Cuando el primer destello de luz de una luciérnaga aparece una noche de verano, siempre me entran ganas de llamar a mi madre para saludarla. La bibliografía de la luciérnaga es un vestido delicado y eléctrico, una pequeña llama que chisporrotea en las cunetas de alguna carretera, y los élitros que ocultan las alas posteriores de la luciérnaga se elevan como un cuero ligero, más flexibles que las de cualquier otro escarabajo. En el aire es como una risotada de esas que solo se escuchan en verano, con el tufo a trozos de carne cocinándose en algún lugar calle abajo, y la boca de los niños del barrio manchada de helado derretido y abierta por el entusiasmo que les provoca un partido de béisbol o jugar al pillapilla.
Solía ver luciérnagas cuando volvíamos en coche de veranear con mi familia, de regreso al oeste rural del estado de Nueva York. A mi padre le encantaba conducir por la noche para evitar la luz cegadora y el calor estivales. A mi hermana y a mí nos envolvían en mantas, separadas por una nevera portátil gigante en medio del asiento trasero, y yo me sumía en una duermevela que era tanto mejor porque iba acompañada de los murmullos de mis padres delante. A veces intentaba escuchar, pero iba mirando por la ventanilla y siempre terminaban distrayéndome los destellos erráticos de luz que se desdibujaban al pasar.
Cada año, durante un par de semanas en junio, la única especie de luciérnaga sincrónica de Norteamérica se reúne en las Grandes Montañas Humeantes para ofrecer una llamativa exhibición. Hace años mi familia se detuvo en esta zona durante uno de nuestros memorables viajes por carretera. Mi padre sabía que debía aparcar el coche lejos de la ladera de una colina increíblemente verde que se precipitaba hacia un ancho valle repleto de trilio, cerezos de fuego y Viburnum lantanoides. Sabía que debía cubrir con una bolsa roja la linterna que llevábamos para no molestar a las luciérnagas y enfocar únicamente al suelo mientras guiaba a su mujer y a unas hijas adolescentes que no mostraban mucho interés a través de la pausa azul marino que se crea justo después del crepúsculo. Confieso que en un primer momento deseé estar de vuelta en la habitación con aire acondicionado del hotel, en cualquier sitio menos en ese sendero pedregoso aislado en el que algún que otro canto de rana toro interrumpía la noche. Sin embargo, ahora pienso en mi hermana y en mí, ya adultas y cada una en su hogar, y me invade una profunda gratitud al recordar esas vacaciones familiares en las que podíamos estar todos juntos en la naturaleza, caminando por este planeta.
Mi madre siempre tenía los nervios de punta cuando se acercaba el final de las vacaciones, pero sé que cada día que pasaba lejos del trabajo y con su familia era algo bello y extraordinario. Cómo anhelo esos días de vacaciones lentos y esas noches más lentas aún, a mi madre tomándose su tiempo para elegir el camisón con volantes que nos ponía, para reírse del turismo que habíamos hecho durante el día y de las baratijas que yo me había comprado. Mi madre me tapaba con una colcha hasta la barbilla. Su preciosa melena negra y ondulada me hacía cosquillas cuando se inclinaba para darme el beso de buenas noches, oliendo a Oil of Olay y chicle de menta. Solo en esos viajes experimentaba yo tanta ternura, las palabras tranquilizadoras que una madre puede musitarle a una hija, mientras me acariciaba el flequillo y me lo apartaba hacia un lado. Por la mañana no tenía prisa para subirnos a mi hermana y a mí a un autobús del escolar e irse a trabajar. Cuando mi madre ya no esté, sé que me aferraré a ese agradable perfume de menta y crema hidratante que siempre asociaré a la belleza y el amor. Me aferraré a esas noches de verano en las que corríamos —y sin embargo no corríamos— a casa. Intentaré trasladarme de vuelta a aquel Oldsmobile como las alas de encaje de los insectos que se encaran cada noche a la bombilla de mi porche, a lo que era entonces mi pequeña familia, ni siquiera lo bastante grande para llamarla enjambre: una hermana, dos padres.
