¡ESO SÍ QUE NO!

Después de un buen rato caminando y recibiendo empujones de los hombres trajeados, me ha dado por hacerme el digno y levantar la cabeza para ver adónde me llevaban.

El paisaje no me ha dado ni una sola pista. Estábamos rodeados de naturaleza por todos los lados, es decir, de árboles enormes que no dejaban ver más allá de unos cuantos metros.

Aunque, al levantar la mirada y echar una ojeadita a mi alrededor, me he dado cuenta de otra cosa...

¿¡OS HABÉIS DEJADO AL YETI EN CASA!? —les he preguntado a los hombres de negro, un pelín histérico.

—Sí.

—Sí.

—Sí —me han respondido ellos como si nada.

Cada uno con una tonalidad de voz distinta: el primero superaguda, el segundo, con una voz de lo más común y sosa y, el tercero, con un vozarrón grave como el rugido de un dinosaurio.

—Ah, que encima lo habéis hecho aposta... ¿Y eso por qué? —he querido saber.

—Je.

—Je.

—Je —se han reído en mi cara, el uno acabando la risa del otro y el otro empezando una nueva carcajada para que el tercero volviera a empezar este ciclo interminable de risitas a mi costa.

—Pensábamos que era un muñeco de decoración —me ha dicho el soso de repente.

—Eso.

—Eso —le han dado la razón el dinosaurio y el de la voz de pito.

—Pero si lo habéis oído hablar...

¡SILENCIO!

¡SILENCIO!

¡SILENCIO! —me han mandado callar.

Y, señalando en total mutismo hacia delante, me han indicado el camino que debía tomar. Según un cartel que había allí plantado, el camino hacia «EL LABORATORIO».

—O sea, que me habéis raptado para ver a un científico. Pues ya puede ser importante... ¿ES IMPORTANTE?, ¿ES IMPORTANTE? —les he preguntado como un absoluto friquifán.

A lo que ellos han contestado apuntando hacia otro cartel. Uno más pequeño, colocado justo debajo del primero, que decía:

AQUÍ VIVE EL CIENTÍFICO MÁS IMPORTANTE DE NUESTROS TIEMPOS. DE HECHO, ES EL ÚNICO QUE CONOCE LOS MISTERIOS DEL CENTRO DE LA TIERRA (Y SE RUMOREA QUE NUNCA HA PERDIDO AL TRES EN RAYA).

—Mmm... Y si tan importante es, ¿por qué vive aquí?, en esta casa en medio de la nada y más solo que la una... —he pensado en voz alta.

Y, claro, los tres hombres de negro han señalado entonces hacia el tercer cartel. Uno muy cutre en el que, a duras penas, se leía:

y, por supuesto, no vive solo. Porque, aunque no pague tanto alquiler, o a veces nada, esta también es la casa de su encantadora y maravillosa hermana Gema.

—Este cartel lo ha escrito Gema, ¿verdad?

—Je.

—Je.

—Je.

—Sí.

—Sí.

—Sí —me han confirmado.

Y, al instante, me han quitado las esposas y me han pegado un empujoncito para que me adentrara en el camino.

¡Adiós, adiós, adiós! —les he dicho cachondeándome, entonando cada «adiós» como si fuera uno distinto de ellos.

Y he echado a correr, no fueran a enfadarse.

Poco después, me he girado para verlos: seguían vigilándome desde el principio del camino. Aunque lo de vigilar es un decir, porque lo único que hacían era charlar distraídos y, sobre todo, señalar más carteles de por allí cerca. «¡Qué tres tipos más raros!», me he dicho. Y he continuado avanzando.

Cuando, por fin, he tenido la puerta de la casa del científico y su encantadora y maravillosa hermana Gema al alcance, la he aporreado con la misma intensidad con la que lo habían hecho en mi casa sus secuaces de negro.

¡TOC-TOC-TOC, TOC-TOC-TOC...!

¡Ya voy, ya voy! —ha gritado una voz.

¡Vale!... Pero te estoy esperando, ¡no tardes! —le he dicho yo para hacerme el duro.

Y he seguido picando:

¡TOC-TOC-TOC!

Porque, cuando no te haces respetar, hasta el tipo más palurdo aprovecha para tomarte el pelo.

—Ocho segundos y un poquito, eso has tardado —le he informado nada más abrirme.

¡Pacheco Cara Floja en persona! ¡Acércate, acércate!... Soy el visionario Dr. Francis, seguramente me conoces de la televisión. O igual has leído uno de mis cincuenta y cinco libros publicados... Todos ellos sobre ciencia, claro. Así que no creo. Pero el caso es que da lo mismo. ¡Entra, entra, por favor!

Y el científico (¡que era ni más ni menos que el investigador que acabábamos de ver por la tele el Yeti y yo!), me ha conducido muy amablemente hasta su despacho. El típico despacho de científico chiflado: con un ordenador más viejo que la dragona del End, una mesa de escritorio llena de cachivaches y un trillón de libros y probetas repartidos de cualquier forma por los estantes y hasta por el suelo.

—Fíjate, Pacheco —ha llamado mi atención mientras introducía caracteres extraños en un programa de su ordenador—. Esta es la Tierra.

—Eso es una foto tuya en bañador —lo he corregido.

¡UPS!... Espera, voy a recalcular el modelo... ¡Ahora! Esto es la Tierra —ha repetido, al mismo tiempo que en su pantalla ha aparecido una imagen de nuestro planeta visto desde el espacio.

O más que una imagen, una animación, en la que la Tierra giraba sobre sí misma y, por momentos, se volvía más y más roja.

¿Qué le pasa? —le he preguntado al científico.

