En la víspera misma del nacimiento del Tercer Reich una febril tensión embargaba a Berlín. La República de Weimar, como parecía patente a casi todos, estaba a punto de expirar. Durante más de un año había estado desmoronándose rápidamente. El general Kurt von Schleicher, que como su predecesor inmediato, Franz von Papen, se preocupaba poco por la República y menos por su democracia, y que, también, lo mismo que el anterior, había gobernado como canciller por decreto presidencial sin recurrir al Parlamento, había llegado al final de sus posibilidades después de cincuenta y siete días de estar en funciones.
El sábado 28 de enero de 1933 había sido destituido repentinamente por el anciano presidente de la República, mariscal de campo Von Hindenburg. Adolf Hitler, jefe de los nacionalsocialistas, el partido político más numeroso de Alemania, solicitaba para él la cancillería de la república democrática que había jurado destruir.
Los más desenfrenados rumores de lo que había sucedido corrieron en la capital durante aquel fatídico fin de semana invernal, y los más alarmantes de ellos, como sucede con frecuencia, no carecían de algún fundamento. Había informes de que Schleicher, de acuerdo con el general Kurt von Hammerstein, comandante en jefe del ejército, estaba preparando un golpe de Estado con el apoyo de la guarnición de Potsdam, con el propósito de arrestar al presidente y establecer una dictadura militar. Se hablaba de un golpe de Estado nazi. Las tropas de asalto de Berlín, ayudadas por simpatizantes nazis de la policía, se apoderarían de la Wilhelmstrasse, donde estaban localizados el palacio de la Presidencia y la mayor parte de los ministerios del gobierno. Se hablaba también de una huelga general. El domingo 29 de enero, unos cien mil obreros se concentraron en el Lustgarten, situado en el centro de Berlín, para demostrar su oposición a que se nombrara a Hitler canciller. Uno de los jefes obreros intentó ponerse en contacto con el general Von Hammerstein para proponerle una acción conjunta del ejército y los trabajadores organizados en caso de que Hitler fuera llamado para presidir un nuevo gobierno.1 * Ya anteriormente, en la época del golpe de Estado de Kapp de 1920, una huelga general había salvado a la República después de que el gobierno hubiera abandonado la capital.
Durante la mayor parte de la noche del sábado al domingo, Hitler se paseó de un lado a otro de su habitación en el hotel Kaiserhof, en la Reichskanzlerplatz, situada exactamente al fondo de la calle de la Cancillería.2 A pesar de su nerviosismo, estaba completamente convencido de que su hora había sonado. Durante cerca de un mes había estado negociando secretamente con Papen y otros jefes de la derecha conservadora. Había conseguido un compromiso. No podía tener un gobierno puramente nazi. Pero podía ser canciller de un gobierno de coalición cuyos miembros —ocho del total de once que lo compondrían no eran nazis— estaban de acuerdo con él para la abolición del régimen democrático de Weimar. Solamente el anciano y abatido presidente parecía persistir en su postura. En una fecha tan reciente como el 26 de enero, dos días antes de este crucial fin de semana, el anciano mariscal de campo le había dicho al general Von Hammerstein que «no tenía intención alguna de hacer a ese cabo austríaco ni ministro de Defensa, ni canciller del Reich».3
Sin embargo, bajo la influencia de su hijo, el comandante Oskar von Hindenburg, de Otto von Meissner, el secretario de Estado del presidente, de Papen y de otros miembros de la camarilla de palacio, el presidente flaqueó al fin. Tenía ochenta y seis años y estaba cayendo en la senectud. En la tarde del domingo 29 de enero, mientras Hitler estaba tomando café y pastas con Goebbels y otros auxiliares, Hermann Goering, presidente del Reichstag y segundo de Hitler en el Partido Nacionalsocialista, irrumpió de pronto y les informó categóricamente de que a la mañana siguiente Hitler sería nombrado canciller.4
Poco antes del mediodía del lunes 30 de enero de 1933, Hitler fue a la Cancillería para entrevistarse con Hindenburg, reunión que resultaría fatídica para él, para Alemania y para el resto del mundo. Desde una ventana en el Kaiserhof, Goebbels, Roehm y otros jefes nazis mantenían una ansiosa vigilancia sobre la puerta de la Cancillería de donde el Führer saldría de un momento a otro. «Queríamos adivinar por su cara si había tenido éxito o no», escribió Goebbels. Pues ni siquiera entonces estaban completamente seguros. «Nuestros corazones iban y venían entre la duda y la esperanza, la alegría y el desánimo», anotó Goebbels en su diario. «Hemos sido decepcionados demasiado a menudo para creer de todo corazón en el milagro.»5
Unos pocos momentos después fueron testigos del milagro. El hombre con el bigote a lo Charlot, que había sido un vagabundo arruinado en Viena durante su juventud, un soldado anónimo de la primera guerra mundial, un indigente en Múnich durante los crueles días de la posguerra, el jefe algo cómico del putsch de la Cervecería; este fascinante orador que ni siquiera era alemán, sino austríaco, y que tenía sólo cuarenta y tres años, acababa en ese momento de prestar juramento como canciller del Reich alemán.
Condujo el coche a través de los cien metros escasos que le separaban del Kaiserhof y pronto estuvo con sus antiguos camaradas, Goebbels, Goering, Roehm y los otros camisas pardas que lo habían ayudado a subir por el roqueño y escabroso camino que conducía al poder. «Él no nos dijo nada, ni ninguno de nosotros dijo nada —anotó Goebbels—, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.»6
Esa tarde, desde el crepúsculo hasta bien pasada la medianoche, las delirantes tropas de asalto nazis marcharon en un masivo desfile de antorchas para celebrar la victoria. Por decenas de millares, emergían en disciplinadas columnas desde las profundidades del Tiergarten, pasaban bajo el arco de triunfo de la Puerta de Brandeburgo y bajaban por la Wilhelmstrasse, con las bandas haciendo sonar en sus trompetas viejos aires marciales al compás de los tronantes redobles de los tambores, sus voces gritando la nueva Canción de Horst Wessel y otras tonadas que eran tan viejas como Alemania, con sus grandes botas marcando el compás rítmicamente sobre el pavimento, sus antorchas sostenidas en alto y formando una cinta de llamas que iluminaba la noche y encendía los vivas de los espectadores reunidos en las aceras. Desde una ventana del palacio, Hindenburg presenció el desfile del gentío, llevando el compás de las antiguas marchas militares con su bastón, complacido al parecer por haber escogido al fin a un canciller que podía excitar al pueblo en una forma tradicionalmente alemana. Si el anciano, en su chochez, tuvo o no algún indicio de lo que había puesto en movimiento ese día, es cosa dudosa. Una anécdota, probablemente apócrifa, corrió pronto por Berlín, en la que se decía que en mitad del desfile se había vuelto hacia un viejo general comentando: «Yo no sabía que habíamos cogido tantos prisioneros rusos.»
