CAPÍTULO TRES
—Apártate de mi camino, rata.
Una mano desconsiderada empujó a Violet hacia atrás, negándole la vista del espectáculo del muelle. Empujada y atropellada, estiró el cuello para captar algún atisbo. No podía ver demasiado sobre los hombros de los marineros, cuyos cuerpos exudaban el olor de la anticipación, de la salmuera y del sudor, así que trepó sobre los flechastes que pendían horizontalmente, sujetándose con el brazo a una cuerda anudada para no caerse. La primera vez que vio a Tom fue sobre una multitud de gorras y pañuelos, los marineros que lo rodeaban en el muelle.
Era jueves y el barco de Simon, el Sealgair, estaba amarrado en el río abarrotado. Cargado de mercancía, su mástil principal volaba sobre los tres sabuesos negros, el escudo de armas de Simon. Se suponía que Violet no debería haberse colado allí, pero conocía el barco por el trabajo que su familia hacía para Simon, una gran fuente de orgullo para ellos. El hijo mayor del conde de Sinclair, el hombre al que su familia llamaba Simon, tenía su propio título: lord Crenshaw. Regentaba un lucrativo imperio comercial en nombre de su padre. Decían que sus contactos llegaban hasta el rey Jorge, y se extendían por todo el globo. Violet había visto al propio Simon una vez, una figura poderosa envuelta en un suntuoso abrigo negro.
Aquel día había hombres armados con pistolas protegiendo las barandillas, y otros obstruyendo el acceso a la dársena. Pero todos los demás estaban en el alcázar, pues las tareas de descargar y asegurar la mercancía se habían detenido. Desde su puesto sobre las cuerdas, Violet podía ver los empujones tensos entre los que se apiñaban en un estrecho círculo. Todos aquellos hombres duros se habían congregado para ser testigos de un suceso.
Tom iba a ser honrado con la marca.
Tenía el torso desnudo y la cabeza expuesta; el cabello castaño oscuro le caía sobre la cara. Estaba arrodillado sobre la cubierta del barco. Su pecho descubierto se alzaba y caía visiblemente: estaba respirando con rapidez, nervioso por lo que estaba a punto de ocurrir.
Los que lo observaban estaban expectantes; en parte también celosos, sabiendo que Tom se había ganado lo que estaban por darle. Uno o dos de ellos estaban bebiendo whisky, como si fueran ellos quienes lo necesitaran. Comprendía cómo se sentían. Era como si la ceremonia fuera para todos ellos. Y en cierto sentido era así, como una promesa: Trabaja bien para Simon, complace a Simon, y esto será lo que conseguirás.
Un marinero se adelantó. Llevaba un delantal de cuero marrón, como el de un herrero.
—No tenéis que sujetarme —dijo Tom. Había rechazado todo lo que le ofrecieron para ayudarlo a soportar el dolor: alcohol, vendarle los ojos, cuero para morder. Se arrodilló y esperó. La expectante línea se cerró a su alrededor.
A sus diecinueve años, Tom era el más joven en haber recibido la marca. Mientras lo miraba, Violet se hizo una promesa: «Yo seré aún más joven». Como Tom, ella trabajaría bien, conseguiría algún trofeo para Simon y también sería ascendida. «Tan pronto como tenga una oportunidad, demostraré lo que valgo».
—Así es como Simon recompensa tus servicios —dijo el capitán Maxwell. Asintió al marinero, que se movió hasta detenerse cerca de un brasero con carbones encendidos que habían llevado a la cubierta—. Cuando haya terminado, serás suyo. Te habrá honrado con su marca.
El marinero sacó el fierro de marcar.
Violet se tensó, como si estuviera ocurriéndole a ella. El hierro era largo, como un atizador pero con una «S» en la punta, tan caliente que era de un rojo resplandeciente, como una llama en movimiento. El marinero se acercó.
—Hago esta promesa a Simon —dijo Tom, las palabras del ritual—. Soy su sirviente leal. Obedeceré y serviré. Márcame. —Los ojos azules de Tom miraron directamente al marinero—. Graba mi promesa en mi carne.
Violet contuvo el aliento. Así era. Los que tenían la marca formaban parte de su círculo íntimo. Los favoritos de Simon: eran sus seguidores más leales y se rumoreaba que recibían recompensas especiales; y más que eso, la atención de Simon, que era ya una recompensa en sí misma para muchos de ellos. Horst Maxwell, el capitán del Sealgair, portaba la marca, lo que le daba autoridad incluso ante sus superiores.
Tom extendió el brazo para mostrar la piel limpia de su muñeca.
La única otra vez que Violet había visto a un hombre recibir la marca, este gritó y convulsionó como un pez sobre el suelo de un bote. Tom también lo había visto, pero eso no parecía perturbarlo. Miró al marinero con determinación, manteniéndose en su lugar con valor y voluntad.
