1.

La adoptamos la tarde de un lunes. K. y yo visitamos a unos amigos míos de la infancia y en medio de la conversación, sentados en la sala, escuchamos el gimoteo de varios cachorritos proveniente de una de las habitaciones. La mascota de mi amiga, una perra llamada Pancha, había parido cinco crías veinte días atrás. Fuimos a conocerlos. Los seis animales estaban tendidos en el suelo, amurallados por una inmensa caja de cartón. La perra les daba de mamar. Nos acercamos y Pancha no gruñó, como hacen a veces las perras recién paridas. Quizá confió en nosotros porque estábamos acompañados de su dueña. O quizá lo hizo, simplemente, porque le caímos bien.

A los cachorros solo se les veía el cuerpecito. Cada uno mamaba de una teta, con la cabeza escondida en el cuerpo de la madre. Todos eran tan blancos como las perlas de Carrizal. Uno de ellos se percató de nuestra presencia y caminó, tambaleándose, hacia nosotros. Vino a saludarnos, a darnos la bienvenida a su castillo de cartón, a presentarnos a su mamá y a sus hermanitos y a descubrir qué eran esas formas frente a él que hacían sonidos y le llamaban tanto la atención. De repente se quedó quieto, firme sobre las cuatro patas. Con cierta actitud desafiante, volteó muy lento la cabeza hacia un lado y hacia otro hasta quedar mirándonos fijamente, tan acucioso como una ardilla, quizá preguntándonos: «¿Qué onda? ¿Qué hacen por acá?». Aunque también pudo ser: «¡Pilas! Un paso más y los muerdo». Eso, salió a defenderlos. Durante un par de segundos nos miró de esa manera inquisitiva, como a la espera de una respuesta. Fue el gesto que más repitió durante sus catorce años de vida y la última mirada que me regaló —«¿Por qué me dejas aquí?»— cuando me despedí de ella en la clínica donde murió. Siempre curiosa. Siempre preguntando. Siempre queriendo saber más de lo que veía a simple vista. Siempre tan atenta a todo lo que había a su alrededor.

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Era, a todas luces, una cachorra saludadora, hospitalaria, confiada, valiente y curiosa. Ya era lo que iba a ser. Lo que luego fue. Lo que fue siempre. Como los seres humanos, que no cambiamos nunca nuestra esencia, desde recién nacida ya mostraba su carácter. Eso bastó para que me enamorara de su temperamento, aunque bien hubiera podido seducirme su belleza. Fue un amor a primera vista (y seguro a ella le pasó lo mismo); un disparo directo al estómago, a lo más profundo de mi ser. La oxitocina hizo su efecto. La oxitocina, esa sustancia química que afecta los sistemas endocrinos del hombre y del perro y produce un lazo positivo de unión entre ambos, «que se encuentra comúnmente en fuertes conexiones intraespecíficas, como las que existen entre madre e hijo y parejas de apareamiento, y contribuye a la supervivencia de ellos mismos y de su descendencia»1. Una sola mirada entre la cachorra y yo bastó para dar inicio a nuestra historia. Pero no dije nada. ¡Por supuesto! Cualquier resquicio de debilidad podía ser aprovechado por K.

En ese momento Pancha se levantó y caminó hacia nosotros. La camada seguía pegada a sus tetas y ella la arrastraba. Pancha abrió la boca y aferró con los dientes la nuca de su hija saludadora. Luego se devolvió al mismo sitio en el que estaba antes, se acostó en la misma posición y con el hocico empujó hasta una de sus tetas a la cachorrita indisciplinada. Pero la hija la desobedeció. Nuevamente caminó hacia nosotros y se detuvo a mirarnos con esos ojos retadores que parecían preguntar: «En fin, ¿qué se les ofrece?».

«Qué cachorro tan terco», dijo K. «Pero no tanto como tú», le contesté. Acto seguido, le pidió a mi amiga que se lo regalara. Yo miré con cara de «¿Qué tal esto? Apenas la conoce y ya le está pidiendo un perro». K. me miró con esa sonrisa entre pícara y malévola, como la del gato de Cherchire, que queda siempre suspendida en el aire. Fue una mirada rápida, un fogonazo, y volvió a posar sus ojos en mi amiga. Ella sonrió y yo me asusté: «Mierda, ¿y ahora cómo salgo de esta?».