A un tiro de piedra, Wilhelmstrasse abajo, estaba Adolf Hitler en una ventana abierta de la Cancillería, fuera de sí de excitación y alegría, bailando arriba y abajo, estirando el brazo continuamente en el saludo nazi, sonriendo y riendo hasta que sus ojos estuvieron llenos de lágrimas.
Un observador extranjero contempló el acontecimiento esa tarde con diferente sentimiento. «El río de fuego se deslizó a lo largo de la embajada francesa —escribió André François-Poncet, el embajador—, desde donde, con el corazón oprimido y lleno de presentimientos, miraba yo su luminosa estela.»7
Cansado, pero feliz, Goebbels llegó a su casa esa noche a las tres de la madrugada. Garrapateando en su diario antes de acostarse, escribió: «Es casi como un sueño [...] un cuento de hadas [...] Ha nacido el nuevo Reich. Catorce años de trabajo han sido coronados por el éxito. ¡La revolución alemana ha comenzado!»8
Hitler se jactaba de que el Tercer Reich que había nacido el 30 de enero de 1933 duraría un milenio,9 y en el lenguaje nazi se le citaba a menudo como el «Reich del Milenio». Duró doce años y cuatro meses, pero en esa chispa de tiempo, como computa la historia, causó una erupción en esta tierra más violenta y destructora que cualquier otra experimentada previamente, alzando al pueblo alemán a las alturas de un poder que no había conocido en más de un milenio; haciéndolo el dueño de Europa desde el Atlántico al Volga, desde el cabo Norte al Mediterráneo, y abismándolo en las profundidades de la destrucción y la desolación al fin de una guerra mundial que su nación había provocado fríamente y durante la cual instituyó un reinado de terror sobre los pueblos conquistados que, con su calculada carnicería de vidas humanas y espíritu humano, sobrepasó todas las salvajes opresiones de las eras anteriores.
El hombre que fundó el Tercer Reich, que lo gobernó despiadadamente y a menudo con astucia poco común, que lo condujo a tan vertiginosas alturas y a tan espantoso fin, fue una persona de indudable genio, aunque mal encaminado. Es cierto que encontró en el pueblo alemán, como si una misteriosa Providencia y siglos de experiencia lo hubieran moldeado para aquel entonces, un instrumento natural que él fue capaz de dirigir para sus propios fines siniestros. Pero sin Adolf Hitler, que poseía una personalidad demoníaca, una voluntad de granito, misteriosas intuiciones, fría crueldad, notable inteligencia, alta imaginación y... —hasta casi el final, cuando, borracho de poder y de triunfos, fue más allá de sus fuerzas— asombrosa capacidad para evaluar a la gente y las situaciones, casi seguramente nunca habría existido un Tercer Reich.
«Es uno de los mayores ejemplos —como dice Friedrich Meinecke, el eminente historiador alemán— del singular e incalculable poder de la personalidad en la vida histórica.»10
A algunos alemanes y, sin duda, a la mayoría de los extranjeros les pareció que un charlatán se había hecho cargo del poder en Berlín. Para la mayoría de los alemanes, Hitler tenía —o asumiría muy pronto— el aura de un jefe verdaderamente carismático. Iban a seguirle ciegamente, como si él poseyese un juicio divino, durante los próximos doce tempestuosos años.
Teniendo en cuenta sus orígenes y la primera parte de su vida, sería difícil imaginarse una figura menos apropiada para heredar el manto de Bismarck, de los emperadores Hohenzollern y del presidente Hindenburg que este singular austríaco de estirpe campesina que nació a las seis y media de la tarde del 20 de abril de 1889, en Gasthof zum Pommer, una modesta posada en la ciudad de Braunau am Inn, al otro lado de la frontera de Baviera.
El lugar de nacimiento en la frontera austro-germana iba a resultar significativo, pues prontamente, siendo sólo un muchacho, Hitler llegó a estar obsesionado con la idea de que no debería haber fronteras entre esos dos pueblos de lengua alemana y que los dos tendrían que pertenecer a un mismo Reich. Tan fuerte y durable fue este sentimiento que, a los treinta y cinco años, cuando, en una prisión alemana, dictó el libro que llegaría a ser el plan detallado del Tercer Reich, sus primeras líneas se relacionaban con el significado simbólico de su lugar de nacimiento. Mein Kampf comienza con estas palabras:
Hoy me parece providencial que el destino hubiese escogido Braunau am Inn como mi lugar de nacimiento. Pues esta pequeña ciudad está situada en la frontera entre dos estados alemanes, que nosotros, los de la generación más joven al menos, habíamos decidido que se reunieran por todos los medios a nuestra disposición [...] Esta pequeña ciudad fronteriza me parece ser el símbolo de una gran misión.11
Adolf Hitler era el tercer hijo del tercer matrimonio de un funcionario secundario de Aduanas, que había sido hijo ilegítimo y que durante los primeros treinta y nueve años de su vida llevó el apellido de su madre, Schicklgruber. El apellido Hitler aparece tanto en la línea materna como en la paterna. Tanto la abuela materna de Hitler como su abuelo paterno se llamaban Hitler, o, más bien, variantes de este apellido, pues aparecía escrito de varias formas: Hiedler, Huetler, Huettler y Hitler. La madre de Adolf era prima segunda de su padre, y tuvo que obtenerse una dispensa episcopal para el matrimonio.
