Capítulo 1

HOLLYWOOD

Octubre de 1938

Era una ciudad dentro de una ciudad, una fábrica textil que tejía la enmarañada telaraña de fantasía del celuloide. Desde las brillantes agujas de los sastres en las tiendas de disfraces, al zoo donde entrenaban a los animales; desde la sopa de bolas de matzah en la cafetería hasta las cegadoras oficinas blancas del nuevo edificio administrativo Thalberg. Un ejército de gente constituido por compositores, músicos, técnicos, hojalateros, directores y actores que convertían el hilo en oro. Érase una vez un tiempo en el que los sueños se hacían a mano, pero que ahora eran producidos en masa. Y aquellas dieciocho hectáreas eran la línea de montaje.

Fuera de esos muros, las colinas marrones, los vecindarios ordenados y las grúas oxidadas de Culver City no parecían poseer ni una pizca de magia. Pero al cruzar las puertas de MGM, o la Metro, como era conocida, entrabas en un reino encantado. Un tranvía privado atravesaba el centro de la parte trasera de los estudios y podía transportarte al otro lado del mundo, o hacerte viajar atrás en el tiempo: desde la calle de Billy el Niño con las antiguas casas de arenisca de Nueva York del salvaje oeste al renacimiento italiano en la plaza de Verona, y ni una sola parada en el mundo exterior. En 1938 había más de tres mil personas trabajando dentro de esos muros. Tal y como la Ciudad Esmeralda estaba en el mismísimo centro de la Tierra de Oz, los estudios MGM eran el corazón palpitante de ese mítico sitio llamado Hollywood.

* * *

Maud Baum llevaba casi una hora esperando de pie en el exterior de las gigantescas puertas principales de la Metro-Goldwyn-Mayer. Era un rostro más entre la multitud de visitantes que esperaban la oportunidad de entrar. De vez en cuando, un resplandeciente automóvil se acercaba a las puertas, y cada vez que pasaba, el guardia de los estudios se ponía alerta y ofrecía un saludo. Cuando esto ocurría, los admiradores reunidos alrededor de la entrada para tratar de avistar a alguna de las estrellas se inclinaban hacia delante, arrimando los papeles a las ventanillas de los coches. Mientras observaba aquel espectáculo, Maud no pudo evitar sentirse dolida por Frank: su compañía condenada al fracaso Oz Film Manufacturing Company, que había constado de un solo edificio en forma de granero, había estado a muy poca distancia de la localización de la exitosa Metro. Cuando Frank había fundado su compañía en 1914, Hollywood no había sido más que un páramo adormecido de naranjos y adosados, y el cine no había sido más que una aventura alocada que todos creían que pasaría al olvido. Si tan solo hubiera podido vivir para ver en lo que se convertiría un estudio de cine en las siguientes dos décadas: un nuevo White City, un escenario de teatro gigante. Aquel fantástico lugar era la mismísima manifestación de lo que Frank había sido capaz de imaginar mucho antes de que se hiciera realidad.

Por fin llegó el turno de Maud. Mientras el guarda le escribía un pase, sintió los nervios aflorando en su estómago. En su bolso había un pequeño recorte de la revista Variety. No le hacía falta mirarlo de nuevo, ya que lo había memorizado: «oz ha sido vendida a louis b. mayer de la mgm». Como la última persona con vida conectada a la inspiración que había detrás de la historia, estaba decidida a ofrecer sus servicios como asesora. Pero acceder al estudio no había sido fácil. Habían rechazado sus llamadas durante meses, pero accedieron finalmente a regañadientes a una reunión con el jefe de los estudios, Louis B. Mayer, cuando la recepcionista se cansó de responder a sus llamadas diarias. Hoy era el día en que expondría sus argumentos.

Si a Maud le había enseñado algo su madre sufragista, Matilda, era que, si querías algo, tenías que pedirlo o exigirlo si era necesario. Por supuesto, Maud preferiría de buena gana estar leyendo un libro en Ozcot, su casa de Hollywood, pero le había hecho una promesa a su difunto marido que pensaba mantener.

El guarda deslizó su pase a través de la ventana acristalada y asintió.

—¿Dónde se encuentra el edificio Thalberg? —preguntó ella.

Él señaló con la cabeza a la izquierda en un gesto que bien podría estar señalando a cualquier sitio.

