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Asentada en la esquina de la calle Mission, Juguetes en el Trastero, o Jadeos y Tetas, como mi madre se refiere a ella en broma —hasta que mi padre le echa su mirada supercortante de «No es gracioso, Joy»—, es una tienda específica para clientela femenina. Está limpia y bien iluminada. No es cutre ni está llena de raritos como El Cohete del Amor, al otro lado de la ciudad, que tiene las ventanas pintadas y abre las veinticuatro horas. Ya sabes, por si acaso necesitas esposas acolchadas a las tres de la mañana.

También tiene un escaparate temático que las propietarias cambian cada mes. Este mes es un bosque y, como si fueran setas venenosas, una organizada colección de consoladores de goma brillantes se eleva entre la hierba falsa. Uno incluso tiene una ardilla moldeada en uno de los lados. Todo esto podría resultar divertido, excepto por el hecho de que mucha gente que conozco ve este escaparate con frecuencia, y tengo que soportar comentarios escabrosos y risas al respecto de ciertas personas en el instituto.

Nuestros negocios rivales y nuestras casas cercanas se sitúan al final de un paseo comercial flanqueado por árboles y lleno de tiendas locales, restaurantes ecológicos y estudios de arte. La mayoría de nuestras calles sin salida contienen casas victorianas antiguas que se han dividido en secciones y convertido en pisos individuales. No es exactamente el lugar donde esperarías encontrar sexo en venta.

Mi padre dice que un sitio que vende «ayudas maritales» no es «un sitio para una jovencita». Las dos propietarias del sex shop ensombrecen su sonrisa deslumbrante constantemente. Ellas son las Hatfields para su McCoy. El Hamilton para su Burr. Nuestros vecinos son el enemigo, y no confraternizamos con los Mackenzie. Ah no, no lo hacemos.

Mamá solía llevarse bien con las Mackenzie, por lo que en este tema solo está de acuerdo en parte con mi padre. ¿Y yo? Estoy atrapada en el medio. Lo único que hace esta situación es estresarme. Es complicado. Muy, muy complicado.

Me envuelven paredes rosas y el olor sintético de la silicona cuando entro a la tienda. Todavía no es mediodía, y solo hay un par de clientes echando un vistazo. Es un alivio. Desvío la mirada de unas fustas de cuero expuestas y voy derecha hacia el mostrador que está en medio de la tienda, detrás del cual charlan dos mujeres de cuarenta y pocos años. Ahora estoy detrás de las líneas enemigas. Esperemos que no me peguen un tiro.

—No fue Alice Cooper —dice una mujer con el pelo oscuro, a la altura de los hombros, mientras levanta un paquete pequeño de cartón y lo deja sobre el mostrador—. Fue el tipo que estaba casado con la presentadora pelirroja del programa de entrevistas. ¿Cómo se llamaba? Osbourne.

La mujer que está a su lado, de ojos verdes y tez clara, se apoya en el mostrador y se rasca la nariz plagada de pecas.

—¿Ozzy? —pregunta con un acento que es una mezcla tenue entre estadounidense y escocés—. No lo creo.

—Te apuesto un cupcake. —Sus ojos marrones se dirigen como un rayo hacia el mostrador y se encuentran con los míos—. ¡Zorie! Cuánto tiempo sin verte.

—Hola, Sunny —le contesto, y luego saludo a su pecosa esposa—. Mac.

—Qué gafas tan chulas —dice Sunny levantándole el pulgar a las gafas retro con montura azul de ojos de gato que llevo.

Tengo otra docena de pares, todas de diferentes estilos y colores. Las compro muy baratas en una tienda de Internet y las combino con mi ropa. Junto con los pintalabios chillones y mi amor por el estampado escocés, las gafas guais son lo mío. Seré una friki, pero tengo estilo.

—Gracias —respondo, y lo digo de verdad. No es la primera vez que me sabe mal que mi padre esté peleado con estas mujeres. No hace mucho las consideraba mi segunda familia.

Desde que conozco a Sunny y Jane «Mac» Mackenzie, que ya vivían justo en frente de nuestra calle cuando nos mudamos al vecindario, han insistido en que las llame Sunny y Mac. Y punto. Nada de señora o señorita, ni ningún otro título. No les gustan las formalidades, ni en los nombres ni en la ropa. Ambas son californianas prototípicas. Ya sabéis, simplemente las típicas lesbianas ex feministas punk propietarias de un sex shop.

—Ayúdanos. Estamos jugando a Leyendas urbanas de estrellas del rock —me dice Mac, retirándose de la cara un mechón rebelde salpicado de plata—. ¿Qué estrella del heavy metal mordió la cabeza de un murciélago en el escenario? Allá por los sesenta.

—Los setenta —la corrige Sunny.

Mac pone los ojos en blanco con humor.

