El dramático final de los años ochenta

Entre 1988 y 1989, un grupo de estudiantes nos dábamos cita desde las siete de la mañana en la plazoleta principal de la Universidad Externado de Colombia. Mientras algunos tomábamos un café, otros fumaban un cigarrillo. A esa hora, a pesar de la intensidad del frío que se siente en los cerros orientales de Bogotá, y a la espera de iniciar la primera clase, empezábamos a intercambiar opiniones sobre el acontecer político nacional. Siempre había alguna noticia por comentar.

Llegué al Externado a estudiar Derecho en julio de 1988. Apenas habían pasado tres años de la sangrienta toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 y de la retoma de este por parte del ejército. En ella fueron asesinados destacados profesores de esa universidad como Alfonso Reyes Echandía, Carlos Medellín Forero, Manuel Gaona Cruz, Fabio Calderón Botero y Emiro Sandoval Huertas. Aún se percibía en el ambiente el dolor por esos hechos luctuosos. No había profesor que no mencionara lo ocurrido y que no evocara frases o lecciones de alguno de los externadistas muertos en el Palacio de Justicia. Había un fuerte reproche contra el M-19 y de igual manera contra el Gobierno de Belisario Betancur por la indiscriminada reacción del ejército. Hace apenas un año leí el libro Mi vida y el Palacio: 6 y 7 de noviembre de 1985, de Helena Uran Bidegain. Su documentado relato deja absolutamente clara la responsabilidad del Estado en la desaparición y la muerte de un significativo número de funcionarios judiciales en el Palacio de Justicia.

Dos años antes de mi llegada al Externado, la universidad había cumplido un siglo de haber sido fundada. Ese hecho hizo que por aquella época se hablara mucho del momento político en que nació. El Externado surgió en 1886 como una respuesta a la supresión de la libertad de enseñanza que impuso el Gobierno de Rafael Núñez. Su nombre es la oposición al antiguo sistema de internado y es a su vez la exaltación de los valores del pluralismo y la libertad de estudio y de enseñanza. Ese relato encontró en mi mente un terreno fértil para las ideas liberales, fundamentalmente por las enseñanzas y el ejemplo de mi madre.

La década del ochenta estuvo llena de crímenes y acciones contra la sociedad civil. A partir de 1984, con el asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, la guerra sin cuartel en contra del Estado, por parte del cartel de Medellín, provocó una sangría de dimensiones verdaderamente escalofriantes. Hubo cientos de asesinatos y masacres, entre ellos los de Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Guillermo Cano Isaza y muchos más colombianos anónimos que cayeron víctimas de las explosiones, como la del edificio del DAS, en 1989, o la del avión de la aerolínea Avianca, que explotó en el aire, en noviembre de ese año, en lo que pareció un presunto atentado en contra de César Gaviria, exministro de Gobierno de Virgilio Barco, y candidato a la presidencia tras el asesinato de Galán, en agosto de 1989.

En 1988 era una novedad el esquema Gobierno-oposición que había puesto en marcha el presidente Virgilio Barco, y que rompía con la tradición del Frente Nacional que, aunque había culminado formalmente en 1974, los Gobiernos posteriores le dieron continuidad en la práctica. También, en ese año, se inauguraron los mandatos de los primeros alcaldes elegidos popularmente. En Bogotá había sido elegido como alcalde Andrés Pastrana Arango y todo el país seguía con atención su gobierno.

En septiembre tuvo lugar el Concierto de Conciertos en el estadio El Campín. Se trató de un concierto de rock en español, el primero en el país de esa magnitud. En mi universidad, y en todas las de Bogotá, ese evento marcó un hito. Entre los grupos musicales que se presentaron estuvieron Los Prisioneros, de Chile, que eran un símbolo de la resistencia de muchos sectores de ese país frente a Augusto Pinochet. Un mes después se celebró un plebiscito que puso fin a su dictadura. Esa noche estuve en frente del televisor haciéndoles seguimiento a los resultados de ese plebiscito. El triunfo de los demócratas chilenos fue inspirador para quienes desde las universidades soñábamos con la materialización de profundas transformaciones políticas y sociales para Colombia.