¿El Pulmón Blanco? Ve por ese camino, no puedes perderte.

¿Pulmón Blanco? Maud pensó que aquel era un nombre muy extraño para un edificio. Estaba a punto de preguntarle por qué se llamaba así, pero con los años había aprendido a guardarse las cosas para sí misma, para no parecer una vieja tonta y senil.

Dentro de las puertas del estudio, los caminos y carreteras privadas estaban abarrotadas tanto de personas como de vehículos. Pasó un grupo de actores ataviados con elaborados vestidos de baile, joyas de imitación y pelucas empolvadas, seguidos de pintores con monos manchados de pintura, un hombre que tarareaba una canción y otro tipo, que probablemente era un guionista, con el ceño fruncido y un lápiz detrás de la oreja. Maud se apartó del camino al tiempo que tres chicas pasaban a toda velocidad subidas en bicicletas. Aquello le recordó al ajetreo entre bastidores del teatro, en el que había pasado mucho tiempo. Pero esto era a una escala tan inmensa… «¡El mundo es un escenario!». A Frank le había encantado citar a Shakespeare. Y allí, aquella cita parecía ser literalmente cierta.

El edificio Art Moderne Thalberg era deslumbrantemente blanco, con el exterior pintado del color de la nieve. El edificio era claramente nuevo: aún había unos cuantos andamios en uno de los lados. Cuando se adentró en el pulcro vestíbulo, un aire helado le puso la piel de gallina y escuchó un extraño sonido, como el de un anciano resollando. Se ajustó la chaqueta de punto sobre los hombros al tiempo que la recepcionista le dirigía una mirada compasiva.

—Es el aire acondicionado —le dijo—. Como una estufa, pero para el frío.

Maud reprimió una sonrisa, ya que aquello era una idea tan de Frank. Una estufa para el frío. Siempre andaba diciendo cosas tan extrañas como esa.

—¿Puedo ayudarla?

—He venido a ver al señor Louis B. Mayer. —Maud se aseguró de que su voz no tuviera ni una pizca de duda. «Aquella que titubea está perdida». Otra de las expresiones de Matilda. A sus setenta y siete años, Maud aún sentía a veces como si su madre estuviera apoyada en su hombro, susurrándole instrucciones como un director de escena.

La recepcionista era una joven mujer con un peinado por encima de los hombros de color platino.

—¿Es una actriz? —le preguntó ella.

—De ninguna manera.

La chica alzó una ceja elegantemente perfilada a lápiz y repasó a Maud con la mirada, yendo desde sus canosos rizos hasta sus robustos zapatos marrones.

—¿Es usted…? —Ella se inclinó hacia delante—. ¿Es la madre del señor Mayer?

A su favor, Maud no dejó entrever su enfado.

—Soy la esposa de L. Frank Baum. Tengo una cita.

La joven entrecerró los ojos mientras repasaba la lista con la punta de su lápiz.

—Lo siento, señora Baum. No está en la agenda del señor Mayer.

—Compruébelo de nuevo —insistió Maud—. A la una en punto. Pedí esta cita hace semanas.

No dejaría que le hicieran dar media vuelta ahora, había esperado mucho a que llegara este día.

—Tendrá que hablar con la señora Koverman… —Ella bajó la voz para seguir hablando—. La montaña Ida. Nadie accede a él sin pasar por ella primero.

Maud le dedicó una sonrisa.

—Se me da bastante bien pasar por encima de la gente.

—Tome el ascensor hasta la tercera planta. Verá el escritorio de la señora Koverman justo enfrente.

Mientras esperaba al ascensor, Maud vio su propio reflejo borroso en el brillante latón de las puertas. Esperaba que su expresión reflejara un espíritu firme, en lugar de la inquietud que sentía en ese momento ahora que por fin había llegado la hora de aquella importante reunión.

—Tercera planta —le dijo al ascensorista al entrar.

Cuando las puertas se abrieron, se encontró cara a cara con un escritorio en cuya placa se leía «Señora Ida Koverman». Una robusta matrona con el pelo corto y marrón examinó a Maud.

—Maud Baum —dijo ella—. Tengo una cita con el señor Louis B. Mayer.

—¿Con qué motivo?

