El godo Ataulfo: primer rey, primer regicidio

¿El primer rey de España?

Antes de empezar a leer estas historias de los reyes españoles vamos a proponer al querido lector darse una vuelta por la madrileña Plaza de Oriente. En su centro se halla la impresionante estatua ecuestre de Felipe IV, obra del italiano Pietro Tacca, inspirada en uno de los retratos que le hizo Velázquez. El soberano va subido en un caballo que se yergue sobre sus dos patas traseras. Se dice que el escultor necesitó pedir asesoramiento nada menos que a Galileo Galilei para que la obra se mantuviera en ese aparente equilibrio inestable. Su espectacularidad hace que pasen desapercibidas las efigies de otros veinte reyes —cinco godos y quince medievales— que lo rodean. Estas esculturas de piedra caliza, con muchas más, iban a ser colocadas en las cornisas del Palacio Real, pero al final permanecieron en la plaza a ras del suelo. En el Palacio quedaron algunas: ocho en la balaustrada este, trece en el piso principal y cuatro en el ático sur, amén de otras ocho en los Jardines de Sabatini. Como el número de reyes españoles parecía inagotable —y eso que hubo una selección— y desde luego superior a los cincuenta y tres repartidos entre el Palacio, los Jardines y la Plaza de Oriente, se buscó sitio para catorce estatuas en el Parque del Retiro, otras tantas en el Paseo de la Argentina y seis en el antiguo Salón del Reino. Todas ellas, más las que se llevaron al Parque de la Florida en Vitoria, al Paseo de Sarasate en Pamplona y al Espolón de Burgos, formaron parte de un inmenso programa escenográfico de noventa y cuatro esculturas, dirigido por los maestros Domenico Olivieri y Felipe de Castro, cuando se empezó a construir el Palacio Real de Madrid.

Estatua de Ataulfo. Felipe de Castro (1750) Plaza de Oriente. Madrid.

De entre las estatuas de la Plaza de Oriente nos vamos a detener en la que lleva el nombre de Ataulfo. El personaje aparece con rasgos más juveniles que maduros, en una postura solemne, con una mano empuñando el cetro y otra la espada, envuelto en una capa y mostrando en su rostro una mirada altiva. Bajo su figura se lee su nombre y una fecha, 415, el año en que murió. Otra imagen del mismo soberano se halla en el Parque de la Florida de Vitoria. Su principal diferencia con la de Madrid es que se ha representado con más edad, barbudo y sosteniendo un escudo en el que aparece la efigie de una mujer con rasgos romanos: su esposa Gala Placidia, la hija de Teodosio, el último gran emperador de Roma.

¿Quién fue ese rey Ataulfo? Si usted tuvo la desgracia de tener que memorizar la tremebunda lista de los Reyes Godos, es más que posible que haya olvidado casi todos los treinta y tres que la componen y, si recuerda algunos cuantos, no sabría colocarlos en el orden que le corresponden. Pero hay dos que resultan conocidos porque inician y cierran ese listado: Ataulfo y Rodrigo. Con ello ya tenemos la primera respuesta a la pregunta inicial: que Ataulfo fue el primero de los famosos reyes godos. Pero, ¿podemos afirmar que fue también el primer rey de España?

A la luz de lo que se conoce sobre la confusa etapa en que reinaron los célebres reyes godos y, en particular, a la de su primer soberano, resulta bastante discutible afirmar que Ataulfo fue nuestro primer rey. Entre otras cosas porque sus dominios se extendieron solo sobre una parte de la antigua provincia romana de la Tarraconense y por el Mediodía francés. Pese a ello no ha faltado quien ha aprovechado la ocasión, tal vez con aviesas intenciones, para decir que Cataluña —la parte de la Tarraconense en la que reinó unos pocos años Ataulfo— es el origen de España. Como era previsible en estos tiempos en los que se utiliza la Historia para intereses bastardos, la idea no gustó a los defensores del «procés» que rápidamente llevaron la Historia a su redil para afirmar que Ataulfo fue el creador de una Cataluña independiente —aunque no en la forma de República que desean Puigdemont, Mas, Junqueras y sus seguidores—. Pues bien, ni unos ni otros —como tantas veces ocurre— llevan razón. Ataulfo no fue el primer rey de España porque nunca tuvo conciencia de serlo y, como mucho, solo reinó en una parte de ella. Y lo de los defensores del «procés» no deja de ser hilarante. Lo más que se puede decir es que fue el primero de los reyes godos que, con el tiempo y mucho esfuerzo, acabarían reinando no solo sobre España sino sobre toda la Península, incluida nuestra querida Portugal.

