2
Agatha también pide un deseo

Sangre. Olía a sangre.

Come.

Derribando árboles, la Bestia los persiguió con el olfato, gruñendo y babeando a cuatro patas. Las zarpas y las patas golpearon la tierra, cada vez más deprisa, destrozando enredaderas y ramas, saltando sobre piedras, hasta que, por fin, pudo oír su respiración y ver el rastro de sangre. Uno de ellos estaba herido.

Come.

Avanzó sigilosamente a través de un tronco largo, oscuro y hueco, lamiendo la sangre, olfateando su terror. La Bestia se tomó su tiempo, ya que no tenían dónde ir, y pronto oyó sus quejidos. Poco a poco aparecieron, sus siluetas bajo la luz de la luna, atrapados entre el final del tronco y una gruesa parcela de brezos. El niño mayor, herido y pálido, abrazó al menor contra su pecho. La Bestia levantó a los niños y los sostuvo en alto mientras lloraban. Acurrucada entre los brezos, la Bestia los acunó suavemente hasta que los niños dejaron de llorar y supieron que era buena. Pronto la respiración de los pequeños se hizo más profunda sobre el pecho negro del monstruo, que los acunó entre sus brazos y los apretó cada vez más… cada vez con más fuerza… hasta que los niños despertaron sobresaltados…

Y vieron la sonrisa sangrienta de Sophie.

Sophie saltó de la cama y chocó contra la vela que tenía a su lado, salpicando de cera lavanda toda la pared. Se miró al espejo y se vio a sí misma calva, desdentada, repleta de verrugas…

—¡Socorro! —gimió, cerrando los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, la bruja había desaparecido. Lo único que vio fue su hermoso rostro.

Aterrorizada, se tocó la piel blanca y temblorosa en busca de verrugas y se limpió la fría capa de sudor.

Soy buena, se tranquilizó al no encontrar ninguna verruga.

Pero las manos no dejaron de temblarle, y los pensamientos se agolparon en su cabeza sin poder olvidarse de la Bestia, esa a la que ella había asesinado en un mundo muy lejano. La misma que la visitaba en sueños. Pensó en la ira que había sentido en el cementerio… en la cara aterrorizada de Agatha…

«Nunca podrás ser buena», le había advertido el Director.

A Sophie se le secó la boca. Sonreiría en la boda. Trabajaría en Bartleby. Comería las comidas de la viuda y compraría juguetes para sus hijos. Sería feliz allí. Igual que Agatha.

Cualquier cosa con tal de no volver a ser una bruja.

«Soy buena», se repitió a sí misma en medio del silencio.

El Director tenía que haberse equivocado. Ella le había salvado la vida a Agatha, y Agatha había salvado la de Sophie.

Estaban juntas en casa. El acertijo estaba resuelto. El Director había muerto.

El libro de cuentos había terminado.

Definitivamente buena, se tranquilizó, volviendo a abrazar su almohada.

Sin embargo, siguió notando el sabor a sangre.

La niebla y los vientos de la noche cedieron paso a un sol cegador, tan fuerte para finales del otoño que el día pareció ideal para celebrar el amor. Todas las bodas en Gavaldon eran una ocasión pública, pero ese viernes en especial todas las tiendas estaban cerradas y la plaza estaba desierta, porque Stefan era muy popular. El pueblo entero estaba bajo una carpa blanca en el jardín trasero de la casa de Sophie, conversando y bebiendo refrescos de cereza y vino de ciruela, mientras tres violinistas tocaban en un rincón, exhaustos después de haber actuado en un funeral la noche anterior.

Agatha no estaba segura de que su enorme blusón negro fuera un atuendo adecuado para una boda, pero reflejaba su estado de ánimo. Se había despertado abatida y no sabía la razón. Sophie necesita que yo esté feliz, se dijo a sí misma mientras descendía por la colina. Pero cuando se sumó a la multitud en el jardín, el abatimiento se había convertido en desánimo. Tenía que recuperarse, pues de lo contrario Sophie se deprimiría todavía más…

En eso, una nube de tela rosa se abrió paso entre la multitud y la abrazó.

—Gracias por estar presente en este día tan especial —musitó Sophie.

Agatha tosió.