—Así es, chico. Tómatelo bien.
«Tom no gritará —pensó Violet—. Es fuerte».
Los hombres se quedaron tan callados que podía oírse el susurro del agua contra el casco. El marinero levantó el fierro. Violet vio a un hombre girando la cabeza, sin querer mirar; no era tan valiente como Tom. Eso era lo que su hermano estaba demostrando. Recíbelo, y demuestra que eres merecedor. Violet agarró las cuerdas con fuerza, pero no apartó la mirada mientras el marinero acercaba el fierro cauterizante a la piel de la muñeca del muchacho.
El repentino olor a quemado fue terrible, como a carne chamuscada. El metal caliente presionó su piel más tiempo del que parecía necesario. Todos los músculos de Tom se abultaron con el deseo de enroscarse contra el dolor, pero no lo hizo. Siguió de rodillas, respirando profundamente, temblando como un caballo agotado y cubierto de sudor después de una carrera.
Un rugido se elevó entre los hombres y el marinero levantó el brazo de Tom y tiró de él para ponerlo en pie, mostrando su muñeca para que todo el mundo la viera. Tom parecía aturdido y trastabilló. Violet vio un breve destello de la piel de su muñeca, marcada con la silueta de una «S», antes de que el marinero la empapara con alcohol y la envolviera con una venda.
«Así lo haré yo —pensó—. Seré valiente, como Tom».
El joven desapareció de su vista cuando la multitud se lo tragó en una oleada de felicitaciones. Ella estiró el cuello de nuevo, intentando ver. Como se lo impidieron, se deslizó por las cuerdas con la intención de llegar hasta Tom a través de la marea de hombres, aunque la empujaban de un lado a otro. No podía verlo. Todavía notaba el nauseabundo olor de la carne cocida. Alguien tiró dolorosamente de su brazo, empujándola hacia un lado.
—Te dije que te quedaras atrás, rata.
El hombre que la había agarrado del brazo tenía el cabello liso cubierto por un pañuelo sucio, y su barba era una erupción sobre sus mejillas. Tenía la piel áspera de los marineros, con capilares rojos que formaban una red sobre su cara. La tenaza de sus dedos le hacía daño. El aliento le olía a ginebra rancia, y Violet notó una oleada de repulsa. Se la tragó y clavó los talones en el suelo.
—Suéltame. ¡Tengo derecho a estar aquí!
—Eres una fea rata marrón que le ha robado a alguien sus mejores ropas.
—¡Yo no he robado nada! —exclamó, aunque llevaba el chaleco y los pantalones de Tom, y también su camisa y los zapatos que le habían quedado pequeños. Y después, avergonzada, oyó la voz de Tom:
—¿Qué está pasando?
Tom se había puesto una camisa, aunque llevaba dos botones del cuello alto todavía sin cerrar y la chorrera delantera abierta. Violet lo vio con claridad mientras el espacio se abría ante ellos. Todos los ojos apuntaban hacia allí.
El marinero la sostuvo del cuello.
—Este chico está causando problemas.
Tom todavía estaba sudando, tras haber recibido la marca.
—No es un chico. Es mi hermana Violet.
El marinero reaccionó igual que todos los demás: con incredulidad al principio y después mirando a Tom de otro modo, como si acabara de descubrir algo nuevo sobre su padre.
—Pero es…
—¿Me estás cuestionando, marinero?
Recién marcado, Tom tenía más autoridad que cualquier otro en el barco. Ahora era de Simon, y su palabra era la palabra de Simon. El marinero cerró la boca de golpe y soltó a Violet de inmediato, haciendo que se tambaleara sobre la madera. Tom y ella se miraron. Violet tenía las mejillas acaloradas.
—Puedo explicarlo…
En Londres, nadie sabía que Tom era el hermanastro de Violet. No se parecían. Tom era tres años mayor que ella y no compartía su herencia india. Él se parecía a su padre: alto, de hombros anchos y ojos azules, con la piel pálida y el cabello castaño. Violet era menuda y se parecía a su madre, con la piel marrón, y los ojos tan oscuros como su cabello. Lo único que compartían eran las pecas.
—Violet, ¿qué estás haciendo aquí? Se suponía que estabas en casa.
—Has recibido la marca —le dijo—. Padre estará orgulloso.
Tom se agarró el brazo por instinto, sobre la venda, como si quisiera tocarse la herida pero supiera que no podía.
—¿Cómo te enteraste?
—En el muelle todo el mundo lo sabía —le explicó Violet—. Dicen que Simon marca a sus mejores hombres, que estos suben de rango y reciben todo tipo de recompensas especiales, y…
Tom la ignoró y le habló en una voz urgente y grave, mirando a los hombres que estaban cerca con tensa preocupación.