¿Quiénes fueron los godos?

Para conocer el origen de nuestros reyes godos tendremos que situarnos en los momentos finales del Imperio Romano que hasta el siglo IV dominaba sin discusión toda la Europa situada al sur del Rin y el Danubio, el Mediterráneo, Oriente Medio y el norte de África. Merced a un largo proceso de decadencia se produjo una creciente presencia en su interior, en sus instituciones y en sus legiones de individuos provenientes de los pueblos llamados bárbaros —extranjeros— que estaban más allá de sus «limes», pueblos a su vez empujados por otros que venían de más lejos y que se fueron asentando en las grandes llanuras centroeuropeas. La mayoría de esos «invasores» eran pueblos escasamente desarrollados, que se agrupaban en tribus y que carecían de asentamientos estables. Algunos se sintieron atraídos por lo que representaba el Imperio y, aunque siguieron conservando sus tradiciones, sus lenguas, sus formas de convivencia y sus religiones, paulatinamente se fueron «romanizando». Entre éstos se encontraban los godos, originarios del norte de Europa, formados por numerosos colectivos tribales que acabaron agrupándose en dos grandes familias: los ostrogodos y los visigodos. Estos segundos fueron los más romanizados e incluso abandonaron su primitiva religión para abrazar el arrianismo, una variante del cristianismo que negaba la Trinidad y que fue condenada por la Iglesia oficial en el Concilio de Nicea con la bendición del emperador Constantino.

A mediados del siglo IV los visigodos eran aliados de Roma en las fronteras del Danubio y muchos de sus hombres estaban integrados en las legiones imperiales. Los lógicos roces entre visigodos y romanos terminaron en guerra abierta logrando los primeros una contundente victoria sobre los segundos en Adrianópolis (378) en la que pereció el emperador Valente. Su sucesor, Teodosio, que a la postre sería el último gran emperador romano, les permitió asentarse dentro de las fronteras orientales.

Muerto Teodosio el Imperio se dividió. Su hijo mayor Arcadio recibió la parte oriental con capital en Constantinopla y el menor, Honorio, la occidental. Como no tenía la mayoría de edad fue puesto bajo la tutela de un general de origen vándalo, Estilicón, que aspiraba a convertirse en el nuevo César de Roma. En esta situación de extrema debilidad de Roma, el rey de los godos Alarico, puso en movimiento a su pueblo. Intentó atacar a Constantinopla entre el 395 y el 398. Pero el oro, la intervención de Estilicón y la capacidad defensiva del Imperio de Oriente lo evitaron. Tras asolar los Balcanes los visigodos permanecieron unos años en Iliria. Como apenas sabían cultivar las tierras se agotaron pronto los recursos de los asentamientos, razón por la cual Alarico decidió dirigirse al norte de Italia en el 401. El emperador Honorio, ya mayor de edad, se retiró de Roma y convirtió a Rávena, mucho más defendible por estar rodeada de áreas pantanosas, como nueva capital. Al tiempo, Estilicón, el mejor general de sus legiones, cayó en desgracia y fue ejecutado con toda su familia. De esta suerte, y sin apenas oposición, los visigodos avanzaron por la península italiana hasta llegar a las puertas de Roma que momentáneamente se salvó del saqueo de los visigodos pagando 5.000 libras de oro, 30.000 de plata, 4.000 túnicas de seda, 3.000 piezas de púrpura y la liberación de todos los esclavos germanos. Fue tal el esfuerzo de los indefensos ciudadanos romanos que tuvieron que fundir las estatuas de oro de la Virtud y del Valor y despojar toda la riqueza de sus templos. 

Pese al esfuerzo desplegado, al poco tiempo Roma acabó siendo saqueada. Una provocación de soldados romanos en el campamento visigodo desató la cólera de Alarico y el 24 de agosto del 410 se produjo algo que no tenía precedentes desde hacía casi ochocientos años, cuando la ciudad fue asaltada por los galos de Breno en el 387 a.C. Con la colaboración de un traidor que abrió una de las puertas de su infranqueable muralla, los visigodos entraron en la urbe y la sometieron a un terrible saqueo de varios días. Templos, palacios y obras de arte fueron destrozadas por la ira de los asaltantes a la vez que eran degollados miles de romanos y hechas esclavas la mayoría de sus mujeres. Una de ellas fue Gala Placidia que por ser la hermana del emperador recibió un trato especial. La noticia del saqueo de Roma se difundió por todo lo que quedaba del Imperio y fue la señal de que su final definitivo estaba muy cercano.

