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El oso en el armario
Mamá había cocinado carne asada, budines de Yorkshire, zanahorias bebés y guisantes. Era una de sus especialidades, y el plato favorito de mi papá. Siempre tenía que apresurarme a servirme porque Olivia tendía a apilar todos los budines en su plato sin tocar el resto.
Una vez que terminamos de cenar, me tocó sacar a Toby a hacer sus necesidades. Me esperaba sentado junto al perchero del que colgaba su correa, moviendo la cola en anticipación. Toby era un perro que sabía la hora. No era algo que decía en voz alta, pero estaba convencida de ello. En especial desde que visité Lussel y vi a una osa sentada frente a una mesita de té disfrutando de tartaletas de miel. Si una osa podía sentarse a tomar el té, seguro que un perro podía aprender la hora.
Tomé la sudadera burdeos que siempre dejaba lista para salir y luego mi chaqueta roja de invierno. Cada día oscurecía un poquito más temprano. De no ser por la hilera de faroles que iluminaba la acera, no podría ver más que las verjas blancas que bordeaban la mayoría de los jardines.
Subí el cierre de la chaqueta y me puse la capucha que sobresalía de mi sudadera.
Era una noche fría. Aire húmedo sopló contra mi nariz. Miré arriba, hacia las nubes grises que tapaban el cielo, tragándose todo el azul. Inglaterra era famosa por su clima lluvioso. Los inviernos en Bristol eran fríos, aunque no tan fríos para que nevara demasiado. Olivia siempre se quejaba de que nunca caía suficiente nieve.
Toby tiró de la correa, estirando el hocico hacia un árbol que había perdido todas sus hojas. Esa siempre era su primera parada. La segunda eran las rosas de la casa de ladrillo en la esquina. Me peiné el pelo castaño por debajo de la capucha. Esa era la casa de los Bentley. Mi corazón dio un pequeño vuelco.
Tu-tuc, tu-tuc, tu-tuc.
Allí vivía un chico de sonrisa traviesa y luminosos ojos del color del chocolate derretido. Harry Bentley había sido mi amor secreto desde la primera vez que lo vi. Además de ser vecinos, íbamos a la misma escuela, aunque él estaba en otro curso ya que era un año mayor. Mis papás le pagaban para que sacara a pasear a Toby todas las tardes. A veces, cuando no tenía clase de ballet, lo acompañaba.
Le encantaban las magdalenas de vainilla con chips de chocolate y nos seguíamos en Instagram. Sabía que no parecía demasiado, pero haberle enviado la solicitud de amistad había sido un gran paso. Antes de eso me contentaba con ver su foto de perfil.
Toby trotó hacia las rosas rojas que se asomaban por el borde del jardín. Era una de las pocas casas que no tenía verja. Espié hacia el coche aparcado frente a la puerta principal. Antes, vivía con la esperanza de que justo saliera cuando pasaba y nos encontráramos de manera casual. Caminaba más lento. Se lo pedía a las estrellas. Pero ahora, quería verlo y no verlo al mismo tiempo.
La semana pasada, cuando estábamos en el coche volviendo de ballet, Sumi me había contado que había escuchado a un grupo de chicas hablando de que Harry había besado a Nadia Castel en un juego de girar la botella. Oírla decir esas palabras me dolió. Como si hubiera perdido algo que quería.
Nadia era muy bonita; su pelo era rubio, del color de los girasoles, y siempre estaba acompañada de un grupo de chicas. Tenía un montón de seguidores en Instagram. Yo tenía pocos amigos y a veces se burlaban de mí llamándome «piernas de garza».
Me detuve por un momento. Esperé. Por si acaso. Podía ver luces encendidas por la ventana. Tal vez Harry saliera a sacar la basura.
La puerta permaneció cerrada.
Una ventisca sopló contra mi espalda, barriendo el momento. Toby bajó la pata trasera que había levantado sobre las pobres rosas y se precipitó hacia delante, contento de seguir con su paseo.
Di un paso, otro y otro, resignada a que no lo vería. ¿Por qué no podía dejar de pensar en él y en mi deseo?
Dentro de mi armario, en el estante de los jerséis, reposaba un oso de peluche. Lo había comprado en una tienda llamada Construye un Oso; había elegido el tipo de oso que quería, uno marrón de orejas pequeñas y sonrisa dulce, lo había rellenado de algodón, lo había vestido con una chaqueta verde (el color favorito de Harry) y un par de vaqueros, le había escondido un corazoncito rojo dentro del relleno para darle vida y había susurrado: Deseo que mi primer beso sea con Harry Bentley.
Tras oír que Harry había besado a Nadia Castel, sentí como si me hubieran robado esas palabras. Cuando llegué a casa aquel día, había agarrado al oso que estaba acomodado sobre los cojines de mi cama y lo había guardado en el armario.
No sabía qué hacer con él, ni con el deseo que custodiaba.