—Te dije que nunca vinieras aquí. Tienes que abandonar el barco.
Ella miró a su alrededor.
—¿Vas a unirte a su expedición? ¿Te pondrá a cargo de una excavación?
—Ya es suficiente —dijo Tom mientras su expresión se volvía inescrutable—. Madre tiene razón. Eres demasiado mayor para esto, para seguirme a todas partes, para ponerte mi ropa. Vete a casa.
«Madre tiene razón». Le dolió. Los expatriados ingleses no solían llevarse a sus hijas bastardas cuando regresaban a Londres. Violet lo sabía por las peleas entre su padre y la madre de Tom. Pero Tom siempre la había defendido. Tiraba de uno de sus rizos y le decía: «Violet, vamos a dar un paseo», y se la llevaba hasta el puesto de un vendedor callejero para comprarle un té caliente y un rollo de pasas, mientras en el interior su madre gritaba a su padre: «¿Por qué tienes a esa niña viviendo en esta casa? ¿Para humillarme? ¿Para que sea el hazmerreír?».
—Pero tú me diste esta ropa —se oyó decir, y las palabras sonaron pequeñas.
—Violet… —comenzó Tom.
Más tarde pensaría en las señales de advertencia: los hombres del muelle, las miradas tensas de los marineros, los patrulleros armados con pistolas, incluso la tensión en la boca de Tom.
En ese momento, la única advertencia fue la brusquedad con la que Tom levantó la cabeza.
El barco se sacudió de repente, haciendo que se bamboleara. Violet oyó una detonación y se giró para ver al marinero que había disparado, con el rostro pálido y la pistola temblando.
Después vio a qué le había disparado.
Sobre un costado del barco, como un enjambre, subiendo cuerdas y planchas, aparecieron hombres y mujeres vestidos con un resplandeciente uniforme blanco. Sus rostros eran nobles, como sacados de un viejo libro ilustrado. Sus rasgos eran variados, como si procedieran de tierras distintas. Parecían surgir de la niebla y no llevaban armas modernas; iban armados como caballeros, con espadas.
Violet nunca antes había visto algo así. Era como una leyenda que hubiera cobrado vida.
—¡Siervos! —gritó alguien, sacándola de su ensoñación, y el caos estalló. La palabra desconocida se propagó como el fuego.
«¿Siervos?», pensó Violet. El anticuado nombre resonó en sus oídos. Tom y el capitán Maxwell reaccionaron como si supieran qué significaba, pero la mayor parte de los hombres de Simon corrieron a buscar un arma o sacaron sus pistolas y de inmediato empezaron a disparar a los atacantes. El muelle se llenó de un humo denso y del asfixiante olor del sulfuro y del nitrato de potasio de las armas.
Empujaron a Violet hacia atrás y lo vio todo en un revoltijo. Tres de los asaltantes (Siervos) se balancearon alrededor del bauprés. Uno de ellos, el que estaba más cerca de Violet, saltó sobre la barandilla con asombrosa facilidad. Otro empujó una de las cajas con una mano, lo que era imposible porque pesaban media tonelada. «Son fuertes», pensó, estupefacta. Aquellos Siervos vestidos de blanco poseían una fuerza y una velocidad que no era… que no podía ser natural, mientras esquivaban la primera ronda de disparos y se disponían a luchar. Los hombres de Simon gritaron y aullaron entre el humo cuando los Siervos comenzaron a abatirlos…
Notó la mano de Tom sobre su hombro.
—Violet. —La voz de su hermano, fuerte—. Los detendré aquí. Te necesito en la bodega, para proteger el cargamento de Simon.
—Tom, ¿qué está pasando? ¿Quiénes son estos…?
—La bodega, Violet. Ya.
Espadas. «Ya nadie usa espadas», pensó Violet, observando estupefacta mientras un Siervo con pómulos altos hería sin inmutarse al contramaestre del barco y una Sierva de cabello rubio atravesaba con su hoja el pecho de uno de los marineros armados con pistolas.
—Buscad a Marcus —ordenó la Sierva rubia, y el resto se dispersó, obedeciendo su orden.
Tom se adelantó para enfrentarse a ellos.
Violet tenía que irse. El muelle era un caos de imágenes y sonidos, y la refriega se acercaba. Estaba paralizada.
—El León de Simon —dijo la Sierva rubia.
—Es solo un cachorro —añadió otro a su lado.
«¿León?», pensó Violet. La extraña palabra resonó en ella, más aún al darse cuenta de que estaban hablando de su hermano.
Tom había tomado el fierro y lo blandía como una palanca. Entre las pistolas y las espadas parecía un arma absurda, pero Tom se detuvo ante los demás, enfrentándose a la hilera de Siervos como si estuviera dispuesto a abatirlos él solo.