Ese año de 1989 había empezado con varios editoriales del diario El Espectador en los que se proponía consultar a los colombianos sobre la convocatoria de una asamblea nacional constituyente para reformar la Carta Política. El presidente Barco aceptó la propuesta y pensó que hacer coincidir la fecha de la elección popular de alcaldes con dicha consulta era lo ideal, sin embargo, el Consejo de Estado se pronunció en el sentido de que no se podía reformar la Constitución a través de un plebiscito. Las ideas de reforma que gravitaban en la mente del presidente, de sectores académicos y de los líderes políticos más progresistas, eran las de modernizar el Estado y las reglas de juego electoral. El clientelismo imperante, sobre todo en el Congreso, y la penetración del cartel de Medellín en la actividad política eran asuntos que empezaban a preocupar y que exigían ajustes institucionales inmediatos. La decisión del Consejo de Estado no le dejó al presidente más opción que acudir a la vía ordinaria: tramitar la reforma constitucional a través del Congreso.

En sus primeros debates la reforma avanzó sin mayores tropiezos, sin embargo, los sectores políticos cercanos al cartel de Medellín introdujeron en el texto un artículo que pretendía someter la figura de la extradición de nacionales a una consulta popular. Dejar viva esa disposición significaba para el Gobierno aceptar las pretensiones de los miembros del cartel de Medellín de evitar su extradición a Estados Unidos y por esa razón tuvo que promover el hundimiento de la reforma. Una vez ocurrió esto, en las universidades bogotanas se extendió la sensación de un bloqueo institucional para poder tramitar una reforma política. Fueron muchos los foros en los que se plantearon reflexiones alrededor de una salida a dicho bloqueo.

Como ha ocurrido a lo largo de la historia, Bogotá era el centro del debate político nacional y sus universidades no eran ajenas a este. Mis curiosidades por el mundo político me llevaban a asistir a cuanta conferencia o debate se organizara en la universidad o por fuera de ella. Recuerdo que durante mi paso por el Externado, ya en la década del noventa, se organizó una conferencia del entonces joven ministro de Comercio Exterior, Juan Manuel Santos, quien hizo en ella un repaso de los desafíos del país en los mercados del mundo. Jamás me imaginé en ese momento que unas décadas más tarde ese hombre sería el principal protagonista del más ambicioso empeño de paz para Colombia y mucho menos que yo sería uno de sus ministros.

Ante la ola de violencia paramilitar que se vivía por esos días, un par de dirigentes estudiantiles del Externado convocaron una asamblea para promover una marcha por la paz. El auditorio estaba lleno y al principio parecía existir un consenso sobre la pertinencia de salir a la calle a rechazar la violencia y pedir por la paz, sin embargo, una estudiante de origen caribeño levantó la mano para pedir la palabra y cuando hizo uso de ella, en un tono de voz fuerte y seguro planteó su oposición a la iniciativa con el argumento de que no se podía condenar a los civiles que habían decidido armarse para defenderse de las guerrillas ante la inoperancia de las fuerzas militares. Remató diciendo que su familia, cuya actividad económica había sido durante décadas la ganadería, era víctima del asedio de las guerrillas y que por lo tanto ella encontraba plenamente justificadas las acciones de civiles armados. Cuando terminó, una cuarta parte del auditorio la aplaudió. Al final no hubo consenso y solo unos pocos salimos a marchar unos días después.

Uno de los debates más intensos que se daban por aquellos días, era alrededor de la Ley 48 de 1968. Esa ley adoptó como legislación permanente un decreto expedido en 1965, en uno de cuyos artículos decía: «La participación en defensa civil es permanente y obligatoria para todos los habitantes del país». Bajo este precepto normativo, quienes justificaban la existencia del paramilitarismo encontraron también un amparo legal. Solo hasta 1990, al final de su gobierno, el presidente Barco prohibió los grupos de autodefensa.

