Una buena vida

Una vez nací el 20 de enero de 1983. Según mi madre, ese jueves fue el día más caluroso del año. Ella se llamaba Maribel, detestaba el verano y tenía una sonrisa perfecta. Era una mujer un poco triste, aunque se esforzaba por mostrarse siempre feliz. Cuando nací, ella tenía diecinueve años.

Esa vida es la que más gratos recuerdos me trae, por eso conservo el nombre que me dio Maribel: Eva. Eva Ki. El apellido me lo inventé. Corresponde a las iniciales de mis dos padres favoritos. Kuzmin es uno; Iruela, el otro.

Ninguno de ellos fue el padre que me tocó el 20 de enero de 1983. Durante esa vida, fuimos solo Maribel y yo. Tal vez por eso la recuerde tanto, porque no fue nada fácil. Tampoco fue nada aburrida. Ella se encargaba de que nos lo pasáramos bien. O de que yo lo pasara bien, a pesar de todo. Mi padre de entonces se llamó Gustavo. No lo conocí y él nunca supo de mi existencia.

Casi nueve meses antes de que yo naciera, se ofreció como voluntario de la guerra y no volvió más. Murió el 21 de mayo de 1982, en manos de unos piratas que irrumpieron con la intención de ocupar el puerto. No supo que su novia esperaba un bebé suyo. Ella se lo contó en una carta que le mandó cuando llevaba un mes y medio de embarazo. La carta nunca llegó. El puerto quedó en manos de los piratas.

Eso me lo contó mi madre unos cuantos años después. Aunque en anteriores vidas yo ya había perdido muchos padres (de muy pequeña algunas veces), nunca me había tocado nacer sin uno. Era extraño. Tal vez por eso mi madre Maribel es mi favorita. Porque fue mi madre y mi padre a la vez.

Esa vez me tocó ser capricornio. Mi madre siempre me decía que me esperaba para el 25 de enero y no para el 20, que se pasó todo el embarazo creyendo que sería acuario. Le fascinaba la astrología. Una vez me dijo que, con la vida que llevábamos, era una suerte que yo no fuera acuario. Que las personas acuario sufren el doble.

Nunca sentí que nuestra suerte fuera muy penosa, en ocasiones es la que mejor recuerdo… Tal vez tenga que ver con que algunas de las vidas anteriores fueron muchísimo más ingratas. Siempre atribuí esos comentarios desmesurados de mi madre al hecho de que ella fuera cáncer. Lo digo con conocimiento de causa. Más de una vez me tocó ser cáncer: no es nada divertido.

Tengo muchos recuerdos de mis años junto a Maribel. De algunas vidas casi ni me acuerdo; de otras, tengo que esforzarme mucho para traer a la memoria hechos apenas significativos. Hay una vida incluso de la que solamente sé por escritos de una vida posterior. Tampoco he dado con el recuerdo de la primera de todas mis vidas. Pero con Maribel tengo infinidad de momentos. Desordenados, caóticos: caprichosos.

Un día que la acompañé a vender sábanas casa por casa y no vendimos ni una, pero compramos helado y me llegó el recuerdo de otra vida donde, con mi padre Iruela, íbamos al zoológico y pedíamos helado de chocolate y vainilla. Un verano en casa de la tía Lola, que nos alojó hasta que mi madre consiguió un trabajo nuevo y una habitación. Cuando una amiga de mi madre llamada Romelia nos hizo conocer a su familia gitana, y pasamos Navidad y Año Nuevo entre enormes toldos y caravanas. Un hombre de bigote, que quiso mucho a mi madre durante un tiempo, y después ya no la quiso y no lo volví a ver. Una fiesta de disfraces en la que estaba todo el barrio, incluida Romelia vestida de gitana; yo me disfracé de la Chilindrina. Una mudanza. Mi cumpleaños número 12. Un hombre sin bigote, que se reía mucho y bebía mucho, y también bailaba mucho con mi madre. Mi madre sonriendo. Mi cumpleaños número 9. Una pesadilla en la que me arrastraba por un pasillo oscuro, y mi madre me tranquilizaba, mientras me acostaba en la cama, cantándome: «Esa nena linda que nació de noche». La vez que me puse enferma y daba pena mirar a mi madre a los ojos. Cuando supo que lo mío no tenía solución y me llevó a Necochea, y metí los pies en el mar por primera y única vez. Un castillo de arena, un cubo con caracoles, un choclo con matenca, una puesta de sol.

Después de aquel viaje, la memoria de esa vida se me empantana, los recuerdos se vuelven difusos. Me pasa siempre. A medida que una vida empieza a extinguirse, todo se desenfoca, se sumerge en una niebla espesa. Igual pasa con los primeros instantes de la siguiente vida. No sé por qué. Solo sé que mi vida preferida, aunque no duró mucho, fue la que viví con mi mamá Maribel. Por eso decidí que siempre voy a ser Eva. Eva Ki.

