me transmite sus emociones para que no me rinda. Es humano. Lo sé. Ya lo verás.
Alice, de nuevo, optó por callar.
* * *
Sabían que iba a ser un viaje duro, pero no tenían ni idea de hasta qué punto.
Las temperaturas bajas terminaron pasando factura a todo el grupo, cuya velocidad se ralentizaba cada vez más. En consecuencia, pasaban tanto tiempo en la nieve que apenas recordaban lo que era el calor. El frío no dejaba de torturarlos, los envolvía y hacía que se les nublara la mente y les resultara difícil pensar con claridad. Incluso la propia Alice se quedó varias veces sin resuello. En esas ocasiones, tenía que apoyar las manos en las rodillas y tratar de recuperar la respiración.
No había casas, ni tampoco ciudades abandonadas. Solo bosque y más bosque. Los animales estaban escondidos, se estaban quedando sin comida y tener el estómago vacío solo empeoraba la situación. Más de una vez Alice se preguntó cuántos llegarían al final del trayecto. La respuesta llegó mucho antes de lo que hubiera deseado.
Al tercer día, tras varias horas andando, Alice escuchó que Blaise soltaba un pequeño chillido. Todos se dieron la vuelta y vieron que la chica delgadita, Teguise, se había caído al suelo. Alice se acercó corriendo y se arrodilló a su lado. Su pecho subía y bajaba rápidamente, pero con debilidad, y un extraño silbido escapaba de su nariz cada vez que intentaba inspirar.
—¿Qué le pasa? —preguntó la niña aterrada.
Alice no supo qué decirle. Por suerte, Trisha apareció en ese momento para apartarla.
—Pero ¿qué le sucede? —insistía mientras se alejaban—. ¿No podemos ayudarla?
—No va a sobrevivir al viaje —sentenció uno de los androides mirando a Alice.
Ella dudó. Sabía lo que le estaba insinuando, pero era incapaz de asumirlo. Empezó a negar con la cabeza. No podía permitir que les pasara nada malo. Solo tenía que aguantar unos días más.
—Es una androide —dijo finalmente. Su voz sonaba segura, pero en el fondo no se sentía así—. Si su núcleo sigue intacto, puede sobrevivir.
—Pero ¿en qué condiciones? —preguntó Eve con un tono de voz casi piadoso—. Vivir así es una agonía. Cada día sufre más. Y somos incapaces de ayudarla.
—En la zona de los androides habrá respiradores de sobra —intervino Kai, que jugueteaba de forma nerviosa con sus manos—. Solo tiene que aguantar un poco más y...
—¿De verdad crees que a estas alturas un respirador podría salvarla?
De nuevo, Alice sabía a qué se refería. Especialmente cuando los presentes miraron el revólver que llevaba en su cinturón. Pero fue incapaz de sacarlo. No podía matarla a sangre fría. Ni siquiera para ahorrarle sufrimiento.
Una mano conocida se posó sobre su hombro. Rhett se había agachado a su lado.
—Deja que lo haga yo —le pidió en voz baja.
Alice se sintió más aliviada de lo que querría admitir. Sabía que era lo mejor, pero se veía incapaz de apretar el gatillo contra otro androide. Se apartó de Teguise, que seguía intentando respirar con los ojos cerrados, y Rhett se llevó la mano al cinturón.
Mientras él, con una rodilla en el suelo, colocaba la punta del cuchillo sobre la zona donde se encontraba su núcleo, Alice contemplaba la cara de la pequeña androide. No poder hacer nada por ella era devastador, y que tan solo fuera una chiquilla lo empeoraba. Estiró la mano sin darse cuenta para tomar la suya y, para su sorpresa, notó que la chica se la apretaba con fuerza, como si la instara a seguir adelante.
Así que Alice asintió una vez a Rhett, que, al instante, golpeó la punta del cuchillo con el puño y lo hundió en su abdomen. Fue un golpe contundente, seco y muy rápido. En cuanto partió el núcleo, la piel de Teguise se volvió pálida y su mano, todavía entre las de Alice, se convirtió en un peso inerte.
Pese a las quejas por el retraso que supondría, decidieron cavarle una pequeña tumba junto al camino. Tras cubrirla con tierra y nieve, Trisha clavó un tablón de madera encima para indicar que ahí reposaba alguien. Maya grabó su número, 21, en la superficie con el cuchillo, y entonces retomaron la marcha.
Sin embargo, mientras los demás avanzaban, Alice retrocedió sobre sus pasos, volvió a la tumba y con su propio cuchillo inscribió el nombre de Teguise justo encima del número.