—Estoy muy feliz por ellos, ¿tú no? —dijo Sophie con voz ensoñadora, mientras se secaba lágrimas inexistentes—. ¡Será fantástico! Tener una madre nueva, dos hermanos, ir a la tienda todas las mañanas para hacer… —tragó saliva— …mantequilla.

Agatha miró boquiabierta a Sophie, otra vez con su vestido favorito.

—Has vuelto a vestirte de… rosa.

—Como mi corazón, tan bueno y cariñoso —indicó su amiga, acariciándose las trenzas adornadas con cintas rosadas.

Agatha parpadeó.

—¿El refresco lleva setas venenosas?

—¡Sophie!

Las dos amigas se dieron la vuelta y vieron a Jacob, Adam y Stefan que intentaban arreglar unas torcidas guirnaldas de tulipanes azules encima del altar, frente a la carpa. De pie sobre unas calabazas para llegar más alto, los niños le hicieron señas con la mano para que se acercara.

—Qué niños adorables, ¿no crees? —murmuró Sophie, sonriendo—. Me los comería a los dos…

Agatha vio que los ojos verdes de su amiga se paralizaban de miedo. Y luego el miedo se desvaneció; los únicos rastros que quedaron fueron los círculos negros alrededor de sus ojos. Las cicatrices de las pesadillas. Ya se las había visto antes.

—Sophie, soy yo —dijo Agatha con voz dulce—. No tienes que fingir.

Sophie sacudió la cabeza.

—Tú y yo, Aggie. Es lo único que necesito para ser buena —respondió Sophie con voz temblorosa. Agarró el brazo de Agatha y clavó la mirada en los ojos oscuros de su amiga—. Siempre y cuando mantengamos muerta a la bruja que llevo dentro. Puedo soportar todo lo demás… si lo intento. —Agarró a Agatha con más fuerza y miró hacia el altar—. ¡Ya voy, niños! —gritó, y con una sonrisa fingida fue a ayudar a su nueva familia.

En lugar de emocionarse, Agatha se sintió todavía más abatida. ¿Qué me está pasando?

Su madre se acercó a ella y le dio una copa de refresco, que Agatha se tragó de un sorbo.

—Le he añadido algunas luciérnagas —indicó Callis—. Para alegrar esa cara triste.

Agatha escupió el líquido rojo.

—Vamos, cariño. Sé que las bodas son asquerosas, pero tienes que intentar no parecer tan hostil. —Su madre asintió con la cabeza—. Los Ancianos ya nos desprecian. No les des más motivos.

Agatha observó a los tres hombres arrugados y barbudos, con sombreros de copa negros y capas grises hasta la rodilla, que paseaban entre los asientos y estrechaban manos. Parecía que la longitud de las barbas indicaba sus edades relativas; la del más anciano le llegaba por debajo del pecho.

—¿Por qué tienen que dar permiso para todas las bodas? —quiso saber Agatha.

—Porque durante la época de los secuestros, los Ancianos responsabilizaron a las mujeres como yo —respondió su madre, sacándose la caspa del pelo—. Por aquel entonces, si no estabas casada cuando terminabas la escuela, la gente pensaba que eras una bruja. Así que los Ancianos obligaban a casarse a las solteras —siguió explicando, con una sonrisa irónica—. Pero ni siquiera por la fuerza consiguieron que un hombre se casara conmigo.

Agatha recordó que ningún chico de la escuela quería invitarla al Baile. Hasta que…

De repente sintió mucha tristeza.

—Como los secuestros continuaron, los Ancianos cedieron en su posición y, en cambio, empezaron a «aprobar» las bodas. Pero aún recuerdo sus espantosos pactos —continuó su madre, enterrando las uñas en su cabeza—. Stefan fue el que más sufrió.

—¿Por qué? ¿Qué le ocurrió?

Callis dejó caer la mano, como si hubiese olvidado que su hija la estaba escuchando.

—Nada, cariño. Nada importante.

—Pero has dicho… —Agatha oyó que la llamaban y vio que Sophie le hacía señas desde un asiento en la primera fila.

—¡Aggie, vamos a empezar!

