Capítulo 2

En Francia de isla en isla

Mi capitán y yo ya conocíamos toda la costa mediterránea de Francia y parte de la de Italia de nuestra anterior navegación a la Isla de Elba, y teníamos la intención de hacer más rápido estas primeras etapas hasta llegar a lo desconocido. A las 16 h salimos de La Nouvelle en dirección a Narbona Plage. Al salir del puerto nos encontramos que estaban ampliándolo con una enorme escollera al norte, y la cartografía la daba como terminada. O sea que en el track de aquel día parecía que habíamos atravesado el dique. En realidad pasamos por un hueco de unas decenas de metros sin terminar. Llamamos a un operario de la empresa constructora que se acercaba en una lancha, y nos dijo que en realidad estaba prohibido pasar por allí, pero os prometo que todo bicho viviente que entraba y salía de La Nouvelle lo hacía igual, para evitar el rodeo. Hicimos lo mismo y me metieron por el hueco sin incidentes.

Luego vino una preciosa navegación de 13 millas con un viento de fuerza 4-5 del noroeste hasta Narbona Plage. Casi llegando el viento se paró del todo y luego dio la vuelta a la Rosa de los Vientos como dudando en qué sector quedarse para fastidiarnos más, y terminó estableciéndose del nordeste, justo de proa. Ciñendo contra él llegamos a Narbona Plage a las 19 h. Había sido un buen comienzo.

Narbona es un puerto duplicado, porque tiene uno fluvial, en el interior (43º 10.94’ N; 3º 0.31’ E) para los que vienen por los canales (el que usamos nosotros al volver de la Isla de Elba) y otro en el mar, llamado Narbona Plage (43º 10.10’ N; 3º 11.08’ E). Están separados por ocho millas. La entrada del puerto de mar es peligrosa por la existencia de bancos de arena que se desplazan, pero ese día el mar estaba sin una arruga y no rompía. Por teléfono nos habían asignado el atraque nº 2 y entramos confiados en encontrarlo. Pero no se veía la numeración por ninguna parte. Como el segundo del fondo estaba libre nos quedamos allí, y resultó que acertamos, pero estaba rotulado con unos numeritos en el suelo que difícilmente se veían desde la calle, y era imposible verlos desde el agua. Por si fuera poco el muelle estaba cerrado con una valla y una puerta con llave, y mi capitán e Ignacio no podían salir. Cuando estaban diseñando cómo saltar la valla con las bicis, por suerte otro navegante se apiadó de ellos y les abrió, y pudieron salir a conocer Narbona Plage. Es como la sucursal playera de la ciudad de Narbona. Un típico lugar de veraneo, con baretos, chiringuitos, una feria, etc., pero todo muy poco concurrido. Lo más bonito, que la rodea un río con varios espacios para amarrar embarcaciones en la orilla, y termina en una lagunita muy tranquila (43º 10.44’ N; 3º 10.70’ E). Como curiosidad, en las playas había unas cajas para recoger la basura que ha dejado el mar en la arena, aunque, por lo que había dentro, les pareció que la gente las usa para deshacerse de objetos de casa. Lo que le fastidió a mi capitán de Narbona Plage es que el puerto tiene varios sitios donde hubiera podido descargarme del camión, pero por teléfono le habían dicho que no podía, que solo existía la cala que utilizan ellos con su grúa.

En Narbona me colocaron la bandera de cortesía francesa en el obenque de estribor, como es reglamentario, antes de seguir navegando por Francia. La pobre llevaba ya dos navegaciones por Francia, y empezaba la tercera, y estaba un poco raída.

