PRÓLOGO
Londres, 1821.
—Despiértalo —ordenó James, y el marinero de rostro adusto levantó de inmediato el cubo de madera que tenía en la mano y lanzó su contenido a la cara del hombre desplomado y atado ante él.
El agua abofeteó a Marcus, arrastrándolo hasta la conciencia mientras tosía y tomaba aire a bocanadas.
Incluso empapado, encadenado y apaleado, Marcus tenía un aire noble, como el gallardo caballero protagonista de un tapiz descolorido. «El porte orgulloso de los Siervos», pensó James. Se erguía en las entrañas del buque de carga de Simon Creen como la apestosa miasma del río, a pesar de que lo habían esposado para evitar que se moviera.
Allí abajo, la bodega del barco era como el interior de una ballena con costillas de madera. El techo era bajo. No había ventanas. La luz provenía de las dos lámparas que los marineros colgaron cuando arrastraron a Marcus hasta allí, quizás una hora antes. Todavía estaba oscuro fuera, aunque él no tenía modo de saberlo.
Parpadeó con sus pestañas húmedas. El cabello renegrido caía sobre sus ojos en mechones goteantes. Llevaba los andrajosos restos del uniforme de su orden, cuya estrella plateada estaba manchada de tierra y sangre.
James vio el horror naciendo en los ojos de Marcus cuando se dio cuenta de que seguía vivo.
«Lo sabe». Marcus sabía qué iban a hacer con él.
—Así que Simon Creen tenía razón sobre los Siervos —dijo James.
—Mátame. —Marcus tenía la garganta rasposa, llena de gravilla, como si al ver a James hubiera entendido de golpe lo que estaba ocurriendo—. Mátame, James. Por favor. Si alguna vez has sentido algún afecto por mí…
James despidió al marinero y esperó hasta que el hombre se marchó, hasta que no hubo más sonidos que el rechinar del agua y la madera, y Marcus y él se quedaron solos.
Marcus tenía las manos encadenadas a su espalda. Estaba en una posición incómoda debido a ello, incapaz de enderezarse; unas gruesas cadenas lo ataban firmemente a los cuatro pesados puntales del barco. James echó una mirada a los enormes e inamovibles eslabones de hierro.
—Todos esos votos… En realidad, nunca has vivido. ¿No habrías deseado estar con una mujer? O con un hombre.
—¿Como tú?
—Esos rumores no son ciertos —dijo James con serenidad.
—Si alguna vez has sentido aprecio por alguno de nosotros…
—Te alejaste demasiado del rebaño, Marcus.
—Te lo ruego —le suplicó.
Pronunció las palabras como si aquel mundo estuviera regido por un sistema de honor, como si solo tuviera que apelar a la naturaleza bondadosa de una persona para que el bien prevaleciera.
James era incapaz de tragar toda aquella superioridad moral.
—Ruégamelo, entonces. Pídeme de rodillas que te mate. Hazlo.
No había esperado que Marcus lo hiciera, pero por supuesto, lo hizo; y seguramente disfrutó, arrodillándose como un mártir antes del sacrificio. Marcus era un Siervo; se había pasado la vida manteniendo sus votos y siguiendo sus normas, creyendo en palabras como nobleza, verdad y bondad.
El prisionero se movió con torpeza, incapaz de mantener el equilibrio sin usar las manos, y con humillante dificultad, asumió su nueva postura a pesar de las cadenas: la cabeza baja y las rodillas sobre el suelo de madera.
—Por favor, James. Por favor. Por lo que queda de los Siervos.
James miró su cabeza baja, su maltrecho y atractivo semblante que seguía siendo lo bastante ingenuo como para esperar que hubiera una salida para él.
—Estaré junto a Simon mientras termina con el linaje de los Siervos —dijo James—. No me detendré hasta que no quede nadie en pie en vuestro alcázar, hasta que vuestra última luz titile y se apague. Y, cuando llegue la oscuridad, estaré junto al que lo gobernará todo. —La voz de James resonó con claridad—. ¿Crees que significas algo para mí? Debes haber olvidado quién soy.
Marcus lo miró entonces, con un destello en los ojos. Fue la única advertencia que tuvo James. El Siervo se lanzó hacia él, reuniendo toda su fuerza, hasta que sus músculos se tensaron y protuberaron y el hierro se clavó en su carne…
Durante un único y aterrador instante, el hierro gimió, desplazándose…
Marcus emitió un sonido agonizante y se desplomó. Una carcajada de alivio borboteó en la garganta de James.
Los Siervos eran fuertes. Pero no lo bastante fuertes.
Marcus jadeaba. Tenía los ojos furiosos. Bajo la ira, estaba aterrado.
—Tú no eres la mano derecha de Simon —le espetó Marcus—. Eres su gusano. Su lamebotas. ¿A cuántos de nosotros has matado? ¿Cuántos Siervos morirán por tu culpa?
—Todos menos tú —sentenció James.
Marcus palideció y, por un momento, James pensó que iba a suplicar de nuevo. Lo habría disfrutado. Pero Marcus lo miró en medio de un adusto silencio. Era suficiente, por el momento. Marcus suplicaría de nuevo antes de que aquello hubiera terminado. No necesitaba provocarlo; solo tenía que esperar.
Marcus rogaría y nadie acudiría en su ayuda. Allí, en el barco de Simon.
Satisfecho, James se giró para subir las escaleras de madera que lo conducirían a la cubierta. Tenía el pie en el primer peldaño cuando la voz de Marcus resonó a su espalda.
—El chico está vivo.
James sintió un ardiente resentimiento que hizo que se detuviera. Se obligó a no girarse, a no mirar a Marcus, a no picar el anzuelo. Mientras continuaba subiendo las escaleras hacia la cubierta del barco, habló con voz tranquila:
—Ese es vuestro problema, el de los Siervos. Siempre creéis que hay esperanza.