—Mi difunto marido… —Maud hizo una pausa, horrorizada al escuchar su propia voz cambiando de tono.

La señora Koverman la observó sin un rastro de compasión en su mirada.

—Mi difunto marido, el señor L. Frank Baum, fue el autor de El maravilloso mago de Oz.

La expresión de la señora Koverman no cambió en absoluto.

Maud había notado desde hacía mucho que había dos clases de personas en el mundo: los admiradores de Oz, que eran aquellos que recordaban su infancia, y los que fingían que nunca habían escuchado hablar de Oz, que creían que los adultos debían alejar todo lo pueril de sus vidas. Por la mirada en la cara de la señora Koverman, ella debía pertenecer a la segunda categoría.

—Siéntese —dijo, y comenzó a golpear las teclas de su máquina de escribir, dando por finalizada la conversación.

Maud se sentó cruzando los pies a la altura de los tobillos, con su bolso y una copia desgastada de Oz en su regazo, esperando que aquello transmitiera la idea de que no iría a ningún lado.

De vez en cuando, la señora Koverman se levantaba, llamaba con los nudillos a la puerta en cuya placa de latón se leía louis b. mayer, y entraba con un papel escrito a máquina o un mensaje telefónico. Cada vez que volvía a salir, Maud la miraba fijamente, mientras que la señora Koverman evitaba su mirada. De tanto en tanto, Maud miraba su reloj de pulsera, que le indicó que muy pronto llegó y pasó la una y media.

Las dos mujeres habrían continuado con aquella batalla de voluntades de no ser por una gran conmoción que provenía del ascensor. Se escuchó un golpe y alguien gritó «¡Diablos!» tan fuerte que se oyó en toda la habitación. Maud observó estupefacta cómo un alto joven, que bien podía medir más de un metro ochenta, se frotaba la cabeza y se agachaba a recoger un montón de papeles esparcidos por el suelo. Y lo más sorprendente: una copia nueva de El maravilloso mago de Oz se había deslizado por el suelo, y acabó casi a los pies de Maud.

Ella lo recogió y se acercó al hombre.

—¿Me parece que ha perdido usted esto?

—Así es —dijo en un acento británico—. Deme un minuto, estoy algo aturdido.

Maud observó alarmada cómo el desgarbado hombre se tambaleaba como un pino en un vendaval. Tras un momento, se recolocó la corbata, tomó el libro de las manos de Maud y le ofreció la otra a modo de saludo.

—Noel Langley, guionista.

Él se fijó en el desgastado libro que Maud sujetaba en su otra mano.

—Haciendo los deberes, por lo que veo.

—¿Deberes?

—Déjeme adivinar. ¿Interpretará a la tía Emma?

—¿Tía Emma? —Maud se sobresaltó. Observó al hombre, confusa—. Pero ¿cómo ha sabido…?

—Clara Blandick —continuó Langley, sin percatarse de la reacción de Maud—. Supongo…

—Ah, ¿la actriz? —Maud comprendió por fin—. ¿Se refiere usted a la actriz?

—Sí, ¡la actriz! —dijo Langley en un tono de voz aún más alto. Maud parpadeó, molesta.

—De ninguna manera. No soy actriz —dijo firmemente—. Soy Maud Baum. La señora de L. Frank…

Langley parecía completamente perdido.

—Mi difunto marido, Frank. ¿L. Frank Baum? ¿Autor de El maravilloso mago de Oz? —Maud alzó su copia del libro y señaló el nombre del autor.

Aún confuso, el joven escudriñó a Maud como si estuviera viéndola por primera vez. Ella toqueteó la esmeralda que llevaba en el dedo anular y se alisó las arrugas de su sencillo vestido de flores, consciente de que para aquel joven debía parecer muy fuera de lugar.

—Pero el libro se escribió antes de que yo naciera… —dijo Langley despacio, como si estuviera tratando de resolver una complicada ecuación en su cabeza—. Desde luego su mujer debe estar… —Mientras hablaba, inclinó la cabeza más y más hacia un lado, hasta que se asemejó a un curioso saltamontes con sus largas extremidades y la cabeza inclinada.

—Tengo setenta y siete años —dijo Maud—. Aún no estoy muerta, si es lo que está usted pensando.

