Capítulo 3

El ente nocturno

Las creencias sobre brujas que tenemos más arraigadas en el inconsciente son las que apelan a un miedo primordial y arcaico, como el miedo a las apariciones o a la oscuridad. Allí podremos hallar el origen de la bruja: en la oscuridad de la noche, en la vulnerabilidad del dormitorio, en lo etéreo del sueño. La bruja primitiva, la bruja original, es una bruja apenas humana, despojada de todo lo que se nos antoja familiar, la bruja que rapta niños y les «chupa el seso», el espectro que entra por las ventanas y puertas cerradas para atormentar a los durmientes, la encarnación de la noche misma, aquella sombra que vaga por los caminos desolados del mundo. Por siglos que pasen, por intentos de humanizarla que se hagan, por campañas que se lleven a cabo en pos de su erradicación, jamás podemos quitarnos esa poderosa imagen de la cabeza, pues ese sentido primordial se halla en la misma palabra: bruja.

Hablemos un momento de etimología, que es seguramente mi disciplina favorita. El origen de la palabra bruja, complejo donde los haya, ha hecho correr ríos de tinta en la mayoría de los tratados lingüísticos de todas las lenguas y dialectos que se hablan en la península ibérica: tenemos la bruja en castellano, la bruixa en catalán, y la bruxa en asturiano, gallego y portugués. Pero hay formas de esta palabra que hallamos también en Francia, con el vocablo ya casi perdido de broux o brouxe (limitado al ámbito meridional), y en el occitano bruèisa, brèissa o broisha. Algunos lingüistas e historiadores actuales consideran que esta palabra, o mejor dicho, este lexema (la raíz de la palabra), podría tener un origen asociado a las regiones pirenaicas, y que posteriormente, a medida que fue ganando presencia e importancia en lugares menos aislados y más poblados, se extendiera por toda la península: quedémonos, pues, con que la palabra bruja se origina en los Pirineos, en concreto en el Pirineo catalán.1 Sin embargo, para entender la bruja no basta con saber dónde buscarla, sino que debemos descubrir qué designaba en un primer momento.

Del significado original de bruja se han dicho montones de cosas: popularmente, se toma por cierto que la palabra significa, en su raíz, «mujer sabia»,2 una teoría que, aunque muy extendida y muy en la línea de las teorías de género y posturas actuales respecto a las brujas y la brujería, no cuenta con el apoyo de ninguna fuente escrita ni de ningún dato histórico. Hay que decir que es muy posible que ese sentido, el de bruja como mujer sabia, se haya visto influenciado por las corrientes espirituales anglosajonas, donde la palabra witch, cuya etimología es incluso más imposible de descifrar que nuestro supuesto equivalente, se ha usado para traducir tanto brujas como hechiceros, adivinos, curanderos, etcétera. Este tipo de malentendidos solo me convencen un poco más de que las cosas se llaman de un modo concreto por alguna razón. Si nos fijamos en las teorías de los lingüistas, veremos que hay propuestas para todos los gustos. Se ha dicho de la palabra bruja, o mejor dicho, de bruxa (en su forma original), que pudiera haber tenido algo que ver con un término galo que se refería originalmente a la hechicería.3 Se ha dicho también que bruja pudiera tener que ver con el brezo,4 arbusto con el que tradicionalmente se han hecho escobas y útiles de todo tipo, lo que pudiera haber sido especialmente interesante, y engorroso también, pues el nexo entre brujas y escobas es, como veremos, un tema que ha hecho correr ríos de tinta. No obstante, esas teorías parecen haber quedado obsoletas, pues los textos y fuentes estudiados por las nuevas generaciones de investigadores nos indican un origen más oscuro y complejo del término. El historiador Pau Castell detecta que la primera ocasión en que la palabra bruja aparece escrita en un texto es en el Vocabulista in arabico, un diccionario catalán-árabe escrito por el fraile dominico Ramon Martí en 1257. Para explicar el término, que aparece aquí como bruxa, Martí propone tres equivalentes árabes: habîba, que podría traducirse como «amante»; qarîna, una especie de demonio femenino que mata niños; y kabûs, que en árabe significa «pesadilla».5 Esa traducción nos resulta clave para entender la naturaleza de la palabra, pues qarîna nos remite al aspecto sexual o erótico de las entidades nocturnas, y kabûs hace referencia a los seres sobrenaturales sedientos de sangre y causantes de los terrores nocturnos, muy similares a lo que hoy conocemos como súcubos, íncubos o, comúnmente, pesadillas.6 Castell argumenta que este término podría seguirse hasta la raíz indoeuropea *bhreus, palabra que significaría algo así como «estrangular, ahogar o aplastar», acción que se atribuía originalmente a esas brujas primitivas.7

