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La llegada del invierno
La pequeña bailarina giraba al igual que un copo de nieve atrapado en una espiral de viento. Su reflejo se movía al mismo tiempo en la pared espejada, danzando con un maillot blanco. Recordaba haber bailado los mismos pasos cuando estaba en la clase intermedia e interpreté a Clara Stahlbaum en El cascanueces.
Era un ballet puramente festivo; lleno de colores, sueños infantiles, dulces y escenarios que traían felicidad.
Estaba sentada junto al resto de mis compañeros en los bordes del salón que pertenecía a la academia de danza de Nina Klassen. Meses atrás habíamos hecho una producción de El lago de los cisnes en la que obtuve los papeles de Odette y Odile. Pensar en ello me llenaba de nostalgia, me transportaba a un mundo secreto en el que la trama del ballet se había vuelto real y había conocido a las personas más maravillosas: conjuradores, un hada del bosque, príncipes y princesas.
Las notas del piano escalaron a una melodía precipitada que me hizo querer bailar. A mi lado, mi mejor amiga Sumi tamborileó los dedos sobre sus zapatillas de ballet consumida por el mismo impulso.
—Madelaine está encantadora como Clara, con su recogido de rizos rubios y esos enormes ojos inocentes —me susurró—. Imagina cuando baile con su disfraz: el vestidito blanco, el lazo en el pelo bajo la luz de los reflectores…
—Estará preciosa —asentí.
Madelaine Clement tenía diez años y estaba en la clase intermedia, mientras que Sumi y yo teníamos trece y asistíamos a la clase avanzada. Desde que había comenzado en la academia de niña, la llegada del invierno siempre significaba la vuelta de El cascanueces. Era un clásico.
Antes era uno de los ballets que más me gustaba, pero desde que habíamos comenzado con los ensayos sentía un nudo constante en el estómago.
Este año era distinto, no solo tendría a mi familia en el público, sino que habría representantes de la Royal Ballet School de Londres. La prestigiosa escuela de ballet a la que solicitaría una audición. Estudiar allí era el sueño de todos los que aspirábamos a convertirnos en bailarines profesionales. Tener un lugar en los escenarios de las grandes ciudades.
Muchas niñas de mi edad no sabían lo que querían ser de mayores, pero yo lo había descubierto cuando había interpretado a Clara en mi tercera producción de El cascanueces.. Quería bailar. Era una necesidad que se volcaba fuera de mi corazón cada vez que oía notas musicales.
—¡Muy bien, Madelaine! —dijo Nina Klassen—. Recuerda no agachar la mirada al final. Y no aflojes los brazos, mantenlos ahí hasta salir de escena.
Nuestra instructora se hizo visible al frente. Llevaba el pelo recogido en aquel moño impecable que todas las chicas tratábamos de imitar. Solíamos bromear con que ni siquiera un tornado lograría soltarlo. Llevaba un largo jersey beis que abrazaba su figura de bailarina clásica.
—He colocado un cronograma con todos los horarios de los nuevos ensayos en el pasillo. Haremos dos funciones, al igual que hicimos con El lago de los cisnes. Alexina Belle y Poppy Hadley, nuestras Hadas de Azúcar, tendrán prioridad para usar la sala en los fines de semana.
Miré a la chica alta que estaba estirando por su cuenta en un rincón apartado. Gabrielle Poppy Hadley era una de las mejores bailarinas de mi clase. No solo tenía la altura y el porte perfectos para ser una bailarina, sino que tenía mucho talento y era la persona más autoexigente que conocía. Era bastante reservada. En las semanas siguientes a la representación de El lago de los cisnes nos habíamos conocido un poco mejor, pero cuando empezamos con los ensayos para El cascanueces, Poppy se aisló de nuevo, enfocando toda su energía en ello.
—David Levis, nuestro Cascanueces, y Wes Mensah, el Caballero de Azúcar, también tienen prioridad para usar el estudio —continuó Nina Klassen.
Me incliné hacia adelante para poder ver al chico que estaba sentado del otro lado de Sumi y le dediqué una sonrisa. Wes era mi pareja de baile, el caballero de mi Hada de Azúcar. Nuestro pas de deux, la danza que bailábamos juntos, era una de las piezas más famosas del ballet.
Wes estiró la palma de la mano hacia mí para chocar los cinco.
—Ana Fiorentino es Chocolate, Mia Adele es Té, Nola Preston es Café y Samantha Kwan es Bastón de Caramelo.
Llevé la mano al hombro de Sumi y le di un apretón orgulloso. Bastón de Caramelo era uno de los solos del ballet en los que tendría la oportunidad de lucirse.
—Eso es todo por hoy. Nos vemos mañana —la señora Nina levantó la vista de la libreta que tenía en su mano—. Alex, Poppy, acercaos, por favor.
Sumi me susurró que me esperaría afuera y se puso de pie para ir al vestuario. Durante el otoño salimos de clase con una chaqueta sobre el maillot y con calentadores. Pero estaba comenzando a hacer frío, lo que significaba que debíamos cambiarnos.
—Sé que haréis un maravilloso trabajo al darle vida al Hada de Azúcar; vuestras audiciones fueron estupendas, pero tenéis mucho trabajo por delante. Ninguna de las dos ha logrado el nivel que debe tener para el estreno —dijo Nina—. Me gustaría que el sábado vinierais una hora más temprano. Trabajaremos en los solos antes de practicar el pas de deux con Wes.
—Sí, señora Nina.
Poppy y yo respondimos al unísono. El nudo en mi estómago me dio un pequeño tirón. Tenía que mejorar. Practicar y practicar hasta convertirme en el Hada de Azúcar.
