CAPÍTULO UNO
Tres semanas después.
Will vio el primer atisbo de Londres después de que el sol saliera, la silueta negra azabache del bosque de mástiles en el río contra un cielo apenas un tono más claro, junto a las grúas elevadoras, los andamios y todos los conductos y chimeneas.
El muelle estaba despertando. En la orilla izquierda, las puertas del primer almacén ya habían abierto. Algunos hombres se habían reunido y gritaban sus nombres con la esperanza de ser elegidos para el trabajo; otros estaban ya en las barcazas, enrollando cuerda. Un oficial con chaleco de raso saludó a un capataz. Tres niños con los pantalones remangados habían empezado a tantear el barro, buscando clavos de cobre o pequeños trozos de carbón, el cabo de una cuerda o un hueso. Una mujer con una pesada falda estaba sentada junto a un barril, voceando la mercancía del día.
En una barcaza que hacía su lento trayecto sobre las negras aguas del río, Will salió de detrás de unos toneles de ron, listo para saltar a la orilla. Le habían encargado que comprobara las cuerdas que rodeaban los toneles para evitar que se deslizaran, y después que los descargara con la ayuda de una grúa o haciendo sufrir su espalda. No tenía la constitución de toro de muchos de los obreros del muelle, pero era trabajador. Podía ocuparse de las cuerdas y de la carga y descarga, o ayudar a subir los sacos a una carreta o a un bote.
—El embarcadero está justo ahí, ¡acercadla! —gritó Abney, el capataz.
Will asintió y agarró una cuerda. Tardarían toda la mañana en descargar la barcaza, antes del descanso de media hora en el que los hombres compartían pipas y licor. Los músculos ya le dolían por el esfuerzo, pero pronto encontraría el ritmo que lo ayudaría a aguantar. Al final del día, le darían una corteza de pan duro con sopa de guisantes del humeante caldero. Ya lo estaba deseando, e imaginaba el caliente sabor de la sopa, sintiéndose afortunado de tener mitones que mantuvieran sus manos calientes en aquel frío.
—¡Preparad esas cuerdas! —Abney, con las mejillas enrojecidas por el alcohol, tenía la mano en una de las cuerdas, justo junto a uno de los nudos de Will—. Crenshaw quiere la barcaza vacía antes del mediodía.
La cuadrilla se puso en acción. Detener una embarcación de treinta toneladas con la única ayuda de las corrientes y de las pértigas era duro a la luz del día, y más duro aún en la oscuridad. Demasiado rápido, y las pértigas se romperían; demasiado lento, y chocarían contra el varadero, astillando la madera. Los gabarreros hundieron sus pértigas en el limo del lecho del río y tiraron, empujando el peso de la embarcación.
—¡Amarradla! —llegó la llamada, buscando asegurar la barcaza antes de descargarla.
El navío se detuvo lentamente, apenas balanceándose sobre las oscuras aguas. Los gabarreros enfundaron sus pértigas y lanzaron las amarras para atar la barcaza al muelle, tirando de las cuerdas para tensarlas y después anudándolas.
Will fue el primero en saltar de la barcaza; rodeó un bolardo con su amarra, ayudando a los que seguían a bordo a acercar la nave al muelle.
—Esta noche, el capataz beberá con el propietario del barco —dijo George Murphy, un irlandés con un gran bigote que tiraba de una cuerda junto a Will. Aquel era el tema del que hablaban todos los hombres del muelle: trabajo y cómo conseguirlo—. Es probable que nos ofrezca más trabajo cuando este haya terminado.
—La bebida lo hace ganar puntos, pero también perderlos —apuntó Will, y Murphy resopló, afable. Will no añadió: Casi siempre los pierde.
—Estaba pensando en buscarlo después, a ver si consigo que me contrate —continuó Murphy.
—Es mejor que quedarse esperando a que te llamen para una jornada —asintió Will.
—Incluso podría permitirme un poco de carne los domingos…
¡Crac!
Will giró la cabeza justo a tiempo de ver una cuerda soltándose de su traba y volando por el aire.
