—Pacheco, ¿tú crees que formamos un buen equipo? —me ha preguntado de repente el Yeti.
Así, sin venir a cuento, absolutamente quieto en el sofá y con la vista clavada en la tele.
—¿¡QUÉ DEMONIOS!?... ¿A qué viene esta pregunta después de años de amistad, Yeti? —le he respondido indignadísimo.
—No me malinterpretes, Pacheco. Sé que somos amigos. Pero ¿y un gran equipo? ¿Lo somos?... ¿Somos uno de esos dúos épicos que solo se dan una vez por generación?, ¿una de esas parejas a las que toooodo el mundo quiere parecerse?
—A ver, a ver, a ver... ¡muchas preguntas! ¿Tienes un micro encima o algo?
—¡POR SUPUESTO QUE NO!... Lo que quiero decir es si somos un pack inseparable. De esos packs supercarismáticos e irrepetibles que pueden con cualquier cosa y nunca se aburren juntos porque se complementan a todos los niveles...
—Mmm... ¡Y yo qué sé, Yeti! ¿Hay algo de comer? —le he preguntando pasando del tema.
Y, al instante, se ha oído resonar por toda la casa un soplido de inconfundible desesperación.
¡¡PFFFFFFFFFFFFFFFFFFF!! 
—Te estoy hablando de algo importante, Pacheco. ¿Cómo puedes pensar en comida? —me ha soltado el Yeti.
—Pues a lo mejor pienso en comida para no tener que pensar en lo encharcada que me estás dejando la casa con tu rastro... ¡Ale, ya me has hecho decirlo!
—¡Pacheco, pero con la cantidad de veces que me he sacrificado por ti...! Planchándote los pantalones... Pasándome la noche en vela cuando te resfrías para vigilar que no te ahogas con tus propios mocos... ¡Y HASTA DANDO MI MISMÍSIMA VIDA POR TI EN INNUMERABLES OCASIONES, PACHECO! Y tú me vienes con esto...
—Yo solo me remito a los hechos. Y la casa está más encharcada que nunca por tu rastro, eso es así.
—¡P... p... pero si me obligas a limpiártelo!
—Es una norma no escrita de mi casa, Yeti:
¡si la mojas, la secas!
—¡P... p... pero no es mi culpa, Pacheco! O sea, lo del rastro no te lo niego, pero si ahora me derrito a la velocidad a la que tú sudas sobre la cinta de correr

¡ES PORQUE EL TIEMPO SE HA VUELTO LOCO!