Esa tarde el universo conspiraba en mi contra y yo todavía no lo sabía, porque en ese momento K. alzó con las dos manos al animal, quizá con temor de que se le cayera, y lo llevó a la altura de su cara. «Es hembra», dijo con los ojos chispeando de alborozo mientras la cachorra le lamía los labios. «A mí no me vayas a besar más tarde que te acaban de infectar seiscientos tipos de bacterias», le advertí, pero pareció no importarle porque se dejó seguir lamiendo. Desde que vivíamos juntos, unos dos años atrás o algo más —no recuerdo bien ahora—, nunca antes le había visto tan feliz. Mi amiga le dijo, entre sonrisas: «¿Cómo no te la voy a dar si ella ya te eligió?», y yo no supe si saltar de la alegría o emputarme.

K. era mi pareja en aquel momento. Nos habíamos conocido una madrugada en pleno invierno en Buenos Aires, al par de semanas se había venido a vivir conmigo en Bogotá y, desde hacía un par de meses, pretendía convencerme de adoptar una mascota para consolidar la familia. Así que lo que pasó aquella tarde de lunes en casa de mi amiga lo entendí como una emboscada. Asimilé el golpe con pragmatismo. «Si no te la llevas hoy mismo corres el riesgo de que me arrepienta», le susurré mientras le sonreía poco convencido.

K. nació y se crio en uno de los pueblos más remotos de la Patagonia, un lugar donde los pingüinos son más comunes que los perros. Nunca tuvo uno. Un perro, digo, no un pingüino (que tampoco). Yo, en cambio, al primero que bauticé fue a Balín, un cachorro salchicha —un «perro tejonero», señalaría un alemán— de pelo corto color cerval y el lomo más oscuro que el resto del cuerpo, que mi papá me llevó en una pequeña caja de cartón con agujeros desde Barranquilla hasta Valledupar cuando yo tenía seis años. Todavía recuerdo que parecía un muñeco de felpa de mirada triste y orejas caídas.

Balín fue el primer perro de raza que yo conocí, y el más pequeño también (años después la familia vecina a mi casa tuvo un pequinés). Los gozques que corrían en la finca de mi padre eran más bien altos. No era común en el pueblo tener animales en casa. Salvo sinsontes, jilgueros, turpiales, pericos y loros enjaulados para que aquellos cantaran y estos bailaran y gritaran, en especial en época de elecciones: «Lorito real, visto de verde y soy liberal». Los perros eran animales de patio o los conservaban en sitios apartados de la casa familiar. Muchas veces permanecían amarrados a un árbol o encadenados. No era común verlos vagabundear en las calles valduparenses.

Los gatos tampoco eran tratados como mascotas. En general, la gente les temía. Decían que traían mala suerte o que contagiaban enfermedades. En mi casa siempre hubo, pero por una razón funcional: matar ratas y ratones. Aun hoy es poco frecuente que alguien en Valledupar tenga un gato por mascota.

En mi niñez, los perros servían para cuidar las fincas y ladrar fuerte cuando aparecía el tigre a almorzarse el ganado. El tigre en realidad no era un tigre. Era un jaguar, un animal versátil que caza por igual en el agua y en la tierra. Aunque también había gente que tenía perros en la finca para usarlos como tigres contra los cuatreros. Como en la de mi padrino, con doce temibles dóberman que, como en una película que estuvo de moda en esos tiempos, encerraban de día entre alambrados y dejaban libres en la noche. Y ¡ay del que osara cruzar los límites de la casa!

El caso es que K. se antojó de tener una mascota. Yo apenas le miraba los ojos sin decir gran cosa porque creía que el embeleco se le pasaría cualquier noche, como todos sus caprichos a los que yo no les paraba bolas. No fue así, y el tema del perro se me convirtió en un sambenito que escuchaba de día y de noche. Decía que el apartamento en el que vivíamos era demasiado grande para los dos y se quejaba de que yo no le prestaba suficiente atención, particularmente en horas de la tarde, justo cuando yo lograba sentarme a escribir.

