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La espontaneidad está sobrevalorada. Las películas y las series de televisión quieren hacernos creer que la vida es mejor para los que van a fiestas y se atreven a saltar a las piscinas con la ropa puesta. Pero detrás de las cámaras, todo está cuidadosamente escrito en el guion. El agua está a la temperatura adecuada. La iluminación y los ángulos se planifican minuciosamente. El diálogo se memoriza. Y por eso resulta tan atractivo, porque alguien lo ha planeado todo al detalle. Cuando te das cuenta de eso, la vida se vuelve muchísimo más fácil. La mía lo hizo.

Soy una planificadora empedernida, y no me importa quién lo sepa.

Creo en los horarios, las rutinas, los calendarios cubiertos de washi tape, las listas numeradas en diarios de papel cuadriculado y los planes escrupulosamente programados. El tipo de planes que no se tuercen porque se han trazado teniendo cuidadosamente en cuenta todas las posibilidades y resultados. Nada de improvisar, nada de decidir sobre la marcha. Así es como suceden los desastres.

Pero no en mi caso. Hago planes para mi vida y los sigo a rajatabla. Por ejemplo, las vacaciones de verano. Las clases empiezan otra vez dentro de tres semanas y, antes de cumplir dieciocho y embarcarme en mi último curso, este es mi plan para el verano:

Primer plan: trabajar en el negocio de mis padres, la clínica Everhart Wellness, dos mañanas a la semana. Sustituyo a la recepcionista habitual mientras hace un curso de verano en la Universidad de California, en Berkeley. Mi madre es acupunturista y mi padre, masajista, y son los propietarios de la clínica. Eso significa que, en vez de dar vuelta y vuelta a unas hamburguesas y que los desconocidos me griten desde su coche a través de la ventanilla del autoservicio, tengo la oportunidad de trabajar en una recepción de estilo zen, donde puedo tenerlo todo perfectamente organizado y saber con exactitud qué clientes cruzarán la puerta para acudir a su cita. Sin sorpresas, sin dramas. Predecible, justo como a mí me gusta.

Segundo plan: sacar fotos de la inminente lluvia de estrellas Perseidas con mi club de astronomía. La astronomía es mi Santo Grial. Estrellas, planetas, lunas y todas las cosas del espacio. Estáis ante una futura astrofísica de la NASA.

Tercer plan: evitar todo contacto con nuestros vecinos, la familia Mackenzie.

Estas tres cosas parecían totalmente factibles hasta hace cinco minutos. Ahora, mis planes para el verano se tambalean porque mi madre está tratando de convencerme de que vaya de campamento.

De campamento. Yo.

Mirad, no sé nada sobre los lugares abiertos. Ni siquiera estoy segura de que me guste estar al aire libre. A mí me parece que la sociedad ha progresado lo suficiente como para poder evitar cosas como el aire fresco y la luz del sol. Si quiero ver animales salvajes, veré un documental en la televisión.

Mamá lo sabe. Pero en este preciso instante está intentando, con todas sus fuerzas, venderme algún tipo de idealismo a lo Henry David Thoreau sobre que la naturaleza es buena mientras estoy sentada en la recepción de nuestra clínica de bienestar. Y sí, siempre está sermoneando sobre los beneficios de la salud natural y el vegetarianismo, pero ahora se está poniendo elocuentemente poética acerca de la majestuosa belleza del gran estado de California y la «oportunidad única» que supondría para mí experimentar la naturaleza antes de que empiecen las clases.

—Sé sincera. ¿De verdad me imaginas yendo de campamento? —le pregunto, colocándome los oscuros tirabuzones detrás de la oreja.

—De campamento no, Zorie —me dice—. La señora Reid te invita a ir de glampamento. —Vestida con una bata gris bordada con el logotipo de la clínica, se inclina sobre el mostrador de recepción y habla en voz baja y emocionada sobre la clienta rica que en este momento se está relajando en una camilla de acupuntura en las salas traseras, disfrutando del sonido anticuado, aunque curativo, de Enya, santa patrona de las clínicas de salud alternativas de todo el mundo.

—Glampamento —repito, escéptica.

—La señora Reid dice que habían reservado unas tiendas lujosas en Sierra Nevada, en algún punto entre Yosemite y el parque nacional Cañón de los Reyes —explica mamá—. Un campamento glamuroso. ¿Lo pillas? Glampamento.