Por la mañana salimos de Narbona con dirección a Sète, y fue una navegación maravillosa con el viento siempre de través o por la aleta, con la mayor y el espinaker, 28 millas en siete horas y media y bajo un sol abrasador. Parecía que el viento quería amoldarse a nuestro rumbo, porque fue rolando del noroeste al sur a medida que nosotros hacíamos rumbo hacia el este y luego al nordeste. A media tarde estuvo amenazándonos una tormenta de bolsillo situada sobre Sète, pero no llegó a alcanzarnos. A mitad de camino dejamos a babor el Islote Brescou (43º 15.77’ N; 3º 30.10’ E) con un fuerte construido ocupando toda su superficie y un faro en su interior, que le hace parecer desde lejos un barco. Aunque tiene un muellecito en su costa noroeste, está rodeado de escollos y no nos pareció prudente acercarnos, como tampoco lo hicimos en la navegación a Elba. Esas aproximaciones se quedan para los navegantes locales los días en que el viento da signos de flaqueza y el mar está plano como un billar.

Sète (43º 23.60’ N; 3º 41.91’ E) es el puerto de la entrada al Etang de Thau, un mar interior que conocimos a la vuelta de Elba, porque forma parte de la red de canales interiores de Francia por donde volvimos. Es un mar interior enorme, de 10 x 2,5 millas, el único navegable de la cadena de “étangs” que recorre el interior de la costa mediterránea de Francia. Toda la mitad norte del “étang” está ocupada por cultivos de ostras sobre los que no se puede navegar. La unión del Etang de Thau con el Mediterráneo se hace por unos canales que atraviesan Sète, por lo que algunos dicen que esta ciudad es la Venecia francesa, una exageración. Con las lluvias torrenciales estos canales pueden tener una corriente vaciante de hasta cuatro nudos.

Nosotros entramos a puerto tranquilamente. En nuestra estancia anterior me habían desarbolado para navegar por los canales, y la maniobra para amarrar, con el palo sobresaliendo un par de metros por mi proa y mi popa, fue de las complicadas pues nos dieron un amarre de siete metros. Esta vez todo fue muy fácil. Al ir a hacer los papeles descubrimos que habían renovado la Capitanía. En nuestra estancia anterior estaba en un viejo y roñoso barco mercante amarrado cerca del espigón, que no se sabía si flotaba o estaba apoyado en el fondo. Parecía sacado de una viñeta de Tintín y era una de las cosas típicas de ese puerto, aunque nos dijeron que llevaban años intentando que les cambiaran y que dentro de poco se irían a un edificio nuevo. Pues finalmente no fue un edificio nuevo sino que les habían instalado, en el mismo sitio donde estaba el barco, en un prefabricado flotante todo forrado de madera. Supongo que sería más cómodo para los trabajadores, porque tenía hasta aire acondicionado, pero había perdido su tipismo.

Fueron a recorrer la ciudad y a mi capitán le trajo unos recuerdos preciosos de cuando estuvo allí con Ana, al volver de la Isla de Elba. Y también algunos angustiosos, como cuando confundieron el camino por los canales y me hicieron pasar por debajo de un puente que era una vigueta de hormigón tendida de una orilla a otra, simple como el asa de un cubo. Fue uno de los momentos más estresantes de aquel viaje, aunque luego se lo he oído contar como una gracia. Mi capitán sostenía la antena de la radio (que llevo fijada en el balcón de popa) doblada y la mano le rozaba con el vano del puente, probablemente menos de dos metros. Una simple olita y no habríamos salido, incrustados de abajo a arriba en el hormigón. Y menos mal que no había llovido, porque al ir el agua crecida la altura bajo los puentes es aun menor. La gente nos miraba alucinada dándose codazos en las costillas, y si hubiéramos llevado el palo apoyado en una cruz en lugar de en mi balcón de popa, no habríamos pasado.

Esta vez habíamos entrado en Sète desde el mar, y mi capitán e Ignacio fueron a conocer los canales y el Etang por tierra con las bicis. En Sète es típico un “deporte” local que llaman “las justas”. Es un combate como los medievales en que se enfrentaban dos caballeros con una lanza a ver quién derribaba al otro del caballo, pero desde una barca de remos. El contendiente se sitúa arriba de una especie de escaleras con un palo y un escudo, y se enfrenta al de la otra barca mientras los de su equipo reman. Lo practican hasta los niños, y vieron una escuela en la que había una réplica para poder ensayar en tierra sin caerse al agua. Finalmente fueron a ver la puesta de sol sobre el Etang.