Varias veces traté de hacerle entender que había que invertir tiempo en educarlo durante los primeros meses —porque si los ocho años iniciales de vida marcan al hombre, los primeros cuatro meses marcan la de los canes—, y luego arroparse con la paciencia de un felino en plan de cacería. Me daba sarpullido de solo imaginarme lo que sucedería cuando comenzara a mudar de dientes y se le diera por morder todo lo que encontrara a su paso. «Eso es una esclavitud —le repetía cada vez que volvía con el tema— porque hay que sacarlo a la calle o al parque a hacer lo suyo varias veces al día, de domingo a domingo». Y también había que cuidarlo cuando se enfermara y buscar dónde dejarlo cada vez que viajáramos, y había que hacer esto y había que hacer lo otro, todo para lo cual no estaba preparado. Yo era feliz en mi irresponsabilidad y no estaba dispuesto a atarme a un compromiso.

Le conté de mi experiencia con Sofía, una braco de Weimar con trastorno bipolar que me vi obligado a devolver al amigo que me la regaló porque en los dos meses que vivió conmigo casi me enloquece aun más de lo loca que estaba ella, corriendo y dando saltos por el apartamento y regando la tierra de las materas por todas partes, mientras que en otras ocasiones se echaba deprimida en un rincón, negándose a comer bocado y beber agua. Y aun así, lo que más recuerdo de ella es su mirada cuando la abandoné. Hace más de tres lustros que sucedió aquello y nunca he podido sacar de mis recuerdos esa mirada que puso cuando me vio partir mientras ella quedaba atada a una correa que sostenía mi amigo. «Quedó en muy buenas manos», me dije por un tiempo, pero no fue suficiente. ¿Y qué pasaba si la nueva perra resultaba tan loca como Sofía y había que buscar a quién regalarla? No me interesaba llevar a cuestas otra culpa de esas.

Por más de que K. insistía, yo no daba mi brazo a torcer. Me ponía serio, le hablaba con voz fuerte y me inventaba argumentos. «¿Quién quiere ejercer de adulto hoy en día?», le preguntaba. «Ni siquiera los padres con sus hijos». Y remataba: «De hecho, ya nadie quiere tener hijos, por lo que sea». Hasta le recordé lo que decía Calvin, el de Hobbes: «La vida es mucho más divertida cuando no eres responsable de tus actos». Adolescente hasta la muerte. Era lo que yo quería ser. «Hay que vivir el presente. ¡Carpe diem! ¡Carpe diem!», sacaba a relucir todas las consignas que me sabía. «No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas», le recordaba versos de poemas. O se los leía, porque la memoria no es eterna. Mi vida iba muy bien así como estaba: trabajando de lunes a viernes y rumbeando sin parar los fines de semana en mi apartamento repleto de desconocidos. Cientos de ellos. Multitudes. «No necesito que a estas alturas de mi vida nada ni nadie venga a mortificarme la existencia», y le repetía a cada rato que la inmadurez es una virtud. Vivir la vida era eso para mí: no ser responsable de nada. Ni de mi vida misma.

Yo ni siquiera sabía que mi amiga tenía perra y mucho menos que acababa de parir. Acepté porque las cosas se dieron, digamos, de manera natural. Pancha había tenido cinco cachorros, uno de ellos corrió alegre hacia nosotros y mi amiga dijo que nos lo podíamos llevar ese mismo día. Aunque, confieso que, en el fondo, pienso ahora, yo también quería tener un perro. Y si era así, ¿entonces por qué no aceptarlo? Porque no estaba preparado. «Cuando el alumno está listo, aparece el maestro», dice aquel viejo proverbio ¿chino?, ¿japonés? Y yo aún no estaba listo —o no quería estarlo— para dejar atrás lo que era.

La misma tarde que visitamos a mi amiga, la perrita se fue a vivir con nosotros. Era una masita de carne acobijada en su pelo blanco —corto y sedoso—, las orejitas caídas, los ojos vivaces —profundamente negros— y tan pequeña que cabía en mi mano y apenas sobresalía su cabeza. Tenía una gran mancha café encima de los labios que terminaba en una nariz rosada y chata. Estos eran los únicos colores diferentes en la extensión de su níveo pelaje. Parecía una ratona y fue de esta manera como comencé a llamarla mientras le encontrábamos el nombre adecuado.

