FAYETTEVILLE, NUEVA YORK
1871
Maud tenía diez años cuando descubrió que la posesión eran nueve décimas partes de la ley. Tenía su infernal falda recogida con una mano mientras huía a toda prisa de Philip Marvel, quien acababa de perder su preciada canica ojo de gato ámbar contra la chica más fiera de todo el vecindario. Maud tenía la canica fuertemente apretada en la palma sudada de su otra mano, con la bolsa de cuero de sus canicas golpeándole la muñeca mientras corría. En ese momento, y como casi siempre, deseó tener bolsillos como los que los chicos tenían. Era la corredora más rápida de su calle desde hacía años a pesar de su clara desventaja: la enagua y la falda. Philip y el resto de sus compañeros de clase estaban burlándose de ella. Podía escuchar sus pisadas tras de sí, y el sonido de sus ya familiares mofas. Aún estaba a media manzana de distancia de su casa y los pulmones le ardían, pero continuó corriendo. Había ganado la canica ojo de gato de forma legal. Sabía que Philip y su grupo querían quitársela a base de fuerza bruta y de su clara ventaja en número, pero ella no tenía ninguna intención de devolvérsela.
La casa de los Gage en Fayetteville estaba en la esquina de una calle, junto a la morada del señor Robert Crouse. La forma más rápida de ponerse a salvo en su propio porche trasero era cruzando la esquina de su jardín, pero no le gustaba tomar esa ruta. En el centro del jardín del vecino había un espantapájaros ataviado con una larga levita negra y un flexible gorro de predicador que le hacía sombra sobre su terrorífica cara de paja. Maud normalmente no era de las que se asustaban, pero el espantapájaros guardaba cierta semejanza con su sobrecogedor amo, el señor Crouse, tanto que cuando era más pequeña solía confundirlos. De noche, antes de que Maud se quedara dormida, a veces imaginaba que el espantapájaros se había escapado de su percha, había escalado por la canaleta y la observaba por la ventana de su habitación.
Maud siguió corriendo. Los pasos de los chicos estaban cada vez más cerca. Torciendo la esquina, llegó a los arbustos que recorrían el lateral del jardín de los Crouse, desde donde podía ver la aterradora cara del espantapájaros mirándola fijamente. Los chicos casi habían llegado a la esquina, así que se coló por un agujero entre el seto de los arbustos de lilas. Escondida entre las hojas, Maud jadeó en silencio mientras ellos pasaban corriendo frente a ella. Desde su posición ventajosa, los vio ralentizar su marcha hasta pararse, mirando a su alrededor sin verla.
—¿Dónde está Maud? —gritó Philip—. ¿Habrá ido a votar con su madre? —Los chicos se rieron. Animado por su reacción, Philip alzó la voz mientras miraba a su alrededor, tratando de localizar a Maud—. ¡A los diez una buena chiquilla, a los veinte una creída, a los cuarenta una solterilla, a los cincuenta una sufragista!
Los chicos explotaron en carcajadas.
A Maud le ardía la cara, y apretó la canica con fuerza en su puño. Incapaz de refrenarse, desde su escondite entre los arbustos gritó cada palabra que había escuchado decir a su madre en casa.
—¡Las mujeres votarán algún día! ¡Y jamás votarán por un zopenco como Philip Marvel o alguien como su aburrido palabrero y mezquino padre metodista y antisufragista!
Ante el sonido de su voz, los chicos se volvieron. Sabía que la habían descubierto momentáneamente, así que Maud no tenía elección: tendría que cruzar el jardín del señor Crouse y trepar por la cerca lateral. Si Crouse veía a la chica en su jardín le caería una buena reprimenda. Apretando con fuerza la canica, contó hasta tres y entonces salió de entre los arbustos y se dirigió hacia el patio de los Crouse.
Solo había avanzado unos metros en el patio cuando escuchó un grito entrecortado. Saltó hacia atrás con el corazón latiéndole desbocado en el pecho. Al principio no consiguió ver nada, pero entonces se agachó para mirar desde otra perspectiva, y se encontró cara a cara con un pico y dos brillantes ojos azules.