Las otras brujas

Esta teoría, según la cual la bruja original vendría a nombrar una entidad nocturna, infanticida, sedienta de sangre y pesadillesca, puede parecernos exótica, quizá infantil, pues es mucho más fácil y coherente con nuestra vida actual y nuestra postura empirista concebir la bruja como una mujer de carne y hueso en vez de considerarla una entidad ligada al origen de nuestros miedos. Pero, como se dice en euskera, «izena don guztie emen da», «todo lo que tiene nombre existe», lo que nos sugiere que tras las palabras se esconde algo que, al menos en un tiempo lejano, se creyó que existía. Para entender el concepto será necesaria, pues, la voluntad de desaprender, de cuestionar todo lo que se toma como norma, y adentrarse en un mundo con más sombras que luces. Por fortuna o por desgracia, no estamos solos en esta empresa, pues hay otras lenguas y culturas en las que hallamos términos que hacen referencia a entidades muy similares a esta bruja en su aspecto más primitivo. Aunque las voces y antiguas creencias populares del pasado se hayan perdido, aún nos quedan las palabras que una vez dieron nombre a esas creencias e historias. Así pues, si queremos entender su significado original, si queremos conocer la primera cara de la bruja, será necesario desentrañar todo el bagaje cultural y folklórico contenido en los términos que aún hoy usamos.

Strix / Strega / Strigoi

Empezaremos hablando de la strix clásica, entidad nocturna cuyo nombre daría lugar a la strega italiana y al strigoi rumano. Los lectores interesados en la ornitología seguramente se sorprendan cuando relacionamos las brujas con la palabra strix, término que hoy designa un género de aves e incluso a una familia de estas, la Strigidae, que conoceremos por ser a la que pertenecen las lechuzas y algunos búhos. Esa asociación, como es de suponer, no es baladí, ya que el búho y la lechuza, además de ser aves rapaces y nocturnas, se han relacionado de forma tradicional con las brujas y deidades del Otro Mundo y de la noche. Se supone que la strix romana aparece por primera vez en el texto Pseudolus, de Plauto (191 a. C.),8 aunque nos quedaremos con su aparición en el sexto libro de los Fastos de Ovidio, magistralmente descrita en el siglo I d. C. y que condensa todas las creencias que había en la época clásica sobre la strix:

Hay unos pájaros voraces, no los que engañaban las fauces de Fineo con los manjares [las harpías], pero tienen la descendencia de ellos. Tienen una cabeza grande, ojos fijos, picos aptos para la rapiña, las plumas blancas y anzuelos por uñas. Vuelan de noche y atacan a los niños, desamparados de nodriza, y maltratan sus cuerpos, que desgarran en la cuna. Dicen que desgarran con el pico las vísceras de quien todavía es lactante y tienen las fauces llenas de la sangre que beben. Su nombre es striges, pero la razón de este nombre es que acostumbra a graznar [stridere] de noche en forma escalofriante.9

Además de esta temible descripción, Ovidio contempla la posibilidad de que las striges sean producto o resultado de una metamorfosis mágica, una forma asumida por ciertos individuos capaces de cambiar de forma.10 Como veremos, la capacidad mágica para metamorfosearse, cambiar de forma, será una constante en el folklore europeo por lo que se refiere a las brujas. La palabra strix está estrechamente relacionada con el término griego strínx, que significa «chillar», pues se dice que tanto las aves que pertenecen a esa familia como las entidades nocturnas y malignas que nos ocupan esgrimían chillidos ensordecedores y escalofriantes. La strix era, por un lado, un ave nocturna y carroñera, pero también una entidad que raptaba y vampirizaba a los niños. La strix romana mantendría viva su presencia no solo a través de las leyendas y mitos, sino también del léxico italiano y rumano. La strega italiana y el strigoi rumano, ambos herederos de la strix, no obstante, han tomado caminos algo distantes una del otro. La strega sería hoy un término que, como bruja, ha generalizado su uso y ha pasado a denominar a hechiceros, adivinos y entidades sobrenaturales indistintamente.11 El strigoi rumano, en cambio, denomina a dos seres: la bruja y el revenant, el espíritu que ha vuelto de entre los muertos.12 Hay que apuntar, no obstante, que la palabra strega no es la única usada en Italia para referirse a las brujas, sino que en algunas regiones montañesas como en el Piamonte, a menudo se usa la palabra masca, o masche, término que aparece escrito en el Editto di Rotari del 643.13 La masca, cuyo origen etimológico podría hallarse en la palabra mâcher, «masticar»,14 pudiera ser también un término que designaría a los espectros o a las almas de los muertos. De nuevo, se pone de manifiesto la capacidad que se atribuye a esas entidades para cambiar de forma y transformarse en animales.