Como si lo anterior fuera poco, en 1988 también se vivía la violencia terrorista que desataron los miembros del cartel de Medellín a raíz de la decisión que tomó Belisario Betancur de aplicar la extradición desde 1984. Aunque tal decisión quedó en el limbo en diciembre de 1986 porque la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la ley aprobatoria del tratado de extradición, el presidente Barco promovió de inmediato una nueva ley. De esa manera el presidente quedó facultado para proceder con la extradición de nacionales. A partir de entonces se hizo famosa la frase de los miembros del cartel de Medellín que «preferían una tumba en Colombia que una cárcel en los Estados Unidos» y los carros bomba en las principales ciudades del país se convirtieron en parte del paisaje.

* * *

En 1989 yo vivía en un pequeño y viejo apartamento muy cerca de la carrera Séptima con calle 48. Lo compartía con unos parientes que, al igual que yo, adelantaban en Bogotá sus estudios universitarios. Para ir a la universidad debía caminar desde la carrera Séptima hasta la carrera 13 y en esta última tomar una buseta que decía «Germania» y que tenía entre sus paraderos el Externado. En el lugar en donde la abordaba en las mañanas solía pasar absolutamente llena y la mayoría de las veces tenía que ir prácticamente en sus puertas corriendo el riesgo de un accidente. Una de esas mañanas, exactamente la del 30 de mayo, un poco después de las siete, mientras caminaba entre las carreras Séptima y 13, oí una explosión muy fuerte que hizo vibrar los ventanales de los edificios y de las casas del lugar. Me detuve y pensé por un momento en regresar al apartamento, pero unos segundos después decidí continuar mi camino. A los pocos minutos se oían sirenas de ambulancias y se veían pasar motos con policías a toda velocidad. Me subí a la buseta y el conductor tenía sintonizado un noticiero en su radio. Alcancé a oír el «última hora…» y a continuación: «Hace unos minutos, en la carrera Séptima, entre calles 56 y 57 [a 8 cuadras de ahí] se acaba de presentar un atentado con explosivos contra el general Miguel Maza Márquez, director del DAS, quien salió ileso». Cuando llegué a la universidad todos mis compañeros comentaban la noticia. Se nos empezó a volver una costumbre que entre clase y clase comentáramos tragedias.

María Elvira Samper recopiló en el libro 1989 los dramáticos hechos ocurridos durante ese año. La masacre de La Rochela, en la que fueron asesinados doce funcionarios judiciales en el departamento de Santander, dio inicio a un año que se recordaría marcado por la violencia. La investigación que adelantaban buscaba el esclarecimiento de varios homicidios y desapariciones en Simacota, Cimitarra y Puerto Parra. Esas pesquisas apuntaban a determinar la responsabilidad de narcotraficantes, paramilitares y agentes del Estado, que incluía dirigentes políticos.

En los meses siguientes fueron asesinados jueces y magistrados que profirieron decisiones que afectaron al cartel de Medellín. También fue asesinado el padre de una jueza que se encontraba en el exilio por haber fallado en contra de miembros del cartel de Medellín. En las aulas del Externado se sentía el dolor y la indignación por la intimidación de la que venía siendo objeto el poder judicial. Nuestros profesores, en medio de las clases, dejaban escapar algunos comentarios sobre lo que estaba ocurriendo en el país con los jueces y le reprochaban al Gobierno la ausencia de garantías para el ejercicio jurisdiccional. Un par de años más tarde, me correspondió hacer la práctica de derecho penal en uno de los despachos de los jueces sin rostro que fueron creados para poder proteger a los funcionarios judiciales. En ellos, el juez estaba oculto durante las audiencias y su voz era distorsionada. Ese esquema violaba las garantías procesales, pero quizás era la única manera de proteger a quienes administraban justicia. Era, sin lugar a dudas, una época tenebrosa.