Junto a su amiga en el primer banco, a un metro del altar, Agatha esperaba que Sophie se derrumbara. Pero su amiga siguió sonriendo, incluso cuando su padre se acercó al sacerdote, los violinistas comenzaron la procesión, y Jacob y Adam lanzaron rosas por el pasillo vestidos con trajes blancos a juego. Después de meses de pelear con su padre, de llamar su atención, de luchar en la vida real… Sophie había cambiado.

Tú y yo, Aggie.

Todo lo que Agatha siempre había querido era ser suficiente para Sophie. Que Sophie la necesitara tanto como ella la necesitaba. Y por fin había conseguido su final feliz.

Sin embargo ahora, sentada en el banco, Agatha no se sentía feliz en absoluto. Había algo que le molestaba acerca de aquella boda. Algo que le corroía el corazón. Antes de poder identificar qué era, los violinistas empezaron a tocar una melodía más lenta, mientras todos los asistentes se ponían de pie y Honora entraba balanceándose rumbo al altar. Agatha observó atentamente a Sophie, esperando que su amiga por fin se derrumbara, pero no se movió, ni siquiera al ver el enorme peinado de su nueva madrastra, su rechoncho trasero o su vestido manchado con algo que parecía glaseado de pastel.

—Queridos amigos y familiares —comenzó a predicar el sacerdote—, estamos aquí reunidos para ser testigos de la unión entre estas dos almas…

Stefan cogió la mano de Honora, y Agatha se entristeció todavía más. Encorvó la espalda, hizo una mueca…

Al otro lado del pasillo su madre la miró fijamente. Agatha se sentó y fingió sonreír.

—En el amor, la felicidad viene de la honestidad, de comprometerse con la persona a la que necesitamos —continuó el sacerdote.

Agatha notó que Sophie le cogía suavemente la mano, como si las dos tuvieran todo lo que necesitaban en aquel momento.

—Que cultiven un amor que los complete, un amor que dure para siempre

A Agatha le empezó a sudar la palma de la mano.

—Porque eligieron este amor. Eligieron este final para su historia.

Le caían gotas de sudor por la mano, pero Sophie no la soltaba.

—Y ahora este final es suyo eternamente.

Tenía la sensación de que se le saldría el corazón del pecho. La piel le quemaba.

—Y si nadie tiene objeciones, esta unión queda sellada para siempre.

Agatha se inclinó hacia adelante, notando un fuerte dolor de estómago…

—Y ahora los declaro…

Entonces lo vio.

—Marido y…

El dedo de Agatha se había encendido de un color dorado brillante.

Agatha soltó un grito, impresionada. Sophie la miró, sorprendida.

Entonces, algo pasó volando entre las dos, derribándolas al suelo. Agatha se giró y sintió que otra flecha rozaba su garganta antes de apartarse. Oyó los gritos de los niños, sillas que caían, pies que se tropezaban mientras la multitud corría para protegerse de decenas de flechas doradas que pasaban zumbando y agujereaban la carpa. Agatha buscó a Sophie, pero la carpa se soltó de sus estacas, cayó sobre la multitud y se la tragó, hasta que lo único que pudo ver fueron sombras moviéndose detrás de la lona. Sin aliento, Agatha se arrastró a cuatro patas hasta el altar destrozado, con las manos metidas entre el barro y las guirnaldas pisoteadas, las flechas aterrizaron más adelante después de rasgarlo todo a su paso. ¿Quién estaba haciendo eso? ¿Quién destruiría una bod…?

Agatha se quedó inmóvil. Ahora su dedo brillaba todavía más que antes.

No puede ser.

Oyó los gritos de una niña. Eran gritos que conocía. Sudando, temblando, Agatha pasó rozando las sillas giradas y empujó la última franja de carpa hasta que notó un rayo de sol y se arrastró al jardín delantero, esperando una carnicería…

Pero la gente estaba de pie, en silencio, quieta, observando la lluvia de flechas que caía desde todas direcciones.

Flechas provenientes del bosque.

Agatha se protegió, horrorizada, pero luego se dio cuenta de que las flechas no iban dirigidas a ella. Ni a ninguno de los habitantes de la aldea. Independientemente del lugar del bosque de donde salieran, sus puntas giraban a último momento para dirigirse a su único blanco.

—¡Aaaaaayyyy!

