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No puedo pensar en otra cosa. Por la noche, después de que mamá vuelva de estar con la abuela Esther en Oakland y me preste su coche, me voy al auditorio del Observatorio de Melita Hills para la reunión mensual de mi club de astronomía. A veces subimos a la azotea con nuestros telescopios, pero este mes solo es una reunión informativa. Y, por culpa de ese álbum de fotos de las Bahamas, no estoy prestando ninguna atención al doctor Viramontes, el maestro jubilado de Berkeley que preside nuestra división. Se dirige al grupo, un par de docenas de personas, en su mayoría otros jubilados y un puñado de estudiantes de mi edad, desde un podio cerca de los controles que transforman el techo en un espectáculo de luz del cielo nocturno. Me he perdido lo que ha dicho desde hace un cuarto de hora, algo relacionado con dónde vamos a ver la lluvia de estrellas Perseidas.
En vez de eso, mi mente está atascada pensando en la foto de mi padre besando a esa mujer.
Ha mentido a mi madre. Me ha mentido a mí.
Y me ha obligado a mentir a mí, a decirle a mi madre que las Mackenzie no habían recibido ningún paquete para nosotros, porque de ninguna manera iba a entregarle ese paquete, esa bomba de relojería llena de agonía. No justo ahora, cuando está tan contenta y radiante y me anima a ir de campamento con Reagan. Puede que nunca. No lo sé. Esto va a destrozar nuestra familia.
Nunca he estado en una posición semejante, obligada a decidir dónde esconder las fotos de mi padre siéndole infiel a mi madre. ¿Cuántas veces lo habrá hecho? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Qué quería decir esa mujer con lo de «una de muchas»? Las fotos son del verano pasado, y dudo de que esa mujer quisiera delatarlo ante su esposa si aún se estuvieran viendo. Así que, ¿cuándo terminó la relación y cuántas otras ha habido? ¿Cuántas hay ahora?
¿Solo escoge acupunturistas al azar en congresos de medicina alternativa?
¿Son todas de la zona?
¿Conozco a alguna de ellas?
Plantearme todas las posibilidades hace que me duela la cabeza. Y lo que es todavía más extraño es que la desconocida de las fotos se parece mucho a mi madre biológica. A ver, es obvio que no lo es, y la desconocida es mucho más joven que mi madre cuando murió, pero el parecido es asombroso. Y eso me perturba.
Mi padre tiene una aventura con alguien que se parece a su difunta primera esposa. No es normal.
¿Qué estoy diciendo? Nada de esto es normal, da igual qué aspecto tenga. Pienso en mi madre esta mañana, sonriente, ajena por completo al hecho de que mi padre le ha puesto los cuernos, y eso hace que me duela la tripa otra vez.
Gracias a Dios que la recepcionista habitual de la clínica ha vuelto a la hora de la comida para sustituirme, porque no habría habido manera de soportar mirar a mi padre a la cara.
Me duele la tripa. Me duele el corazón. Todo lo que tiene que ver con este asunto está mal, mal, mal.
Y la guinda de este pastel de mierda es que las Mackenzie lo saben. Sunny y Mac han visto lo que había dentro del sobre. Han tenido que verlo. Es decir, a juzgar por la forma incómoda en la que actuaron. ¿Y todo ese rollo sobre tomar un café si alguna vez necesitábamos hablar? Es difícil echarles la culpa por mirar el álbum. Si de verdad lo han abierto por accidente, estoy segura de que les ha podido la curiosidad. Igual que a mí.
Gran error.
Dios mío. ¿También lo sabe Lennon?
—¿Va todo bien?
Dejo de lado mis pensamientos y me doy cuenta de que la reunión ha terminado. Quien me habla es una chica de cabello castaño que está sentada a mi lado. Conozco a Avani Desai desde hace tanto como a Lennon y Reagan, cuando nos hicimos amigas gracias a la astronomía en la clase de ciencias de séptimo curso, al hacer ambas un examen perfecto sobre los planetas. Avani y yo solíamos ir juntas en coche a casa de Reagan para celebrar fiestas de pijamas y quedarnos despiertas hasta tarde escuchando música y cotilleando mientras sus padres dormían. Pero cuando seguí a Reagan al patio de la élite en el instituto, Avani se quedó atrás, segura con su posición social. Siempre he envidiado su confianza. Ahora las únicas veces que de verdad hablo con Avani son en el club de astronomía.
