HOLLYWOOD
Octubre de 1938
Maud apenas podía seguir el paso de aquel hombre mientras se introducía en el ascensor. Cuando las puertas se abrieron, ella se apresuró tras él, cruzando el pulcro vestíbulo. Salieron a un callejón atestado de gente donde el aire, gracias al cielo, era algo más caliente que en el interior del edificio. Después de haber esperado tantas semanas, y de practicar su discurso mentalmente, era claro que no había conseguido que Mayer lo entendiera. ¿Cómo podía explicarle que quería ser como una institutriz para el rebelde grupo de creaciones ficticias de Frank, y cumplir la promesa que había hecho años atrás de que cuidaría de Dorothy?
Pero no tuvo mucho tiempo para pensárselo. Mayer esquivaba a la muchedumbre, pasó junto a cuatro personas vestidas de centurión, armadas con escudos y espadas, después junto a un grupo de alegres marineros, y finalmente junto a dos bailarinas que caminaban a paso normal a pesar de ir ataviadas con zapatillas de ballet y mallas rosas, con los zapatos colgados sobre los hombros. Mayer guio a Maud hasta un gran edificio cuya puerta estaba adornada con las letras escenario uno.
—Esta chica sí que sabe cantar —dijo él—. Una gran estrella, grandísima. La mayor voz que escuchará jamás. La va a dejar asombrada.
En el escenario había dos hombres a un lado. Uno de ellos tenía una libreta de papel en sus manos y un lápiz detrás de la oreja. El otro estaba sentado ante un piano, tocando unos acordes.
Mayer le señaló a Maud un asiento casi al final, ya que había hileras de asientos desocupados, todos mirando hacia el atril vacío. Después se apresuró a subir los tres escalones que llevaban al escenario. Miró por encima del hombro del pianista y toqueteó algunos de los papeles que había sobre el instrumento, pero no se sentó. Su aparición repentina en la habitación pareció poner nerviosos a los músicos. El pianista se quedó en silencio con la cabeza hundida entre los hombros, como si se tratara de un barco entre los océanos que eran sus hombros.
Al principio, Maud pensó que el pianista, el hombre con el lápiz tras la oreja, Mayer y ella estaban solos en la habitación, pero entonces miró hacia una de las esquinas del escenario, donde había una adolescente con pinta de estar aburrida subida en un taburete con un brazo cruzado sobre el pecho, como si estuviera avergonzada por la mera idea de los senos que se asomaban por su blusa. ¿Era esa realmente Dorothy?
—¿Empezamos desde el principio, entonces? Uno, dos, tres…
El pianista se animó con unos compases, y la chica entornó los ojos mirando la libreta que tenía en la mano, para acto seguido dejarla en su regazo. El hombre del lápiz tras la oreja alzó la mirada y se encontró con la de Maud, como si no se hubiera percatado de la presencia de la mujer hasta ese momento. Entonces volvió a centrarse en su cuaderno mientras el pianista seguía tocando.
Para ser una chica tan pequeña tenía una boca muy grande, y cuando la abrió, el sonido que salió fue el doble de grande que ella.
Las notas empezaron despacio, y entonces se animaron, resaltando la voz de la joven mientras ascendían. Maud podía sentir las vibraciones en lo más hondo de su interior, una emoción tanto como un sonido. Estaba tan asombrada por el tono que al principio no se dio cuenta de las palabras, pero cuando por fin las escuchó, sintió que se enrojecía. ¿La canción hablaba de un arcoíris? ¿De dónde demonios había salido esa letra? No había arcoíris en El maravilloso mago de Oz. Nadie sabía lo del arcoíris, excepto Frank y ella. Por un momento sintió un destello, como si hubiera algo familiar en aquella chica, en aquella canción… Pero el piano tocó una nota incorrecta, la chica frunció el ceño, y la sensación desapareció.
El pianista paró, probando diferentes acordes. Maud miró a su alrededor, casi esperando ver allí a Frank. ¿No sería eso muy propio de él? Asomar la cabeza por la puerta con un brillo en sus ojos. Maud se aflojó el cuello del vestido y se quitó la chaqueta. Por supuesto que Frank no iba a aparecer allí en la Metro, en 1938. Se había ido hacía casi veinte años, y Maud lo sabía a la perfección. No estaba loca, tenía la mente tan aguda como siempre. Cambió de postura en la silla y puso las manos sobre su regazo.
Tras varios intentos fallidos de empezar, el pianista por fin siguió, emitiendo unos complicados y resonantes acordes que cambiaron en una elegante progresión. La gran voz de la chica llenó la habitación con facilidad. Cuando paró de cantar, el silencio que siguió fue como la hermana no tan agraciada de una hermosa joven.