—Lo que sea. Oye, Zorie, creemos que es, o bien Ozzy Osbourne, o bien Alice Cooper. ¿Tú qué crees?

—La verdad es que no tengo ni idea —digo, esperando que dejen el tema para que pueda coger lo que he venido a buscar y marcharme. Las dos se comportan como si nada hubiera cambiado, como si aún fuese a cenar todos los domingos. Como si mi padre no hubiera amenazado con destrozar su tienda con un bate de béisbol por ahuyentar a sus clientes y como si no le hubieran contestado que se fuera a la mierda, mientras docenas de personas observaban desde el otro lado de la calle y lo grababan todo con sus móviles. Los vídeos estuvieron colgados en YouTube en menos de una hora.

Sí. Fueron tiempos divertidos. A papá nunca le gustaron las Mackenzie cuando solo eran las «bichos raros» al otro lado de la calle. Pero después de que abrieran su sex shop el otoño pasado y nuestra clínica empezara a venirse abajo, ese desagrado se convirtió en algo más fuerte.

Pero de acuerdo, si Sunny y Mac quieren fingir que todo sigue siendo normal, por mí está bien. Les seguiré el juego, siempre y cuando me permita salir más rápido de aquí.

—¿Alice Cooper, quizás? —respondo.

—Ni hablar. Fue Ozzy Osbourne —dice Sunny con confianza mientras abre el paquete del mostrador con un cúter—. Búscalo, Mac.

—No me queda batería en el móvil.

Sunny chasquea la lengua.

—Muy creíble. Simplemente no quieres perder la apuesta.

—Lennon lo sabrá.

Se me hace un nudo en el estómago. Hay multitud de razones por las que no quiero venir aquí. El bosque de consoladores. El miedo a que me vea alguien. La actual enemistad de mi padre con las dos mujeres que bromean detrás del mostrador. Pero es el chico de diecisiete años que sale con aire despreocupado del almacén lo que me hace desear poder volverme invisible.

Lennon Mackenzie.

Camiseta con un monstruo estampado. Vaqueros negros. Botas negras anudadas a la altura de las rodillas. Pelo negro con flequillo, echado por completo hacia un lado, de alguna manera despeinado y perfectamente en punta a la vez.

Si un personaje malvado de anime cobrara vida con la misión de acechar en rincones oscuros mientras planea la destrucción del mundo, tendría el mismo aspecto que Lennon. Es un modelo masculino para todo lo raro y macabro. También es la razón principal de que no quiera comer en la cafetería del instituto con el resto de los alumnos.

Lleva una novela gráfica repleta de zombis en una mano y algo pequeño e inidentificable escondido bajo el otro brazo, y observa mi falda azul de cuadros para luego deslizar su mirada hacia arriba y posarla en mi cara. Su postura despreocupada se vuelve de inmediato tensa y rígida. Y cuando sus ojos oscuros se cruzan con los míos me confirman con claridad lo que ya sé: no somos amigos.

El caso es que solíamos serlo. Buenos amigos. Bueno, de acuerdo, mejores amigos. Íbamos juntos a muchas clases, y como vivimos enfrente el uno del otro, quedábamos después del colegio. Cuando éramos más jóvenes íbamos en bicicleta hasta un parque de la ciudad. En la secundaria, ese paseo diario en bicicleta pasó a ser un paseo diario por la calle Mission hasta la cafetería local, Jitterbug, escoltados por mi perra husky blanca, Andrómeda.

Y todo eso se convirtió en paseos por la bahía a altas horas de la noche. Él me llamaba Medusa, debido a mis rizos oscuros e ingobernables, y yo lo llamaba Sombrío, por su aspecto gótico. Siempre estábamos juntos. Éramos inseparables.

Hasta que el año pasado, todo cambió.

Reuniendo todo mi coraje, me ajusto las gafas, esbozo una sonrisa civilizada y lo saludo:

—Hola.

Él alza la barbilla en respuesta. Eso es todo lo que obtengo. Solía confiarme todos sus secretos, y ahora ni siquiera soy digna de un saludo verbal. Creía que en algún momento dejaría de hacerme daño, pero el dolor es tan agudo como siempre.

Nuevo plan: no decirle ni una palabra. Ignorar su presencia.

—Cariño —le dice Sunny a Lennon mientras desembala lo que parece ser algún tipo de lubricante sexual—, ¿qué estrella de rock mordió la cabeza de un murciélago? Tu otra madre, que está menos en la onda, cree que es Alice Cooper.

Mac finge ofenderse y me señala:

—¡Oye, que Zorie también lo cree!