Para el día siguiente el pronóstico daba unos vientos que no disiparían ni el humo de un cigarrillo, por lo que contábamos con avanzar a motor. Pero por suerte se equivocó y sopló un maravilloso viento del sudeste, y luego del suroeste, que nos permitió una navegación con vientos portantes, con la mayor y el espinaker, hasta Port Gardian, en mitad del delta del Ródano. Un rumbo tan directo gracias al Señor Vientoenpopa que cualquiera diría que habíamos ido a motor, pero no. Estábamos recorriendo el delta del Ródano paralelos a la orilla, una costa baja y arenosa, parecida a la del delta del Ebro, de unas 50 millas y muy peligrosa por estar mal cartografiada, ya que cambia constantemente con los aportes de sedimentos del río y los efectos de los temporales. Para proteger a los navegantes de estas incertidumbres han situado varias boyas cardinales que se ven desde muy lejos, y que teníamos que dejar siempre a babor, es decir, pasar por fuera de ellas para no acercarnos a la costa. Están a una milla más o menos de la orilla y cada una está bautizada con un nombre propio: “Les Baronnets”, “Beauduc”, “Faraman”, “Piemanson”, etc. La Guía Imray advierte de que los barcos locales a veces pasan por dentro de estas boyas cardinales pero que no se te ocurra seguirlos, porque esas desviaciones no hay que asumir que se deban al profundo conocimiento de la zona sino a veces a la simple imprudencia.

Un poco antes de llegar al puerto nos sorprendió ver una zona del mar de color amarillento sobre el azul horizonte del resto de su superficie, y creíamos dirigirnos a un bajo arenoso. Bajaron el espí a toda prisa y cambiamos el rumbo, pero resultó ser simplemente el agua del Pequeño Ródano, un río que en su desembocadura expulsa su agua de distinto color al mar, y se esparce algunas millas mar adentro. Ocurre en otras desembocaduras. El Pequeño Ródano era el curso original del Ródano, hasta que una crecida cambió su desembocadura. El programa de navegación Navionics advierte de que en esa zona hay fondos inestables, y la Guía Imray sobre bancos de arena que cambian constantemente, lo que sucede en todas las desembocaduras de ríos. El Ródano es el mayor río de Francia, y sus sedimentos alargan la costa hacia el mar 10-15 metros cada año. Por ejemplo Port Saint-Louis du Rhône, el principal puerto del delta, sufre el encenagamiento del golfo de Fos, donde está situado, lo que hace que cada vez esté más alejado del mar y se tema por el tráfico comercial. Paradójicamente en otras zonas la costa retrocede, como en el mismo Port Gardian, que ahora está en la orilla pero hace dos siglos estaba 1.200 metros tierra adentro, y hace tres, 12 o 15 millas tierra adentro. Toda la costa está protegida con un muro de piedra y escollera para evitar, o intentarlo al menos, que la costa siga retrocediendo. Este muro se ha convertido en una atracción turística, tiene un recorrido peatonal y ciclable, y se veía desde lejos en el mar.

Llegamos a Port Gardian (43º 26.78’ N; 4º 25.42’ E) a las 17 h. Es el único punto de recalada en la mitad del delta, en las 50 millas que separan Port Camargue de Port Saint-Louis du Rhône, y por lo tanto el único refugio (y con entrada muy peligrosa) cuando te sorprende el mistral, como nos pasó en la navegación a Elba. Desde el mar se le reconoce por la plaza de toros. Nos quedamos en el mismo pantalán de espera de la Capitanía en vez de ocupar una plaza en el interior de la marina, porque allí nos podíamos quedar atracados paralelos al muelle en vez de perpendiculares, lo que es más cómodo para bajar las bicis, tenía torre de agua y de luz, y estábamos más cerca de los baños.