—No dejas de repetirlo, pero sigo sin saber qué significa —le digo—. ¿Cómo puede una tienda ser lujosa? ¿Acaso no se duerme encima de rocas?

Mamá se acerca más para explicármelo.

—La señora Reid y su marido recibieron una invitación de última hora al chalé de un amigo en Suiza, así que han tenido que cancelar su viaje al campamento. Tienen una reserva para una tienda de lujo. Las instalaciones del glampamento…

—Esto no será algún culto hippie raro, ¿verdad?

Mamá gime con dramatismo.

—Escucha. Tienen un chef que prepara comidas gourmet, un hoyo para hacer fogatas en el exterior y duchas de agua caliente. De todo.

—Duchas de agua caliente —respondo con demasiado sarcasmo—. Menuda emoción, cielo.

Me ignora.

—La cuestión es que no prescindes de las comodidades pero te lo parece. Las instalaciones son tan populares que sortean las tiendas con un año de antelación. Ya está todo pagado, comidas y alojamiento. La señora Reid cree que es una pena dejar que se desperdicie, y por eso dejan que Reagan se lleve a algunas amigas allí a pasar la semana. Un último viaje de despedida con las chicas antes de que empiece el último curso.

La señora Reid es la madre de Reagan Reid, atleta estrella, abeja reina de mi clase y algo así como mi amiga. En realidad, Reagan y yo éramos buenas amigas de pequeñas. Después, sus padres ganaron mucho dinero y ella empezó a salir con otra gente. Además, se entrenaba sin parar para los Juegos Olímpicos. Antes de darme cuenta, sencillamente nos… distanciamos.

Hasta el otoño pasado, cuando comenzamos a hablar de nuevo durante la hora de la comida en el instituto.

—Estaría bien que pasaras algo de tiempo fuera —dice mamá, jugueteando con su pelo oscuro mientras sigue persuadiéndome para que vaya a esta locura de viaje.

—La lluvia de estrellas Perseidas es la semana que viene —le recuerdo.

Ella sabe que soy una planificadora estricta. Los giros inesperados y las sorpresas me dejan fuera de juego, y todo lo relacionado con este campamento, perdón, glampamento, me está causando mucha, mucha ansiedad.

Mamá emite un sonido reflexivo.

—Podrías llevar tu telescopio al glampamento. Estrellas por la noche, senderismo durante el día.

Lo del senderismo suena como algo que a Reagan le podría gustar. Tiene unos muslos duros como rocas y los abdominales bien marcados. Yo prácticamente me quedo sin aliento caminando dos manzanas hasta la cafetería, cosa que me gustaría recordarle a mi madre, pero ella cambia de rumbo y juega la carta de la culpabilidad.

—La señora Reid dice que Reagan ha pasado por un momento difícil este verano —me cuenta—. Está preocupada por ella. Creo que espera que este viaje la ayude a animarse después de lo que pasó en las pruebas en junio.

Reagan se cayó, y estoy hablando de caerse de morros, y no se clasificó en las pruebas de atletismo para los Juegos Olímpicos. Era su gran oportunidad para pasar a primera división. Básicamente, ya no tiene ninguna posibilidad en los Juegos del próximo verano y tendrá que esperar cuatro años más. Su familia estaba desconsolada. Aun así, me sorprende escuchar que su madre está preocupada por ella.

Otra idea se me pasa por la cabeza.

—¿Me ha invitado la señora Reid a ir a este viaje o la has convencido para hacerlo?

Una sonrisa tímida asoma en los labios de mi madre.

—Un poco de esto, un poco de aquello.

En silencio, dejo caer la cabeza contra el escritorio.

—Venga —dice, sacudiéndome el hombro lentamente hasta que levanto la cabeza de nuevo—. Estaba sorprendida de que Reagan no te lo hubiera pedido ya, así que está claro que ya habían hablado sobre el asunto. Y puede que tanto tú como Reagan necesitéis esto. Ella está intentando recuperar el entusiasmo. Y tú siempre dices que te sientes como una extraña en su grupo de amigas. Pues esta es tu oportunidad de pasar un tiempo con ellas fuera del instituto. Deberías caer rendida a mis pies —bromea mamá—. ¿Qué tal un poco de «Gracias, madre más guay de la historia, por estar de cháchara conmigo sobre el gran acontecimiento del verano; eres mi heroína, Joy Everheart»?