—Se equivoca —replica Lennon con una voz desdeñosa, tan áspera y profunda que suena como si estuviera hablando desde el interior de un pozo hondo y oscuro. Ese es el otro detalle sobre Lennon que me vuelve loca. No es que tenga solo una buena voz, sino que tiene una voz atractiva. Es fuerte, confiada e intensa, y demasiado sexy para que me sienta cómoda. Suena como un actor malvado de la televisión o algún tipo de locutor de radio satánico. Hace que se me ponga la piel de gallina, y me molesta que siga teniendo ese efecto en mí.

»Fue Ozzy Osbourne —nos informa.

—¡Ja! ¿Qué te había dicho? —le dice Sunny, victoriosa, a Mac.

—He escogido uno al azar —le explico a Lennon, un poco más enfadada de lo que pretendo.

—Pues has escogido mal —contesta, sonando aburrido.

Me siento insultada.

—¿Desde cuándo se supone que soy una experta en el maltrato a murciélagos en la música rock?

Ese es más su terreno.

—No es conocimiento arcano —replica mientras se aparta del ojo con maña un mechón suelto—. Es cultura popular.

—Claro. Es información vital que necesitaré para entrar en la universidad que elija. Me parece que recuerdo esa pregunta de los exámenes de acceso a la universidad.

—Hay más cosas en la vida aparte de los exámenes de acceso.

—Por lo menos yo tengo amigos —replico.

—Si crees que Reagan y el resto de su grupito son tus amigos de verdad, estás tristemente equivocada.

—Madre mía, chicos —murmura Sunny—. Buscaos una habitación.

El calor invade mi rostro.

Eh, no. Esto no es una pelea de «me gustas en secreto». Es un «te odio en secreto». Sí, es todo labios y pelo y voz de barítono, y no estoy ciega: es atractivo. Pero la única vez que nuestra antigua amistad se atrevió a cruzar la línea, un período de tiempo al que nos referíamos como el Gran Experimento, acabé sollozando en el baile de bienvenida, preguntándome qué había salido mal.

Nunca lo averigüé. Aunque tengo una buena suposición.

Lennon le echa a su madre una mirada sufrida, como diciendo «¿Has acabado ya?», y se da la vuelta para dirigirse a Mac.

—La historia de Ozzy y el murciélago se ha exagerado mucho. Alguien del público lanzó un murciélago muerto al escenario y Ozzy pensó que era de plástico. Cuando le arrancó la cabeza de un mordisco, se quedó estupefacto. Tuvieron que llevarlo al hospital para vacunarlo contra la rabia después del espectáculo.

Sunny le da un golpe con la cadera a Mac.

—No importa. Sigo teniendo la razón, y tú todavía me debes un cupcake. De coco. Como nos hemos saltado el desayuno esta mañana, me lo tomaré ahora. Un desayuno tardío.

—La verdad es que suena muy bien —responde Mac—. Zorie, ¿quieres uno?

Niego con la cabeza. Mac se gira hacia Lennon.

—Hijo, hijo mío —dice con voz persuasiva y jovial—. ¿Puedes acercarte a la pastelería? ¿Por favor?

—Madre, madre mía. Tengo que estar en el trabajo en treinta minutos —replica él, y odio la manera en que puede ser tan frío conmigo un segundo y cálido con sus madres al siguiente. Cuando deja el libro que lleva sobre el mostrador, veo lo que está meciendo en la curva de su codo: un lagarto rojo barbudo del tamaño de mi antebrazo. Lo lleva atado con una correa que se abrocha a un arnés de cuero negro que envuelve sus diminutas patas delanteras—. Tengo que devolver a Ryuk a su hábitat antes de irme.

Lennon está obsesionado con los réptiles, por supuesto. Tiene toda una pared de su habitación llena de ellos: serpientes, lagartos y su única mascota que no es un reptil, una tarántula. Trabaja a tiempo parcial en una tienda de reptiles de la calle Mission, donde puede ser inquietante junto a otros amantes de las serpientes.

Mac se estira hacia el mostrador para rascar al lagarto en la parte superior de la cabeza escamosa y le habla con voz infantil:

—Está bien. Supongo que ganas tú, Ryuk. Santo cielo, te estás saliendo del arnés.

Lennon coloca al lagarto barbudo encima de su manga. Ryuk intenta escaparse y casi se cae del mostrador.

—Ese es un método poco eficaz para matarse —informa Lennon con severidad al animal—. Si vas a acabar con tu vida es mejor que sea por sobredosis de vitaminas para reptiles que saltando.

—Lennon —lo regaña Sunny con suavidad.

Una sonrisa lúgubre levanta a duras penas las comisuras de sus labios carnosos.

—Lo siento, mamá —responde.

Cuando éramos pequeños, la gente solía burlarse de él sin piedad en el colegio:

«¿Cómo sabes cuál es cuál, con tus madres?».

Para él, Sunny es mamá y Mac es mami. Y a pesar de que fue Mac la que lo dio a luz, ninguna de las dos es más o menos madre a sus ojos.

