Eva Ki
Hubo una época en que la primera frase de un texto era la más importante. Ese tiempo ya no existe. No habrá unánimes noches, ni pelotones de fusilamiento, ni Gregorios convertidos en monstruosos insectos. No habrá un comienzo inolvidable para todo este desorden que es mi cabeza.
Empezaré, entonces, con una afirmación más que obvia: mi nombre es Eva Ki. Y si lo escribo, es tanto para asumir mi papel en toda esta historia como para recordármelo. Eso: no lo tengo que olvidar. Eva Ki me llamo. Estas páginas debes leerlas al principio, aunque se trate de lo último que redacto en estos cuadernos que se llevaron la poca prudencia y lucidez que me quedaban, que no era mucho, vale decir.
No tengo dudas de que todo este papeleo conformará la primera de mis muchas obras póstumas; estoy segura de que la leerás cuando el presente en el que vivo haya desaparecido, espero que de forma definitiva, absoluta.
Mientras ese final llega, tengo setenta y tres años y paso los días en la casa de retiro Mis Años Felices, que no es ninguna casa de retiro y mucho menos donde una pueda vivir los años de mayor felicidad. Digamos que, pese a que el edificio es lo más parecido a un museo, las instalaciones son aceptables, las camas son cómodas, los baños están aseados y el personal a cargo nos ofrece un mínimo respeto, lo que es mucho decir por lo que me han contado. La mayoría de las veces nos tratan como los vejetes que somos y no como si fuéramos niños malcriados. Para mí, eso es suficiente. No serán los años felices, pero al menos se viven con cierta tranquilidad.
Escribo estas memorias a mano, en cuadernos de colores iguales que los del colegio: tengo verdes, amarillos y rojos. Lo hago desde «El recodo de los milagros»: así llamo al rincón más iluminado de mi habitación, ubicado detrás de la puerta. Por la tarde, la luz que entra por la ventana es tanta que parece un reflector de teatro, así de luminoso es el rincón. Así de caluroso también: el sol cae pesado como un cielo de piedra y a veces se hace difícil respirar. A veces, me seca la boca el sol.
De todas formas, escribo. Sentada en una silla que no será la mar de cómoda, pero al menos no me entumece este armazón óseo en que se ha convertido mi trasero. Tampoco me perjudica la espalda, como sí lo hacen las sillas del comedor, que son un infierno de duras y parecen elementos de tortura de la Edad Media. Si a alguien se le ocurriera abrir por sorpresa la puerta de mi habitación (no sería la primera vez), en el momento en que estoy sentada con las piernas apuntando hacia la ventana, me golpearía tan fuerte las rodillas que no podría ni andar. Y como sé que en cualquier momento tendré que levantarme y caminar por el pasillo hacia la galería, hacia «la declinante noche», mejor me cuido. Mujer precavida vale por dos. Por eso escribo levantando la cabeza todo el rato, por si viene alguien: no ando rápida de reflejos. Paro la oreja también y presto atención. A esta altura el oído no ayuda, pero da igual.
Eva Ki soy. Si lo repito, es para no olvidarme. No es vanidad, no estoy fascinada con mi nombre. Está tan gastado que cuanto más lo pronuncio, más absurdo me resulta. Es como repetir muchas veces una palabra. «Abismal», por ejemplo. Es una palabra bella, profunda, tiene su trasfondo poético incluso. Y, así y todo, a la décima o vigésima vez, pierde todo el sentido.
Abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal, abismal.
El ejemplo vale tanto para «abismal», como para «doctrina», «perpetua», «chubasco», «remordimiento», etcétera.
Doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina, doctrina.
Perpetua, perpetua, perpetua, perpetua, perpetua.
Chubasco, chubasco, chubasco, chubasco.
Remordimiento, remordimiento, remordimiento.
Eva Ki, Eva Ki, Eva Ki, Eva Ki, Eva Ki, Eva Ki.
Nada de lo que redunda mantiene su significado, su interés. El eco podrá empecinarse todo lo que quiera, pero la tozudez jamás lo hará que suene como una voz.
Si lo sabré yo… yo… yo… yo.
El asunto es que esta cabeza ya no puede más y desde el lunes ha empezado a fallarme. Por eso lo repito.
Bagdad, Persia, Francia, Salem, Uma, Eva Ki, Maribel, Elisabeth, libros prohibidos, Bagdad, Persia…
Eva Ki, setenta y tres años, escribo mis memorias sentada en una habitación de Mis Años Felices. Fui joven, muchas veces, pero ya no.
Conservo los recuerdos de mis vidas pasadas. De algunas de esas vidas he querido explayarme en estos cuadernos, porque hay recuerdos que no pueden soltarse, que una los lleva prendidos como garrapatas y es una comezón rara; a veces duele, a veces gusta.
También tengo sueños de vidas futuras. O tuve, no lo sé. Puede que ya no los tenga más: el presente en el que escribo estas palabras parece que ya se acaba, por fin, así que mejor recurrir al pretérito perfecto. Tuve. No lo digo con pesadumbre, me ilusiona que el presente se termine y que se trate de un final como la gente: absoluto, definitivo.
Tuve. Fui.
Ansío que las únicas memorias que permanezcan de esta y mis muchas otras vidas sean las que leerás a continuación. Que esta sea la última vez que cruzo el puente colgante hacia la vejez, la decrepitud, el extravío. Que tras mi paso se corten los tensores, como en las películas, y que no haya forma de volver al otro extremo, que no haya vuelta atrás. ¡Que estoy cansada, ya!
En fin… que ya está bien. No quiero volver y creo que esta vez voy a tener suerte. Unas páginas más como mucho. Y mientras yo me apago, no tienes más que dar vuelta la página y comenzar a leer lo que escribí hace unas semanas, cuando todavía estaba lúcida. Cuando los anillos no me asfixiaban las manos añosas y todavía no había soñado mi último sueño.