—Por supuesto que no, claro que no —tartamudeó Langley, que se había sonrojado violentamente—. Es solo que imaginé que el libro se había publicado años atrás. Creo que asumí que… Ah, da igual lo que pensara.

—No se preocupe —le dijo Maud suavemente—. El maravilloso mago de Oz fue publicado en el año 1900. En el cambio de siglo.

—Ah, claro… —dijo Langley. El rojo casi había desaparecido de su cara, pero las puntas de sus orejas aún permanecían de color rosa.

—Supongo que parecerá algo muy antiguo para un joven como usted. —Maud sintió que el corazón se le encogía ante aquel pensamiento.

Langley asintió, dándole la razón.

—Lo cual me recuerda… —dijo Maud—. Qué suerte que me haya tropezado con usted. Verá…

Antes de que Maud pudiera acabar de hablar, las puertas del ascensor se abrieron de nuevo y un hombre de pelo castaño se impulsó hacia fuera como si hubiera sido arrastrado por un fuerte viento.

—¡Langley! —gritó.

—Hola —contestó el tipo alto—. Mira a quién tenemos aquí, si es que puedes creértelo. Es la señora de L. Frank Baum. Señora Baum, este es Mervyn LeRoy, el productor.

LeRoy frenó frente a los dos y miró a Maud de arriba abajo.

—¡Caramba! —dijo, aparentemente perplejo ante su presencia.

La mirada de LeRoy recayó en el desgastado libro verde que Maud tenía entre sus huesudas y manchadas manos.

—Vaya, mire eso. —LeRoy alargó la mano—. Esa parece la misma edición del libro que tenía cuando era un niño… Lo tenía en la repisa junto a la cama. Lo adoraba.

Maud vio que se le presentaba la oportunidad perfecta.

—¿Le gustaría echarle un vistazo?

Le tendió el deteriorado libro, con el color de la cubierta desgastado y los bordes raídos. Antes de abrirlo, LeRoy inhaló el aroma del papel y pasó la mano respetuosamente por el tejido verde estampado. Al abrirlo, observó detenidamente las ilustraciones a color, una a una con una media sonrisa en los labios.

—Yo crecí leyendo este libro. ¡Me encantaba! Es difícil de explicar, casi sentía como si los personajes fueran parte de mi propia familia.

—Me alegra escuchar que se sentía así. Por eso, entenderá por qué es tan importante serle fiel a la visión del autor.

LeRoy apartó la mirada del libro en sus manos y volvió a mirar a Maud, cuya presencia física aún parecía confundirlo.

—¿La visión del autor? Para serle franco, jamás le dediqué ni un pensamiento a la persona que lo escribió. Oz siempre parecía atemporal, casi eterno. Es curioso pensar que comenzó como una simple idea de una persona desconocida con un lápiz en su mano.

—Le aseguro que mi marido fue un hombre célebre en su tiempo. Los periódicos solían estar repletos de noticias sobre él. Titulares, incluso. El señor L. Frank Baum, el famoso autor de El maravilloso mago de Oz

Miró a LeRoy expectante, pero él mantuvo la misma expresión. Aunque él no parecía tan joven y novato como Langley, probablemente aún estaba en pañales cuando el nombre de Frank Baum había estado en boca de todos.

—Quizás un joven como usted no lo recuerda… —Maud fue incapaz de esconder el desánimo en su voz.

—No, señora, es la primera vez que escucho todo esto. Pero le prometo que no importa en absoluto. Puede que no recuerde nada del autor, pero ¡jamás olvidaré la historia!

A Maud le dolía pensar que Frank podría ser olvidado, y aun así no le sorprendía del todo. Casi veinte años después de la muerte de su marido, había mucha gente que ya no reconocía su nombre. Pero ¿acaso había alguien, viejo o joven, que no conociera a Dorothy, al Espantapájaros, al Hombre de Hojalata o al León Cobarde? Las creaciones de Frank se habían hecho más famosas que su creador, escapándose de las páginas en las que Frank los había confiado. Maud sabía mejor que nadie que nada de aquello, ni el mago ni las brujas ni la mismísima Tierra de Oz, existirían si no fuera por el hombre de carne y hueso que había habitado el mundo real, que había vivido, reído y a veces sufrido…

—¿Señora Baum? —LeRoy estaba tendiéndole el libro. Maud se dio cuenta de que se había quedado ensimismada—. Bueno, ha sido un placer —dijo, dándose la vuelta para marcharse.