Los antepasados del futuro Führer alemán, de ambas ramas, habitaron durante generaciones en el Waldviertel, un distrito de la Baja Austria entre el Danubio y las fronteras de Bohemia y Moravia. En mis tiempos de estancia en Viena pasé algunas veces por allí en mis viajes a Praga o a Alemania. Es una comarca montañosa, cubierta de arbolado, de pueblecitos campesinos y de pequeñas granjas, y, aunque sólo estaba a setenta y cinco kilómetros de Viena, tenía un aspecto remoto y empobrecido, como si las principales corrientes de la vida austríaca hubieran pasado de largo. Los habitantes tendían a ser desabridos, como los campesinos checos situados precisamente al norte de ellos. El matrimonio entre parientes es común, como en el caso de los padres de Hitler, y la ilegitimidad es frecuente.
Por el lado materno había una cierta estabilidad. Durante cuatro generaciones, la familia de Klara Poelzl había permanecido como campesinos en el número 37 del pueblo de Spital.12 La historia de los antepasados paternos de Hitler es completamente distinta. La ortografía del apellido familiar, como hemos visto, cambia; el lugar de residencia, también. Hay un espíritu de inquietud entre los Hitler que los impulsa a moverse de un pueblo al próximo, de un trabajo a otro, a evitar lazos humanos y a seguir una cierta vida bohemia en sus relaciones con las mujeres.
Johann Georg Hiedler, abuelo de Adolf, fue un molinero ambulante que ejercía su oficio de pueblo en pueblo por la Baja Austria. Cinco meses después de su primer casamiento, en 1824, le nació un hijo, pero el niño y la madre no sobrevivieron. Dieciocho años después, mientras trabajaba en Duerenthal, se casó con una mujer campesina de cuarenta y siete años de edad, del pueblo de Strones, Maria Anna Schicklgruber. Cinco años antes del matrimonio, el 7 de junio de 1837, Maria había tenido un hijo ilegítimo a quien puso por nombre Alois y que fue con el tiempo el padre de Adolf Hitler. Lo más probable es que el padre de Alois fuera Johann Hiedler, aunque faltan pruebas concluyentes. De todas formas Johann al final se casó con la mujer, pero, contrariamente a las costumbres usuales en tales casos, no se molestó en legitimar al hijo después del matrimonio.
Maria murió en 1847, en vista de lo cual Johann Hiedler se desvaneció durante treinta años, para reaparecer, ya a la edad de ochenta y cuatro, en la ciudad de Weitra en el Waldviertel, con su apellido cambiado ahora en Hitler, para declarar ante un notario en presencia de tres testigos que él era el padre de Alois Schicklgruber. Por qué el anciano esperó tanto tiempo para dar este paso, o por qué finalmente lo dio, son cosas que no se pueden deducir de los registros disponibles. Según Heiden, Alois confió posteriormente a un amigo que su padre lo hizo para ayudarle a obtener una parte de la herencia de un tío, hermano del molinero, que había pasado la juventud en su propia casa.13 De todas formas, este tardío reconocimiento fue hecho el 6 de junio de 1876, y, el 23 de noviembre, el cura de la parroquia de Doellersheim, a cuya oficina había sido enviada la declaración notarial, tachó el nombre de Alois Schicklgruber en el registro bautismal y escribió en su lugar el de Alois Hitler.
Desde entonces el padre de Adolf fue legalmente conocido como Alois Hitler, y el apellido pasó naturalmente a su hijo. Hasta los años treinta de este siglo no encontraron unos emprendedores periodistas de Viena este dato. Rebuscando en los archivos parroquiales descubrieron los hechos relacionados con los antepasados de Hitler y, sin tener en cuenta el retrasado intento de Johann Georg Hiedler de portarse bien con un hijo bastardo, trataron de colgarle al jefe nazi el nombre de Adolf Schicklgruber.
Hay muchos toques fantásticos del destino en la extraña vida de Adolf Hitler, pero ninguno más extraño que el acontecimiento que tuvo lugar trece años antes de su nacimiento. Si el molinero ambulante de ochenta y cuatro años de edad no hubiera reaparecido inesperadamente para reconocer la paternidad de su hijo, de treinta y nueve años entonces, cerca de treinta años después de la muerte de la madre de éste, Adolf Hitler habría nacido siendo Adolf Schicklgruber. Puede que un apellido no represente mucho, pero he oído a alemanes especular sobre si Hitler habría llegado o no a ser el dueño de Alemania en caso de haber sido conocido por el mundo como Schicklgruber. La palabra tiene un sonido algo cómico cuando se desliza de la lengua de un alemán del sur. ¿Puede uno imaginarse a las frenéticas masas alemanas vitoreando a Schicklgruber con sus estruendosos «Heils!»? ¿«Heil Schicklgruber!»?
«Heil Hitler!» no sólo se usaba como un canto pagano wagneriano por la multitud en la fastuosa mística de las reuniones masivas nazis, sino que llegó a ser la forma obligatoria de saludo entre los alemanes durante el Tercer Reich, incluso por teléfono, reemplazando al convencional «Dígame».
¿«Heil Schicklgruber!»? Es un poco difícil imaginárselo.*
Puesto que los padres de Alois, al parecer, nunca vivieron juntos, ni siquiera después de casados, el futuro padre de Adolf Hitler se crió con su tío, quien, aunque hermano de Johann Georg Hiedler, escribía su apellido de forma distinta, siendo conocido como Johann von Nepomuk Huetler. En vista del odio imperecedero que el Führer nazi iba a desarrollar desde su juventud contra los checos, cuya nación terminó destruyendo, el nombre de pila es digno de ser tenido en cuenta. San Juan Nepomuceno era el santo nacional del pueblo checo, y algunos historiadores han visto en el hecho de ponerle ese nombre a uno de los miembros de la familia de Hitler una indicación de la existencia de sangre checa en la familia.
Alois Schicklgruber aprendió primero el oficio de zapatero en el pueblo de Spital, pero, mostrándose inquieto como su padre, pronto partió a Viena para buscar fortuna. A los dieciocho años quedó agregado a la policía fronteriza del servicio de Aduanas cerca de Salzburgo y, al ser ascendido en el servicio nueve años después, se casó con Anna Glasl-Hoerer, la hija adoptiva de un oficial de este cuerpo. Ella aportó una pequeña dote y una posición social superior, como sucedía en la vieja y pequeña burocracia austrohúngara. Pero el matrimonio no fue feliz. Ella era catorce años mayor que él, de salud precaria, y no tuvo hijos. Después de dieciséis años se separaron y tres años después, en 1883, ella murió.