Se lleva las manos al corazón de forma dramática.

—Eres tan rara —murmuro, fingiendo indiferencia.

Ella sonríe.

—¿Acaso no tienes suerte de que lo sea?

Lo cierto es que sí. Sé que de verdad quiere que sea feliz y que haría cualquier cosa por mí. En realidad, Joy es mi madrastra. Mi madre biológica murió inesperadamente a causa de un aneurisma cuando yo tenía ocho años, cuando vivíamos en la bahía de San Francisco. Entonces mi padre decidió de repente que quería ser masajista y se gastó todo el dinero del seguro en obtener la licencia. Es así de impulsivo. En cualquier caso, conoció a Joy en un congreso de medicina alternativa. Se casaron unos meses más tarde y nos mudamos a Melita Hills, donde alquilaron un local para esta clínica y un piso en la puerta de al lado.

Es cierto que, a la madura edad de treinta ocho años, Joy es varios años más joven que mi padre y, como es coreana-estadounidense, he tenido que soportar brillantes observaciones de intolerantes que señalaban lo obvio: que no es mi verdadera madre. Como si no fuera consciente de que ella es asiática y yo soy occidental y pálida por mi falta de vitamina D. Para ser sincera, en mi cabeza Joy es mi madre. Mis recuerdos de la vida antes de Joy son escurridizos. Con los años he llegado a sentirme más cercana a ella que a mi padre. Siempre me apoya y me anima. Tan solo me gustaría que fuera un poco menos hippie y alegre.

Pero en esta ocasión, por mucho que me pese admitirlo, su entusiasmo por el glampamento podría estar justificado. Pasar tiempo de calidad fuera del instituto con el círculo interno de Reagan afianzaría definitivamente mi posición social, que siempre parece correr el riesgo de desmoronarse cuando me junto con gente que goza de más dinero o popularidad. Me gustaría sentirme más cómoda a su alrededor. Y también alrededor de Reagan. Solo desearía que ella misma me hubiera invitado a ir de acampada, en vez de su madre.

La puerta principal de la clínica se abre y mi padre entra en la sala de espera como si nada, recién afeitado y con el pelo oscuro peinado con pulcritud hacia atrás.

—Zorie, ¿ha llamado el señor Wiley?

—Ha anulado su cita para el masaje de hoy —le informo—. Pero ha concertado media sesión para el jueves.

Media sesión es media hora, y media hora equivale a la mitad de dinero, pero mi padre oculta rápidamente su decepción. Podrías decirle que su mejor amigo acaba de morir y él llevaría la conversación hacia una reunión del club de ráquetbol sin esforzarse siquiera. Dan el Diamante, lo llaman. Todo chispa y brillo.

—¿Ha dicho el señor Wiley por qué no podía acudir? —pregunta.

—Una emergencia en uno de sus restaurantes —le comunico—. Un chef de la televisión va a pasarse por allí para grabar un poco.

El señor Wiley es uno de los mejores clientes de mi padre. Al igual que la mayoría de gente que viene a la clínica, el dinero le quema en los bolsillos y puede permitirse precios por encima de la media por masajes o acupuntura. Nuestra clínica de bienestar es la mejor de Melita Hills, e incluso han descrito a mi madre en el San Francisco Chronicle como una de las mejores acupunturistas del área de la bahía: «Merece la pena el viaje al otro lado del puente de la bahía». Mis padres cobran a los clientes acorde a esto.

Lo que pasa es que ese tipo de clientes ha ido disminuyendo de manera lenta pero segura durante el último año. El motivo principal de esta disminución, y el objeto de la ira de mi padre, es el negocio que ha abierto una tienda en el local contiguo. Para nuestra mortificación grupal, ahora estamos ubicados al lado de una tienda que vende juguetes para adultos.

Sí, ese tipo de juguetes.

Es difícil ignorar el enorme cartel con forma de vagina de la fachada. Seguro que nuestros clientes adinerados no lo han hecho. Por lo general, a la gente elegante no le gusta aparcar enfrente de un sex shop cuando se dirigen a darse un masaje. Mis padres lo descubrieron bastante rápido cuando clientes de toda la vida empezaron a cancelar sus citas semanales. Aquellos que no han huido de nuestra deseable ubicación cerca de todas las tiendas de la calle Mission son demasiado importantes para perderlos, como a papá le gusta recordarme siempre que tiene oportunidad.