Crecí cerca de científicos que trabajaban con azulejos índigo. No hay azul como el de esas aves, ni plumas más eléctricas. Estos pájaros se orientan siguiendo la Estrella Polar y aquellos científicos intentaban engañarlos para que siguieran a otra estrella en una habitación oscurecida. Sin embargo, la mayoría de los azulejos no cae en la trampa. Cuando los sueltan, encuentran el camino a casa como de costumbre. Los azulejos conocen bien la Estrella Polar, aprenden a buscarla durante el primer verano de su vida, y guardan el conocimiento para utilizarlo años después, cuando aprenden a migrar. Las horas que debieron de pasarse mirando la estrella durante esas noches acurrucados en el nido, asomando la cabeza bajo su madre. Aquel brillo tan potente los mantiene estables.
Si los azulejos se mantienen en sus trece, las luciérnagas se dejan engañar con más facilidad. Basta con que pase un coche con los faros encendidos para que pierdan su ritmo luminoso durante unos minutos, y en ocasiones tardan horas en recalibrar los patrones de luz. ¿Qué es lo que se pierde durante ese silencio de radio? ¿Qué conexiones se traducen de manera incorrecta o desaparecen por completo? Luces de porches, camiones, edificios y la cruda luminosidad de las farolas lo complican todo y disuaden a las luciérnagas de enviar sus luminosas señales de amor, lo que significa que al año siguiente nacerán menos larvas de luciérnaga.
Los científicos no se ponen de acuerdo en cómo o por qué se sincronizan las luciérnagas. Tal vez se trate de una competición entre machos, pues todos quieren ser los primeros en enviar sus señales a través de los valles y la hierba del maná. Tal vez si todos emiten su luz a la vez las hembras lo tienen más fácil para decidir cuál es la más refulgente. Sea cual fuere el motivo —y a pesar de, o más bien debido a, todas las visitas guiadas que se realizan ahora a las Montañas Humeantes—, las luciérnagas ya no emiten su luz a la vez durante toda la noche. Los patrones a veces se dan en destellos cortos, y después finalizan abruptamente en inquietantes periodos de oscuridad. Las luciérnagas siguen ahí, pero vuelan o descansan en la hierba en silencio visual. Quizá un visitante olvidó atenuar una linterna o dejó los faros del coche encendidos demasiado tiempo, y así es como protesta la luciérnaga.
Los huevos y las larvas de las luciérnagas son bioluminiscentes, y las larvas son depredadoras. Pueden detectar el rastro de baba de una babosa o un caracol y seguirlo hasta su jugoso e incauto origen. Se ha visto a grupos enteros de larvas siguiendo la pista de presas relativamente grandes, como una lombriz de tierra —al estilo de una macabra persecución a la luz de las velas salida de una película antigua y mala—, hasta el borde de una charca turbia, donde las larvas emitían luz mientras devoraban a una lombriz que aún se retorcía. Algunas larvas de luciérnaga viven completamente debajo del agua, la luz centelleando bajo la superficie mientras capturan y devoran caracoles de agua dulce.
Para ser escarabajos, las luciérnagas viven una vida larga y plena —alrededor de dos años—, aunque pasan la mayor parte de ella bajo tierra, comiendo y durmiendo a voluntad. Cuando vemos esos faros emitiendo su luz, por lo general solo les quedan una o dos semanas de vida. Aprender esto cuando era pequeña —a menudo me encontraban caminando despacio por jardines con el césped sin cortar, deambulando, sin estar dispuesta aún a entrar en casa para cenar— me imbuyó de melancolía, aunque viese su luz. No podía creer que algo tan luminoso fuese a desaparecer tan pronto.
Sé que buscaré luciérnagas durante el resto de mi vida, aunque cada año su número se reduzca un poco más. No lo puedo evitar. Su luz titila, una luz color lima en el aire nocturno estival, como para decirnos: «Sigo aquí, seguís aquí, sigo aquí, seguís aquí, sigo, seguís», una y otra vez. Quizá pueda hacer que sea así. Quizá pueda guardar esas noches de verano que pasaba con mi familia en un tarro de mermelada vacío, con orificios en la tapa y una ramita y unas briznas de hierba dentro. Y en el futuro, a lo largo de esas noches inimaginables en las que sé que echaré terriblemente de menos a mi madre, dejaré que la dulce luz del tarro haga las veces de lamparita para que refresque el aire y lo hienda para mí.