Sunny tuerce la boca y luego le devuelve la sonrisa. Está perdonado. Sus madres lo perdonan por todo. No se las merece.

—Y bien, Zorie. ¿Qué te trae por aquí, cariño? —pregunta Mac mientras Lennon ajusta el minúsculo arnés de su lagarto.

Me veo obligada a ponerme al lado de Lennon para mantener una conversación que no implique hablarle a su espalda. ¿Desde cuándo es tan anormalmente alto?

—Mi madre está buscando un paquete de FedEx.

Los ojos de Mac se encuentran con los de Sunny. Las dos mujeres se comunican algo sutil pero intenso.

—¿Va todo bien? —pregunto, suspicaz.

Sunny se aclara la garganta.

—Claro, cielo.

Duda, indecisa por un instante.

—Sí que hemos recibido algo —dice mientras alarga la mano debajo del mostrador y saca un sobre de papel manila que me tiende, disculpándose—. Es posible que lo haya abierto accidentalmente por error. Pero no he leído el correo de tu madre. Me fijé en la dirección que ponía después de abrirlo.

—No pasa nada —le aseguro. Ya ha pasado antes, cosa que pone a mi padre histérico, pero a mamá no le importará. Es solo que ahora Mac parece extremadamente incómoda. Incluso Lennon parece más distante de lo normal, su energía cambia de ligeramente fría a glacial. En mi cabeza suenan campanas de alarma.

—Vale, bueno, tengo que volver —digo, fingiendo que no percibo nada fuera de lo normal.

—Dale recuerdos a Joy —me pide Mac—. Si tu madre quiere tomar café alguna vez… —Se calla y me dedica una sonrisa tensa—. En fin, sabe dónde encontrarnos.

Sunny asiente.

—Y tú lo mismo. Déjate ver.

Ahora soy yo la que se siente incómoda. Es decir, más de lo normal, teniendo en cuenta la humillación que supone esta tienda.

—Por supuesto. Gracias por esto.

Levanto el paquete en reconocimiento mientras me doy la vuelta para marcharme, y por poco derribo un vibrador azul gigante que está expuesto al lado de la caja registradora. Por instinto, alargo la mano para estabilizar el bamboleante objeto de plástico antes de ser totalmente consciente de lo que estoy tocando. Dios mío.

Bajo un abanico de pestañas negras, Lennon dirige la mirada al suelo y no levanta la cara.

Tengo que irme. Ahora mismo.

Casi tropezándome con mis propios pies, salgo de la tienda dando zancadas y exhalo un largo suspiro cuando me encuentro de nuevo bajo la luz del sol. Me doy mucha prisa en volver a la clínica.

Pero cuando me instalo tras la protección de la recepción, mis ojos se fijan en el sobre que me han dado las Mackenzie. Viene de un apartado postal en San Francisco y, de hecho, está claramente dirigido a Joy Everhart. No estoy segura de cómo han pasado eso por alto, pero da igual.

Después de comprobar el pasillo trasero y ver que está vacío, echo un vistazo dentro del sobre.

Es un pedazo de papel con una nota escrita a mano y un álbum pequeño de fotografías. Reconozco la marca del álbum de anuncios de Internet: suba sus fotos y le enviaremos el álbum impreso a los pocos días. Este lleva escrito «Nuestro viaje a las Bahamas» en la portada en una letra con adornos.

Abro el álbum y encuentro un millón de fotos de unas vacaciones al sol. El océano. La playa. Mi padre haciendo esnórquel. Mi padre rodeando con el brazo a una mujer en bikini.

Espera.

¿Qué?

Mientras paso las hojas más rápido, veo páginas brillantes impresas con más de lo mismo. Cena y bebidas tropicales. Mi padre esbozando la sonrisa deslumbrante que es propia de él. Solo que no le sonríe a mi madre, sino a una desconocida. Una desconocida con un brazalete en el tobillo y largas extensiones de pestañas. Él la rodea con un brazo y, en una foto, incluso la besa en el cuello.

¿Qué significa todo esto? ¿Alguna aventura después de que muriera mi madre? ¿Alguien que hubo antes de Joy? Saco la carta.

Joy:

No me conoces, pero he creído que querrías ver esto, de mujer a mujer. Fotos de nuestras vacaciones el verano pasado.

Buena suerte,

Una de muchas

Se me paralizan los dedos. ¿El verano pasado? Él estaba aquí el verano pasado, trabajando en la clínica. No, un segundo. Hubo una semana que se marchó a Los Ángeles a un congreso sobre masajes. Y volvió con un bronceado sorprendentemente oscuro… que dijo que había conseguido tumbándose junto a la piscina del hotel todas las tardes.

«Mierda», susurro para mí misma.

Mi padre tiene una aventura.