Era una cría de cuervo, dando unos saltitos torpes por la hierba, y parecía herido y demasiado pequeño para saber volar. La presa perfecta para los muchos gatos que rondaban por el vecindario. Maud se agachó aún más para mirarlo mejor, y le echó un vistazo rápido a la casa del señor Crouse. La puerta estaba cerrada, y las cortinas negras, echadas.
Muy lentamente, Maud alargó la mano. El cuervo la miró con sus ojos azules, como si estuviera considerando si quería ser su amigo o no.
Maud lo observó muy quieta hasta que sintió un hormigueo en las piernas por estar agachada, pero el pequeño pájaro negro siguió allí parado, con la cabeza inclinada pero sin querer huir.
—Maud —le llegó la voz de su madre desde la puerta trasera—. Maud, ya casi es hora de cenar.
La niña volvió a mirar hacia la casa del señor Crouse. No había movimiento alguno, así que dejó la canica en la hierba y después guio muy suavemente al parajillo herido hasta su falda, dándole la vuelta a la tela para que el pájaro se colocara entre los pliegues. Pero justo entonces oyó el chirriar de una puerta, seguido de la voz del señor Crouse.
—¡Fuera de mi jardín, jovencita!
Maud salió disparada, cruzó el patio tan rápido como pudo y fue directo hacia la valla que separaba la propiedad de los Gage y de los Crouse. Cuando alcanzó los listones de madera y los agarró, lista para escalarlos, se dio cuenta entonces de que le faltaba algo: tenía la mano vacía. Había dejado la canica en el suelo para poder recoger al pájaro, y en su huida se la había dejado allí. Con el corazón martilleándole en el pecho, sintió cómo el pajarillo no dejaba de retorcerse y arañarle la falda.
—¿Maud? —La voz de su madre estaba justo al otro lado de la valla. ¡Estaba tan cerca de la salvación!
Se dio la vuelta y corrió de nuevo a través del patio hasta llegar al sitio junto a los arbustos de lilas donde había dejado la canica.
Maud se lanzó hacia ella, y con la canica de nuevo en una mano y la falda sujeta con la otra, volvió a cruzar el patio. Pero cuando alcanzó la valla se le presentó un nuevo problema. Con ambas manos ocupadas, ¿cómo iba a escalar los listones?
El señor Crouse cruzaba el patio a toda prisa en su dirección. No había tiempo para dudar. Se metió la canica en la boca y, con una sola mano, escaló la valla.
El señor Crouse la alcanzó justo cuando estaba en el punto más alto. Intentó asir la manga de Maud, pero era demasiado tarde, ya que ella ya estaba deslizándose por el lado de los Gage. Aunque con un nuevo problema: mientras se deslizaba hacia su salvación, sintió que la enagua se le quedaba enganchada y escuchó el sonido de esta al rasgarse. Para cuando consiguió llegar a la puerta trasera estaba sin aliento y con la cara roja, y solo llevaba sus calzones, ya que la falda aún estaba doblada hacia arriba con el cuervo revolviéndose en su interior. Maud escupió la canica en su mano. ¡Victoria!
Alzó la mirada y se encontró con su madre mirándola de forma severa, pero con un brillo de alegría en sus ojos.
—¿Qué llevas en la falda? Y por todos los santos, ¿dónde está tu enagua?
Maud se volvió para hacer un gesto hacia la valla, pero tan pronto lo hubo señalado, madre e hija vieron cómo la prenda desaparecía como si alguien hubiera tirado de ella al otro lado.
Desdobló la falda con cuidado y allí estaba la cría de cuervo, algo asustada, pero nada mal dadas las circunstancias.
—¿Ahora le robas pájaros al espantapájaros de los Crouse? —preguntó su madre, aunque parecía claramente divertida ante la situación.
—Creo que se cayó de su nido. Tenemos que darle de comer y encontrarle un sitio donde dormir.
Sin hacer más referencia a la falda rota, a sus trenzas despeinadas o a la enagua perdida, Matilda se puso manos a la obra con total seriedad. Encontró una caja de harina vacía y ayudó a Maud a construir una cama con paja. Después subieron algo de maíz del sótano y pusieron unos cuantos granos junto al pájaro.
Matilda consultó uno de los viejos volúmenes de medicina de su abuelo y preparó una mezcla de sirope de azúcar de caña y agua.
—Si es bueno para los bebés humanos, seguramente también sea bueno para las crías de cuervo.
