Capítulo 4

ITHACA, NUEVA YORK

1880

Nueve años más tarde, Maud se encontraba en la plataforma del tren de Fayetteville cuando la majestuosa máquina de color negro llegó escupiendo una columna de humo. El ruido ahogó sus palabras, e hizo que su falda se agitara con una ráfaga de viento y que el pelo se le metiera en la boca. El pelo de Maud estaba enrollado y sujeto en el estilo que estaba de moda, y estaba vestida con un elegante vestido azul de viaje. Tenía diecinueve años y hacía tiempo que había dejado de llevar los pantalones usados de chico. Su padre estaba a un lado, y su madre, al otro. Con el estrépito de la llegada del tren, Maud podía ver a su madre moviendo la boca, pero no escuchaba ni una de sus palabras. Por primera vez en la vida de Maud todo parecía trabajar al unísono para subestimar a su madre: el gigante caballo de hierro, el traqueteo de las vías del tren, el gran pitido del silbato, incluso el mismísimo cielo azul. Maud iba a irse de casa para ir a la Universidad Cornell, y su madre se quedaría allí.

Su padre la acompañó al tren y la instó a tomar asiento junto a la ventana antes de instalarse a su lado.

—¡Un gran día! —dijo con voz ronca, rodeando la mano de Maud con la suya.

Maud sintió un inesperado pinchazo de tristeza. Ya había intuido cuánto la echaría de menos su padre, pero aquellos últimos días había estado tan ajetreada haciendo y deshaciendo la maleta y contando las horas y minutos que le quedaban para partir, que apenas había tenido tiempo de pensarlo.

Parpadeó, decidida a no dejar que adivinara sus sentimientos. Su padre continuó charlando apaciblemente, haciendo comentarios sobre el paisaje, el buen tiempo que hacía, y nombrando los comerciantes con los que hacía negocios en las ciudades que iban pasando. Pero Maud estaba demasiado emocionada para prestar atención, y respondía a los intentos de entablar conversación con monosílabos hasta que, por fin, su padre se echó a dormir. Ya sin interrupciones, los pensamientos de Maud invadieron su mente, repiqueteando como el tren sobre las vías. Miró a través de la ventana, percatándose de las estaciones: Homer y Cortland, Freeville y Etna. Delimitó la ruta que estaba alejándola de casa. Con cada estación que pasaba, se sentía menos pesada. Para cuando el tren llegó a Ithaca, se sentía tan ligera que podría haber flotado en el aire. Bajó a la plataforma, segura de que iba a encantarle su nueva vida.

Los edificios de la Universidad Cornell estaban en la cima de una alta colina. En el centro de la facultad se alzaba el edificio de ladrillo del nuevo dormitorio de mujeres de Cornell, la facultad de Sage. Su torre central se erguía como un dedo acusatorio hacia el cielo. Maud podía imaginar a su madre señalando el colosal edificio y diciendo: «Las mujeres son iguales, aquí mismo está la prueba». Pero no todos estaban tan convencidos de aquello como Matilda Joslyn Gage. A pesar de lo bonito que era el nuevo edificio dedicado a la educación de las mujeres, los jóvenes alumnos aún no eran del todo iguales entre sí.

Impaciente por empezar su nueva vida, Maud trató de no recordar las discusiones entre su madre y su hermano T. C. acerca de la gran controversia que había generado entre el cuerpo estudiantil masculino el hecho de que admitieran a las jóvenes mujeres. Se habían producido furiosos debates en el periódico del colegio y alrededor de las mesas del comedor, donde los jóvenes alumnos, que pronto serían sus compañeros de clase, habían protestado a gritos contra aquella nueva política, al igual que también algunos miembros de la facultad que habían argumentado que las mujeres hundirían el prestigio de la recién fundada Cornell. La madre de Maud había luchado muy duro por el derecho de las mujeres de poder obtener un diploma, algo que se le había negado a Matilda. La hija mayor de Matilda, Julia, había aguantado la agonía de las expectativas de su madre matriculándose en Siracusa, pero había vuelto a casa, incapaz de aguantarlo por sus nervios y dolores de cabeza. Maud entendió entonces que había sido elegida: no podía decepcionar a su madre.

