CEMENTERIO DE MERIT
Al abrir los ojos, Victor había encontrado aire frío, tierra removida y el pelo rubio de Sydney, que formaba un halo por el brillo de la luna.
Su primera muerte había sido violenta: su mundo se había reducido a una mesa fría de metal; su vida, a una corriente y a un selector que subía y subía, y la electricidad le había ardido en todos los músculos hasta que por fin se había roto, hecho añicos, destrozado como una nada líquida y pesada. El proceso de morir se había prolongado mucho, pero la muerte en sí fue fugaz: lo que duraba el aliento contenido. Todo el aire y la energía abandonaron sus pulmones un instante antes y Victor volvió a ascender a través del agua oscura, con cada parte de su cuerpo gritando de dolor.
La segunda muerte de Victor había sido más extraña. No hubo corriente eléctrica ni dolor lacerante, había accionado el interruptor mucho antes del final. Solo el charco creciente de sangre bajo sus rodillas, y la presión entre sus costillas cuando Eli le clavó el cuchillo, y el mundo se hundía en la oscuridad mientras él perdía el dominio de sí y caía en una muerte tan apacible como quedarse dormido.
Y luego… nada. El tiempo extendido en un solo segundo interrumpido. Un acorde de perfecto silencio. Infinito. Y después, una interrupción. Igual que un guijarro interrumpe una laguna.
Y allí estaba. Respirando. Vivo.
Victor se incorporó, y Sydney lo rodeó con sus pequeños brazos, y se quedaron un momento sentados allí, un cadáver resucitado y una niña arrodillada sobre un ataúd.
—¿Ha funcionado? —susurró Sydney, y Victor supo que no se refería a la resurrección en sí. Ella nunca había revivido a un EO sin consecuencias. Volvían a la vida, pero volvían mal, con sus poderes deformados, fracturados. Victor tanteó con cuidado las líneas de su poder, en busca de hilos sueltos, de interrupciones en la corriente, pero lo sintió… igual. Sin defectos. Entero.
Era una sensación abrumadora.
—Sí —respondió—. Ha funcionado.
Mitch apareció al lado de la tumba; su cabeza afeitada brillaba por el sudor, y sus brazos tatuados estaban sucios por haber estado cavando.
—Hola.
Clavó una pala en el césped y ayudó primero a Sydney y después a Victor a salir del agujero.
Dol lo saludó apoyándose con fuerza contra su costado, y acomodó su enorme cabeza negra bajo la palma de su mano en una muda bienvenida.
El último integrante del grupo se recostó pesadamente contra una lápida. Dominic tenía el aspecto desencajado de un adicto y las pupilas dilatadas por lo que fuera que había tomado para aliviar su dolor crónico. Victor percibió los nervios del hombre, crispados y chisporroteando como un cable en cortocircuito.
Habían hecho un trato: la ayuda del exsoldado a cambio de quitarle el sufrimiento. Era obvio que, en ausencia de Victor, Dominic no había podido cumplir su parte del trato. Victor extendió la mano y le apagó el dolor como quien apaga la luz. Al instante, el hombre se relajó y la tensión abandonó su cara, deslizándose como sudor.
Victor recogió la pala y se la extendió al soldado.
—Levántate.
Dominic obedeció: giró el cuello como para relajarse y se puso de pie, y los cuatro juntos empezaron a llenar la tumba de Victor.
Dos días.
Ese era el tiempo que Victor había estado muerto.
Era un lapso inquietante. Suficiente para que se iniciaran las primeras etapas de la descomposición. Los demás se habían refugiado en casa de Dominic: dos hombres, una niña y un perro, esperando que enterraran su cadáver.
—No es mucho —dijo Dom, al abrir la puerta de calle.
Y no lo era: una casa de un solo dormitorio, pequeña y desordenada, con un sofá desvencijado, un balcón de concreto y una cocina cubierta por una fina capa de platos sucios. Pero era una solución temporal para un dilema más prolongado, y Victor no estaba en condiciones de enfrentarse al futuro, con tierra de su tumba aún en los pantalones y un sabor a muerte en la boca.
Necesitaba una ducha.
Dom lo llevó por el dormitorio angosto y oscuro, con un solo estante con libros, medallas apoyadas y fotografías colocadas boca abajo, y demasiadas botellas vacías en el alféizar de la ventana.
El soldado encontró una camiseta limpia de mangas largas, con el logo de una banda estampado en relieve. Victor levantó una ceja.
—Es lo único que tengo de color negro —explicó Dominic.
Encendió la luz del baño y se retiró, y Victor quedó a solas.
Se quitó la ropa con la que lo habían enterrado —ropa que no conocía, que no había comprado él— y se observó en el espejo del baño, examinando su pecho desnudo y sus brazos.
No le faltaban cicatrices; más bien todo lo contrario, pero ninguna pertenecía a aquella noche en el Falcon Price. Recordó los disparos rebotando en las paredes sin terminar, el suelo de concreto cubierto de sangre. En parte, suya. La mayoría, de Eli. Recordaba cada una de las heridas infligidas aquella noche —los cortes superficiales en el abdomen, el alambre afilado que le sujetaba las muñecas, el cuchillo de Eli hundiéndose entre sus costillas—, pero no tenía las marcas.
El don de Sydney era realmente excepcional.