Fue solo la primera. Durante los siguientes días, cuatro androides más terminaron cayendo. Todos habían tenido que soportar experimentos que les impedían vivir sin ayuda, así que sus muertes, aunque tristes, no fueron ninguna sorpresa. Repitieron el proceso con todos y, para entonces, Alice directamente inscribía su nombre humano.
—¿Crees que esto ha sido un error? —le preguntó una noche a Kai.
Era el único que seguía despierto y, aunque no era la mejor persona del mundo para hablar de temas serios, Alice no tenía a nadie más.
Para su sorpresa, Kai resultó ser una gran opción.
—¿Por qué dices eso?
—Porque están... muriendo —admitió en voz baja, abrazándose las rodillas—. Si se hubieran quedado en la Unión...
—En tal caso, ahora mismo estarían experimentando con sus sistemas. O los habrían descartado y se habrían deshecho de ellos. Aquí tienen una oportunidad, Alice. No todo el mundo puede decir eso. —Al ver su expresión sorprendida, Kai sonrió—. ¿Te esperabas una respuesta peor?
—Pues... la verdad es que sí. Sin ánimo de ofender.
Kai estuvo a punto de responder, pero Blaise dio un manotazo en sueños y le provocó tal brinco que casi hizo que se agarrara a la rama de un árbol. El susto que se llevó le quitó toda la autoridad que había ganado hasta ese momento.
Siguieron andando, la comida continuó menguando y el frío, aumentando. Alice se planteó intentar encontrar una ciudad muerta, pero pronto lo descartó. Ni siquiera los más fuertes del grupo serían capaces de recorrer tanto camino y volver sin terminar exhaustos. Por no hablar del peligro que suponían los salvajes. Además, necesitaban quedarse todos juntos. Los androides —y algunos de los humanos— no sabían defenderse solos.
Casi había dejado que la desesperación se apoderara de ella cuando al sexto día por fin vio la sombra de unos muros que se cernían sobre ellos. Se detuvo por instinto y todo el mundo se dio cuenta enseguida de lo que estaban viendo.
—Ciudad Central —murmuró Trisha, deteniéndose a su lado—. O lo que queda de ella, supongo.
Rhett se detuvo a su otro lado y observó la ciudad con gesto serio. Tenía la mandíbula apretada. De todos ellos, era quien había vivido más tiempo en aquel lugar. Alice sabía que, aunque hubiera pasado malos momentos allí, siempre sería lo más parecido que había tenido a un hogar. No debía de ser fácil ver sus ruinas cubiertas de nieve.
Estuvo a punto de tomarle la mano para tratar de brindarle consuelo, pero Rhett se adelantó y empezó a recorrer el camino hacia la entrada.
—Podemos dormir aquí, todavía no hay salvajes —observó.
Alice, que lo seguía de cerca, lo miró con el ceño fruncido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque limpian las ciudades antes de usarlas.
Ella dudó, intentando recordar las otras ciudades destruidas que había pisado, y se dio cuenta de que tenía razón. Había visto coches apartados y árboles cortados. Incluso las casas estaban vacías. En cambio, Ciudad Central seguía exactamente igual que la última vez que la habían visto: llena de edificios en ruinas.
Recorrieron el camino en silencio, cada uno con una mano en su arma. En cuanto llegaron a la gran barrera de la entrada, comprobaron que, efectivamente, nadie la había tocado. La cadena rota seguía alrededor de las manijas y el candado en el suelo, hecho trizas.
—¿Hay algún edificio entero? —preguntó Maya, que iba tras ellos.
—La zona de lo alto de la colina parece haber sido la menos afectada —murmuró Rhett, revisándola con la mirada.
—Es decir, el hospital, la sala de actos y el comedor —explicó Alice.
Trisha torció el gesto.
—El objetivo no eran los edificios principales, sino las casas.
Como nadie parecía dispuesto a moverse, Alice hizo ademán de entrar, pero se detuvo a medio camino. No podía. Entrar ahí le traía unos recuerdos que en esos momentos no necesitaba. Le recordaba demasiado bien lo que alguna vez había tenido y probablemente nunca recuperaría.
—Vamos, Alice. —Escuchó la voz de Blaise, que la tomó de la mano sin dudarlo—. Solo es una ciudad. Si quieres, puedo ayudarte.
La pobre no entendía qué significaba ese lugar para todos ellos, pero Alice prefirió no decírselo. En cambio, dejó que la niña tirara de ella para cruzar el perímetro de los muros y, a su vez, guiara a todo el grupo.