* * *

Su padre no podría quedarse demasiado, ya que el último tren que salía de Ithaca no le dejaba mucho tiempo para estar allí. Así que una vez se hubo asegurado de que el baúl llegaba a salvo a su nueva habitación, se despidieron. Maud lo abrazó en los momentos finales, enterró la cara en su chaqueta de lana y aspiró su olor a tabaco y jabón. Tras un rato lo dejó ir, pero él se quedó cerca un momento más.

—No dejes que nadie te robe las canicas —le dijo con voz temblorosa, y entonces se dio la vuelta, pero no lo suficientemente rápido como para que Maud no viera sus ojos brillantes por las lágrimas.

A través de la ventana lo vio volver al carruaje e inclinar su gorro antes de desaparecer de su vista. Maud se percató entonces de que estaba realmente sola por primera vez en su vida.

No llevaba ni un cuarto de hora a solas cuando escuchó cómo alguien llamó suavemente a la puerta de su nueva habitación. La abrió y se encontró con una chica sonriente, cuyos rizos cobrizos iluminados por la luz del sol que entraba por la ventana le daban un aspecto de halo.

—¡Ay, estás aquí! ¡Maravilloso! —dijo la chica, entrando a la habitación sin pararse a preguntarle—. Tú debes de ser la señorita Gage. ¿Cómo estás? Soy tu compañera, Josie Baum.

La señorita Baum tenía la cara llena de pecas y unos ojos que parecían dos brillantes botones azules en la cara. La habitación de ambas estaba situada en un largo pasillo de la tercera planta y daba a un patio interior, y la ventana ofrecía una agradable vista a la expansión verde. Su nueva compañera estaba en el segundo año, así que lo sabía todo sobre la vida en Sage, y Maud aprovechó para preguntarle una multitud de cosas.

—Deja que te haga un tour —le ofreció Josie—. Debes aprender a moverte por aquí.

La facultad de Sage, abierta solamente hacía cinco años, en 1875, se había construido sin reparar en gastos. Era un edificio de tres plantas con tres grandes alas, y les proporcionaban todo lo que los alumnos pudieran necesitar o querer. Había modernos retretes en cada planta, y lavabos de donde salía agua caliente directamente de los grifos. Josie le enseñó todo a Maud: los pasillos y escaleras, las salas de estar decoradas con papel de pared de seda a rayas, elegantes sillones de mimbre tapizados y gruesas alfombras orientales. Y en cada sala de estar había un piano de cola. También había un gimnasio para ejercitarse, una piscina cubierta, una enfermería para cuando estuvieran enfermas, una biblioteca, incontables aulas y, por supuesto, un gran comedor que servía tres comidas calientes al día. Lo único que faltaba allí eran las chicas. El grandísimo edificio estaba casi vacío; la facultad era lo suficientemente grande como para alojar a más de doscientas mujeres, pero menos de treinta chicas valientes se habían matriculado como alumnas. La clase de Maud consistía en diecinueve mujeres en una clase de más de doscientos caballeros.

Maud se pasó el resto de la tarde deshaciendo su baúl mientras Josie estaba en su cama. Cada vestido que Maud desdoblaba requería de una inspección por parte de su nueva amiga, a quien le emocionaba todo lo relativo a los vestidos. Aquello fue una sorpresa para Maud. Su madre, aunque era muy particular con su propia higiene, pensaba que hablar sobre cosas de vestidos, lazos y encaje era frívolo. Además, asumía que Maud seguía siendo aquella chica que había sido feliz llevando ropa de chico, cuando en realidad había desarrollado toda una afinidad por la ropa bonita.