Una noche del primer semestre de ese año, prendí el televisor para ver las noticias. El Noticiero de las 7 abrió con la información del asesinato en el aeropuerto El Dorado de José Antequera, dirigente de la Unión Patriótica, en el que también resultó malherido Ernesto Samper, senador y precandidato presidencial del Partido Liberal. Una de las imágenes del noticiero mostró el momento en que Luis Carlos Galán, también senador y precandidato liberal a la presidencia, ingresaba a la clínica para saber de la evolución de la salud de Samper. Nadie imaginó en ese momento que meses más tarde él ingresaría también a una clínica, no en condición de visitante sino de herido de muerte por las balas del cartel de Medellín.

Por esos mismos días se registró la noticia del homicidio de Héctor Giraldo Gálvez, periodista y abogado del diario El Espectador. Giraldo había asumido como abogado de la familia Cano en la investigación que adelantaba la justicia por el asesinato de don Guillermo Cano y había puesto en los estrados judiciales una importante evidencia que comprometía al cartel de Medellín. Todos los ataques contra El Espectador me entristecían profundamente porque desde niño había cultivado un enorme cariño por ese periódico. Mis padres decían que era el único diario independiente y que, al contrario, el diario El Tiempo era la tribuna informativa del gobierno de turno. Lo decían muy especialmente durante la época del Gobierno de Julio César Turbay. Años atrás, todas las noches en Mocoa, yo debía acercarme a la tienda en la que se distribuía El Espectador (que allá llegaba a esa hora) para llevarlo a casa y leer junto a mis padres sus noticias y columnistas.

El 18 de agosto de ese año fue un viernes. Empezando la noche había sintonizado la emisora Javeriana Estéreo que a esa hora tenía un muy buen programa de música afroantillana. De repente se interrumpió la programación para dar una noticia. En ella se anunció que Luis Carlos Galán había sido víctima de un atentado con arma de fuego en Soacha y que se dirigía herido en una ambulancia hacia una clínica de Bogotá. Recordé inmediatamente que hacía unas semanas se había evitado un atentado en su contra en Medellín y recordé también que por esos días se había divulgado una encuesta en la que él lideraba con holgura la intención de voto de cara a las elecciones presidenciales del año siguiente. Pensé en voz alta: «No lo quieren dejar llegar a la presidencia». Tomé el teléfono para llamar a mi mamá que era galanista hasta los tuétanos para contarle lo ocurrido, pero la llamada no fue exitosa. En esa época, comunicarse con un teléfono en Mocoa era toda una odisea. Me quedé atento a las noticias en radio y televisión. Cerca de las once de la noche las emisoras emitieron la noticia del fallecimiento de Luis Carlos Galán. Me invadió una sensación profunda de desconcierto. Las otras noticias trágicas conocidas ese año, y los años recientes, no me habían impactado tanto como esta. Recordé en ese instante el día en que vi a Galán. Fue en Mocoa, en 1982, cuando yo apenas tenía doce años. En mi bicicleta perseguí la caravana de carros que lo acompañaba y luego me ubiqué en la plaza central para oírlo. Mientras lo escuchaba y lo observaba sentía una profunda emoción. Con la elocuencia que el país le conoció, habló de la imperdonable inequidad existente entre las diferentes regiones del país. Explicó que la democracia no se agotaba en las elecciones periódicas y que su alcance tenía que ver con las garantías para que los ciudadanos que vivían en todos los rincones del país pudieran ejercer sus derechos y contar con unas condiciones materiales mínimas para vivir dignamente. Les reprochó a los dirigentes de los partidos tradicionales que habían gobernado a Colombia por haber dejado en el abandono a los territorios que estaban ubicados en la periferia de nuestra geografía. Ese día supe que mi futuro sería el del servicio público y que defendería las ideas que Galán estaba exponiendo.