Había treinta toneladas de mercancía en aquel barco, no solo ron sino corcho, cebada y pólvora. La cuerda azotó los aros de hierro y se zafó de ellos, rompiendo la lona y haciendo rodar los toneles. Justo hacia Murphy. ¡No…!
Will se lanzó sobre Murphy, apartándolo del camino de la estampida. Un tonel le golpeó el hombro y notó un trepidante estallido de dolor. Se levantó, jadeando, y miró el rostro atónito de Murphy con una oleada de frenético alivio: estaba vivo y solo había perdido su gorra, revelando el cabello apelmazado del color de su bigote. Por un momento, se miraron. Después, entendieron la verdadera escala de aquella calamidad.
—¡Recuperadlos! ¡Sacadlos del agua!
Los hombres chapoteaban, desesperados por salvar la carga. Will hizo lo mismo y los ayudó a empujar los barriles hacia la orilla de guijarros. Ignoró el dolor de su hombro. Le fue más difícil ignorar la imagen de la cuerda suelta, de Murphy en el camino del barril. Podría haberlo matado. Intentó concentrarse en sacar la mercancía del agua. ¿Se había dañado la carga? El corcho flotaba, y los barriles de ron eran herméticos, pero el nitrato de potasio se disolvía en el líquido. Cuando abrieran los toneles, ¿descubrirían que se había perdido?
Perder una barcada de pólvora… ¿qué implicaría? ¿Acabaría con el negocio de Crenshaw? ¿Tendría que decir adiós a su riqueza, como si se alejara flotando en el río?
Los accidentes eran habituales en el muelle. Justo la semana anterior, un caballo de carga se asustó inesperadamente mientras tiraba de una embarcación a lo largo de los canales; las cuerdas se rompieron y la nave volcó. Abney solía contar una historia de una cadena rota que había matado a cuatro hombres y enviado una barcaza de carbón al fondo del río. A Murphy le faltaban dos dedos por unas cajas mal apiladas. Todo el mundo conocía la realidad cotidiana: escatimar, recortar el presupuesto, era peligroso.
—¡Se ha soltado una maldita cuerda! —bramó Beckett, un viejo obrero con un descolorido chaleco marrón abotonado hasta la garganta—. Allí. —Señaló la atadura rota—. Tú. —Se dirigió a Will, que era el que estaba más cerca—. Tráenos más cuerda y una palanca para abrir esos barriles. —Señaló el almacén con la barbilla—. Y date prisa. Te descontaré el tiempo perdido.
—Sí, señor Beckett —dijo Will, sabiendo que no debía discutir.
A su espalda, Beckett ya estaba ordenando a otros que volvieran al trabajo y dirigiendo el flujo de sacos y cajas alrededor de los toneles mojados de la orilla.
Will corrió hacia el almacén.
El almacén de Crenshaw, uno de los muchos edificios de ladrillo que bordeaban la ribera, estaba lleno de mercancía en barriles y cajas, reposando una noche o dos antes de continuar su camino hasta las salas de dibujo, las mesas de comedor y las pipas de fumar.
El aire del interior estaba frío y emponzoñado con el hedor del sulfuro en sus contenedores amarillos, de los montones de pieles y de los toneles de ron empalagosamente dulce. Will se tapó la nariz con el brazo cuando la intensa vaharada de tabaco fresco se vio superada por el aroma de las suntuosas especias que nunca había probado y que hacían que le picara la garganta. Había pasado medio día arrastrando cajas al interior de un almacén similar dos semanas antes. La tos se había quedado con él durante días, y había sido un incordio escondérsela al capataz. Estaba acostumbrado al mal olor del río, pero los vapores de la brea y del alcohol hacían que le lloraran los ojos.
Un obrero con un áspero pañuelo de alegres colores alrededor del cuello se detuvo mientras apilaba madera.
—¿Te has perdido?
—Beckett me envía a por cuerda.
—Ahí abajo —señaló con el pulgar.
Will vio una palanca junto a un par de toneles viejos y un alto montón de bramante que olía a alquitrán. Después, buscó un rollo de cuerda que pudiera echarse al hombro y llevar a la barcaza.