—¡Ay, tienes que ponerte este para la cena de esta noche! —dijo Josie cuando Maud sacó un vestido amarillo de su baúl y le alisó las arrugas.

—¿Te gusta? —preguntó—. Es nuevo, acabo de recogerlo de la modista.

—Es precioso. Y debes dar una buena primera impresión. Los chicos vienen a cenar con nosotras. Ya sabes, la primera noche todos estarán observando a las nuevas féminas.

—¿Féminas?

—Ah, es como nos llaman —dijo Josie, como si aquello no le molestase en absoluto—. Te acostumbrarás a cómo hablan por aquí, ya verás.

* * *

Las dos descendieron por la ancha escalera de la facultad de Sage tomadas del brazo. En el comedor habían dispuesto unas largas mesas donde el cristal y la plata brillaban bajo la tenue luz de las lámparas de gas. Había grupos de jóvenes concentrados en los sofás y alrededor de las mesas bajas, y otro grupo apiñado alrededor del piano, donde alguien estaba tocando When ‘Tis Moonlight. Maud no pudo evitar fijarse en un chico alto, con el pelo del color de la paja a finales de otoño, que estaba de pie junto al piano. El sólido tenor de su voz se elevaba por encima de las otras voces. Cuando Josie y Maud entraron, se volvió para mirarlas.

—Ese es Teddy Swain —dijo Josie—. Es un estudiante de último año.

La canción terminó y el pianista comenzó a tocar una alegre versión de My Grandfather’s Clock, animando a todos a seguir el ritmo con los pies. Maud observó el gran y pulido espacio que había a modo de pista de baile, así que se lanzó hacia el centro, y giró sobre sí misma para hacer que su falda flotara a su alrededor. Siguió girando y girando hasta que se sintió tan mareada que tuvo que parar. Mientras volvía a enfocar la habitación a su alrededor, vio a Josie parada delante de ella. Maud tiró de la mano de su nueva amiga.

—Venga —le dijo Maud—. Baila conmigo.

Josie estaba blanca, y con una expresión en sus labios que pretendía parecer completamente neutral. Pero sus ojos la traicionaron: el brillo normalmente alegre en ellos había dado paso a uno de alarma. Solo entonces Maud se dio cuenta de que la música había parado y todos estaban mirándola. Avistó a Teddy Swain que aún estaba junto al piano, y se fijó en que estaba esbozando una pequeña sonrisa. Si algo había aprendido de los chicos de su vecindario era que no era el momento de mostrar vergüenza. Así que se rio y giró de nuevo sobre sí misma. Escuchó unos cuantos aplausos aislados, y vio que venían de Teddy Swain y otros chicos. Volviéndose hacia ellos, hizo una reverencia. Algunas de las chicas apartaron la mirada con una expresión casi afligida, y otras se taparon la boca y soltaron unas risitas.

—¡Qué vivaracha es esta! —comentó uno de los jóvenes.

Josie rescató a Maud, entrelazando sus brazos y guiándola fuera de la sala y a través del pulcro pasillo hasta llegar a la biblioteca, que estaba vacía.

—Señorita Gage, ¿en qué estabas pensando? ¿No sería algo más prudente comenzar tu introducción en sociedad de forma un poco más… serena?

A Maud le dolió que su nueva amiga estuviera criticándola, pero podía ver en la expresión de Josie que claramente lo hacía con buena intención.

—Aquí tenemos una manera de hacer las cosas —continuó diciendo Josie—. Las chicas ya destacamos lo suficiente, no te haces una idea. Quizás prefieras no llamar más la atención.

—Pero ¡no estaba tratando de llamar la atención! —dijo Maud, confusa—. Escuché la música, vi la pista de baile… Me iba a estallar el corazón de la emoción. —Miró con curiosidad a Josie—. ¿No estás emocionada de estar aquí? Quiero decir, sé que es tu segundo año, pero estamos lejos de casa, por nuestra cuenta…

Josie posó la mano en el antebrazo de Maud.