—Va todo bien —contesto. No pienso sacar el tema de la humillación que supone la aventura de mi padre—. Solo estoy pensando en algo.
—Sí, me lo he imaginado —me dice con una breve sonrisa, cruzando los brazos sobre una camiseta serigrafiada con la cara de Neil deGrasse Tyson y las palabras «ARRODILLAOS ANTE NEIL»—. Has estado pensando durante toda la explicación del plan de Viramontes para la lluvia de estrellas.
La mayoría de miembros del club están saliendo ya del auditorio, pero algunos rondan alrededor del podio del doctor Viramontes. Avani está esperando a que le dé una explicación sobre mi estado de ánimo, así que le suelto lo primero que me viene a la mente para aplacar su curiosidad:
—Reagan me ha invitado a ir de campamento —le comento.
Para mi sorpresa, ella se anima.
—Ah, sí, algo he oído.
Espera, ¿ella lo sabía pero yo no? ¿Y desde cuándo ha vuelto a hablar con Reagan?
—He oído a Brett Seager hablando sobre ello —explica entusiasmada, girándose hacia un lado para que nuestras sillas del auditorio queden enfrente la una de la otra mientras se sienta con las piernas cruzadas—. Hoy estaba en la farmacia con su hermana mayor.
—¿Qué? —ahora sí que estoy interesada. Muy interesada.
Ella asiente rápidamente.
—Yo estaba detrás de él en la cola para pagar. Estaba hablando con alguien por teléfono y le decía que se iba de acampada cerca del Bosque del Rey con más gente del instituto. Solo he captado el nombre de Reagan. Intentaba convencer a quienquiera que estuviera al otro lado de la línea de que lo acompañase.
Brett Seager es una pequeña celebridad en nuestro instituto. Sus padres no tienen mucho dinero, pero de un modo u otro siempre está haciendo cosas como paracaidismo, asistir entre bastidores a conciertos geniales o saltar desde el tejado de la casa de algún amigo rico a la piscina del millón de dólares. Pero no es solo un fiestero temerario. Lee a Jack Kerouac y Allen Ginsberg… a todos los poetas estadounidenses de la generación Beat. La mayoría de chicos que conozco ni siquiera saben qué es una librería.
Así que es guapo y popular, pero es más que eso. Y llevo colada por él desde la escuela primaria. Un flechazo que se convirtió en una pequeña obsesión desde que me besó en una fiesta durante las vacaciones de primavera. Es cierto que volvió con su novia intermitente al día siguiente, lo cual fue humillante y molesto para mí en aquel momento. Reagan intentó animarme jugando a hacer de celestina y presentándome a un par de chicos. Supongo que ninguno de esos chicos era mi destino, porque nunca conecté con ellos, y Brett y su novia han roto durante el verano.
Lo que realmente importa aquí es que si lo que ha oído Avani es verdad, parece que Brett va a ir de campamento con Reagan. Y eso hace que estar al aire libre sea mucho más tentador.
También me provoca más pánico, porque Brett no era un factor en mi plan mental para este viaje. La madre de Reagan ha dicho que sería solo para chicas. Es imposible que mis padres me dejen ir a una acampada con chicos durante una semana y sin supervisión. Mi padre se pondría hecho una furia.
Supongo que esta información es confidencial.
—¿Estás segura de que Brett va a ir de verdad? —le pregunto a Avani.
—Sí. —Cuadra los hombros para parecer musculosa y finge ser Brett—. «Tío, tienes que venir conmigo. Necesito saltar de esa cascada tan genial. Podemos colgarlo todo en Instagram».
Resoplo ante su mala imitación. Ella se encoge de hombros.
—Solo te cuento lo que he oído.
—¿Con quién estaba hablando por teléfono? —pregunto.
—Ni idea. Probablemente con su nuevo mejor amigo. Siempre está cambiando de amigos, por lo general a cualquiera cuyos padres estén fuera de la ciudad y tenga una casa lo bastante grande para una de sus legendarias superfiestas.
—Eso solo es una fachada —replico—. En realidad, él no es así.
Avani suaviza la expresión.
—Lo siento. Sé que te gusta, sobre todo después de aquella fiesta…
Ojalá nunca le hubiera hablado acerca del beso. Siento como si fuera una debilidad.