Victor abrió la ducha y se colocó bajo el agua caliente, para quitarse la muerte de la piel. Tanteó las líneas de su poder, se concentró hacia adentro, tal como lo había hecho años atrás, recién llegado a la cárcel. Durante aquel aislamiento, no pudo probar su nuevo poder con nadie más, Victor había usado su propio cuerpo como sujeto de pruebas, y había aprendido todo lo que había podido sobre los límites del dolor, de la intrincada red de nervios. Ahora, se preparó y giró el selector en su mente, primero hacia abajo, hasta no sentir nada, y después hacia arriba, hasta que cada gota de agua que caía sobre su piel desnuda parecía un cuchillo. Apretó los dientes para tolerar el dolor y volvió el selector a su posición original.
Cerró los ojos, apoyó la cabeza contra la pared repleta de azulejos y sonrió, recordando la voz de Eli.
No puedes ganar.
Pero había ganado.
El apartamento estaba en silencio. Dominic estaba en el exterior, en el angosto balcón, fumando un cigarrillo. Sydney estaba en el sofá, plegada cuidadosamente como un papel, y el perro, Dol, en el suelo a su lado, con el mentón apoyado junto a la mano de ella. Mitch estaba sentado a la mesa, mezclando una y otra vez un mazo de cartas.
Victor los observó a todos.
Sigo recogiendo desamparados.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Mitch.
Tres pequeñas palabras.
Las palabras pequeñas nunca habían tenido mucho peso. Durante los últimos diez años, Victor se había concentrado en la venganza. Nunca había tenido realmente la intención de ver lo que ocurriría después, pero ahora había conseguido su objetivo: Eli estaba pudriéndose en una celda, y Victor seguía allí. Con vida. La venganza había sido una meta a la que le había dedicado todo su empeño. Su ausencia lo dejaba inquieto, insatisfecho.
Y ahora, ¿qué?
Podía dejarlos. Desaparecer. Era lo más sensato: un grupo, especialmente uno tan raro como aquel, llamaría la atención, mientras que una figura solitaria no lo haría. Pero el talento de Victor le permitía distraer la atención de quienes lo rodeaban, influir en sus nervios de un modo que los demás experimentaban como aversión, sutil, abstracta, pero eficaz. Y en lo que a Stell respectaba, Victor Vale estaba muerto y enterrado.
Hacía seis años que conocía a Mitch.
Seis días que conocía a Sydney.
Seis horas que conocía a Dominic.
Cada uno de ellos era un peso en los tobillos de Victor. Lo mejor sería quitarse esos grilletes, abandonarlos.
Pues bien, vete, pensó. Sus pies no se movieron hacia la puerta.
Dominic no era problema. Acababan de conocerse: una alianza forjada por la necesidad y las circunstancias.
Sydney era otra cuestión. Era responsable de ella. Victor la había convertido en su responsabilidad al matar a Serena. No era una razón sentimental, sino solo una ecuación transitiva. Un factor que pasaba de un cociente a otro.
¿Y Mitch? Mitch estaba maldito, él mismo lo había dicho. Sin Victor, tarde o temprano iría a parar otra vez a la cárcel. Seguramente, a la misma de la que había escapado con Victor. Por Victor. Y aunque hacía menos de una semana que la conocía, estaba seguro de que Mitch no abandonaría a Sydney. Y ella, por su parte, también parecía haberse encariñado bastante con él.
Y después, claro, estaba la cuestión de Eli.
Eli estaba bajo custodia, pero seguía vivo. No había nada que Victor pudiera hacer para cambiar eso, dada su capacidad de regeneración. Pero si llegaba a salir…
—¿Victor? —preguntó Mitch, como si pudiera ver el rumbo que estaban tomando sus pensamientos.
—Nos vamos.
Mitch asintió, intentando sin éxito disimular su alivio; siempre había sido un libro abierto, incluso en la cárcel. Sydney se estiró en el sofá. Se dio la vuelta y sus ojos azul hielo encontraron los de Victor en la oscuridad. Este se dio cuenta de que no había estado dormida.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—No lo sé —respondió Victor—. Pero no podemos quedarnos aquí.
Dominic había vuelto a entrar, junto con una ráfaga de aire frío y humo de tabaco.
—¿Os vais? —preguntó, con una expresión fugaz de pánico—. ¿Y nuestro trato?
—La distancia no es problema —respondió Victor. Eso no era estrictamente cierto: una vez que Dominic estuviera fuera de su alcance, Victor no podría alterar el umbral que le había puesto. Pero su influencia sí debería mantenerse—. Nuestro trato sigue vigente —agregó—, mientras sigas trabajando para mí.
Dom asintió sin dudarlo.
—Lo que necesites.
Victor se volvió hacia Mitch.
—Consíguenos un nuevo coche —dijo—. Quiero estar fuera de Merit cuando llegue el amanecer.
Y así fue.
Dos horas más tarde, al asomar las primeras luces del día, Mitch llegó en un sedán negro. Dom se quedó de pie en la entrada de su casa, de brazos cruzados, y observó cómo Sydney subía al asiento trasero, seguida por Dol. Victor se dejó caer en el asiento del acompañante.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Mitch.
Victor se miró las manos, flexionó y estiró los dedos, sintió el cosquilleo de la energía bajo la piel. En todo caso, se sentía más fuerte. Su poder estaba intenso, claro, concentrado.
—Mejor que nunca.