Mil y Una
En aquella época tenía sueños muy raros que no entendí hasta las siguientes vidas. A decir verdad, con el tiempo los entendí todos, excepto uno. Pasaron los milenios, con sus siglos y sus décadas y sus años, y aún no he sabido interpretarlo, entenderlo. Al día de hoy, sigo sin poder descifrarlo. De eso seguramente hablaré luego: la intriga me puede. Me refiero al de las luces que oscilaban alrededor, que luego comenzaría a llamar «El sueño de las estrellas tambaleantes».
Ya sé que los sueños son siempre extraños, sé que nadie pasa los días intentando darles un sentido. Pero, en mi caso, se trataba de circunstancias que, muchísimo tiempo después, me tocaría vivir. Algo así como premoniciones. Solo que una premonición lo es, si una la entiende como tal. Y yo, al principio, solo los consideraba sueños y punto.
Nunca fui muy supersticiosa, así que vivía mis sueños como lo hace la gente no supersticiosa que sueña cosas extrañas: me despertaba sobresaltada, extrañada o entusiasmada, y al cabo de un rato me olvidaba lo que había soñado. ¿Cómo me iba a imaginar que mis sueños, y mis pesadillas, se harían realidad años después?
Alrededor de 1500 años antes de mi madre Maribel, viví en Oriente. Fui la mayor de dos hermanas. Doniazada se llamó mi hermana menor. Yo no me llamaba Eva Ki, aunque ahora sé que, de algún modo, siempre fui Eva Ki. A pesar de ser hijas del visir, no contábamos con ningún privilegio. Puedes ser hija del primer visir del imperio, pero si tu padre es un cobarde, siempre serás la hija de un cobarde. Fue él quien me ofreció como esposa real, aun cuando todo Oriente Medio sabía que el rey había degollado a sus anteriores esposas.
De manera que fui concubina primero, y esposa después, de un rey tan inmaduro como despiadado. «El rey niño» me gustaba llamarlo en secreto, porque es lo que era: un rey cuyo imperio se extendía desde Persia hasta la India, y cuya arrogancia se propagaba más allá del Ganges.
Por aquel entonces, yo no hacía mucho más que leer: relatos de poetas, crónicas y leyendas de reyes antiguos; el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Por más que me desagrade, debo aceptar que fue mi padre quien me permitió acceder a esa vasta literatura: por entonces era un lujo que la mayoría no podía darse.
Y fue gracias a esas lecturas que pude evitar que muchas mujeres cayeran en las garras de ese rey bárbaro. Y gracias a que Alá me había regalado el amor por la lectura, y en colaboración con Doniazada, conseguí entretener a ese rey al que mi padre me cedió con tal de salvar su pellejo.
Tan pronto como se celebró la ceremonia nupcial, le pedí a mi flamante esposo, el rey niño, que me permitiera contarle una historia. Así fue como me tocó pasar mil y una noches sin dormir, divirtiendo con relatos a un rey que no había soportado que su primera esposa le fuera infiel y que, desde entonces, vengaba las infidelidades degollando una mujer cada noche. Sus propias esposas, repugnante rey niño.
Las dosis de intriga que les suministraba a las historias me permitió evitar que me matara a mí también. Lo cautivaba con relatos cuyos desenlaces se extendían hasta el alba, de modo que él se entregaba al sueño, anhelando que la tarde siguiente continuara en el punto exacto en el que me había detenido, y así cada noche.
Y mientras el rey niño degollador de mujeres se imaginaba sin cornamenta, yo soñaba con las lejanas tierras de Occidente, con acontecimientos que pertenecían a mis vidas próximas, con sucesos insólitos que yo creía que eran fruto de mis tantas lecturas. Los sueños premonitorios.
No los recuerdo todos. Y de los que recuerdo, hay uno que me apetece evocar. Uno que soñé muchas veces en muchas vidas, con lugares y personas que creía que eran inventados. Un sueño que no era un sueño, sino otra cosa.
Era pequeña. Acababa de cumplir once. Hablaba un idioma que me resultó áspero, abrupto. Después descubrí que era alemán. Un hombre nos había recibido a mí y a mi padre en su enorme residencia. No tenía madre, al igual que no tenía madre la primera vez que lo soñé. Era evidente que ese hombre y mi padre eran muy amigos: apenas llegamos, se dieron un apretón de manos que duró unos segundos y que recuerdo porque inmediatamente después se convirtió en un abrazo como yo nunca había visto entre dos hombres.