El señor Cuervo ya estaba asentado y cómodo cuando alguien tocó a la puerta de forma brusca.
Matilda, tan calmada como siempre, se deslizó a través de la habitación y abrió la puerta. Allí estaba el señor Crouse, y en su mano tenía la enagua de encaje de Maud.
—Señora Gage —dijo, inclinando su gorro—. Me gustaría hablar con el señor Gage.
—El señor Gage no se encuentra aquí ahora mismo —respondió Matilda—. Pero yo estoy delante de usted, así que diga lo que tenga que decir.
En ese momento, la cría de cuervo decidió abrir el pico y soltar un graznido. Maud soltó una risita.
El señor Crouse la miró por encima del hombro de su madre, y Maud trató de poner una expresión seria.
—Su hija pequeña —dijo el señor Crouse— no estaba comportándose como debería hacerlo una señorita.
La madre de Maud alzó la barbilla y le quitó la enagua de las manos.
—Buenas tardes, señor Crouse —dijo ella. El hombre inclinó de nuevo el gorro y cuando aún no se había dado la vuelta del todo, ella cerró la puerta con firmeza.
Matilda no era una mujer a la que tratar con ligereza, y no parecía que la situación le hubiera divertido en absoluto. No dijo nada sobre la enagua de Maud, sino que la dejó caer sobre la mesa.
—La manera más sencilla de que no haga falta discutir nada sobre tus enaguas con el señor Crouse sería que dejaras de llevarlas —anunció ella, y acto seguido subió las escaleras y cuando bajó tenía un par de pantalones antiguos de T. C. en la mano—. ¿Por qué no te pones estos a partir de ahora?
Parecía una idea espléndida. Maud tenía envidia de los niños y sus pantalones cortos, y odiaba las faldas, ya que la ralentizaban. Pero ya se mofaban de ella lo suficiente, no podía ni imaginarse lo que pasaría si empezaba a llevar los pantalones usados de su hermano.
—Pero ¡madre! ¿Estás segura de que eso es sensato? —La hermana de Maud, Julia, acababa de entrar en la habitación con un costurero sujeto contra la cadera—. Todos la llamarán «marimacho». ¿No sufre ya suficiente tormento Maud? —A pesar de que era una década mayor que Maud, no era mucho más alta que ella. Su pelo largo y beige estaba sujeto en una enorme espiral sobre su cabeza, con unos cuantos rizos sueltos para enmarcar su rostro. En ese momento sus cejas parecían una hilera de gansos que volaban hacia el sur—. ¿Y has roto tu enagua, Maudie? ¿Otra vez? Te la remendé la semana pasada.
«Lo siento», articuló Maud con la boca, y se puso un dedo sobre los labios para decirle a su hermana que no quería que le dijera a su madre lo mucho que los chicos se burlaban de ella.
Matilda hizo un gesto con la mano para desestimarla.
—El señor Crouse cree que no estoy criando a tu hermana como una señorita —le dijo a Julia—. Y para que se sepa, así es. Demasiado control puede atrofiar a una niña, minar su coraje y hacerla débil.
Maud le echó una mirada rápida a Julia, y ahí estaba: su hermana frunció los labios, frustrada. Aquella era una de las teorías favoritas de madre, que las chicas necesitaban ser libres para ser fuertes, pero a Maud siempre le había parecido que aquello iba con doble intención, y actuaba también como insulto a su hermana, que había abandonado el colegio años atrás.
La puerta principal se abrió y entró su padre. Maud se lanzó a abrazar sus piernas de manera tan fuerte que él fingió que su hija pequeña casi había logrado hacerle caer. Por la habitación había esparcidos trozos de paja, cáscaras de maíz, cordel, papel marrón y el resto de cosas que habían usado para construir el hospital de cuervos.
—¡Ah! —dijo Matilda, notando el ligero olor a quemado que había en el aire—. ¡Me he olvidado por completo de la cena! ¡Julia, rápido!
Julia dejó la cesta obedientemente y corrió hacia la cocina, olvidándose de la enagua rota.
Los ojos del padre se arrugaron un poco mientras se quitaba el abrigo y escuchaba la historia de Maud. Se pasó un rato admirando el cuervo. Pero entonces Maud se acordó de lo mejor que le había pasado ese día: la canica de ojo de gato, la cual había puesto en una pequeña caja junto a la cornisa de la ventana para que no se perdiera.