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Cada día la bautizábamos de una manera diferente. Y hablo en plural porque, ya entrado en gastos, ¿qué más podía hacer? Finalmente, la perra viviría conmigo los próximos doce o quince años. Y por lo del nombre no me afanaba. Como me ocurre con el título de mis libros, sabía que llegaría por sí solo y sabría también, de inmediato, que sería el nombre correcto.

No quería, eso sí, un nombre cualquiera, igual o parecido al de otras perras: Luna, Canela o Reina, como la cocker de La dama y el vagabundo. No quería llegar al parque, llamarla y ver que corrían hacia mí otras perras, además de ella. Quería uno que resumiera su carácter —y por eso durante un tiempo la llamé Audry, porque en elegancia nadie le ganaba— o que la resumiera físicamente. Cuando le creció el pelo meses después y ya tenía nombre, a veces le decía Coneja, pues cuando el césped del parque estaba sin cortar apenas se le veían las orejas. Nunca me gustó que la motilaran con el corte clásico de los de su raza: pelados en la parte superior del lomo y el resto del pelo largo colgando hasta el suelo. Cuando la llevaba donde Jaison, su peluquero, le pedía que se lo bajara por completo con el mismo número de cuchilla, salvo la cara. Y entonces quedaba parecida a un león, y la llamaba Leona.

Los tres o cuatro primeros días en casa se dedicó a dormir y a mamar leche de un biberón que K. o yo le llevábamos a la boca. Toda ella olía a eso: a leche. Es normal que los cachorros sean destetados a partir de los cuarenta y cinco o sesenta días de nacidos. Ella comenzó a acostumbrarse a nosotros cuando aún no cumplía sus primeros treinta días. Haberla alimentado con un tetero generó un vínculo con nosotros mayor al de un perro que al entregarlo a su nuevo dueño ya está acostumbrado a otro tipo de alimento.

He visto programas que muestran a animales —una cabra, un camello, una pantera— con muy poco tiempo de nacidos a los que, por una u otra razón, alguien los alimenta a través de un biberón y, ya adultos, actúan como si esa persona fuera de su misma especie.

Cuando se vaciaba el biberón y la devolvíamos al piso, corría detrás del que le estaba dando de comer. Los ladridos, agudos, pero bajitos de melodía, sonaban a exigencia. A veces se enfurecía y gruñía con rabia y hasta con cierto ritmo: chillaba un rato, nos miraba como dándonos tiempo para complacerla y, al ver que no la determinábamos, gruñía con más rabia y más fuerza.

El mismo día que la perrita llegó a vivir con nosotros, K. dispuso una cama para ella en la pequeña habitación junto a la cocina. Era una caja de madera verde oscura de unos veinte centímetros de altura, el doble del tamaño de la perra, que en mis tiempos en el ejército servía para guardar cajas de cartuchos de 7,62. Desde la primera vez que la dejamos ahí, la cachorra entendió sin problema que ese espacio le pertenecía por completo (porque además de su carisma, su belleza, su elegancia y su clase, la perra era inteligente). K. se las ingenió entonces para organizar una pequeña rampa para que ella pudiera entrar y salir sin dificultad. Además, acondicionó en su interior un cojín al que le sobraba tanto espacio como le sobra hoy a mi colchón desde que K. se quedó a vivir en Buenos Aires. Encima del cojín, por último, acomodó un par de cobijas junto con su primer juguete: un pingüino que K. me había traído de regalo en su último viaje a Río Gallegos y que, sin consultarme, cambió de dueño esa misma tarde.

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Bastaron un par de semanas para que la cachorrita pasara del tetero al concentrado. K. le dejaba la comida en una tacita de porcelana blanca pintada con flores del azul de soldadura —¿o eran barracudas?—, que era en realidad la azucarera de una vajilla de colección firmada por Alejandro Obregón, que yo guardaba con celo desde varios años atrás y que K. no tuvo reparos en poner en el suelo como si se tratara de un cachivache viejo. «¡¿Cómo se te ocurre?!», salté en el acto cuando vi a la perra comer de la taza. Y cambié la pieza por un colorido platón de peltre.

Al día siguiente volví a encontrar a la cachorra lamiendo hasta el fondo la azucarera de Obregón y yo volví a hacerle a K. el mismo reclamo (K. diría show. «Dejá el show»). Pero, igual que desde que nos conocimos, mi cantaleta le entraba por un oído y le salía rápidamente por el otro. O lo más común: hacía como si no me oyera.