Sophie corrió alrededor de la casa, agachándose y esquivando flechas con sus tacones de cristal.

—¡Agatha! ¡Agatha, ayúdame!

Pero no tuvo tiempo, ya que una punta casi le arranca la cabeza. Sophie corrió colina abajo, tan deprisa como pudo, y las flechas la siguieron.

«¿Quién me quiere muerta?», gimió Sophie delante de vitrales de mártires y estatuas de santos.

Agatha se sentó junto a ella en los bancos vacíos. Habían pasado dos semanas desde que Sophie había empezado a esconderse en la iglesia, el único lugar adonde las flechas no la seguían. Una y otra vez intentó escaparse, pero las flechas regresaban, vengativas, provenientes del bosque, seguidas de lanzas, hachas, puñales y dardos. Al tercer día fue evidente que no tenía escapatoria. Quienquiera que quisiera matarla esperaría todo el tiempo que fuera necesario.

Al principio, Sophie no encontró motivo para desesperarse. La gente de la aldea le trajo comida (teniendo en cuenta sus «terribles alergias» al trigo, al azúcar, a los lácteos y a la carne roja), Agatha le llevó las hierbas y raíces que su amiga necesitaba para fabricar sus cremas, y Stefan le aseguró que no volvería a casarse hasta que su hija regresara sana y salva a su casa. Los aldeanos revisaron el bosque inútilmente en busca de los asesinos; la gaceta de la aldea nombró a Sophie como «princesita valiente» por soportar la carga de otra maldición, y los Ancianos ordenaron que dieran a su estatua otra capa de pintura. Pronto los niños volvieron a pedir autógrafos, el himno de la aldea se modificó a Bendita sea nuestra Sophie, y los aldeanos se turnaron para vigilar la iglesia. Hasta se hablaba de que habría un espectáculo permanente en el que solo actuaría Sophie en el teatro cuando estuviera fuera de peligro.

—«La Reine Sophie, una celebración épica de tres horas para narrar mis logros» —dijo Sophie, extasiada, oliendo los ramos de flores de solidaridad que llenaban el pasillo de la iglesia—. Un poquito de cabaret para encender la sangre, un intermezzo de circo con leones salvajes y trapecio, y, para cerrar, una calurosa interpretación de Soy una simple mujer. Ay, Agatha, ¡no sabes cuánto hace que intento encontrar mi lugar en esta aldea estancada y monótona! ¡Solo necesitaba un papel lo suficientemente importante para mí! —De repente pareció preocupada—. No crees que dejarán de intentar matarme, ¿verdad? ¡Esto es lo mejor que me ha ocurrido jamás!

Pero los ataques empeoraron.

La primera noche cayeron bombas incendiarias provenientes del bosque, que destruyeron la casa de Belle y dejaron a toda la familia sin hogar. La segunda noche cayó aceite hirviendo desde los árboles, que acabó con todo un sendero de cabañas. En medio de las ruinas, los asesinos dejaron el mismo mensaje, quemado en el suelo.

A la mañana siguiente, cuando los Ancianos llegaron a la plaza para calmar a los aldeanos enardecidos, Stefan ya se había acercado a la iglesia.

—Es la única manera que tenemos los Ancianos y yo de protegerte —explicó a su hija, con un martillo y candados en las manos.

Agatha no quiso marcharse, así que la encerró también a ella.

—¡Creí que nuestra historia se había terminado! —exclamó Sophie, mientras escuchaba que una multitud de aldeanos exigía: «¡Devolvámosla! ¡Devolvámosla!». Sophie se desplomó en su asiento—. ¿Por qué no te quieren a ti? ¿Por qué soy siempre yo la villana? ¿Y por qué siempre me encierran?

Junto a ella, Agatha contempló un santo en un friso de mármol encima del altar, que extendía la mano hacia un ángel. Su brazo era fuerte y resaltaba su pecho, como si quisiera seguir al ángel dondequiera que fuese…

—¿Aggie?

Agatha salió de su trance y la miró.

—Tienes la virtud de ganarte enemigos.

—¡He intentado ser buena! —protestó Sophie—. ¡He intentado ser como tú!

Agatha volvió a sentir aquel malestar. El que había intentado sofocar.