«Aquí no hay nada, tampoco detrás de los barriles…». A su izquierda vio un objeto parcialmente cubierto por una sábana blanca. ¿Qué era aquello? Extendió la mano para tirar de la polvorienta sábana, que cayó en un montón sobre el suelo.
Un espejo quedó a la vista, apoyado contra una caja. Era metálico y viejo, una antigüedad de otra época, de antes de que los espejos se hicieran de cristal. Deformado y veteado, diseminaba su reflejo en picados destellos sobre su superficie metálica, nebulosos atisbos de piel pálida y ojos oscuros. «Aquí tampoco hay nada», pensó, y estaba a punto de reanudar su búsqueda cuando algo en el espejo llamó su atención.
Un destello.
Miró a su alrededor con brusquedad, pensando que el espejo debía haber captado el movimiento reflejado de alguien a su espalda. Pero allí no había nadie más. Era extraño. ¿Se lo habría imaginado? Aquella parte del almacén estaba desierta, los largos pasillos entre los montones de cajas. Volvió a mirar el espejo.
Su opaca superficie metálica estaba manchada por el tiempo y las imperfecciones, de modo que le era difícil ver. Pero aun así lo vio, un movimiento en la borrosa superficie del espejo que lo hizo detenerse en seco.
El reflejo del espejo estaba cambiando.
Will lo miró, sin atreverse apenas a respirar. Las difusas siluetas estaban cambiando de forma ante sus ojos, convirtiéndose en columnas y en espacios abiertos… No era posible, pero estaba ocurriendo. El reflejo estaba cambiando, como si la estancia ante la que estaba el espejo fuera un lugar de hacía mucho, y no había nadie que le impidiera acercarse para mirar a través de los años.
Había una dama en el espejo. Eso fue lo primero que vio, o que creyó ver; después, el oro de una vela cercana y el oro de su brillante cabello, recogido en una trenza que caía sobre su hombro hasta la cintura.
Estaba escribiendo, letras elegantes en páginas con bordes de suntuosos colores y mayúsculas ornamentadas con diminutas figuras. Su habitación se abría a la noche abalconada, con techos abovedados y una serie de peldaños bajos que conducían (lo sabía de algún modo) a los jardines. Nunca antes había visto aquella escena, pero en ella había un recuerdo del aroma del verde atardecer y del oscuro movimiento de los árboles. Instintivamente, se acercó para ver mejor.
Ella dejó de escribir y se giró.
Tenía los ojos de su madre, y lo miró directamente. Will se contuvo para no retroceder un paso.
La dama se acercó a él y su vestido la siguió en una estela por el suelo. Podía ver la vela que sostenía en la mano, el brillante medallón que llevaba al cuello. Se acercó tanto que fue como si estuvieran el uno frente al otro. Will tuvo la repentina sensación de que apenas los separaba la distancia de un brazo extendido. Creyó ver su propio rostro reflejado en sus ojos, pequeño como la llama de una vela, un destello gemelo.
En lugar de eso, en sus ojos vio el espejo, duplicado, plateado y nuevo.
Se le erizó el vello de los brazos; aquello era tan extraño que se estremeció. «El mismo espejo… Ella está mirando este mismo espejo…».
—¿Quién eres tú? —preguntó una voz.
Will retrocedió con brusquedad, repentinamente, tambaleándose, solo para darse cuenta, de la manera más tonta, de que la voz no había salido del espejo; la oyó a su espalda. Uno de los obreros del almacén estaba mirándolo con recelo, con un farol elevado en la mano.
—¡Vuelve al trabajo!
Will parpadeó. El almacén, con sus cajas húmedas, lo rodeaba, aburrido y ordinario. Los jardines, las altas columnas y la dama habían desaparecido.
Era como si se hubiera roto un hechizo. ¿Lo habría imaginado? ¿Serían los vapores del almacén? Sintió la necesidad de frotarse los ojos, casi deseando perseguir la imagen que había visto. Pero el espejo solo reflejaba el mundo ordinario que lo rodeaba. La visión se había desvanecido. Solo había sido una fantasía, una ensoñación o un truco de la luz.
Despojándose de la sensación de aturdimiento, Will se obligó a asentir con la cabeza y a decir:
—Sí, señor.