—Estás lejos de casa, y también lejos de la guía de aquellos que te aman. Pero señorita Gage, claramente no bailarías de esa manera en tu propio salón, frente a tu padre y madre, así que ¿por qué habrías de hacerlo aquí?

Maud se quedó mirando a Josie, aún confusa.

—¿Por qué no iba a bailar así frente a mi padre y mi madre? He bailado en mi propio salón más veces de las que podría contar. ¿Hay alguna regla en contra de girar y bailar…? —Maud observó a su amiga más de cerca—. No serás por casualidad una vieja metodista gruñona, ¿no?

La expresión de Josie se suavizó. Parecía estar tratando de no echarse a reír.

—Claro que no soy una vieja metodista gruñona —susurró Josie—. No soy vieja, no soy gruñona, y tampoco soy metodista. Adoro bailar, pero hay un lugar y un momento para todo… Y bailar está permitido cuando otros bailan y te lo han pedido.

—¿Hay que esperar a que alguien te pida bailar? —preguntó Maud.

—Sabes, eres una persona de lo más inusual.

Maud arrugó la cara.

—No intento ser inusual. No me siento inusual. Pero nadie me había dicho nunca que tal vez no sería una buena idea bailar cuando hay una pista de baile frente a ti y alguien tocando una canción al piano.

—Pues deja que te diga algo —susurró Josie—. En Sage quizás te vendría bien observar lo que hacen las otras chicas, y no llamar demasiado la atención.

Maud frunció el ceño.

—Intentaré aprender. Es importante para mí encajar aquí.

Josie le dio unos golpecitos en el brazo.

—Entonces te sugiero que sigas algunas reglas. Cuando hay caballeros delante, no saques ningún tema de conversación. Deja que sean ellos los que lo hagan. Si hay una pausa y no queda más remedio, habla sobre el tiempo.

—¿Por qué querría hacer eso? —preguntó Maud.

—¿De verdad no lo sabes? —dijo Josie.

Maud negó con la cabeza.

—Ya veo que tienes mucho que aprender.

—¿Me enseñarás? —preguntó Maud—. De verdad que no pretendo ser inusual.

—¿Has visto las plantas aspidistras que hay en las esquinas de la sala común? —Maud asintió con la cabeza—. ¿Ves cómo están ahí, en sus esquinas, y no les prestas demasiada atención?

—Sí…

—Así es como tienes que actuar. Si alguien te mira, se fijará en lo brillantes que son tus verdes hojas, o lo recta que te mantienes, pero si alguien no te mira, puede que se olvide por completo de que estás ahí.

—¿Así que quieres que imite el comportamiento de una planta de maceta?

—Creo que es un buen comienzo —dijo Josie.

—¿Y debería moverme dando saltitos? —preguntó Maud, recogiendo su falda y saltando a la pata coja por el pasillo—. Porque creo que será muy difícil andar de forma normal si mis pies están metidos en una maceta.

Josie también recogió su falda, y las dos procedieron a dar saltitos por el pasillo vacío en dirección al comedor, riéndose.

Cuando casi habían llegado al final, estuvieron a punto de dar un salto y chocar contra Teddy Swain. De alguna manera Josie se transformó de forma milagrosa, dejando caer su falda y adoptando una expresión de completa calma, pero Maud olvidó dejar caer su falda.

—¡Ah! —exclamó.

El caballero hizo una elegante reverencia, aunque Maud vio que lo hizo en parte para esconder la sonrisa que había en sus labios.

—¿Me concedería el honor de presentarme a su amiga, señorita Baum?

Maud, recuperando el juicio, dejó caer su falda y la alisó con las manos, las cuales de repente estaban sudándole. Después alzó la mirada hacia los ojos color avellana de Teddy Swain.