—¡Aggie, haz algo! —Sophie la cogió del brazo—. ¡Tú siempre encuentras una solución para todo!

—Quizá yo no sea tan buena como crees —murmuró Agatha y se apartó, fingiendo lustrar su bota. En medio del silencio sintió que Sophie la observaba.

—Aggie.

—¿Sí?

—¿Por qué se te encendió el dedo? —Los músculos de Agatha se tensaron.

—¿Qué?

—Lo vi —dijo Sophie en voz baja—. En la boda.

Agatha la miró.

—Probablemente fueron las luces. Aquí no funciona la magia.

—Claro.

Contuvo el aliento. Podía notar que Sophie estaba pensando.

—Pero los profesores nunca volvieron a cerrarnos los dedos, ¿verdad? —dijo su amiga—. Y la magia sigue a las emociones. Eso nos dijeron.

Agatha se movió, incómoda.

—¿Y qué?

—No parecías feliz en la boda —observó Sophie—. ¿Estás segura de que no estabas enfadada por algo? ¿Lo suficiente como para hacer magia?

Agatha la miró a los ojos. Sophie escudriñó su rostro, intentado leer sus pensamientos.

—Te conozco, Agatha.

Ella se aferró al banco.

—Sé por qué estabas triste.

—¡Sophie, no fue mi intención! —soltó Agatha.

—Estabas enfadada con mi padre —dijo Sophie—. Por todo lo que me ha hecho pasar.

Agatha la miró con los ojos abiertos como platos. Se recuperó y asintió.

—Así es. Sí. Es eso.

—Al principio pensé que habías hecho el hechizo para impedir la boda. Pero ahora eso no tiene sentido, ¿no? —observó Sophie con un resoplido—. Porque sino significaría que tú habrías enviado estas flechas dirigidas a mí.

Agatha estalló en carcajadas, intentando no mirarla.

—Solo fueron las luces —suspiró Sophie—. Tal y como has dicho.

Permanecieron en silencio y escucharon los cánticos.

—No te preocupes por mi padre. Él y yo estaremos bien —dijo Sophie—. La bruja no volverá, Aggie. No mientras sigamos siendo amigas.

Su voz era más sincera que nunca.

Agatha levantó la mirada, sorprendida.

—Me haces feliz, Agatha —dijo Sophie—. Es solo que tardé demasiado tiempo en darme cuenta.

Agatha intentó aguantarle la mirada, pero lo único que logró ver fue al santo sobre el altar, con la mano extendida hacia ella, como un príncipe hacia su princesa.

—Ya verás. Encontraremos una solución, como siempre —señaló Sophie, y volvió a ponerse pintalabios rosa entre un bostezo y otro—. Pero primero me echaré una pequeña siesta…

Mientras se hacía un ovillo sobre el banco, como un gato, con la almohada sobre el estómago, Agatha vio que dicha almohada era la favorita de su amiga, con una princesa rubia y su príncipe, abrazados debajo de las palabras «Para Siempre». Pero Sophie había modificado al príncipe con su costurero. Ahora el príncipe tenía el pelo oscuro, los ojos saltones… y llevaba un vestido negro.

Agatha vio dormirse a su mejor amiga poco después, sin tener pesadillas por primera vez en semanas.

Mientras tanto los cánticos afuera de la iglesia iban in crescendo: «¡Devolvámosla! ¡Devolvámosla!». Agatha se quedó mirando la almohada de Sophie, y se le retorció el estómago con una sensación de malestar conocida.

Era la misma sensación que había tenido al mirar al príncipe del libro de cuentos en su cocina. El mismo sentimiento que había experimentado al ver el intercambio de votos entre los esposos. El mismo que sintió al coger la mano de Sophie y que creció cada vez con más fuerza, hasta que su dedo se encendió con un secreto. Un secreto tan terrible, tan imperdonable, que había arruinado su cuento de hadas.

En un solo instante, al observar la boda que ella jamás tendría, Agatha había deseado algo que nunca creyó posible.

Había deseado un final diferente para su historia. Un final con otra persona.

Fue en ese momento que las flechas comenzaron a atacar a Sophie.

Unas flechas que no paraban, a pesar de lo mucho que intentara anular su deseo.