Tantas veces yo reemplazaba la pieza de cerámica por una de peltre, K. volvía a poner a la perra a beber de la azucarera. Un día contestó: «Si la perra es la reina de la casa hay que tratarla como tal». No me di cuenta entonces, pero creo que fue en ese momento cuando ella comenzó a comportarse como si en realidad lo fuera.

Desde el día siguiente de estar con nosotros comencé a enseñarle al animal a no pedir de nuestra comida, a orinar y a cagar sobre el papel periódico extendido en el baño contiguo a su habitación («el cuarto de la perra», como lo llamábamos) y a comportarse como una señorita. Como una lady. O, mejor, como una perra de bien. Meses después, cuando mudó los dientes de leche, aprendió también que si mordía nuestros zapatos recibiría un castigo. En mi casa, las patas de las mesas de la sala y del comedor son de acero, de modo que no podía meterles el diente. Lo hacía con cualquier otra cosa que encontraba a su paso. Y asimismo supo pronto que mi cama era mi cama y la suya era la suya y que ninguno de los dos podía acostarse en la del otro.

A los perros les dura poco tiempo la concentración, así que le enseñaba algo durante un par de minutos, la dejaba ir para que no se aburriera de mí y le volvía a insistir con lo mismo unas cuantas horas después. Cuando me di cuenta de lo que yo estaba haciendo, no pude evitar pensar que desde muy joven siempre supe que nunca tendría hijos y, entre varias razones, esta era una de ellas: la crianza. Decía, a veces, que si llegaba a tener uno me lo entregaran a los diez años, cuando ya estuviera educado. Y ahora aquello me gustaba. Me atraía la idea de ser padre. Aunque aquí realmente no era padre, sino el líder de una manada en la que éramos tres.

Y en ese proceso yo también tenía que aprender. Por ejemplo, a no dejarme manipular con la mirada de compasión, en especial cuando me sentaba a comer en la mesa o cuando me acostaba en la cama y ella se sentaba durante largo tiempo frente a mí como una manera de convencerme de que la dejara subir. Pero… ¿sienten los perros compasión? La compasión es uno de los rasgos definitorios del ser humano.

Hace poco leí una nota sobre un estudiante que le preguntó a la antropóloga y poetisa Margaret Mead cuál consideraba ella que era el primer signo de civilización. Su respuesta fue: «Un fémur fracturado y sanado». Y luego añadió: «En la vida salvaje, un fémur nunca sana porque solo puede hacerlo si alguien se preocupa de cuidar al herido».

Un perro no puede vendar o ayudar a su dueño a ponerse en pie si sufre una herida, pero puede protegerlo, y de hecho lo hace, o puede buscar a alguien que lo auxilie. Tiene la capacidad de reconocer la emoción, pero no la de reparar el sufrimiento.

Yo sabía que a Humilda era mejor enseñarle a tiempo porque, como nos pasa a los seres humanos, a veces es imposible deshacerse de los hábitos adquiridos. En todo caso, le enfatizaba a K.: «La culpa es del dueño si el perro es maleducado o violento». Pero mientras me comportaba como el patriarca de mano dura que en mi pueblo esperaban que fuera; K. era bastante alcahueta, le daba de comer de nuestro plato, en especial cuando almorzábamos, y la subía a la cama cuando yo no estaba (lo sabía porque luego encontraba el edredón tapizado de pelos blancos). Cuando K. se fue a vivir del todo a Buenos Aires, a la perra le quedó la maña. Volvía a casa y la encontraba siempre sobre mi cama. Hasta que me aburrí de pelear con ella.

En una conversación casual durante una reunión, K. tuvo un pequeño lapsus al pronunciar mal una palabra. Intentaba burlarse del amigo con el que hablaba —alguien proveniente de una familia de alto coturno que posaba de modesto— enfatizándole precisamente su natural falta de humildad. Y de repente tuvo ese mínimo resbalón lingual de trocar una letra, una sola, que, sumado al alicoramiento de los presentes, generó una carcajada general.

Fue entonces cuando apareció el nombre de la perra frente a mí, como en letras de neón: Humilda.