Lamia

No hay que alejarse demasiado de Roma para hallar otra palabra que se usó durante siglos para referirse a las brujas: la lamia. 

Turbón, donde las brujas «ponen a secar sus ropas al sol» (Pirineo aragonés).

A pesar de su origen griego, se ha extendido por Occidente evolucionando por su cuenta, y se ha mantenido en el folklore hebreo, griego y búlgaro, diseminado también por la península ibérica. El mito griego que se refiere a la lamia, recogido por el historiador Duris de Samos, nos explica su cruel origen mitológico y su sed de carne infantil: Lamia fue una reina amante de Zeus, forzada por Hera a comerse a sus hijos como castigo a su infidelidad. La condenó a permanecer siempre despierta, privándola de sus párpados, pero también le brindó la capacidad de cambiar de forma. Por eso la reina Lamia, envidiosa de otras madres, robaría a los niños de sus cunas para devorarlos, pasando así su nombre a categorizar entidades infanticidas y nocturnas.15 Otra famosa y antiquísima lamia pudiera ser el demonio hebreo Lilith, primera esposa de Adán, madre de súcubos, cuyo nombre acadio a su vez podría traducirse como «espíritu».16 En cualquier caso, la conexión entre lamias, súcubos y, por extensión, íncubos, seguiría dando alas al matiz sexual de esas entidades, matiz que hemos visto con la bruxa en su traducción árabe.

¿Qué designa, entonces, la palabra lamia? En lo que a etimología se refiere, se tiene como cierto que el término lamia se origina en el lexema protoindoeuropeo *lem, «espíritu nocturno», que daría también lugar a los espíritus de los muertos en la mitología romana, los lémures,17 en cuyo honor se celebraba el festival romano de las Lemuraliae o Lemurias, que tenía lugar en mayo. De nuevo, no se nos escapa el nexo, bruja/espectro y la conexión entre los muertos y las entidades sobrenaturales. Pero la lamia que hallamos en la península ibérica, concretamente en Euskadi, parece haber evolucionado de forma distinta. Las lamias vascas o vasco-francesas no se nos muestran como monstruos horripilantes, sino como mujeres bellas —eso sí, con pies de pato— que se dedican a peinarse cerca de los ríos y cuerpos de agua.18 La acción de peinarse, asociada comúnmente a entidades feéricas (hadas) —como otros seres elementales como las janas, anxanas, encantades, o dones d’aigua— no tendría una finalidad cosmética, sino que pudiera tratarse de una acción propia de entidades mágicas o sobrenaturales, igual que la acción de lavar la ropa (quede aquí constancia de que, como dicen en Aragón, «las brujas del Turbón, ponen a secar sus ropas al sol»). Acciones repetitivas como peinarse, tejer o lavar, tan presentes en nuestros cuentos, tienen un significado simbólico profundo, porque, en realidad, a pesar de su cotidianidad, alejan a esos seres de lo normal y cotidiano. Dicho de otra forma, las acciones que se atribuyen a muchas hadas y brujas son prueba de su naturaleza no humana.