Su padre la sostuvo contra la luz de la lámpara de gas, admirando el brillo ambarino.
Se agachó sobre una rodilla y la apretó contra la mano de su hija.
—Los chicos querrán ganarla de nuevo —dijo él—. Mantén tu habilidad a punto y confío en que no se lo permitirás.
* * *
Matilda comenzó a cuidar del cuervo con la misma resolución que ponía en cada tarea. El cuervo de Maud creció rápidamente, y pronto pudo dejarlo salir al exterior, donde se posaba sobre la valla, exhibiendo tal valentía ante el espantapájaros del señor Crouse que Maud lo envidiaba un poco. Cada mañana le llevaba maíz, y aunque ya había aprendido a volar, se quedaba cerca de la casa, contento con aquella situación. Maud estaba segura de que el cuervo la reconocía, pues cada vez que la veía dejaba escapar un graznido.
Pero unos días después de la emancipación del señor Cuervo, el señor Crouse se presentó en su puerta de nuevo. Matilda salió al porche y cerró la puerta tras de sí. Maud no escuchó mucho de la breve conversación entre su madre y el vecino, pero en cuanto Matilda volvió al interior, se echó a reír, tan fuerte que terminó doblada con las manos en las rodillas y con lágrimas de risa cayéndole por el rostro.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Maud.
Por fin, su madre recuperó el aliento y pudo decirle lo que había pasado.
—Parece que nuestro vecino piensa que el cuervo se está mofando de él —dijo, limpiándose las lágrimas de los ojos.
—¿Mofándose? —preguntó Julia—. ¿A qué se refiere?
—Al parecer —dijo Matilda—, cree que nuestro cuervo ha aprendido nuestro idioma, y que, en lugar de los graznidos de un pájaro, el cuervo está burlándose y diciendo su nombre: ¡Bob Crouse! ¡Bob Crouse!
* * *
Maud estaba sentada de piernas cruzadas en la hierba, con unos pantalones que le llegaban hasta las rodillas y que eran mucho más cómodos que una falda y una enagua, y siguió con su conversación unilateral con su aviar amigo hasta que él respondía: Bob Crouse, Bob Crouse. Y entonces ella le respondía, tratando de poner su mejor voz de cuervo: Bob Crouse, Bob Crouse.
Un sábado por la mañana, el señor Cuervo estaba en el patio trasero graznando cuando se escuchó el fuerte sonido de una escopeta, seguido de un completo silencio.
Pensando que quizás el cuervo se había asustado ante el sonido, Maud salió al patio a investigar, y vio al señor Crouse mirándola desde la ventana de su primer piso. La saludó con una sonrisa.
El señor Cuervo yacía en la hierba cerca de la valla con una herida de bala que le había atravesado el corazón.
—¡Madre!
Maud cruzó el patio corriendo, atravesó la cocina y entró en el salón. Su madre tenía puestas sus gafas y estaba escribiendo. Maud sabía que no debía interrumpirla cuando estaba trabajando, pero Matilda debía de haber oído los sollozos de su hija y visto la cara llena de lágrimas, puesto que en un instante estaba a su lado.
Su madre se quedó blanca cuando vio la mascota de su hija, que yacía en un charco de sangre en la hierba.
—¡Es un asesinato! —dijo. Recogió al cuervo, incluso con toda la sangre, y agarró a Maud de la mano. Marcharon directamente al porche delantero de los Crouse, donde su madre golpeó la aldaba con fuerza, con una furia de la que solo ella era capaz.
La puerta se abrió y allí estaba el criminal en persona, con una gran sonrisa dibujada aún en el rostro.
Sin mediar palabra, su madre desdobló su falda para revelar al pobre y torturado cuervo. Estaba completamente quieto, con una mirada de ojos vidriosos clavada en Maud, le rompió el corazón.
—Parece que tiene una alimaña muerta ahí, señora Gage.
—Esta era la mascota de mi hija. No tenía ningún derecho a hacer lo que ha hecho.
—Yo creo que ha sido un alivio —replicó él.