—Señorita Maud Gage, le presento al señor Theodore Swain.

—Mucho gusto —respondió Maud, molesta por el modo en que su voz salió demasiado aguda. Debía recuperar la compostura.

Teddy Swain asintió.

—Un placer conocerla, señorita Gage. ¿Es usted por casualidad de los Gage de Fayetteville? La familia de mi tío me ha hablado sobre una familia con ese nombre.

—Así es —dijo Maud, sonriendo—. Mi padre es Henry Gage. ¿Quién es su tío?

—Somos parientes de la familia Marvel por parte de mi madre. El párroco Marvel es el tío de mi madre.

Maud no podía creerlo. Tenía tanta mala suerte que se había ido hasta Ithaca y ya le estaban recordando a su antiguo torturador. Pero no quería que se notara cómo se sentía en realidad. Se acordó de las plantas de maceta, y trató de imitarlas lo mejor que pudo.

—Estoy encantada de conocerlo —respondió ella.

Teddy Swain inclinó la cabeza y sujetó la puerta para que Maud y Josie pasaran al comedor.

—Es muy apuesto —le susurró Maud a Josie una vez se hubieron sentado.

—Es un gran nombre aquí en la universidad —dijo Josie—. Es el presidente del cuerpo estudiantil. Y causa un gran impacto en todas las chicas.

* * *

Conforme pasaban las semanas, Maud comenzó a asentarse en su nueva vida. Cuando atravesaba el campus podía ver una gran extensión del mundo a la vista: los prestigiosos edificios de ladrillo y piedra que coronaban la alta colina. Desde la distancia podía ver los tejados de los edificios del pueblo de Ithaca esparcidos a sus pies, la multitud de tonalidades de los árboles otoñales y la amplitud del valle. La gran expansión de césped verde del campus estaba atravesada por senderos siempre llenos de alumnos. Pero mientras Maud se apresuraba a ir de edificio en edificio con sus libros bajo el brazo, no podía evitar darse cuenta de lo fáciles que eran las cosas para los chicos que estudiaban allí. Controlaban todas las instituciones de la escuela: el periódico, los clubes sociales, las actividades deportivas y los grupos académicos. Se reunían en ruidosos grupos fuera de los edificios, llamando a voces la atención de las chicas que pasaban. Y cuando anochecía, las chicas apenas se aventuraban al exterior, pero sí que escuchaban a los chicos moviéndose libremente por el oscuro campus.

Los días poco a poco se hicieron más cortos y fríos, el cielo se volvió de un azul brillante, y las hojas rojas, amarillas y doradas iluminaban el patio interior del campus. Maud no había progresado mucho en su empeño por aprender a comportarse como una aspidistra. Cada vez que hablaba con los chicos, sacaba temas de conversación y jamás mencionaba el tiempo. Además, no le importaba interrumpir a sus compañeros durante las discusiones de clase, lo cual hacía que las chicas, que siempre se sentaban en primera fila, se volvieran todas a la vez a mirarla como si fueran perros de caza y ella una indefensa ardilla. No había tenido oportunidad de hablar de nuevo con Teddy Swain, aunque a veces notaba como si él estuviera mirándola, y siempre sentía que el cuello se le ponía colorado antes de apartar la vista rápidamente. Se dio cuenta de que algunos grupos de chicos comenzaron a mirarla fijamente y a susurrar entre ellos cada vez que pasaba, pero Maud no dejó que eso la molestara en absoluto.

Pero un día, Maud se retrasó demasiado en la biblioteca y no se dio cuenta de que era la hora de su clase de Botánica. Cuando se percató, salió corriendo y cruzó el campus apresuradamente, empujó la puerta de su clase e hizo una mueca cuando esta se cerró de forma sonora tras ella. Maud notó que tenía el pelo algo alborotado, y cuando alzó una mano para arreglarlo un poco, se le escapó el libro de Latín y este aterrizó con un fuerte golpe, deslizándose por el pulido suelo frente a ella.