Port Gardian es el puerto de un pueblecito llamado Saintes-Maries de la Mer, así, en plural, porque homenajea a las dos Marías, la Salomé y la Jacobé. Es famoso porque todos los años los gitanos de Europa se concentran aquí en mayo para celebrar a su patrona, Sarah, los días 24 y 25. Nos dijeron que los dos últimos años se había suspendido la peregrinación por el Covid-19, pero cuando fuimos a Elba habíamos encontrado el pueblo abarrotado de sus autocaravanas y sus roulottes. La tradición dice que a esta costa llegó una barca a la deriva llena de santos: María Magdalena, María Jacobé (la hermana de la Virgen María) María Salomé (la madre de los discípulos Santiago y Juan) y otros, así como algunos de los curados por Jesucristo: Lázaro, el resucitado, el ciego al que devolvió la vista, y otros. También venía Sarah, la sirviente negra de las Marías. Habían sido expulsados de Jerusalén por los judíos en un botecito que derivó hasta esta costa. Desde aquí se dividieron para predicar el evangelio, quedándose las dos Marías y Sarah predicando en esa región de Camargue. Otras versiones afirman que Sarah era la mujer repudiada de Poncio Pilatos o, en la leyenda gitana, que era la reina gitana de Camargue cuando el botecito arribó a la costa y fue la que dio refugio a los náufragos, en vez de venir ella misma dentro del esquife. No se sabe cuándo ni por qué los gitanos empezaron a venerar a Sarah y a peregrinar a Saintes-Maries de la Mer. Desde luego no ha abrazado oficialmente la santidad, aunque en la cripta de la iglesia de Notre Dame de la Mer o de las Dos Marías (una iglesia fortificada que se ve desde el mar) hay una escultura suya que es objeto de veneración supersticiosa. También hay una caja llena de una especie de maderas de color gris. Mi capitán le preguntó al sacristán si eran los restos de la barca en la que llegaron a la costa, y resulta que no, que son un montón de huesos de Sarah, incluyendo las palas ilíacas, una muela y una vértebra, llenas de polvo y en un cofre feo como una multa. ¡Qué morbo con las reliquias! También se conserva un pozo de agua dulce en mitad de la iglesia, que se dice que surgió como un milagro en el lugar exacto donde desembarcaron. Además el pueblo sigue con el culto al toro, con una plaza de toros, monumentos a los toros, restaurantes con carne de toro, todo el merchandising hecho con toros, etc., ya que son muy famosos los rebaños de toros de Camargue, que pacen en libertad en las praderas del delta.

Mi capitán e Ignacio vieron el pueblo muy animado con el típico turismo playero, del que se cansaron enseguida. Fueron a ver los alrededores del mar interior que se formó cuando el río Ródano decidió cambiar su curso. Es una laguna salobre enorme, de más de una milla, llamada Etang des Launes (43º 27.54’ N; 4º 25.03’ E) a la que se accede por unas pistas que parecen la selva, y donde se han instalado algunos campings, picaderos y, ¿cómo no?, chiringuitos. Luego vinieron a dormir a bordo. La noche no fue muy agradable para mis tripulantes porque, como en todos los ríos, aquello estaba lleno de mosquitos, que actuaban como si nunca hubieran hecho una comida completa.

El día siguiente hicimos una navegación larga (48 millas) pero magnífica hasta la Isla Frioul. Al principio el viento fue muy fuerte y del nordeste (fuerza 5) perfecto para nuestro rumbo, que era sudeste hasta rebasar la desembocadura del Ródano, que es el punto más al sur del delta. La primera mitad del día fuimos con la mayor en el primer rizo y el génova entero, a una media de 6 nudos pero con picos de hasta 8,3 en algún schuss sobre una ola, donde la sonrisa de Ignacio era más expresiva que la cifra del GPS. Tengo que reconocer que la primera cardinal, que era oeste, la pasamos por el este, entre ella y la orilla. El rumbo no nos daba para pasarla bien, hubiéramos tenido que dar otro bordo, y el fondo era de 17 metros, más que suficiente para mí. Ya hemos comprobado muchas veces que la Guía Imray parece estar hecha para mercantes, más que para barcos deportivos, y que da unos márgenes de seguridad enormes. Al mediodía hubo un rato de calma en que tuvimos que ir 45 minutos a motor, y finalmente se estableció en fuerza 3 del suroeste, acabando el día con la mayor y el espinaker. En total 48 millas en algo más de nueve horas.