—En fin, supongo que ha estado ampliando su círculo de amigos este verano. Katy incluso dijo que le parecía haberlo visto en el asiento del copiloto del coche de Lennon hace un par de semanas.
Espera, ¿qué? Lennon y Brett, ¿amigos? Sin duda eso es una señal del apocalipsis.
—Lo dudo mucho.
—Quizá no fuera él. A mí me parece que Lennon está muy por encima de las posibilidades de Brett.
—Creo que lo has entendido al revés —digo con un bufido.
—Pues yo creo que lo que sea que pasara entre tú y Lennon es…
—Avani —protesto. No me gusta hablar sobre Lennon. Avani no sabe nada del Gran Experimento. Lo único que sabe es que se suponía que habíamos quedado con ella en el baile de bienvenida. No sabe por qué nunca llegó a suceder. Nadie lo sabe. En realidad, ni siquiera yo. Pero dejé de intentar comprender los motivos de Lennon hace mucho tiempo.
Es más fácil no pensar en él en absoluto.
—No importa —dice ella—. Perdón por sacar el tema. No es asunto mío.
Después de quedarme callada unos segundos, me da un codazo.
—Así que… campamento. Solos en el bosque. Puede que sea tu oportunidad con Brett. ¿Cuándo es el viaje?
Antes le he enviado un mensaje a Reagan, pero solo me ha dicho que el viaje se iba a hacer y que me llamaría más tarde para darme más detalles. Normalmente, eso me desquiciaría, pero estaba ocupada volviéndome loca acerca de esconder el álbum de fotos de la aventura de mi padre. Ahora desearía haber presionado a Reagan para obtener más información. Todas estas incógnitas y posibilidades me estresan.
—Creo que es dentro de un par de días —le digo—. Estoy bastante segura de que el plan es estar fuera una semana.
Avani hace una mueca.
—Eso coincide con la lluvia de estrellas. Tenía la esperanza de que vinieras con el grupo de viaje el fin de semana.
—¿Qué grupo?
—Nuestro grupo. La sociedad planetaria del Este de la Bahía —me dice, arrugando las cejas—. ¿Es que no estabas escuchando en absoluto?
No lo hacía. Ella me pone al día.
—En lugar de reunirnos aquí, en el observatorio, el doctor Viramontes va a llevar al club en un viaje por carretera al área del pico Cóndor, donde el cielo es más oscuro, para ver allí la lluvia de estrellas.
El Parque Estatal del Pico Cóndor. Allí se celebra la fiesta anual de estrellas del norte de California.
—Todos los otros clubes de astronomía de la zona irán —añade Avani.
Aparte del valle de la Muerte, el pico Cóndor conserva el cielo más oscuro de por aquí cerca. Eso significa que está protegido de la contaminación lumínica, lo que permite a las personas observar más estrellas. Los astrónomos sacan fotos increíbles en las zonas con cielos oscuros, sobre todo en las fiestas de estrellas, que básicamente son reuniones nocturnas de astrónomos aficionados para observar acontecimientos celestiales. Y aunque hemos organizado algunas fiestas de estrellas pequeñas aquí en el observatorio, nunca he estado en una tan grande con otros clubes de astronomía. Esto es bastante importante.
Sopeso mis opciones. Por un lado, la friki que hay en mí tiene muchas ganas de asistir a la fiesta de estrellas. Es que, vamos a ver. La lluvia de estrellas Perseidas solo sucede una vez al año. Pero, por otro lado, Brett Seager.
Haciendo rodar un maletín de portátil con dos ruedas por detrás de él, el doctor Viramontes avanza por el pasillo y se detiene cuando nos ve. Me gusta la forma en la que le salen arrugas alrededor de los ojos cuando sonríe.
—Señoritas, ¿se unirán a nosotros en nuestra peregrinación al pico Cóndor? Sacaremos unas fotos increíbles. Es una experiencia magnífica que añadir a sus solicitudes para la universidad y allí habrá otros profesores de astrofísica, así como miembros muy importantes del programa Cielo Nocturno. Y no quería contarle esto al grupo, porque no estoy del todo seguro, pero me han dicho que Sandra Faber podría dejarse caer por allí.