Con el botín adquirido los visigodos se marcharon de Roma, lo que evidenciaba dos cosas: primero, la poca importancia que tenía en aquellos momentos la urbe que fuera el centro del Imperio; segundo, que para ellos lo importante no era asentarse en Roma sino la necesidad de encontrar tierras fértiles para alimentar a los decenas de miles de hombres, mujeres y niños que constituían el errante pueblo visigodo. La intención de Alarico fue embarcar hacia Sicilia y Norte de África donde había trigo en abundancia.

Mientras los visigodos se dedicaban a saquear los territorios del sur de Italia, la flota que los iban a llevar a la cercana Sicilia se incendió. Y como los males nunca vienen solos, su rey Alarico fue víctima de unas fiebres y murió en Cosenza. Apenas tenía 35 años, pero aquel caudillo que provenía de la tribu de los baltingos, había sido el jefe indiscutible de un pueblo ansioso de encontrar un lugar donde asentarse y que tuvo en jaque a todo un Imperio romano. Su funeral estuvo a la altura de su grandeza. Cientos de cautivos fueron obligados a desviar las aguas del río Busento para que en su lecho descansaran sus restos más un ingente tesoro. Terminadas las exequias fueron ejecutados quienes hicieron el desvío del río para que nadie supiera donde yacía Alarico y su ajuar funerario. Y también hubo de designarse a su sucesor, elección que recayó en su cuñado Ataulfo, también de la misma tribu, y que en ese momento era viudo con seis hijos.

Alarico, rey de los godos

La primera decisión que debía tomar el nuevo caudillo de los visigodos era si procedía o no continuar el proyecto de Alarico de marcharse al norte de África. Ataulfo lo tuvo muy claro desde el primer momento: en vez de ir hacia el sur lo mejor era cambiar el rumbo hacia el norte donde se abría a su pueblo la posibilidad de asentarse como aliado de Roma en cualquiera de los territorios que el débil e incapaz Honorio ya no gobernaba. El Imperio lo necesitaba para contener a los pueblos germanos que se iban asentando en la antigua Galia e Hispania. Aquí suevos, vándalos y alanos habían liquidado la autoridad imperial al tiempo que otros pueblos —francos, burgundios, alamanos, etc.— hacían lo propio en la Galia. Así pues, abiertas las negociaciones entre el emperador y el rey, Honorio, que se encontraba en una posición de desventaja, no tuvo más remedio que aceptar la alianza de sus antiguos enemigos. Si Alarico había logrado que los visigodos fueran vistos como una fuerza temible, capaz de saquear Roma y de tener bajo sus pies al emperador, Ataulfo iniciaba con esta alianza un reto si cabe mayor: asentar esa fortaleza en un lugar concreto, buscar un espacio para su pueblo y acabar con su secular nomadismo. Es decir, transformar aquellas tribus errantes en un Reino que ocuparía parte de un Imperio que estaba desintegrándose.

Gala Placidia entra en escena.
El sueño de un Imperio Gótico

En estas circunstancias es cuando entra en escena una mujer excepcional, Gala Placidia, la hija del gran Teodosio y hermana de Honorio que desde el saqueo de Roma se hallaba prisionera de los visigodos. Es muy probable que su inteligencia y su belleza atrajeran a Ataulfo, un hombre veinte años mayor que ella, ya viudo de su primera esposa y que, como la mayoría de la aristocracia goda, había dejado atrás el primitivismo bárbaro que caracterizaba a aquellas tribus que se iban asentando en el Imperio. Estaba ya plenamente romanizado y practicaba la religión arriana, al fin y al cabo una versión de la que el padre de Gala había impuesto como oficial en todo el Imperio. El maduro rey de los godos y la joven princesa imperial se sintieron atraídos mutuamente e iniciaron una relación que poco después culminaría en su matrimonio.