Y por eso sé cuánto le deprime la anulación del señor Wiley, que era su única cita de hoy, pero cuando se marcha de la recepción y se dirige a su despacho para preocuparse por ello en privado, mamá mantiene la calma.

—Entonces, ¿le digo a la señora Reid que irás de glampamento con Reagan? —me pregunta.

Como si fuera a darle una respuesta rápida y definitiva sin considerar todos los factores. Al mismo tiempo, odio ser una aguafiestas y perturbar su alegre entusiasmo.

—No seas cauta. Sé prudente —me recuerda.

La gente cauta tiene miedo de lo desconocido y lo evita. La gente prudente se prepara para tener más confianza cuando se enfrenta a lo desconocido. Me lo dice cada vez que me resisto a un cambio de planes.

—Lo investigaremos todo juntas.

—Lo pensaré —le digo con diplomacia—. Supongo que puedes decirle a la señora Reid que le enviaré un mensaje a Reagan para que me dé los detalles y me decidiré después. Pero lo has hecho bien, doctora Pokenstein.

Su sonrisa es victoriosa.

—Hablando de ella, será mejor que vuelva y le quite las agujas antes de que se quede dormida en la camilla. Ah, casi se me olvida. ¿Ha llegado algún paquete de FedEx?

—No. Solo el correo normal.

Ella frunce el ceño.

—He recibido una notificación por correo electrónico de que habían entregado un paquete.

Maldita sea. Sé lo que eso significa. Tenemos un problema con el correo mal entregado. Nuestro cartero entrega constantemente nuestros paquetes en el sex shop de al lado. Y el sex shop de al lado está directamente relacionado con el punto número tres de mi plan para un verano perfecto: evitar todo contacto con los Mackenzie.

Mi madre saca el labio inferior y abre mucho los ojos.

—Por favor —suplica con dulzura—. ¿Puedes acercarte rápido aquí al lado y preguntar si tienen mi paquete?

Gimo.

—Lo haría yo, pero, ya sabes. Tengo a la señora Reid llena de agujas —razona, señalando con el pulgar hacia las salas traseras—. Estoy equilibrando su fuerza vital, no torturándola. No puedo dejarla ahí atrás para siempre.

—¿No puedes ir a buscarlo en tu hora de almuerzo?

Ya he hecho la excursión a la tierra del consolador una vez esta semana, y ese es mi límite.

—Me voy dentro de una hora, he quedado con tu abuela para comer. ¿No te acuerdas?

Cierto. Se refiere a su madre. La abuela Esther detesta la tardanza, una opinión que apoyo por completo. Pero eso sigue sin cambiar el hecho de que preferiría que me arrancaran un diente a ir a la tienda de al lado.

—De todas maneras, ¿por qué es tan importante ese paquete?

—Esa es la cuestión —dice mamá mientras se recoge el pelo largo y liso en un moño en lo alto de la cabeza—. La confirmación la ha enviado otra persona. «Catherine Beatty». No conozco a nadie que se llame así, y no he comprado nada. Pero la confirmación me ha llegado al correo del trabajo y figura nuestra dirección.

—Un paquete misterioso.

Sus ojos centellean.

—Las sorpresas son divertidas.

—A menos que alguien te haya enviado un paquete lleno de arañas o una mano amputada. A lo mejor has pinchado demasiado fuerte a alguien.

—O a lo mejor he pinchado tan bien a alguien que me envía chocolate.

Roba un bolígrafo del escritorio y se lo pone en el pelo para asegurar el moño.

—Por favor, Zorie. Mientras tu padre está ocupado.

Dice esto último en un susurro. Mi padre se cabrearía si me viera en la tienda de al lado.

—De acuerdo. Iré —le digo, pero no estoy nada contenta.

Planes de verano, os conocía y os quería.

Pego un cartel hecho a mano en el mostrador que dice: «No estoy en mi puesto. Volveré en un periquete», me arrastro a través de la puerta principal hacia la brillante luz del sol de la mañana y me preparo para el desastre.