Nada en aquella ciudad era como lo recordaba. En su memoria, había color, mucho ruido y gente paseando por doquier. Ahora era un lugar triste, cubierto de cenizas y nieve, de tonalidades apagadas, silencioso y completamente desierto. Tragó saliva al ver que algunos de los focos del campo de entrenamiento se habían derrumbado sobre las gradas, destrozándolas por completo, y habían aplastado también la sala de tiro. ¿Cuántas veces había estado allí con Rhett? ¿Cuántas tardes había pasado en ese lugar sin saber que serían las últimas?
Pasaron también por delante del edificio de los alumnos, completamente derrumbado, y vieron el de los guardianes. Ese último se sostenía a duras penas sobre sus cimientos, soportando el peso de un árbol que había caído sobre él. Casi parecía que el único sitio que se conservaba era la casa abandonada, la que Alice había usado aquella noche para ver el cometa con Jake, Trisha, Dean y Saud.
De todos ellos, ya solo le quedaba Trisha.
Mientras ascendían la pendiente que llevaba a la zona alta de la ciudad, Alice se dio cuenta de que, de alguna forma, seguía sintiéndose bien en ese lugar. Su aspecto había cambiado, pero nunca dejaría de ser el sitio donde se había sentido en casa por primera vez en su vida. Y eso no podrían arrebatárselo con un poco de fuego.
Al final, el lugar más seguro resultó ser la sala de actos. La zona de la entrada estaba en ruinas por culpa de un agujero gigantesco en el techo, y las ventanas estaban casi enteramente rotas, pero el pequeño escenario con la mesa y las sillas de los guardianes seguía conservándose bien. Alice sorteó con Blaise los cristales rotos y la gran lámpara caída, esquivó los restos de las sillas del público y finalmente subió el pequeño escalón para llegar al escenario.
—Parece un buen sitio para pasar la noche —comentó Kai.
—Es mejor que la nieve, eso seguro. —Maya dejó la mochila en el suelo y suspiró—. ¿Hacemos una hoguera?
Un rato más tarde, habían encendido una hoguera a la que todos se pegaban como podían. Alice se mantuvo un poco al margen, dolorida por la larga caminata.
—¿No te sientes como en casa? —preguntó Trisha a Rhett a unos metros de distancia.
Él esbozó una sonrisa amarga, pasando una mano por el respaldo de la que había sido su silla.
—Nunca creí que vería este lugar peor de lo que estaba —intentó bromear.
—Y yo nunca pensé que vería este lugar sin Max, pero es lo que hay —respondió Trisha.
El recuerdo de todos los días que había pasado encerrada con el guardián supremo hizo que Alice se tensara; necesitaba sacárselo de la cabeza.
—Deberíamos ir a ver si encontramos algo de comer —propuso.
Rhett asintió con la cabeza.
—Podemos ir al comedor.
—Sí. Pero iré yo sola.
Kai, Kenneth, Maya, Trisha y él eran los únicos humanos. No quería arriesgarse a que se alejaran del fuego. Eran los únicos que corrían peligro de verdad.
—¿Tú sola? —repitió Kai con voz chillona.
—Podría acompañarte —comentó Kenneth levantando sus esposas—. Pero necesitaría un voto de confianza.
—Tú te sientas y te callas —le soltó Trisha.
—¡Quiero ir! —exclamó Blaise entonces.
—Es una ciudad abandonada y está nevando. —Alice los miró—. No habrá nadie, no os preocupéis.
—Voy contigo —insistió Rhett.
—No. Tú asegúrate de que nadie se muere de hipotermia. Ellos te necesitan más que yo.
Y, para sorpresa de todos, Rhett accedió sin protestar.
—¿Puedo ir yo? —insistió Blaise, casi suplicando con los dedos entrelazados delante de ella—. ¡Por favor! A mí no me necesitan. ¡Y puedo ayudarte!
Alice estuvo a punto de negarse, pero al final no pudo evitar esbozar media sonrisa divertida y hacerle un gesto para que se acercara. La niña soltó un chillido de alegría.
Las dos cruzaron la sala de actos y la zona nevada que la separaba del gran comedor, donde encontraron su primer obstáculo; la puerta estaba atascada. Alice intentó empujarla con el hombro, pero fue inútil. Soltó un suspiro de hastío mientras Blaise la observaba, dubitativa.
—¿Quieres que vaya a llamar a Rhett y...?
—No —la cortó al instante—. Podemos hacerlo nosotras solas. Dame un momento.
Dio un paso atrás, recordó lo que había visto que hacía Rhett en las casas abandonadas y dio una patada con el talón de la bota justo al lado de la manija. La puerta soltó un crujido casi doloroso y, al segundo golpe, cedió y se abrió.