Hag o Hexe

En tierras germánicas, el término que nos ocupa no será witch —cuyo significado y uso es relativamente tardío en comparación con las épocas arcanas que estamos tratando ahora—, sino hexe, palabra alemana para bruja, pariente del inglés hag, inglés actual que se traduce como «vieja» o «bruja» (en un sentido claramente sobrenatural, no relacionado con la magia ni la hechicería). El término hexe aparece en un texto por primera vez en el siglo X, aunque no se usaría de forma generalizada hasta al cabo de unos trescientos años.19 Lo más interesante es que aún hoy se usa la expresión old hag, que traducimos como «vieja bruja», para referirse a los terrores y a las parálisis nocturnas. Esta hag o hexe sería seguramente la traducción preferible para la bruja ibérica. Así se nos presentan en el glosario Abecedarium Anglico-Latinum, de Richard Huloet, escrito en el siglo XVI; aunque algo tardío, nos habla de las «Hegges, o furias nocturnas, o brujas [witches] que parecen ancianas... como Lucano y Sere suponen... que chupan la sangre de los niños por la noche, striges».20 En este glosario, no obstante, la posible apariencia humana de esas entidades se pone de manifiesto presentándonos una posibilidad de contacto con lo familiar.

Algo que resulta especialmente relevante en cuanto a la hag y la hexe es su relación con el concepto del Cerco o, en algunos casos, el Seto, el espacio que separa la esfera doméstica de la salvaje. Las palabras hag y hexe parecen compartir raíz con el término en inglés antiguo haga, y luego haw, «el cerco» (que ha derivado en el actual hedge inglés). Autores como Stamatios Zochios han afirmado que la palabra hallaría su origen en el protoindoeuropeo *kagh-, significando «terreno cercado»,21 y es esa relación entre brujas y cercos, aunque pudiera parecer casual y anecdótica, la que se nos antoja capital para su entendimiento. Pues la bruja, como vamos viendo, no pertenece a este mundo, pero tampoco al otro. No será casualidad, pues, que una de las formas de llamar a las brujas en algunas lenguas germánicas y escandinavas sea haegtesse o hagazussa, una entidad (a veces zussa se toma como «mujer», otras como «demonio o espíritu»)22 que «cabalga» o «habita» en el Cerco, haciendo quizá de esa entidad una suerte de genio local, anclado a un sitio.23 De nuevo, las primeras menciones de esas entidades harían hincapié en sus tendencias caníbales y en sus comportamientos nocturnos. En este caso, no obstante, el significado toma un matiz importante por ese nexo con la acción de pasar de un mundo a otro, acción que, como veremos, nos otorga muchas claves para entender la razón de ser de la bruja y de quienes la acompañan.

Sorgin o Sorguin

No podemos terminar este repaso por el léxico occidental sin mencionar el término vasco sorgin o sorguin, palabra que a menudo se ve como el equivalente directo del castellano «bruja». Según José Miguel de Barandiarán, la palabra sorgin se usaba de forma genérica para denominar a espíritus sobrenaturales de varios tipos.24 Ya no nos extrañará comprobar que, al repasar los estudios de los lingüistas, hallemos multitud de opiniones: ha habido quien ha relacionado la palabra sorgin con la idea de hilar, resultando en algo así como «quien hila el destino de los mortales».25 Repasando las leyendas y cuentos populares protagonizados por las sorginak, seguramente veremos su asociación con el mundo subterráneo, el aspecto ctónico, que se hace también evidente a través de la relación de estas entidades con la diosa Mari. No obstante, la relación brujas-deidades femeninas ctónicas, que trataremos en profundidad más adelante, no se manifiesta en el caso de las sorgin hasta el siglo XX, lo que pudiera verse como una romantización del mito.26 Algunos antropólogos como Mikel Azurmendi afirman que el significado original de la palabra sorgin se halla en la combinación resultante del lexema sor-, «nacer», y -zain, «cuidar, mantener», por lo que es deducible que el nombre de esas entidades tenga algo que ver con los nacimientos de las criaturas, tanto si es para bien como para mal.27 Otro posible origen pudiera hallarse en el lexema sor-, entendiéndolo como «atontar, pasmar»; lo hallamos en la palabra vasca soreztatu, «encantar o embrujar».28 En cualquier caso, el léxico sigue dando muestras del origen sobrenatural de las brujas en muchos idiomas y, por lo tanto, en muchas culturas de Europa.