Sandra Faber enseña astrofísica en la universidad de Santa Cruz. Ganó la medalla nacional de Ciencia. Es una persona muy importante. Conocer a alguien como ella podría ayudarme a entrar en Stanford, que es donde quiero estudiar astronomía después de graduarme.
Avani toma aliento emocionada y me toca el hombro.
—Ahora sí que tienes que venir.
—En principio estaré de acampada con una amiga en Sierra Nevada —le cuento al profesor, indecisa de repente. ¿Por qué nada puede ser fácil?
El doctor Viramontes mueve la larga trenza plateada que cuelga sobre su hombro, atada con un broche de cuentas hecho por alguien de su tribu Ohlone local.
—Es una pena. ¿Dónde?
Le doy los detalles que mi madre ha compartido conmigo sobre las instalaciones del glampamento.
El doctor Viramontes se rasca la barbilla.
—Creo que sé a cuál te refieres, y no queda lejos del pico Cóndor. —Saca un trozo de papel del bolsillo delantero de su maletín y me lo entrega. Es un folleto de información sobre el viaje. Señala el mapa y me enseña la zona de las instalaciones del glampamento en relación al Bosque del Rey y el pico Cóndor—. Lo más seguro es que haya un par de horas conduciendo por carretera. Quizá podrías pasarte. Estaremos allí tres noches.
—Podemos encontrarnos allí —dice Avani, alentadora.
—No estoy segura de cómo estará el transporte, pero lo comprobaré sí o sí —respondo, doblando el papel.
—Nos encantaría tenerte allí. Hazme saber lo que decidas. —Se lleva dos dedos a la frente y me dedica un saludo vago antes de recordarnos que tengamos cuidado al regresar a casa esta noche.
—Vas a ir, ¿verdad? —susurra Avani emocionada mientras él se aleja.
Mi mente está agitada. Mi estómago también.
—La verdad es que tengo muchas ganas.
—Entonces ven —me pide—. Reúnete conmigo en el pico Cóndor. Prométemelo, Zorie.
—Lo intentaré —le contesto, no del todo segura, pero esperanzada.
—Fiesta de las estrellas, allá vamos —me dice, y, por un momento, parece que hemos vuelto a los viejos tiempos.
Pero después de salir del auditorio y de que me acompañe hasta el aparcamiento, recuerdo lo que me espera en casa.
Alejo el temor y me concentro en disfrutar del paseo en coche mientras abandono la colina del observatorio y desciendo a la ciudad. Es una noche de verano perfecta, y las estrellas cubren todo el cielo. Mis estrellas. Cada punto titilante de luz blanca me pertenece. Son maravillosas, la ciudad está tranquila y oscura, y yo estoy bien.
Solo que no lo estoy.
Por lo general, me encanta conducir el coche de mi madre, a pesar de que tiene ya varios años y huele un poco a pachulí. Los altavoces estéreo reproducen bien los bajos y me encanta volver a casa por la ruta larga, manteniendo la velocidad entre la autopista y el agua azul oscuro, con San Francisco centelleando en la distancia. Exceptuando la visita ocasional a la tienda de comestibles, esta es la única ocasión en la que conduzco de verdad. Pero eh. Por lo menos mi madre me confía su sedán, no como mi padre, que no me deja ni acercarme a su deportivo clásico. Vale demasiado.
Pero ahora no puedo dejar de pensar en la frase «una de muchas» de la carta, y me pregunto si mi padre ha dado una vuelta a otras mujeres en su estúpido coche. ¿Cuántas más ha habido? Siempre he creído que mi padre era una persona decente, aunque un poco falso cuando está en modo Dan el Diamante, pero ahora me lo estoy imaginando vestido como Hugh Hefner con dos mujeres curvilíneas en los brazos.
Hace que me entren ganas de vomitar.
Las oscuras siluetas de unas palmeras raquíticas me saludan cuando entro en nuestra calle y aparco detrás del Corvette de mi padre en el estrecho camino de entrada que hay junto a nuestro edificio. La clínica está a oscuras, así que nadie está trabajando hasta tarde. Vacilante, recorro los pasos hasta la casa contigua y abro con cautela la puerta de entrada de nuestro piso.
Una bola de pelo blanco cruza despacio la sala de estar abierta para saludarme. Andrómeda está envejeciendo, pero todavía es dulce y bonita. Nadie puede resistirse a sus ojos de husky de dos colores, marrón y azul. Meto los dedos por debajo de su collar y le rasco mientras le doy un beso en la parte superior de la cabeza.