Antes de la separación, Alois, conocido ahora legalmente como Hitler, había quedado prendado de una joven cocinera de hotel, Franziska Matzelsberger, quien le había dado un hijo llamado Alois en 1882. Un mes después de la muerte de su esposa contrajo matrimonio con la cocinera y tres meses después ella dio a luz una hija, Angela. El segundo matrimonio no duró mucho tiempo. En el mismo año Franziska murió de tuberculosis. Seis meses después, Alois Hitler se casaba por tercera y última vez.
La nueva esposa, Klara Poelzl, que poco después sería la madre de Adolf Hitler, tenía veinticinco años; su marido, cuarenta y ocho, y ambos se conocían desde hacía mucho tiempo. Klara procedía de Spital, el pueblo ancestral de los Hitler. Su abuelo había sido Johann von Nepomuk Huetler, con quien se había criado su sobrino Alois Schicklgruber-Hitler. Por tanto Alois y Klara eran primos segundos, y hubieron, como hemos visto, de solicitar dispensa arzobispal para contraer matrimonio.
Era una unión que el funcionario de Aduanas había proyectado años antes cuando había recogido a Klara en su hogar sin hijos como una hermana de leche durante su primer matrimonio. La niña había vivido durante años con los Schicklgruber en Braunau, y, cuando la primera esposa cayó enferma, Alois pareció haber concebido el pensamiento de casarse con Klara tan pronto como su esposa muriera. Su legitimación y la toma de posesión de una herencia de su tío, que fue abuelo de Klara, ocurrió cuando la muchacha cumplía dieciséis años, la edad mínima justa para casarse legalmente. Pero, como hemos visto, la esposa sobrevivió a la separación y, tal vez porque Alois mientras tanto se enamoró de la cocinera Franziska Matzelsberger, Klara, a los veinte años de edad, abandonó el hogar y se fue a Viena donde obtuvo un empleo como criada.
Regresó cuatro años después para llevar la casa de su primo, pues también Franziska, en el último mes de su vida, había salido del hogar de su marido. Alois Hitler y Klara Poelzl se casaron el 7 de enero de 1885, y unos cuatro meses y diez días después nació el primer hijo del matrimonio, Gustav. Murió en la niñez, como el segundo hijo, Ida, nacida en 1886. Adolf fue el tercer hijo de este tercer matrimonio. Un hermano más joven, Edmund, nacido en 1894, vivió sólo seis años. El quinto y último fruto del matrimonio, Paula, nacida en 1896, vivió y sobrevivió a su famoso hermano.
El hermanastro de Adolf, Alois, y su hermanastra, Angela, los hijos de Franziska Matzelsberger, también vivieron hasta edad avanzada. Angela, una hermosa joven, se casó con un aduanero llamado Raubal y, después de la muerte de éste, trabajó en Viena como ama de llaves, y durante algún tiempo, si la información de Heiden es correcta, de cocinera en una casa de caridad judía.14 En 1928, Hitler la llevó a Berchtesgaden de ama de llaves, y después de eso se oyó hablar mucho en los círculos nazis de la maravillosa pastelería vienesa y de los postres que ella cocía en el horno para él, por los que Adolf sentía un voraz apetito. Lo dejó en 1936 para casarse con un profesor de arquitectura en Dresde, y Hitler, por entonces canciller y dictador, se mostró resentido por su partida y se negó a enviarle un regalo de boda. Ella fue la única persona de la familia con la cual, en años posteriores, parece que mantuvo relación... con una excepción. Angela tenía una hija, Geli Raubal, una atractiva rubia con la que, como veremos, Hitler tuvo el único asunto amoroso, verdaderamente profundo, de toda su vida.
A Adolf Hitler no le gustaba oír hablar de su hermanastro. Alois Matzelsberger, legitimado después como Alois Hitler, se hizo camarero y durante muchos años su vida estuvo repleta de tropiezos con la ley. Heiden relata que a los dieciocho años el joven fue sentenciado a cinco meses de cárcel por robo y a los veinte cumplió otra sentencia de ocho meses por el mismo motivo. Con el tiempo se trasladó a Alemania, sólo para verse envuelto en mayores complicaciones. En 1924, mientras Adolf Hitler estaba languideciendo en prisión por haber tomado parte en una revuelta política en Múnich, Alois Hitler fue sentenciado por un tribunal de Hamburgo a seis meses de prisión, por bigamia. Después de eso, refiere Heiden, se marchó a Inglaterra, donde rápidamente fundó una familia y luego la abandonó.15
La llegada al poder de los nacionalsocialistas trajo consigo mejores tiempos para Alois Hitler. Abrió una Bierstube —una pequeña cervecería— en un suburbio de Berlín, trasladándose poco antes de la guerra a la Wittenbergplatz, en el distrito que estaba entonces de moda. Se veía muy concurrida por oficiales nazis, y durante la primera parte de la guerra, cuando el alimento era escaso, él tenía invariablemente amplios suministros. Yo solía dejarme caer por allí de vez en cuando en aquel tiempo. Alois estaba entonces acercándose a los sesenta años y era un majestuoso y sencillo hombre de buen carácter, de poco parecido físico con su famoso hermanastro y, en realidad, igual a docenas de taberneros de los que se ven en Alemania y en Austria. El negocio iba bien y, cualquiera que hubiese sido su pasado, estaba ahora disfrutando claramente de una vida próspera. Sólo tenía un temor: que su hermanastro, en un momento de disgusto o de rabia, pudiera retirarle su licencia. Algunas veces se charlaba en la cervecería de que el canciller y Führer del Reich lamentaba este vivo recordatorio de la naturaleza humilde de la familia Hitler. El mismo Alois, recuerdo, se negaba a ser arrastrado a ninguna conversación sobre su hermanastro; una prudente precaución, pero que frustraba los deseos de todos aquellos que intentábamos averiguar todo lo posible acerca del origen del hombre que por aquel tiempo se había puesto ya en camino para conquistar Europa.