Por el camino nos desviamos dos veces. La primera porque vimos a unas tres millas de la playa un artefacto flotante infantil, una especie de pato con alas, derivando muy deprisa, y nos temimos que pudiera haber algún niño encima. Por suerte resultó que no, y allí lo dejamos continuando su viaje a ninguna parte. Más adelante vimos una lancha derivando frente al golfo de Fos, donde desemboca el Ródano. El agua cambiaba de nuevo de color, esta vez a verdoso, por la que provenía del enorme río, y sobresalían de la circunferencia oceánica las enormes grúas de los astilleros y las chimeneas de las industrias del golfo. Mi capitán no quería en este viaje acercarse al golfo por los malos recuerdos. Es donde estuvo retenido con Ana diez días al volver de Elba, por una avería del fueraborda. La barca que avistamos estaba a unas seis millas de la costa. Nos pareció lejísimos para esa barca y nos acercamos por si necesitaban ayuda, pero al estar casi a su altura vimos a los tripulantes en bañador y no nos hicieron gestos, así que seguimos nuestra ruta.

Al final de la tarde vimos desde lejos nuestro objetivo, las islas Frioul (43º 16.75’ N; 5º 18.60’ E) frente a Marsella. Estaba siendo un día de calor agobiante, y mis tripulantes no paraban de bañarse con cubos de agua sobre mi cubierta. Con las horas que llevábamos, la silueta de las islas crecía de tamaño en proporción con nuestras esperanzas. Para mi capitán era la tercera recalada en ellas, pero llegar a una isla siempre es emocionante. Pasamos por delante la isla de If (43º 16.78’ N; 5º 19.56’ E) con su impresionante castillo construido al borde de la roca que lo sustenta, y donde estuvo preso el protagonista del conde de Montecristo. Luego frente al edificio de los prácticos de Frioul, con forma de mercante, y que al principio asusta porque realmente parece un mercante encallado. Tiene hasta su ancla. Y finalmente entramos en el puerto que se ha construido tras el muro de protección que une las dos islas principales del archipiélago, Ratonneau al norte y Pomegues al sur. Y aquí vino la decepción para mi capitán, porque recordaba una isla virgen, con poca gente, con senderos prohibidos hasta para las bicis, muy natural y con olor a gallinero por la crianza de las gaviotas, y tal vez por ser domingo por la tarde había mucho de lo contrario. Restaurantes, música en alto, las calles llenas de turistas de color rojo inglés y hasta un tren turístico para enseñar los bellos paisajes.

Terminaron de amarrarme poco antes de las 19 h y ya no llegaron a la Capitanía por cinco minutos. La encontraron cerrada. Eso siempre es un inconveniente, mi capitán prefiere pagar la noche por adelantado y así poder salir el día siguiente sin tener que esperar a que abran las oficinas. Solo les dio tiempo a ducharse, tomar algo en una cafetería frente a la bahía y saciar las fatigas del estómago, dejando la visita para el día siguiente. Además descubrieron que no funcionaba el enchufe de la neverita eléctrica ni la bombilla del tope del palo, probablemente por haber recibido algún golpe al manejarlo con la grúa. Lo de la neverita lo resolvieron con una alargadera (había anochecido y ya no había luz para hacer nada) y lo de la bombilla del palo quedó en la lista de tareas pendientes.