—¡Qué pasada! —gritó Blaise—. Tienes que enseñarme a hacer eso.
—Mejor otro día.
Entraron en la cafetería las dos juntas, mirando alrededor. Había agujeros en el techo y las ventanas estaban en su mayor parte rotas, por lo que había montoncitos de nieve en ciertos puntos de la sala. La barra estaba destrozada y había bandejas tiradas por el suelo, unas encima de otras. Lo único que parecía en buenas condiciones era la cocina.
—¿Deberíamos buscar comida? —preguntó Blaise.
Alice estuvo a punto de responder, pero al final sacudió la cabeza y avanzó hasta que sintió que, simplemente, no podía más. Se acercó a la barra, las rodillas cedieron bajo su peso y se deslizó hasta quedarse sentada en el suelo prácticamente congelado.
Mientras se pasaba una mano por la cara, sintió que Blaise se había acercado y la miraba sin saber qué hacer.
—¿Estás bien? —preguntó en francés.
Alice quiso decirle que no, que no estaba bien en absoluto. Que llevaba varios días preguntándose si esos androides habrían sobrevivido si no los hubiese sacado de la ciudad, si Rhett y Trisha estarían mejor en la Unión, si había puesto a todos en peligro por intentar perseguir algo que ni siquiera sabía si sería capaz de encontrar...
Pero no podía decirle eso a una niña. No podía confesarle que necesitaba separarse un poco del grupo para respirar, para dejar de sentirse como si le estuvieran oprimiendo el pecho con una garra de hielo.
—Sí —murmuró también en su idioma—. Necesito descansar un poco, eso es todo.
Alice apoyó los codos en las rodillas, de pronto se sentía agotada, y Blaise apenas tardó unos segundos en darle una palmadita en el hombro.
—Si estás mal, pronto te pondrás mejor —le dijo alegremente—. Vamos a encontrar a ese amigo tuyo y él nos ayudará, ¿verdad?
Ya no lo sabía. ¿Lo lograrían?
—Es cierto —aseguró de todas formas—, pero eso no quiere decir que no tenga miedo, Blaise.
—¿Miedo? ¿Tú?
Lo había preguntado como si fuera lo más disparatado del mundo, cosa que hizo que Alice sonriera un poco.
—Pues claro que tengo miedo. Como todo el mundo.
—No, tú no. Siempre te muestras muy valiente.
Casi sonaba como si acabara de traicionarla. Alice parpadeó, sorprendida, al comprender que toda la confianza que parecía poseer Blaise estaba cimentada en la que percibía de Alice. Si ella dejaba de mostrarse valiente, Blaise se tambaleaba sobre su plataforma de falsa seguridad. Y eso le daba pavor.
Tras unos segundos de silencio, Alice estiró las piernas y se dio una palmadita en los muslos. Blaise se sentó encima de ella y la miró con desconfianza.
—¿Hay algo que no me hayas dicho? —preguntó Alice con la voz más suave que pudo emitir.
La niña negó con la cabeza, pero lo hizo tan bruscamente que fue más que obvio que estaba mintiendo.
—Vale. —Decidió fingir creérselo—. Dices que yo siempre parezco valiente, ¿no?
—Sí...
—Bueno, pues no me siento así. En absoluto.
Blaise siguió mirándola con desconfianza.
—¿Ah, no?
—Claro que no. ¿Sabes cuántas veces he sentido tanto miedo que creía que iba a quedarme sin respiración? Cuando pensé que había perdido a Rhett, cuando me desperté sin saber dónde estaban mis amigos, cuando perdí a mi padre...
Eso último hizo que tuviera que carraspear para poder seguir hablando.
—¿Perdiste a tu padre? —preguntó Blaise, que la miraba con los ojos muy abiertos.
Alice asintió.
—Fue cuanto todavía no sabía nada de... absolutamente nada. Cuando creía que la vida se desarrollaba entre cuatro paredes y una persona, y que todo lo que se sabe en el mundo se puede guardar en un libro.
—¿Y no es así?
—No, Blaise. Hay cosas que, simplemente, no se pueden describir. Que solo entiendes cuando no te queda más remedio que vivirlas. Una de ellas es el miedo. —Hizo una pequeña pausa para observarla—. ¿Crees que estar asustada es malo? En absoluto. Solo se puede ser verdaderamente valiente cuando se tiene miedo.