—Hola, preciosa —dice mi madre. Está tumbada en el sofá debajo de una manta, leyendo una revista bajo la luz tenue de una lámpara mientras al fondo, en la televisión, a la que ha quitado el sonido, emiten un anuncio—. ¿Cómo ha ido el club de astronomía?
—Bien. —Le devuelvo las llaves del coche—. ¿Dónde está papá?
Ella señala con la cabeza hacia el balcón que sale de la cocina, donde distingo una silueta oscura:
—Al teléfono.
Se me retuercen las tripas cuando escucho su voz, demasiado baja para entender lo que dice. Siempre está al teléfono, y esas llamadas suele atenderlas a puerta cerrada después de alejarse. Yo daba por sentado que lo hacía por ser educado; mi madre está chapada a la antigua en lo que se refiere a gente hablando por el móvil en público.
Ahora me pregunto quién está al otro lado de la línea.
Con la esperanza de que mamá no note mi ansiedad, le hago un resumen de la invitación del doctor Viramontes a la fiesta de estrellas mientras ella pasa las páginas de la revista. Me hace un ruidito de asentimiento, completamente distraída. La veo echar un vistazo a la puerta del balcón, y una fina línea aparece en mitad de su frente.
O puede que sea mi imaginación.
Lo único que sé es que no puedo fingir una sonrisa convincente con mi padre alrededor, así que después de aparentar cansancio, le doy un beso de buenas noches a Joy y me escapo escaleras arriba, con Andrómeda pisándome los talones.
Mi dormitorio es un ático reformado. El dormitorio principal, el de mis padres, está abajo, por lo que tengo todo el piso de arriba para mí. Solo yo, un baño antiguo sin ducha y una despensa llena del exceso de suministros de la clínica.
Me avergüenza decir que mi habitación no ha cambiado mucho desde que era niña. El techo sigue cubierto de estrellas que brillan en la oscuridad, aunque hace años que ya no brillan, cuidadosamente colocadas para que coincidan con las constelaciones. Pegaso perdió las estrellas que formaban su pierna durante un terremoto de baja magnitud. Los únicos añadidos decorativos del último par de años son mis gigantescos calendarios de pared hechos a mano, uno para cada estación del año y todos codificados por colores de manera sistemática, y mis fotos de las galaxias. He impreso y enmarcado las mejores que he hecho. La de la nebulosa de Orión es especialmente bonita. La saqué en el observatorio con una montura ecuatorial especial que me prestó el doctor Viramontes, y modifiqué la luminosidad púrpura con una serie de programas informáticos.
Después de cerrar mi puerta con pestillo, paso por delante de varias listas de estrellas enmarcadas y me agacho debajo de un móvil del sistema solar que cuelga por encima de mi escritorio. Antes he ocultado el álbum de fotos al fondo de un cajón de mi escritorio y cuando vuelvo a comprobarlo, sigue en su sitio, debajo de una pila ordenada de planificadores de papel milimetrado y una caja de subrayadores de todos los colores, bolígrafos de gel y rollos de washi tape. Mis padres no tocan mis cosas, todo está cuidadosamente organizado, así que no estoy segura de por qué estoy tan preocupada. Supongo que solo me siento culpable.
Es mejor no pensar en ello.
«Hasta que tenga claro qué hacer, será nuestro pequeño secreto», le digo a Andrómeda. Ella salta sobre mi cama y se acurruca hecha una bola. Guarda los secretos a la perfección.
La única ventana de mi habitación tiene un balcón como el de Julieta, con vistas a la calle. No hay suficiente espacio para salir, pero es lo bastante ancho para mi telescopio, Nancy Grace Roman, el nombre de la primera mujer en ocupar un puesto de ejecutiva en la NASA. Abro las puertas del balcón y saco el telescopio de su funda negra para configurarlo. De hecho, tengo dos telescopios: este y un modelo portátil más pequeño. La verdad es no he usado mucho el portátil, pero ahora fantaseo con llevarlo a la fiesta de estrellas en el pico Cóndor.
Me pregunto si de verdad podré ir de campamento y a la lluvia de estrellas.
Supondría mucha planificación.
Le envío un mensaje rápido a Reagan.