Por la mañana mi capitán e Ignacio se extirparon pronto de la cama para ver las islas. Muy tempranito (a las 6) resolvieron el problema eléctrico de la nevera y luego fueron a recorrer la isla en bici, concretamente la del norte, Ratonneau, porque la del sur no es ciclable y no les daba tiempo a todo. La pista discurre a través de un paisaje de Antiguo Testamento hasta el Hospital Carolina, un antiguo lazareto, que ahora estaban reconstruyendo, y con unas vistas espectaculares sobre el castillo de If y Marsella. Les dio tiempo a bañarse en una playita, y al volver al pueblo estuvieron buscando hielo para la nevera por todas las tiendas, y no lo encontraban. En el supermercado lo habían preguntado expresamente y la dueña les dijo que no tenía. En un bar les remitieron precisamente a ese supermercado, donde ya habían preguntado, y entonces la dueña les aclaró que no tenía “cubitos” de hielo, que es por lo que habían preguntado, pero sí botellas congeladas de litro y medio, que no se le había ocurrido ofrecerles. Tenía un congelador industrial lleno. Resuelto este problema logístico salimos un poco tarde, hacia las 10 h.

Luego vino un día típico del Mediterráneo, con brisas variables que nos obligaron a meter motor la mitad de la travesía. En total 30 millas en 8 horas, de las cuales la mitad a vela y la mitad a motor. Y todo bajo un sol como el as de oros. Mis tripulantes recurrían a distintos trucos para protegerse, como todo tipo de paraguas (yo no tengo bimini para navegar a la sombra, mi capitán dice que en las tierras lluviosas del norte es innecesario) y llevar un cubo de agua dulce en la bañera para remojarse cada pocos minutos. Pasamos entre las islas del archipiélago de las Riou (43º 11.06’ N; 5º 22.71’ E) dejamos por babor la Isla Verde (43º 9.61’ N; 5º 37.05’ E) y terminamos recalando en la Isla Bendor (43º 7.72’ N; 5º 45.09’ E) un sitio tan bonito que la primera vez tuvieron que repetirme el nombre. Solo mide 500 x 160 metros y está muy cerca de la zona turística de la Costa Azul, concretamente de la ciudad de Bandol, de la que salen vedetes a la isla en un corto trayecto. Los fondos allí son muy irregulares y someros (un metro y medio) lo que hace difícil la navegación de acceso, y está prohibido fondear por la existencia de cables submarinos que llevan la electricidad a la islita. Desde altamar se ve una tierra baja llena de pinos, con tres edificios de tres plantas y algunos pequeñitos en el entorno del puerto. Este es de película. Está situado en la costa norte y para acceder a él hay que dejar a estribor el escollo “La Hormiga” (“La Fourmigue”, 43º 7,71’ N; 5º 45,36’ E) bien balizado, y entrar en la zona de fondos someros entre la isla y el continente. El puertecito tiene dos pequeños espigones y dentro, sobre un plano de agua tan manso que lo duplicaba todo, vimos el edificio rosa de la capitanía con mosaicos marineros y algunas casitas esforzándose por abrirse paso entre los pinos. El muelle estaba prácticamente vacío y nos amarramos nada más entrar a estribor, con la orza y el timón subidos porque el calado era de 1,2 metros o menos. A pesar de estar casi solos, el sitio te invitaba a bajar la voz como si entraras en una catedral. El amarre no tenía ningún servicio pero era gratis, aunque se utilizaba poquísimo por su escaso calado, que lo veta a casi todos los barcos de paso.

Al entrar a puerto tuvimos un problemilla con la orza. Ya dije que este año me la habían cambiado. La anterior llevaba conmigo más de treinta años en el agua, y se había oxidado y deteriorado, lo que hacía que, entre otras cosas, costase subirla. Mi capitán, acostumbrado a la vieja, le dio un impulso tan fuerte a la nueva que la dejó bloqueada en la posición subida. La orza tiene previsto para eso un agujero en los últimos centímetros, por donde poder pasar un cabito y tirar de ella hacia abajo, buceando. Mi capitán se lo explicó a Ignacio y bucearon los dos para enseñárselo, pero resultó que se había incrustado tanto que el agujerito no se veía, porque se había metido en el quillote. Tuvieron que hacerla bajar empujando desde la camareta a través del pozo.