Alice dudó un momento antes de meter la mano en su bolsillo, bajo la atenta mirada de Blaise, y sacar la pequeña cadena de oro que había guardado desde que habían salido de la cabaña en las montañas. La apretó en su puño y le colocó la otra mano a Blaise en el hombro.
—Sé que tú sabes lo que es tener miedo —añadió en voz baja—. Lo sentiste cuando perdiste a tu madre, y lo entiendo porque pasé por lo mismo. Lo que no quieres contarme es que crees que volverá a buscarte, que sigue viva y que lo que vimos solo fue una pesadilla. No quieres ser valiente porque eso equivale a asumir que no volverá, pero... No va a volver, Blaise. Y tú no eres cobarde, no necesitas inventar excusas para evitar enfrentarte a una realidad que no te gusta. Sé que es duro, sé que es una verdadera tortura y que lo único que deseas ahora mismo es poder seguir ocultándote bajo el escudo de la falsa valentía, pero no puedes permitírtelo. Necesito que seas tú misma.
No esperó una respuesta, pero sí que notó que la niña la miraba fijamente. Alice tragó saliva y por fin abrió la mano, desvelando su pequeño tesoro. A Blaise se le heló el aliento en la garganta en el instante en que observó cómo ella empezaba a ponérselo.
—El día que encontramos a tu madre, vi que estaba apretando esto con mucha fuerza. No sé qué es, pero si lo sostenía en sus últimos momentos, seguro que era importante para ella. Y creo que le habría gustado que lo tuvieras tú.
Blaise observaba la pulsera con los labios entreabiertos y los ojos llenos de lágrimas. Pese a todos los cambios de humor que padecía la niña, Alice no recordaba haberla visto nunca tan vulnerable y expuesta. Solo miraba fijamente la pulsera sin saber qué hacer.
—No tienes que decirle adiós para siempre —añadió Alice—. Ahora llevas una parte de ella contigo, ¿lo ves?
Blaise no dijo nada.
***
Alice llevaba un rato revisando estantes en la cocina, pero Blaise no dejaba de mirarse la pulsera. ¿Habría sido muy brusca? ¿Era demasiado pequeña para asumir una realidad como aquella?
Todas las dudas se disiparon cuando la niña, sorbiendo por la nariz, se acercó y le dio un pequeño abrazo que no le dio tiempo a corresponder. Tras eso, respiró hondo, se calmó y empezó a fingir que no había pasado nada. Alice tuvo la deferencia de seguirle el juego.
Pasados unos instantes y tras repasar los armarios por segunda vez, llegaron a la conclusión de que no había nada de provecho.
—Solo he encontrado esto —indicó la niña, levantando un cuchillo torcido—. Podríamos amenazar al grandullón esposado con él.
Alice sonrió, pero decidió dejar el cuchillo en un armario alto que ella no alcanzara, solo por si acaso.
Cuando regresaron a la sala de actos, descubrieron al grupo alrededor de la hoguera y repartiéndose su última lata de comida. Nadie pudo disimular la decepción cuando Blaise y Alice volvieron con las manos vacías. A partir de ese momento, tendrían que sobrevivir con lo que encontraran por el camino. Por lo menos, tenían agua de sobra.
Blaise fue la primera en quedarse dormida. Estaba recostada con la cabeza apoyada en el regazo de Rhett, que la miraba sin saber qué hacer. Los demás no tardaron en conciliar el sueño, especialmente los androides, y al final Rhett se ofreció a hacer el primer turno de guardia. Nadie protestó.
Sin embargo, justo cuando Alice iba a tumbarse, notó que este la sujetaba del brazo para retenerla.
—Espera —sonrió con ilusión, algo bastante inusual en él—. Mientras estabas en la cocina, he encontrado algo interesante.
Captar su curiosidad era fácil, pero con ese enunciado la tenía en ascuas.
—¿En serio? ¿El qué?
A modo de respuesta, él rebuscó en su bolsillo y sacó una pequeña fotografía con bordes blancos y marcas de pliegues en forma de cruz por haber estado doblada. Alice se inclinó para verla mejor y, por fin, reconoció la entrada de la cafetería, las lucecitas y la pareja que le devolvía la mirada. Una chica algo tímida con los ojos muy abiertos y un chico con media sonrisa despreocupada que le rodeaba los hombros con el brazo. La fotografía de Navidad.
—¿Cómo...?
—Como no fuimos a buscarla, se debió de quedar por aquí.
Alice estiró la mano para cogerla, pero Rhett se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Parecía divertido.
—Es mía, ladrona —recalcó.
—¡Oye!
—El que la encuentra se la queda, ¿no?
Y, tras eso, le guiñó un ojo y empezó su guardia.