Excepto en Mein Kampf, donde el desparramado material biográfico es a menudo engañoso y las omisiones son monumentales, Hitler raramente discutió, ni permitió la discusión en su presencia, de sus antecedentes familiares ni de los primeros años de su vida. Hemos visto cuáles fueron sus antecedentes familiares. ¿Cómo fueron sus primeros años?
El año en que su padre se retiró del servicio de Aduanas a la edad de cincuenta y ocho años, Adolf, entonces de seis años, ingresó en la escuela pública del pueblo de Fischlham, a poca distancia al suroeste de Linz. Esto fue en 1895. Durante los siguientes cuatro o cinco años el inquieto antiguo aduanero se trasladó de un pueblo a otro en las proximidades de Linz. Cuando el hijo tenía quince años podía recordar siete cambios de dirección y cinco escuelas diferentes. Durante dos años asistió a clase en el monasterio benedictino de Lambach, cerca del cual su padre había comprado una granja. Allí cantó en el coro, tomó lecciones de canto y, de acuerdo con su propio relato,16 soñó con tomar algún día las sagradas órdenes. Finalmente el funcionario de Aduanas retirado se estableció en el pueblo de Leonding, en los suburbios meridionales de Linz, donde la familia ocupó una modesta casa con jardín.
A los once años de edad, Adolf fue enviado al instituto de enseñanza secundaria de Linz. Esto representaba un sacrificio económico para el padre e indicaba la ambición de que el hijo siguiera sus pasos y se hiciera funcionario civil. Sin embargo, era la última cosa con que se le ocurriría soñar al joven.
«Cuando tenía escasamente once años —relató Hitler posteriormente—, me vi forzado a oponerme [a mi padre] por primera vez [...] Yo no quería hacerme funcionario civil».17
La historia del muchacho de menos de trece años durante la amarga, inexorable lucha con su padre, terco y dominante como dice Adolf, es uno de los pocos pasajes biográficos que Hitler describió con gran detalle y con evidente sinceridad y verdad en Mein Kampf. El conflicto hizo surgir la primera manifestación de esa vehemencia inflexible que posteriormente lo llevaría tan lejos a pesar de los obstáculos al parecer insuperables y las desventajas iniciales, confundiendo a todos los que se pusieron en su camino hasta marcar un sello indeleble en Alemania y Europa.
Yo no quería convertirme en funcionario civil, no y no. Todos los intentos hechos por mi padre para inspirarme amor a esa profesión relatándome historias de su propia vida cumplían el cometido exactamente opuesto. Me [...] ponía enfermo del estómago ante el pensamiento de estar sentado en una oficina, privado de mi libertad; dejando de ser el dueño de mi propio tiempo y obligando a meter a la fuerza el contenido de toda mi vida en papeles y formularios que habían de ser rellenados [...]
Un día se me hizo claro que me haría pintor, artista [...] Mi padre se quedó asombrado, sin poder hablar.
—¿Pintor? ¿Artista?
Dudó de mi cordura o quizá pensó que había oído mal o que no me había comprendido. Pero cuando el asunto estuvo claro y, sobre todo, cuando se dio cuenta de la seriedad de mi propósito, se opuso con toda la determinación de su carácter [...]
—¡Artista! ¡No! ¡No, mientras yo viva! [...]
Mi padre nunca se movería de su «¡No!». Y yo intensifiqué mi «¡A pesar de todo!».18
Una consecuencia de este choque, explicó Hitler posteriormente, fue el dejar de estudiar en el instituto. «Yo creía que una vez que mi padre viera cuán pequeño era el progreso que realizaba en el instituto, me dejaría dedicarme a mi sueño, tanto si éste le gustaba como si no.»19
Esto, escrito a los treinta y cuatro años, puede ser en parte una excusa por su fracaso en el instituto. Sus notas en la escuela elemental habían sido uniformemente buenas. Pero en el instituto de Linz fueron tan bajas que al final, sin obtener el certificado habitual, se vio obligado a trasladarse al instituto público de Steyr, a alguna distancia de Linz. Permaneció allí poco tiempo y salió antes de graduarse.
El fracaso escolar de Hitler se enconó en él durante toda su vida posterior, cuando ridiculizaba hechos atribuidos a la «gente» de formación académica, sus grados, diplomas y sus aires pedagógicos. Incluso en los últimos tres o cuatro años de su vida, en el Cuartel General Supremo del ejército, cuando confesaba estar abrumado por los detalles de la estrategia militar, tácticas y mandos, llegaría una tarde a recordar con sus viejos camaradas de partido la estupidez de los maestros que había tenido en su juventud. Algunas de las serpenteantes afirmaciones de este genio loco, entonces supremo señor de la guerra que dirigía personalmente sus vastos ejércitos desde el Volga hasta el canal de la Mancha, han sido conservadas.
Cuando pienso en los hombres que fueron mis profesores, me doy cuenta de que casi todos ellos estaban algo locos. Los que podían ser considerados como buenos profesores eran excepcionales. Es trágico pensar que tales personas tengan el poder de cerrarle el camino a un joven (3 de marzo de 1942).20
Tengo los más desagradables recuerdos de los maestros que me enseñaron. Su aspecto externo exudaba suciedad; los cuellos de sus camisas estaban sucios [...] Eran el producto de un proletariado desprovisto de toda independencia personal de pensamiento, notables por su ignorancia sin igual, y lo más admirablemente apropiados para llegar a ser los pilares de un estéril sistema de gobierno que, gracias a Dios, es ahora una cosa del pasado (12 de abril de 1942).21
Cuando pienso en mis maestros del instituto me doy cuenta de que la mitad de ellos eran anormales [...] Nosotros, alumnos de la vieja Austria, estábamos educados en el respeto a los ancianos y a las mujeres. Pero con nuestros profesores no teníamos piedad; eran nuestros enemigos naturales. Casi todos ellos estaban algo desequilibrados mentalmente, y muchos de ellos terminaron sus días como lunáticos completos [...] Yo estaba en malas relaciones con los profesores. No mostré la más mínima actitud para las lenguas extranjeras, aunque podría haberla mostrado, si el profesor no hubiera sido un idiota congénito. No podía soportar verle (29 de agosto de 1942).22
Nuestros maestros eran tiranos absolutos. No sentían simpatía hacia la juventud; su único propósito era atiborrar nuestros cerebros y convertirnos en abejas eruditas como ellos mismos. Si algún discípulo demostraba el más mínimo indicio de originalidad, lo perseguían incansablemente, y los únicos alumnos modelos a quienes he llegado a conocer han sido todos un completo fracaso en la vida posterior (7 de septiembre de 1942).23
Hasta el día de su muerte, Hitler nunca perdonó a sus maestros por las pobres notas que le habían concedido, ni pudo olvidarlo. Pero sí pudo distorsionar el asunto hasta llevarlo a un punto grotesco.