A partir de la Edad Media, la strix, la lamia, la hexe, o la bruja se erigirán como protagonistas de un gran número de sermones y de bulas papales, de textos religiosos y disertaciones sobre la moral y las costumbres del pueblo llano. Deberá pasar tiempo hasta que esos textos dejen de tener un tono moralizador a un objetivo castigador. Y también hasta que la palabra bruja pase de designar a las entidades nocturnas que poblaron nuestras pesadillas a dar nombre a hechiceras, curanderas y personas mal vistas por su comunidad. Hasta entonces, la bruja mantendrá su aspecto primitivo como entidad nocturna, sobrenatural. Y no solo eso, porque cuando todo haya pasado y las hogueras y patíbulos de Europa ya no estén sedientos de sangre, la bruja volverá al territorio de los cuentos, al amparo de la noche y a la intimidad del dormitorio, lo que me hace pensar que, en efecto, todo lo que tiene nombre existe, o al menos existió. Hay un sentir presente en muchas culturas, una necesidad de dar nombre, definir y, por lo tanto, delimitar esas presencias y ese sentir.

Cuando estudio entes nocturnos como la bruja y sus semejantes, no puedo evitar pensar el cuadro de La pesadilla (en inglés, The Nightmare), pintado por Henry Fuseli en 1781. En el famoso cuadro se representa una escena nocturna en la que un íncubo aparece sentado encima del vientre de una mujer que yace echada en una cama, mientras una yegua o caballo espectral observa la escena con ojos desorbitados. Por cierto, el equino del cuadro de Fuseli solo aparece en escena por su simbolismo como animal sobrenatural: las yeguas y los caballos suelen ser vistos como animales del Otro Mundo o psicopompos, mensajeros de los muertos. Se ha dicho que la palabra inglesa nightmare, «pesadilla», pudiera venir del compuesto night, «noche» y mare, «yegua», pero esa hipótesis parece no tener fundamento, ya que la raíz de yegua en inglés antiguo, meare, no coincide con la palabra en la que se origina la mare de pesadilla, mære.29 La mare de la pesadilla, no obstante, designaba una entidad propia de la mitología escandinava que, como nuestra bruja primitiva, aparecía en las pesadillas.

No importa cuánto la analicemos, la escena que Fuseli plasma en el lienzo nos atrapa porque, además de mostrarnos una escena terrorífica, apela a nuestro inconsciente. Tanto el caballo o la yegua que aparece en segundo plano, emergiendo tras la cortina, como el íncubo que chafa a la mujer dormida se me antojan imposibles, pero físicos, palpables, tan palpables y físicos como la sensación de estar siendo víctima de estos, de estar siendo bruxado. Eso, tan imposible, tan lejano, es al mismo tiempo real, está presente. Al fin y al cabo, la creencia en la existencia de esas entidades nocturnas no está al mismo nivel que los dogmas de fe de la religión, sino que pertenece, como dice Mikel Azurmendi, al dominio del «sentido común», de lo que en otro tiempo se llamó superstición.30 Hoy en día asociamos la superstición con una creencia obsoleta, resultado de la ignorancia propia de gente sencilla (y al decir sencilla me refiero al uso condescendiente de un término que pretende diferenciar a quienes se consideran cultos de los que se consideran incultos), pero no olvidemos que superstición viene del término compuesto latín super-stare, «estar por encima»: es una creencia que estaba por encima o que era anterior a la creencia religiosa aceptada.31 Cuando la bruja era una entidad sobrenatural y nocturna, el pueblo asumió su existencia, no solo creyó en ella, pues creer es un acto de fe, y esto no era, sino una certeza.

La incontestable realidad de la bruja tiene, como la habitación en la noche, muchas sombras, pero también claros. La bruja primitiva se nos presenta como emisaria de la noche, la muerte, la desgracia. Pero la muerte, la noche, la desgracia, lo más abyecto, hacen que lo opuesto sea posible, pues no hay noche sin día, no hay vida sin muerte, no hay fortuna si no sabemos lo que es estar privado de ella. La bruja nos ofrece, quizá sin saberlo, un regalo precioso: la oposición. Una oposición que, como veremos, dará explicación no solo a lo sobrenatural, sino a lo natural: el cambio de las estaciones, el devenir de las cosechas, el nacimiento de una nueva vida, la protección del hogar. Y no será con la ayuda de hechizos humanos y bebedizos, sino con su sola presencia, su visita, esa que tanto miedo nos ha dado y que aún nos aterroriza.