Al día siguiente del asesinato de Galán, a media mañana, salí a la tienda más cercana a comprar El Espectador. En su portada se podía leer un titular en letras mayúsculas: «La mafia mató a Galán». En la tarde me animé a ir al Capitolio Nacional, lugar en el que se realizó la velación del cuerpo. Me subí en una buseta en la carrera 13 con calle 48. Me bajé en la calle 19 con carrera Séptima y desde ahí caminé en dirección a la plaza de Bolívar. El cielo estaba gris, parecía como si estuviera sintonizado con el estado de ánimo de la mayoría de los colombianos. Mucha gente caminaba en sentido contrario al mío y se notaba que venían del Capitolio porque algunos lucían traje negro y sus rostros dejaban ver su desconsuelo. Cuando llegué a la plaza de Bolívar me di cuenta de que la fila para entrar al Salón Elíptico del Capitolio Nacional era demasiado larga y desistí de ingresar. En la plaza de Bolívar se oían gritos de «Viva Galán», «Mataron la esperanza» y «Primero fue Gaitán y ahora Galán». Al escucharlos no pude evitar pensar en que ese lugar había sido testigo de grandes tragedias. A media cuadra de ahí había caído asesinado el general Rafael Uribe Uribe y a un par de cuadras había sido ultimado a tiros Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948.

El día del sepelio de Galán fui, en compañía de una tía que era galanista, hasta la carrera Séptima con calle 26 buscando sumarnos al cortejo fúnebre que venía desde la catedral y se dirigía al Cementerio Central. Había tanta gente que era imposible hacer parte de la caravana humana que acompañaba el féretro. Decidimos ubicarnos en uno de los puentes que están sobre la calle 26 para observar su paso. La gente ondeaba pañuelos blancos y muchos gritaban: «Los votos de Galán no serán para Dussán», en referencia a Hernando Durán Dussán, quien se consideraba el precandidato que contaba con el apoyo de los dirigentes más tradicionales del liberalismo y con quien Galán habría disputado la candidatura de esa colectividad. Cuando apareció el cortejo pudimos observar a la familia Galán Pachón y a sus allegados alrededor del ataúd. Los ojos inflamados y enrojecidos de Juan Manuel Galán dibujaban el dolor y contrastaban con la sobriedad de los demás. Detrás pasaron varias personalidades del establecimiento político colombiano. Era interminable su paso porque eran muchos. No pudimos llegar hasta el cementerio, pero muy pronto se conocieron las declaraciones de Juan Manuel Galán en ese lugar y lo que vino después con la candidatura liberal y las elecciones presidenciales del siguiente año. La atmósfera que se respiraba ese día era la de una inmensa frustración colectiva. Mucha gente lloraba y se lamentaba espontáneamente de lo que había ocurrido. Realmente Galán había logrado sembrar una semilla de esperanza en amplios sectores de la sociedad colombiana.

El 30 de octubre explotaron tres bombas en distintos lugares de Bogotá. Esas detonaciones, más la declaratoria de guerra total de los extraditables contra el Gobierno nacional y la sociedad colombiana, hicieron que a quienes vivíamos en la capital nos invadiera el miedo cuando veíamos en cualquier calle un carro parqueado. Pensábamos que en cualquier momento podría explotar una bomba. Cuando le describo a mi hijo, que tiene apenas quince años, lo que se vivía en Bogotá en aquella época, a él le parece increíble. Sí, parece increíble, pero lo cierto es que el narcotráfico tuvo absolutamente intimidada a la sociedad colombiana.

El 27 de noviembre, cerca de las ocho de la mañana, me encontraba en clase en el Externado. Habíamos empezado la jornada a las siete de la mañana y en los minutos que separaron la primera de la segunda clase, alguien en el pasillo comentó que un avión de Avianca había explotado en pleno vuelo. Se pensó en un principio que se trataba de un accidente, sin embargo, con el paso de las horas empezó a tomar fuerza la hipótesis de que ese hecho había sido consecuencia de un artefacto explosivo colocado por alguien en la aeronave. Al día siguiente, en los pasillos y en la plazoleta de la universidad, todos comentábamos el enorme poder de las mafias y el desafío que aquellas le estaban planteando a las instituciones y a la sociedad. No faltaron las opiniones de quienes indicaban que era necesario ceder frente a su pedido de suspender la extradición. También surgían las de quienes consideraban que eso era moralmente inaceptable.