—Si sabes que tenemos a Marcus, sabes que no sois invencibles.
La Sierva rubia se rio.
—¿Crees que un León puede detener a una docena de Siervos?
—Un León mató a un centenar de los vuestros —dijo Tom.
—Tú no eres como los Leones de antaño. Eres débil.
La espada de la Sierva destelló en un arco plateado. Fue rápido; muy rápido. Violet solo vio un instante de asombro en el rostro de la Sierva rubia antes de que Tom golpeara su espada, arrebatándosela, y le atravesara el pecho con la tosca barra de hierro. Después, extrajo la barra y se irguió para mirar a los demás.
Tom no era débil. Tom era fuerte. Tom siempre había sido fuerte.
Violet lo miró fijamente. Tenía sangre en el rostro, sangre en el fierro, sangre salpicando el blanco de su camisa, volviéndola roja. Con sus rizos castaños como un halo alrededor de su cabeza, parecía un león.
Él le echó una única mirada.
—Vete, Violet. Yo bajaré cuando pueda.
La muchacha asintió sin pensar. Se marchó, trastabillando, antes de agacharse y correr sobre la cubierta mientras el barco se sacudía de nuevo como si hubiera colisionado. Sobre ella, la jarcia osciló y se sacudió. Un tonel rodó incontrolado sobre la madera. Se produjeron más disparos; Violet se cubrió la boca con el brazo para no ahogarse con el humo. Su talón resbaló sobre la sangre. Vio al capitán Maxwell cargando una pistola y después corrió de costado para evitar a tres hombres de Simon que forcejeaban con un Siervo, antes de conseguir atravesar la neblina hacia la bodega.
Cuando la trampilla se cerró, se sintió aliviada; no había nadie allí. Los sonidos de la cubierta llegaban atenuados, los gritos y los alaridos y el sordo estallido de los disparos.
Intentó no sentirse como se sentía cuando su padre cerraba la puerta de su despacho, dejándola fuera después de conducir a Tom al interior.
Siervos, los había llamado Tom. Ellos lo habían llamado León. Esa palabra la golpeaba como la sangre. Le recordó a un Tom más joven, doblando una moneda de cobre con los dedos y diciéndole: «Violet, soy fuerte, pero no puedes decírselo a nadie». Su fuerza era un secreto que habían guardado, pero en ese momento hizo que su ordinario hermano se pareciera a los Siervos, extraños y sobrenaturales.
León.
No dejaba de ver el momento en el que Tom había matado a la Sierva rubia, la sangre roja en la barra de hierro.
No creía que Tom fuera capaz de matar a nadie.
Le temblaban las manos. Era una tontería. Encerrada en la bodega, era la persona más segura de aquel barco. Apretó los puños para detener el temblor. Funcionó, solo un poco.
Necesitaba un arma. Miró a su alrededor.
La bodega del Sealgair era un espacio cavernoso con gruesas vigas sobre las escaleras, y cajas, barriles y contenedores extendiéndose hasta el fondo del barco. Una larga hilera de lámparas colgaba de ganchos sobre su cabeza y desaparecía en una zona más oscura, como el negro interior de una cueva. Allí solo distinguía siluetas distantes, lonas medio desplegadas y enormes contenedores de madera.
Aquel era el cargamento de Simon, parte del constante flujo de bienes que traía de sus puestos comerciales. Decían que Simon era un coleccionista y que su negocio se basaba en los objetos inusuales que traía de todo el globo. Tom había sido recompensado con la marca por haber conseguido uno de ellos, algo raro y difícil de encontrar. Violet era incapaz de imaginar qué extraños artículos habría en el interior de aquellas cajas. La recorrió un escalofrío de inquietud, como si no debiera estar allí abajo. Como si hubiera algo allí que no debiera ser molestado.
Bajó el último peldaño. A la turbia luz de las lámparas, era difícil recordar que fuera el día seguía soleado. Las cajas se cernían a cada lado, formas anónimas que titilaban bajo la luz, como si se encogieran y crecieran. A pesar de los retazos de luz, hacía frío… El ambiente era tan frío como el río. El Sealgair estaba en el agua, cargado por el peso de la carga. Fuera, en lugar de cernirse sobre el río, con la proa tan alta como un edificio, se mantenía casi al nivel del muelle, accesible a través de las escalas. Allí abajo, estaba sumergida.
Se adentró en la bodega y se descubrió chapoteando a través del agua.
¿Agua?
Le llegaba al tobillo. Estaba fría y cargada del repugnante olor del río.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz tensa.
Violet se giró, salpicando y con el corazón desbocado tras oír palabras en un lugar que creía vacío.
Un chico de unos diecisiete años, con la camisa hecha jirones y los pantalones rasgados, estaba encadenado en la oscuridad de la bodega.