Bendor es una de las dos islas que compró en 1958 Paul Ricard, el de la bebida de aperitivo que en Francia es tan famosa como la embriaguez de Noé, y lleva su nombre. La otra es Embiez, más al sur. Tenía la intención de hacer unos complejos turísticos de veraneo. En la de Embiez, por cierto, están enterrados Paul y su mujer, en la cima de un acantilado sesenta metros sobre el mar. Es un enterramiento muy rústico, una simple laja de piedra con sus fechas y un acumulo circular de piedras alrededor de un montículo con sus tumbas. Paul falleció en noviembre de 1997 y su último deseo fue ser enterrado allí. Como decía, aunque las adquirió para hacer unos resort de veraneo, al final le gustaron tanto que las hizo reserva natural. Bendor ya la conocíamos de la navegación a Elba. Mi capitán estaba deseando volver, y en la cena le escuché decir que estaba encantado porque seguía siendo un sitio tan bonito que hasta pisas de otra manera. Al irse la lancha con los últimos turistas que vienen a la playa, y los últimos empleados, nos quedamos solos con el guardia nocturno en un lugar en que puedes escuchar el ruido de tus párpados. La isla tiene un hotel, que estaba cerrado por el Covid-19, un centro de exposiciones, un museo de las bebidas espirituosas (un eufemismo para ocultar la realidad, que mucha gente se pierde en las botellas) otro de productos publicitarios de su bebida, y otro con pinturas de Ricard, que por vocación era pintor aunque su padre le obligó a elegir una profesión más rentable, y se dedicó a vender alcohol.

Mis tripulantes recorrieron todo el perímetro de la isla por una senda peatonal (es muy pequeña y se ve en una hora), con unas vistas espectaculares al mar Mediterráneo y a la otra isla de Ricard, Embiez. Cerca del puerto hay una playita de arena blanca y fina, la isla tiene muchos jardines llenos de esculturas, y por todas partes hay aseos perfectamente limpios y dotados de todo (hasta jabón, papel secamanos, papel higiénico, gel desinfectante, etc.). En la esquina sureste hay un helipuerto, y enseguida se cierra el círculo con el famoso Hotel Delos, ya sobre el puertecito.

Ya dije que la isla no tiene ningún servicio específico para los navegantes, aunque por supuesto se pueden usar los aseos que hay por todas partes. Para conseguir agua mi capitán se había fijado en un grifo del Hotel Delos, cerca del muelle. Como yo soy pequeño mi capitán no lleva a bordo una manguera, que ocuparía mucho, y toma prestada una del pantalán. Y cuando no la hay, llena un bidón de diez litros que luego trasvasa al de mi cocina. Cuando se puso a llenar el bidón en el hotel se presentó el guardia nocturno a decirles que el grifo era privado y no podían usarlo. Supongo que es una norma para evitar que los que tienen un pepino de barco se pongan a baldear la cubierta, o a rellenar sus enormes depósitos de cientos o miles de litros. Pero al acercarse más y ver que estaban llenando un depósito de diez litros debió de darse cuenta de lo absurdo de su exceso de celo y les dejó terminar. La noche fue deliciosa en aquel abra de paz, que parecía donde se fabrica el silencio.

El día siguiente madrugamos a las 05:30 para salir de Bendor temprano, ya que nos esperaban vientos contrarios, del este, y no queríamos eternizarnos en el mar. Y así fue, a base de dar bordos nos hicimos 39 millas en vez de las 24 teóricas, en 10 horas, luchando contra un viento que no quería dejarnos pasar, aunque por suerte con buen tiempo. El track de ese día parece una fila de alcayatas. Por ejemplo al llegar al cabo Sicié (43º 2.71’ N; 5º 51.53’ E) el más al sur que pasaríamos ese día, y rebasarlo, empezamos a recibir con toda su fuerza el ventarrón del este, y los bordos que hacíamos hacia el sur derivábamos tanto que en realidad retrocedíamos hacia el oeste.