Para su horror, se percató de que Teddy Swain tenía una sonrisilla de medio lado en los labios. Y, como si el tiempo se hubiera ralentizado, vio cómo este comenzaba a aplaudir lentamente, hasta que muy pronto todos los chicos se le unieron, añadiendo silbidos y chillidos que pronto llenaron toda la habitación.

Maud vio a Josie agachándose disimuladamente para recoger el libro, y lo dejó en su regazo. Maud agachó la cabeza y se dirigió a su asiento tan rápido como un águila que desciende sobre su presa, murmurando para sí misma: «Planta de maceta, planta de maceta». Pero cuando vio que Teddy Swain tenía los dedos entre los labios para dejar escapar un silbido, sintió la rabia bullendo en su interior. ¿No llegaban todos los chicos tarde, en grupos de dos y de tres, hablando y riendo? ¿Alguna vez los habían aplaudido o abucheado por ello? Y, sin embargo, las alumnas siempre tenían que llegar temprano a clase para ocupar los asientos de las primeras filas y evitar tener que recorrer los pasillos con cientos de miradas de los chicos puestas en ellas.

Maud se frenó en seco frente a Teddy Swain. Cuadró los hombros y se irguió tanto como pudo.

—¿Tiene algo entre los dientes? —le preguntó—. Debe ser así, puesto que veo que se ha metido los dedos en la boca.

Teddy Swain parecía sobresaltado ante el inesperado enfrentamiento. Se sacó los dedos de la boca y puso las manos en su regazo.

—En cuanto al resto… —dijo Maud, su voz resonando por toda la habitación, que de pronto se había quedado en silencio.

Maud no tuvo tiempo de decidir con qué iba a amenazarlos, puesto que el profesor de Botánica, un señor bajito con unos mechones de pelo blanco que le sobresalían casi del cuello, tosió primero de forma leve, y después de forma más fuerte.

—Me parece que hoy tocaba estudiar el filo del helecho.

Maud aprovechó aquella oportunidad para finalmente deslizarse hasta el asiento que Josie le había guardado.

—Gracias —susurró—. Ha sido terrible. ¿Por qué no puedo llegar a tiempo a clase?

—Los chicos son horribles —dijo Josie—. O la mayoría, al menos. O cuando están en grupo…

Maud sacó su lápiz y cuaderno y trató de centrarse en la voz seca del profesor mientras hablaba sobre las diferentes especies de helecho nativas de la región de Cayuga, pero lo único que escuchaba en su cabeza eran las burlas, silbidos y aplausos que la habían recibido. No quería aprender nada sobre los helechos: quería ser un helecho y no tener otro propósito en la vida que no fuera el de ondear al viento. ¿Era esta realmente la igualdad que su madre había ansiado con tanto ahínco?

Desde aquel día, Teddy Swain se quedaba callado y apartaba la mirada cada vez que ella pasaba por su lado en el campus. Y cuando cenaba en la facultad de Sage, se aseguraba de tomar asiento al otro lado de la habitación. Una noche, no mucho después del incidente de la clase, lo vio a través de la atestada habitación, absorto en una conversación con Clara Richards, una chica de segundo año con el pelo negro, y tan guapa como reservada. Su cabeza estaba inclinada hacia arriba y parecía estar escuchando con total atención lo que fuera que Teddy estaba diciéndole, como si fuera lo más fascinante del mundo. Maud sintió una punzada de algo que no era arrepentimiento, pero casi. ¿Habrían sido las cosas diferentes si hubiera aprendido a comportarse como las otras chicas, algo que ellas hacían de forma tan natural? ¿Estaría ahora mismo sentada junto a Teddy Swain, mirando embelesada su apuesto rostro mientras él le daba una lección sobre cosas importantes? Maud se incorporó en su asiento y apartó la mirada de ellos de forma decidida. Si era sincera consigo misma, aunque quería encajar allí, se sentía más inclinada a ser ella misma. Si debía tener alguna esperanza en el amor, debía encontrar a un hombre que la quisiera tal y como era, aunque parecía no haber muchas probabilidades de que tal hombre existiera.