Pudo haber sido tan solo un error de K. al hablar. Nos pasa a todos todo el tiempo. Particularmente a mí, que soy tan inseguro como Bambi intentando caminar sobre el hielo y, cuando no gagueo, confundo en público los nombres o las palabras. Y ni hablar de un vacío de la memoria; por ejemplo, que la cara de una persona me parece familiar pero no logro recordar cómo se llama. Se me han vuelto tan normales estos actos fallidos —fehlleistung, los llamó Freud—, que ya ni siquiera me sonrojo; ya no muero de vergüenza, como antes; ya no me produce cringe. Más bien me aprovecho de ellos.

Así sucedió unos meses más adelante, al leer en el espejo la frase tatuada en mi brazo izquierdo. Fue una confusión absurda: sé muy bien lo que dice ahí. Está escrito en mi piel desde que yo era muchísimo más joven. Pero algo pasó al verla aquella mañana luego de ducharme, con el espejo todavía húmedo. Mi mente patinó y, en lugar de leer «líbranos del mal», leyó «líbranos del bien» y ya no tuve que volver a pensar el título del libro que acababa de terminar porque esas tres palabras la resumían. Aquello fue como un gagueo mental: el nombre ya estaba en el inconsciente. Bastó un espejo para volverlo presente.

Siempre estoy a la caza de esos yerros al hablar. De esos derrapes. Los llevo a mis libretas, el paso previo a la escritura, donde abundan. Como en este caso, el del nombre de mi perra. Al escuchar el equívoco en boca de K. recordé aquella antigua técnica ilusoria de los ninjas, el genjutsu, que busca confundir la mente del otro mediante la manipulación del chacra. Para que no se creyera de mejor familia que nosotros, estaba este nombre que le recordaría hasta la muerte que debía comportarse siempre como un ser de esta tierra.

Aunque, la verdad, no funcionó.

Cuando cumplió dos meses, ya puestas todas las vacunas, la sacamos a la calle por primera vez y ella misma, sin que se lo indicáramos, caminó hasta el verde césped e hizo lo que tenía que hacer. Y en adelante, así fue siempre: solo sobre el césped. Como si en su ADN trajera incluida esa lección o alguien le hubiera puesto un chip al nacer. Ya tenía también esa mirada como de importaculismo, de hacerse la que no oye o no ve cuando le conviene. Esto último, sin duda, lo heredó de K.

Los días siguientes a su llegada a nuestra casa me di a la tarea de aprender sobre su raza. Entre otros, desempolvé un libro que había rescatado de la biblioteca familiar, en Valledupar. ¿Por qué me lo había traído para Bogotá? ¿Acaso puedo tomar ese hecho como una suerte de premonición? ¡Claro que no! Lo tenía conmigo porque fue mi libro preferido en la niñez, porque me encantaba hojearlo. Se llama, a secas, Enciclopedia canina. Fue publicado en 1960 y traducido del francés Encyclopédie canine prisma. ¿Por qué estaba ese libro en la casa? Mis papás no tienen la más remota idea. Lo que sí sé es que son doscientas veintisiete páginas en las que se describen, en estricto orden alfabético, y algunas de ellas con fotografías, las trescientas cincuenta razas de perros existentes hasta ese entonces.

De niño me encantaba ver esas láminas. Me embobaba con aquello, asignándole un nombre a cada perro. Imaginaba que se salían del libro y llenaban mi habitación o el traspatio de la casa. Cada día tenía a mi lado un perro de una raza diferente. O varios a la vez. De tanto revisar el libro terminé memorizando la apariencia y el carácter de varias razas. Todos esos trescientos cincuenta perros eran los amigos con los que convivía. Salía con ellos a caminar por el barrio cuando aún no existían los paseadores de perros. Aquel libro fue mi primer juguete. El que más quise.

Y en ese libro, en una de sus páginas finales, la número doscientos veinticinco, se menciona la raza de Humilda bajo la letra W: West Highland White Terrier. Dice: «Originario de Escocia como sus primos, el skye, el cairn y el scottish, este terrier, conocido desde muy antiguo, tiene desde luego un origen común con las precitadas razas. En otros tiempos fue considerado como un scottish blanco, pero los aficionados a esta raza la han seleccionado con un tipo particular, intermedio entre el cairn y el scottish moderno. Distínguese del scottish, en primer lugar, por su color blanco puro y, principalmente, por su cabeza menos potente y más corta, un lomo más reducido, las orejas más pequeñas y la cola de menor tamaño y menor porte».