¿Qué pasa con lo de ir de glampamento? ¿Quién va? ¿Conducirás tú? ¿Qué día te vas?
Me responde casi de inmediato.
Para el carro. Estoy en la cama y supercansada. ¿Quieres acompañarme a comprar el equipo de acampada mañana por la tarde? Podemos hablarlo entonces.
Me siento aliviada y decepcionada a la vez. Aliviada, porque supongo que le parece bien que me apunte. Y decepcionada, porque aunque yo necesito planear bien las cosas por adelantado, Reagan lo improvisa todo sobre la marcha. Siempre me está diciendo que necesito despreocuparme y recibir la espontaneidad con los brazos abiertos.
La espontaneidad me produce sarpullidos.
Literalmente.
Tengo urticaria crónica. Ese es el nombre elegante para los sarpullidos crónicos. Son idiopáticos, lo cual significa que los médicos son incapaces de identificar la causa exacta de por qué, cuándo y por cuánto tiempo me salen. A veces, cuando como ciertos alimentos, toco un alérgeno o especialmente cuando me pongo muy ansiosa, me aparecen protuberancias de un rojo pálido en el interior de los codos o en el estómago. Si no me calmo y me tomo un antihistamínico, se extienden en grandes ronchas que van y vienen durante días, incluso semanas. Ya han pasado varios meses desde el último brote, pero entre lo de Reagan y todo esto de mi padre, ya puedo sentir la comezón.
Respondo al mensaje de Reagan preguntándole cómo quedamos mañana. A continuación monto mi telescopio y coloco el trípode entre las puertas abiertas del balcón.
Mientras ajusto la montura, miro por encima de la barandilla y echo un vistazo a la calle. Desde aquí arriba, nuestra calle parece una gruesa gota de lluvia, con el centro lleno de una docena de sitios públicos donde aparcar. Por la noche la mayoría están vacíos, de modo que tengo una perspectiva bastante clara del otro lado de la calle, donde alcanzo a ver el coche de Lennon. Es difícil pasarlo por alto. Conduce un Chevy negro descomunal de los años cincuenta que parece un coche fúnebre, con alerones puntiagudos que sujetan una puerta trasera que se levanta para llevar los ataúdes, o cualquier cosa vil que lleve ahí. Y ahora mismo está aparcado enfrente de un dúplex azul claro situado justo al otro lado de la calle: la casa de los Mackenzie.
No puedo precisar el momento exacto en el que Lennon pasó de ser el friki de los cómics de al lado al chico que va todo de negro y al que le encantan las cosas de terror, aunque supongo que siempre ha sido algo raro. Puede que en parte se deba a cómo creció. Su padre biológico, Adam Ahmed, que salía con Mac, es el exguitarrista de una banda de punk radical de San Francisco que fue famosa durante el auge del resurgimiento del punk en los noventa en la zona de la bahía. Sus madres llevaron a un Lennon de tres años de gira cuando la banda de su padre actuó de telonera para Green Day.
Así que no, no siempre ha llevado lo que podría llamarse una vida normal, pero siempre ha parecido normal.
Es decir, hasta el tercer curso. Después de la noche del baile de bienvenida no hablamos durante días. Nada de ir en bici hasta Jitterbug para tomar un café después de las clases. No más paseos nocturnos. Pasaron semanas. De vez en cuando lo veía en el instituto, pero nuestras breves interacciones eran tensas. Empezó a quedar con otras personas.
Una luz dorada brilla en una ventana en la esquina de la casa de los Mackenzie. El dormitorio de Lennon. Lo conozco bien. Solíamos hacernos señales el uno al otro desde nuestras ventanas antes de escabullirnos a altas horas de la noche para pasear por el vecindario con Andrómeda.
Creamos y nombramos rutas detalladas e hicimos de ello un juego. Lennon las dibujaba todas y marcaba las calles con su letra pulcra y sus pequeños bocetos. Ha dibujado mapas desde que éramos pequeños. Algunos eran mapas fantásticos de libros que había leído; dibujó la Tierra Media unas veinte veces. Y algunos eran de Melita Hills. En realidad, así es como comenzó nuestra amistad. Me acababa de mudar a Melita Hills y no conocía la zona, así que me hizo un mapa de la calle Mission. Me regaló una versión más grande y actualizada para mi cumpleaños el año pasado, uno que incluía nuestra ruta nocturna favorita para pasear, que se extendía a lo largo de un carril de bici que describe una curva alrededor de la bahía. Tenía dibujos pequeños y divertidos, todos los puntos de interés que considerábamos importantes y una leyenda de los símbolos que se había inventado.