Y, justo entonces, ha sonado la cabecera del telediario.
TUTURUTÚN-TUTÚN-TUN...
—Se acaba de confirmar: la temperatura media de la Tierra ha subido 5 °C en una semana y nadie tiene ni la más remota idea de por qué. ¡Salvo un científico! El brillante y siempre genial Dr. Francis. Adelante, doctor —le ha pedido la presentadora.
—En primer lugar, quiero agradecerte esta oportunidad que me has dado para dirigirme a los telespectadores —ha comenzado el doctor—. Y muchas gracias al equipo de catering por las algas de mar de la salita de espera. ¡Y, ahora, al lío, porque la Tierra va de mal en peor! MAL porque la subida generalizada de las temperaturas no ha hecho más que empezar. Y PEOR porque el calor que experimenta la Tierra está causando enfermedades en humanos y en toda clase de seres vivos —ha explicado el Dr. Francis.
Un tipo que parece muy seguro de lo que dice. Y el único científico que se me ocurre que no tiene toda la pinta de haber sido el sabelotodo de la clase. Es más, yo diría que es de los que se metían con los sabelotodos.
—¿O sea, que estas ronchas me han salido del calor? —le he preguntado al Yeti mientras me apartaba un cachito de la manga izquierda para que lo comprobase.
—¿Te respondo como tu compañero de equipo o como tu limpiador del hogar? —se ha burlado él.
Y yo le he aceptado el vacile porque su salida no ha estado del todo mal. Así que, enseguida, los dos hemos vuelto a prestar atención al telediario.
—¿A qué se debe tanto calor, doctor? —ha querido saber la presentadora.
—Buena pregunta...
—¿Y bien? —ha insistido después de unos segundos de silencio.
Sin ningún éxito.
—¿HOLA?
—¡Ay, sí, perdón! Es que me he desconcentrado pensando en las algas de mar de hace un momentito, pero ya vuelvo a lo que iba, perdón, perdón. —Y ha carraspeado—: Ejem... El motivo de este calor insoportable es que el campo magnético terrestre se está debilitando. Y como esto siga así, la vida en la Tierra...
Y, PLIN, he apagado la tele y me he puesto a bostezar y, de paso, repantingarme aún más hondo en el sofá. Tan hondo que por poco no consigo salir del asombro con la siguiente ocurrencia del Yeti:
—Habría que hacer algo —ha dicho tan pancho.
—¿Perdona?
—Digo que la solución no va a llamar a la puerta.
—¡Será posible! ¿Desde cuándo tenemos que resolver los problemas del resto del mundo? —le he recriminado al Yeti mientras le echaba una miradita.
Porque el pobre se estaba derritiendo a goterón limpio.
—La responsabilidad colectiva empieza por la responsabilidad individual, Pacheco.
—¿Qué dices, CABEZA DE CHORLITO? —le he preguntado al Yeti, que a veces le da por hablar en chino.
—Que si tú no salvas la Tierra, ¿quién lo va a hacer?
—Muy fácil: OTRO.
—Pero tú eres un aventurero, Pacheco: un hombre de mundo que se ha visto en las peores situaciones y ha conseguido salir de todas ellas.
¡DE TODAS!

—Bueno, bueno, de alguna por los pelos. ¡ES DECIR, QUE VARIAS VECES CASI NO LO CUENTO!
—¡Pero lo cuentas! Ahí está la cosa, Pacheco. Siempre lo cuentas. Aunque algunas veces seas un poco pesao, tú siempre vas y lo cuentas. ¡¿Y qué aventura aparte de esta te va a permitir contársela a TODO EL MUNDO!? —me ha dicho contentísimo, con la boca cayéndole por el mentón, desfigurada de tanto deshacerse.
—NINGUNA. ME HAS CONVENCIDO, AMIGO, ¡¡¡A SALVAR OTRA VEZ LA TIERRA Y A CONTARLO!!! —he gritado.
Y, de un brinco, lo he cogido por una de las ramitas que le hacen de brazos y lo he arrastrado a toda prisa hacia la puerta.
Sin embargo, cuando tenía la mano en la manilla...

¡¡TOC-TOC-TOC!

—¿Digaaa? —he preguntado a quienquiera que estuviera aporreando la puerta de aquella manera desde el otro lado.
¡TOC-TOC-TOC!, han vuelto a golpear.
—¡DIGAAA!
—¿Pacheco Cara Floja?
—Depende.
—¡Es él, es él! ¡Y yo soy el Yeti! —se ha chivado el caracalabaza.
—Abridnos, venga.
—¿Cuántos sois?
—Dos. Y un tercero por la puerta de atrás, así que no intentéis nada extraño o fuera de lugar.
—¡Oh, no, estamos rodeados, Yeti!
—Ábreles, Pacheco, parecen majos.
—Ni lo parecen ni les pienso abrir —le he dicho por lo bajini al Yeti. Luego, he vuelto a estar por los de fuera—: ¿A qué venís? Si es a hacer amigos, ya tengo suficientes charcos con el Yeti. Aunque si no estáis hechos de nieve, podemos hablarlo.
Pero no se ha hablado nada más. No, no, no. Porque, en un periquete, los dos desconocidos de delante han echado la puerta abajo y el que faltaba de detrás nos ha esposado a traición.
—PERO ¡QUÉ DEMONIOS! —he gritado.
Porque los tres hombres de negro se nos llevaban a la fuerza. Y porque, con tanto trajín, el Yeti me estaba dejando la casa perdida de charcos.
—En cuanto volvamos,
¡¡¡QUIERO ESTO BIEN LIMPITO, YETI!!! 