La impresión que produjo en sus profesores, recogida después de que él hubiera llegado a ser una figura mundial, ha sido brevemente apuntada. Uno de los pocos instructores a quien Hitler parece haber apreciado fue el profesor Theodor Gissinger, quien se esforzó por enseñarle ciencias. Gissinger recordó posteriormente: «En cuanto a lo que a mí concierne, Hitler no dejó una impresión favorable o desfavorable en Linz. No era, de ninguna forma, el jefe de la clase. Era delgado y derecho; su cara pálida y muy descarnada, casi como la de un tísico; su mirada, extraordinariamente clara; sus ojos, brillantes.»24
El profesor Eduard Huemer, al parecer el «idiota congénito» mencionado por Hitler antes —pues enseñaba francés—, fue a Múnich en 1923 para atestiguar por su antiguo discípulo, que estaba siendo juzgado por traición como resultado del putsch de la Cervecería. Aunque elogió los fines de Hitler y dijo que deseaba en el fondo de su corazón verle realizar sus ideales, dio el siguiente diminuto retrato del joven estudiante del instituto:
Hitler estaba ciertamente dotado, aunque sólo para determinadas materias, pero carecía de control de sí mismo y, para decirlo lo mejor posible, estaba considerado como un discutidor autocrático, de opiniones propias, mal carácter e incapaz de someterse a la disciplina escolar. No era trabajador; de otra forma habría conseguido resultados mucho mejores, dotado como estaba.25
Hubo un profesor en el instituto de Linz que ejerció una fuerte y, por lo que se vio, fatídica influencia en el joven Adolf Hitler. Fue un profesor de historia, el doctor Leopold Poetsch, que procedía de las regiones fronterizas meridionales de habla alemana donde estuvo en contacto con los eslavos del sur y cuyas experiencias en las luchas raciales le hicieron un fanático nacionalista alemán. Antes de ir a Linz había enseñado en Marburgo, que posteriormente, cuando la zona fue transferida a Yugoslavia después de la primera guerra mundial, se convirtió en Maribor.
Aunque el doctor Poetsch le dio a su alumno sólo «aprobado» en historia, fue el único de los profesores de Hitler que recibiera un cálido tributo en Mein Kampf. Hitler, de buena gana, admitió su deuda con este hombre.
Fue quizá decisivo para toda mi vida posterior que la buena fortuna me concediera un profesor de historia que comprendía, como pocos más lo hacen, este principio [...] de retener lo esencial y olvidar lo no esencial [...] En mi profesor, el doctor Leopold Poetsch, del instituto de enseñanza secundaria de Linz, esta cualidad estaba cumplida de una manera verdaderamente ideal. Un anciano caballero, bondadoso pero al mismo tiempo firme, era capaz no sólo de atraer nuestra atención con su deslumbrante elocuencia, sino de arrebatarnos con él. Incluso hoy recuerdo con genuina emoción a ese hombre de pelo gris que, mediante el fuego de sus palabras, nos hacía a veces olvidar el presente; que, como por arte de magia, nos transportaba a tiempos pasados y, a través de las milenarias nieblas de los tiempos, transformaba secos hechos históricos en vívida realidad. Allí estábamos sentados, a menudo inflamados de entusiasmo, a veces a punto de romper en lágrimas [...] Empleaba nuestro fanatismo nacional en brote como medio de educarnos, apelando con frecuencia a nuestro sentido del honor nacional.
Este maestro hizo de la historia mi tema favorito.
Y ciertamente, aunque ésa no fuera su intención, fue entonces cuando me convertí en un joven revolucionario.26
Unos treinta y cinco años después, en 1938, cuando recorría Austria en triunfo después de haber forzado su anexión al Tercer Reich, el canciller se detuvo en Klagenfurt para ver a su antiguo profesor, ahora retirado. Se mostró encantado al ver que el anciano caballero había sido miembro del movimiento clandestino nazi y que había estado proscrito durante la independencia de Austria. Conversaron a solas durante una hora, y luego Hitler confió a uno de los miembros de su partido: «No puede usted imaginarse cuánto debo a este anciano.»27
Alois Hitler murió de una hemoptisis el 3 de enero de 1903 a la edad de sesenta y cinco años. Sufrió el vómito de sangre mientras daba un paseo matinal y murió momentos después en una posada cercana en los brazos de un vecino. Cuando su hijo, de trece años de edad, vio el cadáver de su padre, quedó abatido y lloró.28
Su madre, que tenía entonces cuarenta y dos años, se trasladó a un modesto apartamento en Urfahr, un barrio residencial de Linz, donde trató de mantenerse con dos hijos supervivientes, Adolf y Paula, con los escasos ahorros y la pensión que le había quedado. Se creyó obligada, como indica Hitler en Mein Kampf, a continuar la educación de éste de acuerdo con los deseos de su padre, «en otras palabras —como él aclara—, en hacerme estudiar la carrera de funcionario civil». Pero aunque la joven viuda era indulgente con su hijo y él parece haberla querido con ternura, estaba «más que nunca absolutamente decidido —dice— a no intentar esa carrera». Y por tanto, pese al tierno amor entre madre e hijo, hubo fricciones y Adolf continuó descuidando sus estudios.