Lo que inicialmente fue solo un romántico flechazo enseguida se convirtió en algo más. Ignoramos si fue él o ella quien concibió la idea de que aquella unión entre el godo y la princesa podía ser el punto de partida para un nuevo Imperio que surgiría de las cenizas del romano y que incorporaría la savia nueva que traían aquellos guerreros rubios y fornidos del norte. Así, en vez de constituir solo un Reino visigodo, empezó a madurarse la idea de crear un Imperio Gótico que sustituiría al que naciera muchos siglos atrás en las pantanosas tierras del Tíber.

Lo primero que debía conseguir Ataulfo era acabar, en calidad de aliado de Honorio, con la inestabilidad que se vivía en la Galia. Allí se habían alzado el general galo romano Jovino, autoproclamado emperador en Maguncia, y el godo Sarus. El visigodo fue primero a por éste que cayó en una trampa. Derrotado y muerto en el 412, su cabeza fue enviada a Rávena. Inmediatamente después derrotó a Jovino y a su hermano Sebastián, cuyas cabezas completaron con la de Sarus la decoración de las murallas de la nueva capital imperial.

Tras estas victorias Ataulfo creyó llegado el momento de hacer realidad la suplantación del Imperio Romano por el Gótico. Y la mejor fórmula, además de su poder militar, era su casamiento con Gala Placidia, la hermana del emperador, la hija del gran Teodosio, cuya descendencia aunaría la dinastía teodosiana con el más romanizado de los pueblos germánicos.

Antes de la irrupción de los visigodos, Gala Placidia había sido destinada a casarse con un hijo de Estilicón. Pero por conspirar contra el emperador, el general vándalo-romano y su familia fueron ejecutados siguiendo las contundentes costumbres de la época. Gala, pues, estaba libre de compromisos matrimoniales y nada impedía la boda con Ataulfo que tuvo lugar en Narbona el 1 de enero del 414. Se celebró, como no podía ser menos, por todo lo alto: no todos los días se casaban un rey godo y una princesa imperial. El rito elegido fue el romano y entre los invitados se hallaban miembros de las más altas instancias imperiales, que consideraban al novio como un ciudadano más de Roma, y la aristocracia y milicia visigoda. La desposada recibió como regalo cien joyeros repletos de piezas de oro y piedras preciosas presentados por cincuenta jóvenes ataviadas con espléndidas vestiduras de seda.

Pese a que Ataulfo tenía varios hijos en su primer matrimonio, la costumbre visigoda no imponía obligatoriamente la sucesión entre los primeros vástagos del monarca, con lo que la descendencia de Gala Placidia podría iniciar una nueva dinastía para regir el futuro de Gothia. Y ella no tardó en parir a quien hubiera sido el heredero y que recibió el simbólico nombre de Teodosio.

Del sueño imperial de Ataulfo a la monarquía visigoda. El asesinato del rey

En cuanto Honorio tuvo noticias del enlace de su hermana y Ataulfo montó en cólera y echó mano de su nuevo hombre fuerte, el general Constancio, que aspiraba a sucederle al frente del Imperio y casarse con Gala Placidia. Las tropas de Constancio llegaron al sur de la Galia y Ataulfo no tuvo más remedio que replegarse hacia la Tarraconense, al otro lado del Pirineo. Sus fuerzas estaban al límite puesto que los vándalos instalados en la antigua provincia romana se unieron al ataque de Constancio que se apoderó de las reservas de trigo que había en los puertos de la Galia, impidiendo el abastecimiento de los visigodos. En estas circunstancias es cuando se institucionaliza la monarquía goda en la antigua Hispania, monarquía que se prolongaría hasta el 711.

Desde la Tarraconense los visigodos lograron desplazar hacia el sur a los vándalos —que acabarían llegando al norte de África— y conjuraron el peligro de Constancio. Pero nuevos males se cernieron sobre Ataulfo y sus proyectos políticos. El primero de ellos fue la muerte del niño Teodosio, al que sus padres inhumaron en Barcelona en una urna de plata que tiempo después sería llevada a Roma. El otro fue su propio asesinato el 15 de agosto del 415. Ambas cosas frustraron el sueño del Imperio Gótico.

Este asesinato regio fue el primero de una larga serie entre los reyes godos de cuya endiablada lista de 33 monarcas, se cuentan a 17 asesinados. La muerte de Ataulfo se produjo a manos de un tal Dubius, que en algunas crónicas se llama Evervulfo, en las caballerizas reales de la antigua Barcino. Al parecer este personaje pertenecía al entorno de Sarus, el reyezuelo godo de la tribu de los baltos derrotado y muerto por Ataulfo, y habría actuado por venganza. Aunque algunas crónicas señalan que también pudo confluir en el asesinato las burlas del rey por su corta estatura.