—¿Señor LeRoy? —Maud alzó la mano.

—¿Sí?

—¿Cree usted que podría…? Bueno, es solo que… Verá. Soy la última persona viva con un vínculo con el autor de este libro, y ni siquiera consigo que me permitan…

Señor LeRoy —la interrumpió Ida Koverman.

Él se volvió hacia la señora Koverman, como sorprendido por su presencia.

—¡Hola, Ida! —dijo jovialmente—. ¿Sabes a quién tenemos aquí? —Él alzó el libro—. ¡Es la esposa de L. Frank Baum! ¿Te lo puedes creer?

Las cejas de la señora Koverman permanecieron fijas, al igual que la expresión de su boca.

—El señor Mayer os verá a usted y a Langley ahora.

Ante la mención del nombre de Mayer los dos hombres se transformaron. Langley murmuró un «Tenga un buen día», y LeRoy inclinó su sombrero. Maud se percató entonces de que la breve conversación se había dado por finalizada. Los hombres se apresuraron a entrar en la oficina de Louis B. Mayer sin dirigirle una mirada más, dejando a Maud sin más remedio que volver a su asiento. Media hora después, la puerta de la oficina de Mayer se abrió de nuevo y los dos hombres salieron. Maud se levantó con la esperanza de poder hablar con ellos de nuevo, pero en esa ocasión ambos se encontraban enfrascados en una conversación, y los hombres apenas asintieron en su dirección cuando pasaron junto a ella. De nuevo se encontró a solas con la señora Koverman, la cual escribía rápidamente en la máquina de escribir con un sonoro ruido.

Tras lo que pareció una eternidad, Ida Koverman se levantó y le hizo un gesto para que se acercara. La puerta se abrió dando lugar a una oficina tan grande que Maud podría haber montado en bicicleta en su interior. En un lado había un piano de cola nacarado, al otro un escritorio gigante semicircular. Y tras ese escritorio había un hombre de rostro redondo, con la coronilla calva y con unas gafas tan circulares como su cara. A Maud le recordó a un perrito de las praderas que acababa de salir de su madriguera. No pareció notar que Maud estaba allí mientras rebuscaba en su escritorio, moviendo unos papeles que podían ser guiones. Detrás de ella, la señora Koverman salió y dejó la puerta abierta. Maud permaneció quieta esperando alguna señal o indicio de que había notado su presencia. Viendo que no obtendría ninguna, finalmente se acercó a él.

Louis B. Mayer alzó la mirada, sorprendido de verla allí.

—La esposa de L. Frank Baum —soltó él, levantándose de un salto—. La señora Oz en persona. —Rodeó su escritorio y le dio la mano a Maud de forma amigable. De pronto la soltó, echándose hacia atrás como si estuviera viéndola por primera vez—. Dígame, señora de L. Frank Baum, ¿qué puedo hacer por usted?

—Estoy aquí para ofrecer mis servicios —dijo Maud—. Llamé en cuanto vi el anuncio en Variety. —Maud no mencionó el hecho de que el estudio había rechazado su propuesta durante meses—. Quiero convertirme en un recurso para usted. Puedo contarle todo sobre Oz y sobre el hombre que lo creó. Nadie sabe más de esa historia que yo…

Mayer la interrumpió, gritando hacia la puerta abierta.

—¿Ida?

La señora Koverman asomó la cabeza.

—¿Señor Mayer?

—Trae esa caja de cartas aquí, ¿quieres?

Un momento después, la secretaria dejó una gran caja en el escritorio.

—Sé una buena chica y léenos un par de ellas.

Ella rebuscó en la caja durante un rato, y sacó un sobre, y de él una carta.

—Adelante —dijo Mayer.

La señora Koverman empezó a leer con una voz aguda y casi cantarina.

—«Querido señor Mayer, por favor asegúrese de no cambiar nada del libro. Sinceramente, la señora E. J. Egdemane, de Sioux Falls, Dakota del Sur».

Maud se enderezó en su silla.

—Ah, sí, el correo. Solíamos recibirlo a montones. Los admiradores son muy apasionados. ¿Sabía que mi marido solía incorporar sugerencias de los niños en la historia siempre que podía?