Echándole un vistazo a Mayer bajo sus alargadas y oscuras pestañas, la chica claramente esperaba algunas palabras de ánimo.
—Ah, ¡mi pequeña jorobada definitivamente sabe cantar! Ven aquí y dale un abrazo a papá —dijo él.
Ella se bajó del taburete lentamente, dejando entrever un atisbo de la mujer en la que se convertiría muy pronto. Pero entonces, como la niña que realmente era, echó a correr hacia él y se arrojó a los brazos del hombre bajito, tan fuerte que le torció las gafas. Maud observó con incomodidad aquel espectáculo. La chica debía tener al menos quince años, demasiado mayor para esas muestras de afecto con un hombre mayor. El cual, además, no era su padre realmente.
—¿Y la canción? —interrumpió el pianista.
Mayer soltó a la joven actriz y se volvió hacia el hombre del piano mientras Judy, que de pronto parecía algo apagada, se deslizó de nuevo hacia el taburete.
—Perfecta. Excelente. Muy muy buena. Todo lo que canta es perfecto.
—Creo que la canción no es del todo correcta —dijo Maud.
Mayer se volvió hacia ella y la observó, como si hubiera olvidado que estaba allí.
—Quizás algo más rápida la próxima vez —comentó Mayer.
—No, no se trata de eso —dijo Maud, molesta por el hecho de que su voz hubiera salido como si se tratara del chillido de un ratón. Se aclaró la garganta. Nunca había tenido problemas para decir lo que pensaba, pero el diablo que era la vejez hacía que a veces sonara débil cuando no se sentía así en absoluto—. La canción. ¿De dónde ha dicho que salió?
—¿De dónde, ha dicho? —El pianista se levantó del banco y cruzó el escenario, haciéndose sombra con la mano para poder mirar hacia la oscuridad—. Le puedo decir de dónde. Estaba en mi coche, vagando en la esquina de Sunset y Laurel, justo enfrente de Schwab’s…
Maud estaba intrigada al momento.
—Siga.
—De ahí es de donde salió. Apareció en mi mente. Escribí unos cuantos acordes en un recibo, allí mismo en el salpicadero del coche, y en cuanto el semáforo se puso en verde volví enseguida al estudio.
—¿Sunset y Laurel? —preguntó Maud—. La última parada del tranvía.
—Con todo el respeto, señora, allí no hay tranvía —dijo el hombre del lápiz tras la oreja—. El hotel El Jardín de Allah está en esa esquina, nunca he visto un tranvía cerca de allí.
—Ya sé que allí no hay un tranvía ahora. Le hablo del año 1910. Mi marido y yo nos bajamos del tranvía allí en nuestra primera visita a Hollywood.
Un recuerdo de Frank invadió a Maud: sus polainas blancas cubiertas de polvo, el traje gris arrugado y la increíble fuente que era su bigote marrón al bajarse del tranvía y pisar una carretera de tierra rodeada de una arboleda de naranjos. En cuanto lo hizo, cacareó: «¡Así que esto es Hollywood!».
La chica se volvió y se quedó mirando a la oscuridad, parpadeando.
—¿Quién es usted?
—Ah, tenemos una visitante de la mismísima Tierra de Oz. Esta es la señora Maud Baum. Su marido escribió el libro —explicó Mayer—. Señora Baum, le presento a Judy Garland. ¡Va a ser una gran estrella!
—Mi difunto marido escribió el libro —lo corrigió Maud, mientras la vívida imagen de Frank se desvanecía.
—Y, por supuesto, ser la viuda del hombre que escribió el libro no le confiere ni el más mínimo conocimiento sobre música —murmuró el pianista, lo suficientemente fuerte para que Maud lo escuchara.
Pero la chica sí que parecía interesada.
—¿Por qué? ¿Por qué dice que la canción no es del todo correcta? —Judy se bajó del taburete y se acercó al borde del escenario, mirando hacia la parte de la sala ensombrecida.
—Bueno… —Maud respiró hondo para calmarse y ordenar sus pensamientos—. Es muy bonita, es solo que… hay algo en la manera de interpretarla. No hay suficiente anhelo en ella.
—¿Suficiente anhelo? —preguntó el pianista—. Eso es absurdo. —Tocó unos compases, usando el pedal como para darle énfasis a sus palabras.
Pero la chica sí estaba escuchándola, Maud lo sabía.