—¿Qué podría tener usted en contra de este pobre cuervo? No era un peligro para su jardín. Se alimentaba de maíz de nuestras propias manos.
—Sus molestos graznidos no me dejaban dormir —dijo el señor Crouse—. No podía ni pegar un ojo.
—Matarlo era completamente innecesario.
—¿Y qué va a hacer? —Soltó una carcajada—. ¿Va a escribir la Declaración de los Derechos de los Cuervos? «Sostenemos como evidentes estas verdades» —dijo riéndose, mirándolas por encima de su larga y huesuda nariz—. «Que todos los hombres, mujeres, alimañas y bichos son creados iguales…».
La voz de su madre no vaciló.
—Así lo creo realmente, señor Crouse. Que tenga un buen día.
Su madre alzó la barbilla incluso más, y por la forma en que agarró la mano de Maud, ella supo que debía parecer orgullosa también, incluso mientras el corazón se le hacía añicos. En cuanto volvieron a la casa de los Gage, Maud se puso a llorar y Matilda le pellizcó con fuerza en el brazo.
Maud soltó un grito ahogado.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque eso es lo que yo hago —respondió Matilda—. Eres lo suficientemente mayor para aprender que llorar no te llevará a ningún lado. Si te pellizcas, te recordarás a ti misma que es mejor ser fuerte: cuando eres fuerte, puedes luchar.
Más tarde, cuando enterraron al señor Cuervo en el jardín trasero, llovía y las hojas de arce que caían parecían del color de la sangre. Con los ojos ya secos, Maud llevó el ataúd del cuervo, que su padre había construido cuidadosamente de sobras de madera. Él cavó un hoyo en el suelo bajo el manzano y Maud metió solemnemente la pequeña caja en el agujero y lo cubrió con una roca plana. Su padre dio una elegía, y su madre añadió unas palabras sobre cómo los cuervos son odiados por comerse el maíz de la gente y tener las plumas negras, pero que a pesar de eso merecen ser protegidos, puesto que tienen derechos inalienables.
Maud metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó su canica de ojo de gato ámbar. Al menos ese trofeo sí había conseguido mantenerlo. Cantaron un himno, y cuando terminaron con los rezos, Maud entonó un sonoro graznido que sonó sospechosamente como si estuviera diciendo Bob Crouse, Bob Crouse. Enseguida todos se unieron a ella, incluso su madre y su padre. Y así fue cómo el funeral del señor Cuervo acabó en carcajadas.
Tras ese día, Maud se sintió mejor sobre la muerte del señor Cuervo, pero se dio cuenta de que el funeral del pájaro no había aplacado la ira de su madre para nada. Matilda se embarcó en una cruzada, y escribió cartas a la legislación. Viajaba mucho a Albany de todas formas, ya que era la presidenta de la Asociación Sufragista Femenina del estado de Nueva York, y podía ser muy insistente con el legislador cada vez que quería algo.
No tuvo que pasar mucho para que Matilda recibiera una carta, la cual agitó triunfalmente ante Maud. La Legislatura Estatal de Nueva York había aprobado una ley que hacía que matar a un animal salvaje que estaba siendo cuidado como una mascota fuese ilegal.
—¿Ves? Esto es lo que pueden hacer las leyes. Vas a estudiar para convertirte en abogada. Con un diploma en leyes, serás capaz de corregir cosas como esta y muchas más. Crecerás siendo fuerte y valiente, y protegerás a todos los cuervos del futuro —dijo ella.
Como su madre le había asegurado muchas otras veces antes, todo hombre, mujer, niño, de raza negra, creyente o ateo, e incluso los bichos del campo merecían una oportunidad para ser felices.
Maud agarró con fuerza la fría canica de ojo de gato en su bolsillo, pero en su interior creía que su madre estaba equivocada. Todas las leyes del mundo no podrían traer a su cuervo de vuelta, ni hacer que Maud olvidara su triste mirada. ¿Y cómo estaba tan segura de que una chica podría conseguir un diploma en leyes? Nunca había escuchado de ninguna mujer que hubiera conseguido tal cosa, ¡ni siquiera su formidable madre, o la tía Susan, la mejor amiga de su madre y famosa Susan B. Anthony! Un diploma para una mujer parecía algo incluso más imposible que un cuervo obteniendo un trato justo en el mundo.