Romelia fue la que le enseñó a mi madre a tirar las cartas. Al parecer, mi madre tenía un don con esas cosas. Con lo de la astrología lo mismo. Era capaz de ver a alguien y adivinar de qué signo era. Hablaba de signos, de ascendentes, de lunas. Cuando se cruzaba con alguien que le caía mal, decía: «Aries, sin duda, o que me parta un rayo»; o decía: «Que me parta un rayo si no es de virgo».

Nunca la partió un rayo. Durante una tormenta tuve miedo. Siete años tenía. Llovía con truenos que hacían temblar las ventanas. Por poco, el techo no resiste de tantas goteras. Habíamos tenido que colocar cubos y cacharros por el suelo. Tuvimos que mover la cama y poner el colchón en la cocina: la losa no estaba seca del todo, pero dormir teníamos que dormir.

Esa vez vi un rayo. Desde la ventana, lo vi caer y explotar muy cerca. Enseguida se cortó la luz. Tuve mucho miedo. Recuerdo que pensé, que supliqué, que mi madre no se equivocara con lo de los signos. Cerré los ojos y rogué: «Que no la parta, que no la parta, que no…». Hasta que me fui de esa vida, a mi madre nunca le cayó un rayo. «Soy infalible», decía. Y era cierto.

Esa noche terminamos chapoteando en la habitación, con una canción que mi madre se inventó y que recuerdo que mencionaba a Salamanca, que yo creí que era un reptil o un monstruo y un tiempo después descubrí (recordé) que se trataba de una ciudad española. Bailamos descalzas, a la luz de las velas. Nos dormimos con las paredes salpicadas de tanto chapoteo y con el sol escurriéndose por el tragaluz de la cocina.

Que yo recuerde, esa fue la única vez que bailamos durante una tormenta. Cuando llovía, lo habitual era que jugáramos a las cartas. Al Chinchón, a la Canasta, a la Escoba. En ocasiones, mi madre sacaba la baraja de tarot que le había regalado Romelia y me hacía cortar con la mano izquierda.

Fue así cómo descubrí que, a diferencia de mi madre, el tarot no era infalible. Porque en ningún momento ella leyó que me pondría enferma y que me despediría de esa vida sin llegar a los catorce. Una vez le di la vuelta a la carta de los enamorados, y mi madre leyó una hermosa historia donde yo llevaba puesto un vestido beige de princesa y todos me contemplaban y me aplaudían mientras yo bailaba y bailaba; otra vez me tocó la carta del mago (que junto con la de la suma sacerdotisa era mi favorita), y mi madre me describió cómo conseguiría todo lo que me propusiera.

Las cartas nunca le dijeron que yo jamás conocería el amor en esa vida, que no llegaría siquiera a la edad en que la gente empieza a planificar su vida adulta. Nunca vieron lo que realmente pasaría. El tarot no solo es falible: es un completo engaño. Setenta y ocho cartas que no valen más que un cinco de corazones o un tres de oro. Es cierto lo que dicen, que los gitanos son unos charlatanes. Al menos los que yo conocí, que fueron muchos. Romelia no fue la excepción. Mi madre tenía el don de adivinar los signos de las personas con nada más que un vistazo, de eso estoy segura, pero jamás tuvo el superpoder de descubrir las mentiras que las cartas de Romelia le mostraban. Que nos mostraban.

En otra vida, una que viví mucho tiempo atrás, una persona sabia me dijo que era recomendable ir ligera de equipaje. No lo dijo con esas palabras, tampoco en este idioma, pero la idea era esa. Quería decir que hay sentimientos de los que conviene desprenderse.

De mi vida favorita, que es el breve tiempo que compartí con mi madre Maribel, no conservo ningún resentimiento. Es verdad que, por ejemplo, no le guardo simpatía a Romelia y sus tramposas cartas de adivinación, pero una cosa es el desagrado y otra muy distinta, el rencor. Para viajar libre de peso no se puede ser rencorosa. Eso es lo que me dijo aquel hombre. Eso mismo acabé entendiendo después de demasiado tiempo. A veces me acuerdo de ese hombre. Se llamaba Sahriyar. Lo dijo así:

«Dayimana alsafar mae humulat khafifa».

Esa es otra de las vidas que recuerdo muy bien. Claro que por aquel entonces no me llamaba Eva, mucho menos Ki. Faltaban siglos para que conociera a mis padres favoritos y a la mejor de mis madres. Fue la primera vez que me enamoré. Al menos que lo recuerde. Era un hombre sabio. Se llamaba Sahriyar.

Fue un cretino.

Quince siglos, y todavía lo recuerdo.