—¿Alguna vez has visto algo que quisieras más que nada en el mundo, pero que supieras que no puedes tener? ¿Alguna vez has apretado la nariz contra la ventana de un escaparate y has visto justo aquello que deseabas, tan cerca que podrías alzar la mano y tocarlo, pero aun así sabes que nunca lo conseguirás?
La chica entrecerró los ojos. Apareció un ligero sonrojo en sus mejillas, y uno de los lados de sus labios descendió. Se enroscó un mechón de pelo alrededor del dedo.
—Cántala así.
Maud estudió la expresión de la chica. ¿Podría esta chica, esta aspirante a Dorothy, entenderlo realmente?
—¡Puede cantarlo de cualquier manera! —dijo la voz de una mujer desde las sombras tras el escenario—. Solo dígaselo, y lo hará. Haz lo que dice la señora, pequeña. Cántala con más anhelo.
La frente de la chica se arrugó, y frunció los labios. Se dio la vuelta en un gesto y bufó, lo suficientemente alto como para que Maud lo escuchara:
—¡Silencio, madre! Estoy intentando escuchar a la señora.
—Solo intento ayudar —susurró su madre desde detrás del escenario.
Maud podía distinguir entre las sombras a un lado del escenario a una mujer de mediana edad que llevaba una blusa rosa y unos pantalones de pescador blancos.
—Perdóneme, señora —le dijo el tipo con el lápiz detrás de la oreja a Maud—. ¿Qué era eso que decía? Soy Yip Harburg, letrista. Quería saber qué más opina. —El hombre del lápiz tenía una mata de pelo oscura, y podía vislumbrar tras sus gafas el acogedor destello de sus ojos marrones.
—Bueno, acerca de la letra… —respondió Maud con suavidad—. Cuando canta «cruzaré el arcoíris», ¿no suena demasiado certero?
—¿Demasiado certero? —dijo Harburg—. No estoy seguro de comprenderla.
—¿Una canción sobre un arcoíris no debería tener algo más de duda en ella? —comentó Maud, que había empezado a hablar con indecisión, pero se animó a expresarse más alto conforme avanzaba—. Solo porque veas un arcoíris no significa que sepas cómo llegar al otro lado. Piénselo. La olla de oro no puedes verla jamás, ¿no es así? Lo único que puedes hacer es tener fe en ella.
El letrista asintió, y entonces recuperó el lápiz desde detrás de su oreja y tachó unas palabras en su cuaderno.
—¿Sabe?, no lo había pensado de esa manera, pero creo que podría tener razón.
Maud se volvió hacia la chica para ver si lo entendía, pero su madre estaba ahora junto a ella en el escenario, tocándole el pelo y susurrando de forma agitada.
Louis B. Mayer dio dos palmadas.
—¡Magnífico, magnífico! Tenemos que irnos, pero seguid trabajando en ello. Seguid haciéndolo como hasta ahora… No se preocupe, señora Baum. Probablemente la canción ni siquiera acabe en la versión final, así que no hay razón para preocuparse por ella ahora.
Mayer rodeó a Maud con el brazo, dirigiéndola hacia la puerta. Antes de que la guiara hacia el ajetreado callejón, Maud volvió la mirada, tratando de atisbar una última vez a la chica, pero en ese momento la pesada puerta del estudio de sonido se cerró tras ellos.
—¡L. B.…! —gritó alguien.
—¡Un momento, por favor! —dijo Mayer, y entonces se alejó de Maud sin ni siquiera despedirse, dejándola sola en aquel callejón atestado de gente.
—Pero ¡señor Mayer! —intentó llamarlo Maud mientras se alejaba.
—¡Venga por aquí cuando quiera! —le dijo él—. Simplemente no estorbe.
Maud se dirigió de vuelta a casa con una sensación de inquietud. Desde el momento en que había visto a Judy, había sabido que era demasiado mayor para interpretar a Dorothy, la cual debía ser una niña con trenzas, y que fuera joven para siempre. Pero aquella desorbitada voz… De alguna manera aquella chica, que era una extraña para Maud, había verbalizado exactamente lo que se sentía al desplegar las alas y querer volar. Incluso ahora, en su octava década de vida, Maud no había olvidado aquellas complicadas emociones: el deseo de escapar, de huir, de crecer…, el destino de toda chica.
Toda chica excepto Dorothy.
Algo se había colado en el interior de Maud, muy adentro. ¿Era por la chica? ¿O era la canción, cuya extraña melodía se había metido en su cabeza y parecía reproducirse de fondo? Condujo a casa incapaz de olvidar el inquietante efecto de la melodía, como la obertura de una obra de Broadway, que adelantaba lo que llegaría a continuación.