Detrás del arma homicida se hallaba un hermano de Sarus, Sigerico, que inmediatamente se proclamó nuevo rey de los visigodos. Su reinado fue brevísimo: solo una semana. En ese corto espacio de tiempo asesinó a los seis hijos que tuvo Ataulfo en su primer matrimonio aunque no se atrevió a hacer lo propio con la reina Gala que fue sometida a toda clase de vejaciones, como hacerla caminar a pie con otros prisioneros delante de su caballo, y hasta es posible que la violase. Los sufrimientos de la reina y las atrocidades de Sigerico provocaron un alzamiento contra él encabezado por Walia, el hermano de Ataulfo. Y para hacer realidad aquello de que »quien a hierro mata a hierro muere», Sigerico fue asesinado por Walia que se entronizó como nuevo rey visigodo.

Walia llegó a un acuerdo con el emperador Honorio. Permitió que Gala Placidia regresara a Roma y se comprometió a combatir a los otros pueblos bárbaros —vándalos, asdingos, silingos, alanos y suevos— que se hallaban en la Galia e Hispania. Gracias a este compromiso, que lo convertía en aliado de Roma, recibió la suficiente cantidad de trigo para alimentar a los suyos y olvidar la emigración al norte de África. Fue así como el tercer rey godo consiguió aniquilar o expulsar a los silingos de la Bética y a los alanos de la Lusitania. Cuando iba a combatir a los suevos y asdingos lo llamó el general romano Constancio para ayudarle en la Galia como federado suyo. Así consolidó el dominio visigodo en el sur de ese territorio lo que le permitió trasladar la capital de Barcelona a Tolosa que así se mantendría hasta que, perdidos los territorios galos, el Reino visigodo estableció su nueva capital en Toledo. Del Imperio Gótico nunca más se supo.

Gala Placidia, emperatriz
y madre de emperador

Mientras tanto Gala Placidia fue obligada a casarse con el general Constancio que le dio dos hijos. Uno de ellos, Valentiniano III, llegaría a ser emperador. Al asociar Honorio a su general en el gobierno imperial como coemperador, su hermana se convirtió en emperatriz aunque por poco tiempo porque Constancio murió muy pronto. Gala Placidia, acusada de mantener relaciones incestuosas con su hermano, fue expulsada de Rávena y se marchó a Constantinopla bajo la protección de Teodosio II, su sobrino.

Al morir Honorio en el 423 Gala logró que su hijo Valentiniano fuera proclamado emperador con la ayuda del general Aecio. Desde entonces gobernó el Imperio como regente de su hijo y, aunque se enfrentó con Aecio, ambos unieron sus fuerzas para combatir al nuevo peligro que acechaba a Occidente: la irrupción de los hunos con el temible Atila al frente. Con la habilidad diplomática de la emperatriz y la destreza de Aecio en el combate se conjuró el ataque de los hunos y Gala Placidia continuó regentando a su hijo hasta su mayoría en el 437. Entonces se retiró de la vida pública para dedicarse a obras religiosas. Murió en el 450 en Rávena. En su mausoleo se depositaron también los restos de su segundo esposo, Constancio, y de su hermano Honorio. No así los del hombre que más amó, Ataulfo, asesinado a poco de casarse con ella. Los dos tuvieron un sueño grandioso: crear un imperio que sucediera al de Roma. Pero no fue posible. De ese sueño solo quedó la formación de un Reino, el visigodo, el más romanizado de aquellos que surgieron de la destrucción del Imperio y que se extendió por parte de la Galia y la Península Ibérica.

El asesinato de Ataulfo en las caballerizas reales de Barcelona y la previa muerte de Teodosio, el hijo que tuvo con Gala Placidia, impidió el arranque de ese Imperio Gótico que nunca existió pero que habría cambiado la historia del occidente europeo. Su viuda no tuvo más alternativa que despejar de su cabeza esos sueños imperiales de los que tanto hablaría en la intimidad con su esposo y eligió que su destino era salvar al otro Imperio que se dirigía irremediablemente hacia su final. Pero lo único que consiguió, además de frenar las embestidas de Atila, fue dilatar más su caída.