Mayer se quedó sentado, impasible, con las manos frente a él puestas sobre el escritorio. Maud no podía descifrar su expresión.

La señora Koverman rebuscó y sacó otra, como si estuviera sacando los números del bingo.

—Esta es de… veamos. Edmonton, Washington. «Querido señor Mayer, nadie puede interpretar al Espantapájaros como el señor Fred Stone del musical de Broadway. Por favor, asegúrese de que lo eligen para la película».

Mayer sonrió.

—No parece importarle que el pobre de Fred Stone apenas puede andar desde que se hizo daño en aquella escena con un aeroplano, y ya no digamos bailar.

—Stone está ya bastante repuesto —dijo Maud bruscamente, pero Mayer estaba haciéndole gestos a la señora Koverman para que continuara su lectura.

—«Querido señor Mayer, mi nombre es Gertrude P. Yelvington. Llevo leyendo los libros de Oz desde que era una niña. Judy Garland no se parece a Dorothy. P. D.: Por favor, asegúrese de que los personajes se parecen a los dibujos hechos por W. W. Denslow, son los que más me gustan».

Dejó caer la carta, que planeó hasta posarse en la caja.

—¿Ve a lo que tengo que enfrentarme? Todos tienen una opinión. Me han dicho que más de noventa millones de personas han leído uno o más libros de Oz. Por supuesto, no necesito decirle eso a usted, señora Baum. Oz es una de las historias más conocidas en todo el mundo. Es a la vez nuestra bendición y maldición. Así que, ¿tiene usted una opinión sobre cómo debería ser la película? Saque número y póngase a la cola.

Maud trató de mantener la compostura. No había sabido qué esperar de Mayer, pero no se le había ocurrido contemplar la posibilidad de aquella repentina y total desconsideración.

—Pero señor Mayer…

—¿Eso es todo, señora Baum? Soy un hombre muy ocupado.

Maud le mantuvo la mirada, digna sucesora de su madre incluso ahora.

—No, señor Mayer, eso no es todo. Por favor, escúcheme. Tiene que entender que tiene una obligación. Oz es un sitio real para mucha gente… Y no solo eso, sino un sitio mejor que el mundo real. Un sitio lejos de las preocupaciones de este mundo. Hay niños ahora mismo que están en situaciones difíciles, que pueden escapar a la Tierra de Oz y sentir que…

—Por supuesto, sí. —Mayer hizo un gesto con la mano, desestimándola—. La historia está en las mejores manos. No tiene nada de qué preocuparse, señora Baum. Muchísimas gracias por visitarnos hoy. Si surge algo, la llamaremos… Ida, apunta el teléfono de la señora Baum, ¿quieres?

Mayer parecía estar ya totalmente desentendido de la conversación.

Había tanto en juego en aquella reunión que Maud se encontró con que casi no podía ni explicarlo. Quería decirle que ella era la única persona que podría ayudarlos a mantenerse fieles al espíritu de la historia, puesto que era la única persona que conocía los secretos de esta. Y aun así, era difícil articular un pensamiento tan impreciso, especialmente ante un hombre tan brusco y desdeñoso. Así que, en lugar de darle un razonado argumento, Maud recurrió a la verdad.

—Estoy aquí para cuidar de Dorothy.

Mayer la miró con escepticismo.

—¿Dorothy?

—Así es —asintió Maud.

Mayer se rio.

—Judy Garland ya tiene una madre, Ethel Gumm, y estoy seguro de que está bastante involucrada en el cuidado de su hija. Le sugiero que no se meta en su camino, esa mujer es toda una fiera.

—Bueno, no estoy preocupada por la actriz, sino… —dijo Maud—. Por Dorothy.

—¿El personaje?

—Sin Dorothy, no hay historia.

—Señor Mayer… —los interrumpió Ida Koverman, echando un vistazo a su reloj—. ¿Quería ver a Harburg y a Arlen? Están trabajando en el estudio de sonido número uno. Si se va ahora, puede llegar a tiempo.

Mayer se levantó de un salto y se giró.

—¿Por qué no viene conmigo, señora Baum? —dijo él—. Le presentaré a nuestra estrella. Un vistazo a nuestra Dorothy y le aseguro que se quedará tranquila. Se lo digo de verdad, es divina.