* * *

Un viernes por la noche antes del final de trimestre, el sueño de Maud se vio interrumpido por el sonido de unas piedrecitas chocando contra el cristal de su ventana del tercer piso. Josie no se movió, así que Maud salió de la cama y cruzó la habitación. Empujó la pesada ventana hasta que esta se abrió, y un puñado de piedrecitas se colaron dentro, estrellándose contra el suelo. Maud se asomó al exterior tratando de ver quién estaba abajo.

Confusa, vio que era un grupo de mujeres el que estaba bajo su ventana. ¿Quién era esta gente, y qué querían? Un segundo después escuchó el tenor de la voz de Teddy Swain, arrastrando las palabras debido a la bebida, y pronto se le unieron sus compañeros. Aquello no era un grupo de mujeres: eran ocho chicos vestidos con ropa de mujer, borrachos como una cuba y cantando a pleno pulmón.

En Sage hay una extraña señorita,

que se encoleriza de forma infinita,

si alguien en público decir osa,

en una voz nada silenciosa,

«Matilda, ¿su edad me dirá?».

—¡Ay! —exclamó Maud, lo suficientemente alto como para despertar a Josie, quien se unió a ella junto a la ventana.

—¡Cierra la ventana! —susurró Josie de forma urgente—. No deberías haberla abierto.

—Estaban lanzando piedras —explicó Maud.

Nunca debes abrir la ventana cuando tiran piedras —respondió Josie, agarrando la ventana y cerrándola de golpe—. Eso solo los anima.

Pero Maud aún podía escuchar las voces, borrachas y ruidosas, a través de la ventana cerrada. Y sabía que las otras chicas probablemente estarían despiertas y escuchándolos también. No se le había escapado lo que habían pretendido: habían usado el nombre de pila de su madre en lugar del suyo. Maud había sido una tonta al pensar que estaba empezando a ser independiente allí. El coloso que era la figura de Matilda la había acompañado. Realmente nunca había tenido ninguna oportunidad.

Abrir las puertas de par en par al cambio no era suficiente: tenías que cambiar también la manera de pensar. ¿Cómo podrían las chicas dejar su marca si sus modelos de conducta eran plantas de maceta, o si las prendas que llevaban apenas les permitían respirar? ¿O si cada vez que expresaban una opinión sobre cualquier tema, era considerado una amenaza para los jóvenes? O incluso más, ¿cómo podrían escapar del hecho de que, sin importar lo horribles que fueran los chicos, las chicas aun así quisieran agradarles? Por que, ¿qué elección tenían, en realidad? ¿A dónde podían ir excepto de vuelta a sus propias casas, donde estarían bajo el yugo de sus madres, o al hogar de un hombre, con la sola esperanza de que ese hombre fuera tan benévolo como el padre de Maud, y no un cruel y opresivo hombre, como lo eran muchos?

Maud estaba empezando a comprender que nunca sería como las otras chicas. Siempre estaría luchando contra su propia naturaleza para encajar en Cornell, y jamás la verían como una persona en sí misma. Siempre la verían como la hija de su madre, Matilda Gage, la controvertida defensora de los derechos de la mujer. En muchos aspectos, vivir allí estaba siendo más restrictivo aún que cuando había vivido en casa donde, ahora se daba cuenta, se le habían consentido sus extravagancias. El excitante sentimiento de libertad que la había embargado cuando había llegado allí se había empezado a evaporar. El precioso campus de Cornell, que antes había sido tan espacioso, ahora parecía cerrarse sobre ella, y Maud comprendió que encontrar su propio camino allí iba a ser más escurridizo de lo que había pensado.