A media mañana viramos cerca de los islotes Dos Hermanos (43º 2.91’ N; 5º 52.10’ E) donde se refugió del viento una patrullera militar que salía de Tolón cuando, en 2016, navegábamos por aquí con Daniel al volver de Elba. La patrullera, se supone que tripulada por unos tipos duros como menhires, se quedó fondeada a refugio, mientras mi capitán y Daniel seguían dando bordos contra un vientazo de los de arrancar los cuernos a las cabras, y conmigo sacudido como en una hormigonera, para llegar a la isla Embiez. ¡Qué recuerdos! Creo que no soy de los que nunca dicen la verdad si pueden remplazarla por otra cosa, y al llegar a Embiez les dijeron en Capitanía que había habido rachas de mistral de fuerza 8. No puedo verificarlo porque no llevo anemómetro, pero así pasó.

A las 14:30 h, y ya pasada la base militar de Tolón, difundieron por la radio un aviso de Securité relativo a un submarino que estaba navegando a poca profundidad y con el periscopio sacado, para que tuviéramos cuidado de no tropezarlo. Estaba cerca de la península de Giens (43º 1.32’ N; 6º 5.28’ E) donde estábamos nosotros. Inicialmente esta península con forma de mazo era una isla, la quinta del archipiélago de las Hyères, pero un istmo arenoso que ahora mide cuatro kilómetros la fue uniendo al continente. Este istmo está a su vez dividido en dos en dirección norte-sur por un mar interior que ahora se usa para obtener sal. Desde lejos la península sigue viéndose como una isla, pues el istmo arenoso está casi al nivel del mar mientras que la antigua isla es rocosa y elevada. En 1811 un fuerte temporal volvió a convertirla en isla al deshacer parcialmente el istmo, y durante un tiempo el mar volvió a pasar entre la isla y el continente, pero volvió a consolidarse y a ser una península. Actualmente la costa este de la península es de uso turístico y residencial, con varios puertecitos, mientras que la costa oeste es de uso militar y acceso restringido. Volviendo al submarino que navegaba en sus inmediaciones, se pusieron a dar una lista como de diez puntos de GPS que marcaban su zona de operaciones, ¡y sin repetirlos! ¡Estos militares franceses! Eso lo hacen mucho: difundir los puntos GPS de su zona de operaciones sin repetirlos y definiendo formas rarísimas. Si fuera un círculo de X millas en torno a un único punto de GPS se entendería, pero a veces son diez o quince coordenadas dictadas a toda prisa con el tono de la tabla de multiplicar, en francés y sin repetirlas. Alucinante. ¿Os imagináis haber terminado nuestra navegación encima de un submarino?

Finalmente llegamos a la isla de Porquerolles (43º 0.23’ N; 6º 11.87’ E) agotados y sudorosos como nunca. Es la más grande y la primera que te encuentras, viniendo del oeste, del archipiélago de las Hyères. Estaban a punto de cerrar la Capitanía y estaba petada de gente haciendo los papeles de entrada. Mi capitán e Ignacio tardaron casi una hora en terminar, y aún les quedaba hacer la compra y buscar una lavandería. Así que no pudieron visitar la isla y se tuvieron que limitar a esas cosas prácticas y de intendencia que también son la vela de crucero. Y sí, a veces los milagros existen. ¿Os acordáis que estaba preocupado porque no me funcionaba la luz de tope del mástil? Pues en Porquerolles finalizó su huelga y se arregló sola. Seguramente algún pantocazo había vuelto a restaurar una conexión floja. Y siguió funcionando todo el viaje, increíble. Le ahorró a mi capitán una subida al palo, una de las cosas más peligrosas del mantenimiento de un velero.

El día siguiente volveríamos a las etapas por el Continente, después de unos días de recalar en las islas.