Actualmente está boca abajo en el fondo del mismo cajón donde he escondido el estúpido álbum de fotos de mi padre. Quería tirarlo después de dejar de hablarnos, pero no pude hacerlo, porque ¿esa ruta para pasear que dibujó? Es donde empezó el Gran Experimento.
¿Quién iba a imaginar que pasear acabaría en un corazón roto?
Movida por la curiosidad, giro un visor de baja potencia y con vacilación apunto mi telescopio ensamblado hacia el dúplex de los Mackenzie. Solo para un vistazo rápido. No es que suela espiar a todos los vecinos. Rápidamente me centro en la habitación de Lennon. Está vacía. Gracias a Dios. Después de un ajuste, puedo ver la cama sin hacer y, más allá, los terrarios de sus reptiles. La última vez que estuve en su habitación solo había dos, pero ahora hay, por lo menos, seis colocados en los estantes y uno grande en el suelo. Ahí dentro hay una maldita jungla.
Observo el resto de la habitación. Tiene una televisión y un millón de DVD apilados de forma precaria, fuera de sus cajas. Probablemente sean todas películas de terror. Un enorme mapa cuelga sobre su escritorio. No estoy segura de qué es el mapa, pero es profesional, no uno que él mismo haya dibujado, y lo que está claro es que no es una de nuestras rutas nocturnas. Es tonto incluso pensar que podría serlo.
Una sombra me llama la atención cuando la puerta de la habitación se abre de golpe y luego se cierra. Lennon entra en escena. Una por una, lo veo apagar las luces y las lámparas de calor de los terrarios. Luego se sienta al borde de la cama y empieza a desatarse las botas.
Esa es mi señal para largarme.
Solo que no lo hago.
Lo veo quitarse las botas y arrojarlas al suelo en medio de la habitación. Luego se levanta la camiseta y se la quita. Ahora tiene el torso desnudo y solo lleva unos vaqueros negros. Debería mirar hacia otro lado antes de que esto se vuelva clasificado para mayores de edad. Pero santa madre de Dios, ¿desde cuándo está tan… esculpido? A ver, no es ningún jugador de fútbol ni nada parecido. Está demasiado delgado para ser musculoso. Pero se deja caer en la cama, tumbado sobre su espalda con los brazos extendidos y observa el techo mientras yo lo sigo observando a él.
Y observando…
Ahora hay músculos donde antes no los había, y su torso es mucho más ancho. ¿Está haciendo pesas? Imposible. No le pega para nada. Odia el deporte. Preferiría esconderse con un cómic en la oscuridad.
Al menos, eso creo. De repente siento que ya no lo conozco.
«Claro que no», me susurro a mí misma. Ha cambiado.
Yo he cambiado. Solo que en realidad no lo he hecho, o no seguiría mirando algo que debería estar prohibido.
Cuando mejoro el enfoque, acabo observando un conjunto de músculos ondulando por su estómago mientras se sienta de nuevo. Y…
Subo hasta su cara. Está mirando hacia aquí.
No hacia la zona donde estoy, sino JUSTO A MÍ.
Con el corazón acelerado, retrocedo lejos del telescopio y me tiro al suelo. Buen movimiento. Como si no me hubiera visto hacerlo. Si hubiera mantenido la cabeza fría y hubiera movido el telescopio hacia el cielo, podría haber hecho como si nada y haber fingido que en realidad no lo estaba espiando. Pero ¿ahora? Mi humillación es total y completa.
Buen trabajo, Zorie.
Me quedo tumbada en el suelo, muerta. Deseo poder retroceder en el tiempo estos últimos minutos.
Supongo que puedo añadir esto a la lista de todo lo que ha salido mal hoy. Andrómeda salta de la cama y me lame la nariz, preocupada.
Nuevo plan: voy a ir al glampamento, y a la fiesta de estrellas en el pico Cóndor, aunque me mate. Tengo que alejarme de este lugar. Lejos del infiel de mi padre. Lejos de la mortificación diaria de vivir al lado de un sex shop. Y muy, muy lejos de Lennon.