Otras enciclopedias caninas los describen también como intrépidos, valientes —Humilda era calmada, pero si otro perro se le acercaba más de la cuenta, de inmediato le mostraba los dientes— y de naturaleza cazadora, lo cual más de una vez me metió en problemas, como cuando se perdió en el Parque Simón Bolívar y apareció con un pájaro entre sus fauces todavía vivo y los desconocidos que en ese momento caminaban o trotaban cerca me miraron feo y uno hasta me insultó. O cuando, por perseguir una rata, se cayó en el caño del Parque El Virrey. Por ir detrás de ella tuve que pedir ayuda, pues luego no podía salir de allí por la altura del canal.

También son tercos. Basta recordar lo indisciplinada que fue el día que la conocí. Si yo la subía a mi cama (porque ya luego dejé por tierra el quitipón), ella se bajaba y al par de minutos regresaba de un salto; si le daba un hueso, se hacía la indiferente y se iba, pero tan pronto creía que yo no la veía, corría a morderlo. ¡Y menos podía hacerla tragar un medicamento! Y hay más pruebas: nunca pude hacer que descendiera por las escaleras del edificio; pero a veces, cuando yo entraba al ascensor, ella corría a encontrarme cinco pisos abajo. Y peor cuando trataba de subir los empinados escalones del parque que llega hasta la puerta del edificio donde vivíamos. Tan pronto me veía poner un pie en el primer peldaño, ella se iba, sola, a dar la vuelta a la manzana, por donde es mucho más suave la subida. Por lo general llegábamos al mismo tiempo: ella relajada y yo pidiendo un tanque de oxígeno.

«Son confiados, cariñosos, tranquilos y muy astutos», leí en Google. Doy fe de que todo esto es cierto, salvo lo de que sean cariñosos. A la favorita de la casa le molestaba que le hiciera arrumacos y me buscaba para que la consintiera solo cuando se sentía enferma. Con mis amigos solía exceder su alegría al verlos, pero al par de minutos imponía su distancia.

Del carácter de Humilda debo decir, además, que era celosa. Celosísima. En una ocasión mordisqueó el marco de unos lentes Tom Ford de alguien que había conocido por ahí y que yo, previendo aquello, me había encargado de dejar en un lugar en el que ella no los alcanzara. Es el polvo más caro que me he echado. ¿Y a qué se debía mi previsión? Ah, porque en una ocasión anterior se había cagado y orinado sobre la ropa que dejamos en la alfombra por los afanes propios del amor. La ropa de ambos se entrejuntaba y hay que ver la malicia que tuvo para dejar la mía limpia, pero no la de ese levante de discoteca. Era una Otello blanca y a veces le cantaba: «Cuando salga de parranda y me demore por la calle no te preocupes, Humilda, porque tú muy bien lo sabes que me gusta la parranda y tengo muchas amistades…».

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Si Congolocho me viera justo en este momento diría que tengo la mirada sosegada y dulce de la hembra de un mamífero salvaje recién parida, la sonrisa insinuada, la lengua lamiendo a sus cachorros. Es la primera imagen que me llega a la cabeza cuando pienso en alguien agradecido con la vida. Y, ¡guau!, yo sí que tengo razones para hacerlo. Disfruté estar viva, fui amada, fui libre y sigo siendo yo.

Vengo de las tierras frías y nubladas de los gaélicos. O, mejor, mis ancestros vienen de allá. Los gües jailan güait terrier, o güestis, como nos apodan con cariño, somos originarios de un pueblo de música de gaitas muy lejano a la casa en que nací, en Bogotá, donde a toda hora sonaba un acordeón, ese aparato que se escucha en la región en la que nació Congolocho, con quien compartí la vida desde que me destetaron.

Los perros solo somos capaces de aprender hasta doscientas cincuenta palabras, afirman los que creen que saben. Yo supero esa cifra. Vivir con un escritor que todos los días me leía lo que él leía, ayuda. No hay duda. Aunque yo solo memoricé el lenguaje básico, aquel con el que componían los juglares cuando eran hombres de campo y apenas conjugaban unos cuantos verbos. No se ocupaban en escandir los versos y les quedaban perfectos.