«Luego, de pronto, una enfermedad vino en mi ayuda y en pocas semanas decidió mi futuro y la eterna disputa doméstica.»29
La dolencia pulmonar que padeció Hitler cuando tenía cerca de dieciséis años le obligó a salir del instituto un curso al menos. Se le envió a pasar una temporada al pueblo de donde procedía la familia, Spital, y allí convaleció en casa de la hermana de su madre, Theresa Schmidt, una mujer campesina. Después de recobrarse volvió algún tiempo al instituto público en Steyr. Su último informe, fechado el 16 de septiembre de 1905, registra nota de «aprobado» en alemán, química, física, geometría y dibujo geométrico. En geografía e historia obtuvo «notable»; en dibujo a mano alzada, «sobresaliente». Se sintió tan excitado ante la perspectiva de abandonar el instituto para siempre que por primera y última vez en su vida se emborrachó. Como mencionó en años posteriores, fue recogido al amanecer, cuando yacía en una carretera comarcal en los alrededores de Steyr, por una lechera y conducido de vuelta a la ciudad, jurando después que no lo haría nunca más.* En este asunto, al menos, se portó de acuerdo con su palabra, pues se mantuvo completamente abstemio, no fumador y vegetariano, al principio obligatoriamente a consecuencia de su vagabundeo en Viena y Múnich sin disponer de un céntimo, y luego por convicción.
Hitler describe los dos o tres años siguientes como los días más felices de su vida.** Mientras su madre sugería, y otros parientes le urgían, que debía trabajar y aprender un oficio, él se contentaba soñando con su futuro como artista y dejando pasar agradablemente los días junto al Danubio. Nunca olvidó la «dulce suavidad» de aquellos años desde sus dieciséis a sus diecinueve, cuando, como un «favorito de mamá», gozaba de la «oquedad de una vida cómoda».30 Aunque la pobre viuda encontraba dificultad en mantenerse con unos ingresos tan reducidos, el joven Adolf se negaba a ayudarla realizando un trabajo. La idea de ganarse la vida mediante un empleo regular le era repulsiva y esta aversión había de mantenerse en él durante toda su vida.
Lo que al parecer en estos años próximos a la madurez hizo tan feliz a Hitler fue la libertad de no tener que trabajar, lo que le concedía la libertad para cavilar, soñar, pasar sus días vagabundeando por las calles de la ciudad o por el campo, perorando con sus compañeros en cuanto a lo que iba mal en el mundo y cómo había que arreglarlo, y sus noches, curvado sobre un libro o de pie en la parte trasera del teatro de la ópera en Linz o en Viena, escuchando, transportado, las místicas y paganas obras de Richard Wagner.
Un amigo suyo de la infancia lo recordaba posteriormente como un pálido, enfermizo y flaco joven que, aunque usualmente se mostraba tímido y reticente, era capaz de repentinos estallidos de furia histérica contra los que se mostraban en desacuerdo con él. Durante cuatro años estuvo profundamente enamorado de una hermosa doncella rubia llamada Stefanie, y aunque él la miraba a menudo con deseo cuando ella paseaba arriba y abajo por la Landstrasse en Linz con su madre, nunca hizo el menor esfuerzo para establecer contacto con ella, prefiriendo conservarla, como tantos otros objetos, en el mundo sombrío de su fantasía. Ciertamente, en los incontables poemas amorosos que le escribió, pero que nunca envió (uno de ellos se titulaba «Himno a la amada») y que insistía en leerle a su paciente y joven amigo, August Kubizek,*** ella aparecía como una damisela de Las walkirias, envuelta en una flotante bata de terciopelo azul oscuro, cabalgando sobre un blanco corcel sobre prados floridos.31
Aunque Hitler estaba decidido a llegar a ser un artista, con preferencia pintor o al menos arquitecto, se sentía obsesionado por la política desde los dieciséis años. Por aquel entonces se había desarrollado en él un violento odio contra la monarquía de los Habsburgo y todas las razas no alemanas del Imperio austrohúngaro sobre el cual aquélla gobernaba, y un amor igualmente violento hacia todo lo alemán. A los dieciséis años había llegado a ser lo que perduraría en él hasta su último suspiro: un fanático nacionalista alemán.
Parece haber mostrado muy poco de la despreocupación propia de la juventud a pesar de toda su haraganería. Los problemas mundiales gravitaban pesadamente sobre él. Kubizek posteriormente recordó: «Veía por todas partes sólo obstáculos y hostilidad [...] Estaba siempre en contra de algo y siempre riñendo con el mundo [...] Nunca lo vi tomarse las cosas con tranquilidad.»32
En este período fue cuando el joven que no podía soportar el instituto se hizo un lector voraz, suscribiéndose a la Biblioteca de Educación de adultos, y haciéndose socio de la Sociedad del Museo en Linz, de la que sacaba prestados libros en gran cantidad. Sus jóvenes amigos de entonces lo recuerdan siempre rodeado de libros, entre los cuales sus obras favoritas eran las de historia y mitología alemana.33
Linz era una ciudad provinciana, y no pasó mucho tiempo antes de que Viena, la resplandeciente y barroca capital del Imperio, comenzara a llamar con señas a un joven de tanta ambición e imaginación. En 1906, poco después de haber cumplido diecisiete años, Hitler se marchó con fondos facilitados por su madre y otros parientes para pasar dos meses en la gran metrópoli. Aunque posteriormente llegó a ser el escenario de los más amargos años de su vida, y, en aquel tiempo, vivió literalmente en el arroyo, en ésta, su primera visita Viena le encantó. Paseaba por las calles días enteros, lleno de excitación a la vista de los imponentes edificios a lo largo del paseo de circunvalación, en un continuo estado de éxtasis en el cual vio los museos, el teatro de la ópera, los teatros...
También se informó acerca de cómo ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena, y un año después, en octubre de 1907, regresó a la capital para hacer el examen de ingreso, como primer paso práctico para cumplir sus sueños de llegar a ser pintor. Tenía dieciocho años y estaba lleno de grandes esperanzas, pero fueron desvanecidas. Un asiento en la lista de clasificación de la Academia nos relata la historia:
Los siguientes desarrollaron las pruebas con resultados insuficientes, o no fueron admitidos [...] Adolf Hitler, Braunau an Inn, 20 de abril de 1889, alemán, católico. Padre: funcionario civil. Cuatro cursos en instituto de enseñanza secundaria. Pocos primeros puestos. Ejercicios de dibujo no satisfactorios.34
Hitler intentó otra vez al siguiente año superar la prueba, y esta vez sus dibujos fueron tan pobres que no fue admitido al ejercicio final. Para el ambicioso joven que era, escribió después, esto fue un hundimiento. Había estado absolutamente convencido de que tendría éxito. De acuerdo con su propio relato en Mein Kampf, Hitler solicitó una explicación del director de la Academia.