Al llegar a casa, mi gran perro me recibió parado junto a la puerta como hacía todos los días. Sus enormes patas se apoyaron sobre mis hombros, mientras se tomaba su tiempo para lamerme el rostro. Toby siempre me hacía sonreír. Incluso en los días en los que sentía una nube de tormenta sobre mi cabeza. Era una mezcla de boyero de Berna con alguna otra raza. Tenía la estatura de un poni y el pelaje denso de un oso.
Busqué dentro de mi bolso y saqué la mitad de la galletita que había comprado volviendo de la escuela. Toby se sentó de manera obediente y sus ojos color miel brillaron alegres.
—Aquí tienes, muchacho.
Se la comió tan rápido que me hizo sentir culpable por no haber traído la galleta entera. Una vez en mi habitación, dejé caer el bolso a un lado de la puerta, encendí las lucecitas led que bordeaban las paredes, y me tumbé sobre el mullido edredón violeta. Tenía los pies entumecidos de dolor, lo cual era normal cuando uno hacía danza clásica. Tendría que ponerlos en una cubeta con agua fría y hielo.
Abracé la almohada, llevando la mirada a la hermosa figura de cristal en mi mesita de noche. Una osa que tenía una corona de flores en la cabeza: la osa Mela. Pensé en el mágico joven de pelo dorado que me la había regalado. Un Conjurador llamado Glorian que vivía en una tierra secreta donde la nieve no era fría y había hadas del bosque. Sabía que sonaba a un lugar que solo podía existir en las páginas de un cuento, pero era real; dos meses atrás lo había encontrado por accidente cuando me caí en el lago del parque y me hundí hasta el fondo.
El reino de Lussel.
Allí había vivido grandes aventuras: había viajado con una familia de Conjuradores, había conocido a un príncipe, había jugado a un juego llamado Destruye el Fuerte, había encontrado a una princesa encantada atrapada en la forma de un cisne, me había enfrentado a una jauría de lobos con una espada de cristal y me había escabullido dentro de la casa de una bruja.
De no haber sido por la estatuilla de cristal y el vestido azul en el último cajón de en mi armario, hubiera comenzado a dudar de si lo había soñado.
En Lussel no había sido Alexina Belle, sino Alex de Bristol. Me habían bautizado así ya que vivía en una ciudad llamada Bristol, en Inglaterra. No era tan glamurosa como Londres, pero era pintoresca.
Estiré la mano sobre el edredón en busca de Harry/Kristoff, el oso de peluche que vivía entre mis almohadones, solo para recordar que ya no estaba. Lo había ocultado en el armario.
—¡Alex! ¡Alex! ¡Aleeeex!
Mi hermana pequeña repitió mi nombre en un canto desafinado, dando saltitos al entrar. Olivia tenía ocho años. Dio un giro completo frente a la cama, haciendo ondular su camisón amarillo, y me miró expectante.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—¿Qué me parece qué?
—Mi peinado. —Indicó la trenza de pelo castaño que le caía sobre el hombro—. ¿Te gusta?
—Sí…
Era solo una trenza, suponía que estaba bien.
—No suenas convencida —respondió—. ¿Crees que deba atarle un lazo al final?
—Puede ser.
—No estás siendo de mucha ayuda —se quejó Olivia cruzándose de brazos.
—Porque tengo otras cosas en qué pensar.
—¿Cosas como qué? —me retó.
—Necesito pensar en cómo ser el Hada de Azúcar perfecta para impresionar a los representantes de la Royal Ballet School de Londres. Solo quedan dos semanas para el estreno.
Mi mirada fue hacia el armario por sí sola. Y en cómo nunca voy a tener mi primer beso con Harry Bentley, agregó la vocecita en mi cabeza.
—Pensar y pensar no te va a convertir en una mejor bailarina —dijo Olivia sacándome la lengua.
Tomé uno de los cojines y se lo arrojé.
—¡Fuera de mi habitación!
Olivia lo atrapó y me lo tiró de vuelta.
—¡Primero dime qué piensas de la trenza! Estoy intentando encontrar un peinado que me identifique.
—¿Por qué? —pregunté.
—Me he dado cuenta de que todos mis personajes favoritos tienen un peinado característico: Anna de Frozen tiene dos trenzas. Rapunzel tiene el pelo tan largo que le llega hasta los pies. Tiana de Tiana y el sapo siempre lo lleva recogido. Quiero encontrar el mío.
Una risita se escapó de mis labios.
—Todos esos personajes son dibujos animados, Oli.
—Dibujos con un estilo propio —insistió.
—Me gusta la trenza. Aunque deberías probar más estilos antes de decidirte por uno.
Olivia asintió y se marchó hacia la puerta dando saltitos de nuevo. Ojalá pudiera contagiarme de su alegría. Fui hacia mi escritorio y abrí uno de los cajones. Dentro estaba el cuaderno azul decorado con pegatinas que compartíamos con Sumi. Allí anotábamos de todo: frases de nuestros libros y películas favoritas, letras de canciones, dibujos de las distintas posiciones de ballet, secretos sobre los chicos que nos gustaban. Esta semana era mi turno de tenerlo. Pasé las hojas hasta encontrar una que tenía montones de corazones que encerraban las iniciales A y H.
Alex y Harry.
Una lágrima se escapó por sí sola y mojó la hoja. Era un sentimiento nuevo que me había tomado por sorpresa una semana antes. Una tristeza distinta a sentir malestar, echar de menos a mis amigos de Lussel o sufrir burlas de compañeros de la escuela.
—¡Alex! ¡Olivia! ¡La cena! —nos llamó la voz de mamá.
Cerré el cuaderno, le di una última mirada a mi armario y bajé a comer.