—Es una representación de lo que ocurrirá si las temperaturas continúan subiendo.

—Ah —le he contestado distraído. Mirando embobado la pantalla, hasta que, de repente...

La Tierra ha explotado.

¿¡QUÉÉÉ!? ¿¡VAMOS A MORIR TODOS!?

—Lo más probable.

¿¿¡¡Y LO DICES ASÍ DE TRANQUILO!!??

—Sí.

¿¿¿¡¡¡PORQUE ERES UN CIENTÍFICO Y TODOS LOS CIENTÍFICOS DECÍS COSAS RARAS QUE NADIE ENTIENDE!!!???

—No. ¡Porque tengo un plan!

—Pues vaya decepción... —he murmurado.

¿Cómo dices?

¡No, nada, nada!

Pff, por una vez en la vida quería tener más razón que un científico. Pero mala suerte... ¡Porque estos sabelotodo se las saben todas!

—Como iba diciendo, mi plan consta de dos fases: la primera de ellas es viajar hasta el centro de la Tierra y, la segunda, salvarla del excesivo calentamiento que está sufriendo. Así de fácil. ¿Qué te parece?, ¿te apuntas?

Y ha sido terminar la frase y que aparezca la encantadora y maravillosa Gema. (Spoiler: no es ni una cosa ni la otra).

—A ver, Pachequito... ¿Qué es eso que te tienes que pensar? Tú vas a ayudar a mi hermano y punto.

—Gema, pero si ya ha dicho que...

¡Porque la Tierra está en peligro! —ha seguido gritando ella como una energúmena—. Díselo, Francis. ¡DÍSELO TÚ!

—La Tierra está en peligro, sí. Pero, Gema, escucha: Pacheco ya ha...

¡Y explícale por qué necesitas su ayuda! —lo ha cortado.

—Eso, eso, ¡explícamelo! —le he dicho yo, que hasta entonces ni siquiera había pensado en por qué me necesitaba un científico tan importante y con el músculo de tres hombres de negro a su disposición.

—Está bien, Pacheco: te necesito porque, entre el centro de la Tierra y nosotros, hay una capa de un metal durísimo, y necesito ayuda para atravesarlo.

—Te lo traduzco, Pacheco —ha intervenido enseguida la hermana—: no ha encontrado a NADIE que se atreva a acompañarlo y él es un torpe de narices. Porque fabricando maquinitas es el mejor. ¡Pero no tiene ni idea de usar sus trastos! Y, claro, además, necesita protección. En el interior de la Tierra hay seres monstruosos. ¿Y tú te crees que esos tres idiotas lo van a proteger de algo? —ha dicho señalando hacia donde se habían quedado charlando los hombres de negro.

—Bueno, eso y que de verdad necesito que me ayudes a taladrar una capa imposible de taladrar. Y de ti he oído todo tipo de maravillas: que has salvado la Tierra en más de una ocasión... Que has viajado a Saturno... Que has vencido a un creeper de tres cabezas y también a un gusano gigante...

«¡Hay que ver lo bien que sienta que lo piropeen a uno!», he pensado.

—En cualquier caso, en el centro de la Tierra hay algo muy valioso. Valiosísimo, ¿verdad, Francis?

—Verdad, verdad. Llevo años estudiándolo y ahí abajo hay algo taaaan valioso que me cuesta describirlo con palabras. Pero trata de imaginártelo, Pacheco: sea lo que sea, él solito mantiene el equilibrio de la Tierra.

¿Cómo?

—Creando un campo magnético que defiende a la Tierra de la radiación espacial y las temperaturas extremas —me ha explicado el Dr. Francis.

—¿Tú también hablas en chino como el Yeti hace a veces?

—Es como una fábrica de crema solar a escala planetaria —me ha aclarado Gema—. Lo que significa que, gracias a lo que sea que haya en el interior de la Tierra, no nos achicharramos vivos aquí, en la superficie.

¡EXACTO! —ha gritado el científico.

—Uff, pues visto así, creo que tengo que pensarme mejor lo de acompañarte...

¿¡QUÉ!? —se ha sorprendido el Dr. Francis—. ¿¡POR QUÉ!?

—Pues, si te soy sincero, por todo ese rollo que ha contado Gema de la crema solar.

—Gracias, Gema... —ha murmurado el científico echando una miradita asesina a su hermana.

—Pero, entonces, ¿no vas a ayudar a mi hermano a solucionar el problema del calentamiento de la Tierra?

—Eeee... ¡Sí! Bueno, no sé. Supongo. Pero no os preocupéis. Dadme un par de horas y os digo algo. ¡Solo un par de horitas! —me he despedido.

Y he salido pitando hacia el camino. Allí, he vuelto a decirles «adiós, adiós, adiós» a los hombres de negro. Y, después, he deshecho el camino hasta casa. Esta vez, sin esposas y caminando con tooooda la pachorra del mundo, porque acababa de ganar dos horas extra para decidirme.

Aunque, si soy REALMENTE sincero, el comentario de Gema sobre la crema solar no me ha importado lo más mínimo. ¿Cómo iba a hacerlo? Si yo vivo para este tipo de aventuras.

¡PORQUE SI ALGO HE TENIDO CLARO DESDE QUE EL DR. FRANCIS ME HA OFRECIDO QUE LO ACOMPAÑASE AL CENTRO DE LA TIERRA ES QUE NO IBA A DEJAR PASAR UNA OPORTUNIDAD ASÍ!

Pero siempre queda mejor hacerse el interesante. Porque, cuando aceptas hacer cualquier cosa a la primera, te pueden tomar por un pringado. ¡Y eso sí que no! ¡No, no, no, NO!...

¡ESO SÍ QUE NO!