El 6 de diciembre de ese año me encontraba desde muy temprano en la universidad averiguando las notas de los exámenes de mitad de año5 que ya había presentado. Miré las carteleras que estaban en las paredes del mezanine en el que también estaban ubicadas la secretaría de la facultad y la biblioteca. No se habían publicado nuevas notas y decidí esperar hasta las ocho, hora en que abrían las puertas de la secretaría para averiguar sobre ellas. Me ubiqué en el balcón del mezanine para tomarme un café. Desde allí se podía observar la ciudad hacia el occidente con una vista privilegiada porque la universidad está construida sobre las faldas de los cerros orientales. El cielo estaba despejado, tal y como ocurría normalmente en las mañanas decembrinas de la capital. Habían pasado muy pocos minutos desde mi llegada a ese balcón y de repente oí una explosión. Levanté la mirada y observé en la distancia como se elevaba hacia el cielo una oscura humareda. Pensé que se trataba de un incendio. Supuse que habría podido ocurrir en la zona industrial de Puente Aranda y deje de prestarle atención. Llegaron las ocho y me dirigí hasta la secretaría de la facultad para averiguar por mis calificaciones, cuando circuló la noticia de que acababa de explotar una bomba en el edificio del DAS, ubicado en el sector de Paloquemao. En ese momento entendí que esa era la explosión que acababa de escuchar. De inmediato salí de la universidad y me desplacé llenó de miedo hasta el apartamento en el que vivía. Supuse que mis padres empezarían a llamar a averiguar por mi suerte y concluí que lo mejor era estar en casa y ayudar a su tranquilidad y a la mía.

En el camino pensé en la incertidumbre en la que se vivía por aquellos días y sentí también una especie de angustia de pensar que esa situación no terminaría nunca. En el apartamento encendí la radio y escuché que la explosión fue la consecuencia de un atentado con quinientos kilogramos de dinamita. El edificio había quedado completamente destruido y gracias al blindaje de su oficina, el general Miguel Maza Márquez, director de esa entidad, se había salvado nuevamente de la muerte.

Con esa salvaje explosión terminaba ese fatídico año. La sensación predominante era que la sociedad colombiana estaba cercada por las mafias del narcotráfico. Los jueces, los policías y los políticos que habían osado combatirlas eran asesinados sin que el Estado tuviera la capacidad suficiente para protegerlos. Yo tenía diecinueve años y a esa edad las utopías de transformación social están a flor de piel, sin embargo, estas se estrellaban con esos muros que parecían infranqueables, elevados por las mafias y el clientelismo de buena parte de la clase dirigente.

Virgilio Barco despertaba admiración, pero el conjunto de las instituciones del Estado, por el contrario, se exhibían débiles y era evidente que buena parte de ellas estaban penetradas por el cartel de Medellín y el paramilitarismo. En esa época, las responsabilidades de investigación penal estaban a cargo de los jueces de instrucción criminal y estos se veían minúsculos al lado del poder del crimen organizado. Cada que ocurría un crimen o un atentado, a nadie se le ocurría que la justicia pudiera llegar a una condena contra los autores intelectuales. Hoy, observando esos hechos en retrospectiva, creo que, en ese año, Colombia estuvo realmente muy cerca de ser un Estado fallido.

Hace cinco años leí El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, una historia que transcurre en la década de los ochenta. Esta lectura despertó mi memoria y llegaron a ella todos los acontecimientos que narré en este capítulo. Quiero citar un párrafo de esta novela para que los lectores comprendan la dimensión de lo que vivimos: «La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o las desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo».

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5 La Facultad de Derecho de la Universidad Externado de Colombia tiene organizado su programa por años y no por semestres. En mi caso, inicié la carrera en julio, es decir en calendario B, y por lo tanto en diciembre estaba en mitad de año.