Yo tenía una amiga que se llamaba Serilda. Ella tenía la mirada parecida a la de mi pequeña hermana Doniazada. Solo en eso se parecían. Me encantaba la ropa que llevábamos. Jugábamos a peinar una muñeca de cabellos dorados frente a una enorme pared en la que nos reflejábamos (que luego descubriría que se trataba de un espejo), hasta que oímos los primeros golpes.
En pocos segundos, la casa se convirtió en un escándalo, como si se estuviera derrumbando. Me abracé muy fuerte a la muñeca. Serilda abrió grandes los ojos y me miró fijamente. En el exterior, todo era un estruendo. Gritos, quejidos, carreras. Me dio pánico ver mi rostro aterrado en el espejo, así que clavé los ojos en los de Serilda. Se oían cristales que estallaban, trastos que rechinaban y parecían estallar también.
Serilda lloraba. Creo que yo también. Hasta que se abrió la puerta. Las voces y el estruendo ahora eran personas. Personas con expresiones desencajadas. De ojos apagados, como de peces. Unas manos le apretaron el hombro a Serilda y ella empezó a gritar y a patear. Yo también gritaba y lloraba.
«Despidámonos del nazi», dijo una voz. Lo dijeron en esa lengua que era alemán y que yo todavía no conocía, pero que de todas formas entendí; quizá hasta intuí en el sueño qué era un nazi. Las demás eran voces incomprensibles. Me llegaban como en medio de una tormenta de arena. Eran ecos que yo apenas podía oír. «Adiós, nazi», dijo la misma voz de antes. La escena duró apenas segundos. Enseguida me llevaron también a mí.
El sueño siempre se terminaba en ese momento, con alguien agarrándome muy fuerte de la cintura y yo mirándome por última vez en el espejo. Muchas vidas después de soñarlo, supe que ese nazi al que se referían era mi padre. Que su amigo también era nazi, que yo misma era nazi por ser hija de mi padre. Que esos que vinieron a matarnos tenían razones para querer hacerlo. Que resulta que el hombre es capaz de todo con tal de hacer valer su voluntad, por muy absurda y grotesca que sea.
Que el hombre no es otra cosa que un rey niño con miedo a que le vuelvan a meter los cuernos.
Lo supe hace 1500 años, pero no lo comprendí hasta que se cumplió la premonición. Tuve que ver a mi padre abrazándose con un desconocido para empezar a entenderlo: que mis sueños eran mucho más que sueños. Para cuando apareció Serilda, yo ya estaba segura de que todo sucedería tal como lo había soñado siglos atrás.
Por eso intenté, aunque sin lograrlo, no mirarme al espejo. No quería verme, no quería que mis ojos me reprocharan lo estúpida que había sido por no ser capaz de evitar lo que pasaría a continuación. Que me agarrarían fuerte de la cintura y no podría evitar que la Eva Ki hija de padre nazi, aterrada por lo que estaba a punto de ocurrir, me devolviera la mirada a través del espejo.
Durante las primeras noches, debía refrenarme para no sucumbir ante la tentación de decapitar al rey niño degollador de esposas. Me faltó coraje, debo confesar. Me hubiera resultado sencillo hacerlo. Lo tenía a mi entera disposición. Después, al ver que el rey niño disfrutaba de mis historias, aprendí a apreciarlas yo también. A nuestras noches. A cada una de las historias. Al rey niño, mi esposo. Así fue como se me pasó esa idea ridícula de asesinarlo. Así fue como llegué a pasarme todo el día ensayando los relatos que le contaría al caer la noche.
Tonta. Mientras el sueño me revelaba mis vidas futuras, la vigilia me tenía enamorada del rey niño, que me escuchaba como nunca nadie me había escuchado; que acompañaba con muecas y ademanes los devenires de mis historias; que sonreía cuando le describía con todo lujo de detalle las aventuras de Simbad y abría los ojos como dos lunas al oír hablar de Roc, el pájaro gigante capaz de tapar el sol con sus alas.
Según lo que recuerdo, esa fue la primera vez que amé. Era un cretino, un asesino de mujeres; y lo amé con todo mi corazón. No me enorgullece, y preferiría excluir aquello de mi memoria. Que, al fin y al cabo, esa experiencia no me ha servido ni como aprendizaje. Si no hago otra cosa que andar por la vida, por las vidas, enamorándome de cretinos que fingen interesarse por mis asuntos.
Por mí.
Por eso mi vida junto a mi madre Maribel fue mi favorita. Porque llegué sin padre. Porque me fui sin hombres.
¡Alá te bendiga, Eva Ki, hija de Maribel la Valiente!