Dicho caballero me aseguró que los dibujos que yo había presentado demostraban incontrovertiblemente mi falta de aptitud para la pintura, y que mi capacidad estaba orientada hacia el campo de la arquitectura; para mí, me dijo, la Escuela de Pintura de la Academia estaba fuera de lugar, el sitio que me correspondía era la Escuela de Arquitectura.35
El joven Adolf se sintió inclinado a estar de acuerdo con esto, pero rápidamente se dio cuenta con dolor de que su fracaso al no conseguir graduarse en el instituto podría muy bien bloquear su ingreso en la Escuela de Arquitectura.
Mientras tanto su madre estaba agonizando de un cáncer de mama, y él regresó a Linz. Desde la salida de Adolf del instituto, Klara Hitler y sus parientes habían mantenido al joven durante tres años, y no podían ver nada que diera señales de un cambio en su actitud. El 21 de diciembre de 1908, cuando la ciudad comenzaba a aderezarse con las vestiduras navideñas, murió la madre de Adolf Hitler, y dos días después fue enterrada en Leonding, junto a su marido. Para el muchacho de diecinueve años:
Fue un golpe espantoso [...] Yo había respetado a mi padre, pero a mi madre la había querido [...] [Su] muerte puso un súbito fin a todos mis planes de altos vuelos [...] La miseria y la dura realidad me instaban a tomar una decisión rápida [...] Me vi enfrentado con el problema de tener que hacer algo para conseguir mis propios medios de vida.36
¡Algo! No tenía ningún oficio. Siempre había desdeñado el trabajo manual. Nunca había intentado ganar un céntimo. Pero él seguía impertérrito. Despidiéndose de sus parientes, declaró que nunca volvería mientras no hubiera hecho fortuna.
Con una maleta llena de trajes y ropa interior en la mano, y una indomable decisión en mi corazón, salí para Viena. También yo esperaba vencer al destino lo mismo que mi padre había conseguido hacerlo cincuenta años antes; también yo esperaba ser «alguien», pero de ninguna forma un funcionario civil.37
Los cuatro años siguientes, desde 1909 a 1913, llegaron a ser un tiempo de completa miseria e indigencia para el joven conquistador procedente de Linz. Durante aquellos últimos años fugaces antes de la caída de los Habsburgo y el fin de la ciudad como capital de un Imperio de cincuenta y dos millones de habitantes situado en el corazón de Europa, Viena tenía una alegría y un encanto que eran únicos entre todos los de las capitales del mundo. No sólo en su arquitectura, sus esculturas, su música, sino en lo libres de cuidados que vivían sus habitantes, en su amor a la vida y su culto espíritu, se respiraba una atmósfera de barroco y rococó que ninguna otra ciudad occidental conocía.
Situada a lo largo del azul Danubio, bajo las colinas cubiertas de arbolado del Wienerwald, que estaban tachonadas con viñas amarilloverdosas, era un lugar de belleza natural que cautivaba al visitante y hacía creer a les vieneses que la Providencia se había mostrado especialmente bondadosa con ellos. El aire estaba lleno de música, la música excepcional de sus superdotados hijos, los mayores músicos que Europa había conocido: Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, y, en los últimos años, dorados como el veranillo de San Martín, los alegres, obsesionantes valses del propio Johann Strauss tan amado en Viena. Para un pueblo tan colmado de bendiciones y tan empapado del estilo barroco de vivir, la vida en sí misma era algo parecido a un sueño, y la buena gente de la ciudad pasaba los apacibles días y noches de su vida bailando el vals y disfrutando, en alegres charlas en los simpáticos cafés, escuchando la música y viendo a los artistas del teatro, la ópera y la opereta, coqueteando y haciendo el amor, entregando una gran parte de su vida al placer y a los sueños.
Seguramente, un imperio tiene que ser gobernado, una flota y un ejército han de ser mandados; las comunicaciones, mantenidas; los negocios, tratados y discutidos y el trabajo hecho. Pero pocos en Viena trabajaban horas extraordinarias, ni siquiera la jornada completa.
Había una parte miserable, naturalmente. Esta ciudad, como todas las demás, tenía sus pobres: mal alimentados, mal vestidos y viviendo en pocilgas. Pero, por ser el mayor centro industrial de Europa central, así como por ser la capital del Imperio, Viena era próspera, y su prosperidad se repartía por la población y caía hacia abajo como cernida por un cedazo. La gran masa de la clase media inferior controlaba la ciudad políticamente; el trabajo estaba organizado no sólo en sindicatos, sino en un poderoso partido político propio, la socialdemocracia. Había un fermento en la vida de la ciudad cuya población estaba creciendo rápidamente y llegaba casi a los dos millones. La democracia estaba sustituyendo por fuerza a la antigua autocracia de los Habsburgo; la educación y la cultura se estaban abriendo a las masas, de modo que, en el tiempo en que Hitler fue a Viena, en 1909, un joven sin dinero podía alcanzar, bien una educación superior o un modo de vida decente, como cualquiera del millón de asalariados, y vivir bajo el encanto civilizador que la capital proyectaba sobre sus habitantes. ¿No estaba su único amigo, Kubizek, tan pobre y oscuro como él mismo, creándose ya un nombre en la Academia de Música?
Pero el joven Adolf no insistió en su ambición de ingresar en la Escuela de Arquitectura. Todavía estaba abierta para él a pesar de no tener diploma de enseñanza secundaria, ya que los jóvenes que demostraban «talento especial» eran admitidos sin tal certificado, pero, por todo lo que hemos podido averiguar, no hizo ningún intento. Ni se mostró interesado en aprender un oficio o buscar cualquier clase de empleo regular. En lugar de eso, prefirió trabajar sin orden ni sistema en extrañas tareas: retirar la nieve de las calles con la pala, sacudir alfombras, llevar maletas desde la estación del ferrocarril del Oeste a los domicilios de los viajeros u, ocasionalmente, durante unos pocos días, trabajar como peón de albañil... En noviembre de 1909, menos de un año después de haber llegado a Viena para «luchar contra el destino», se vio obligado a abandonar una habitación amueblada en el Simon Denk Gasse, y durante los cuatro años siguientes vivió en una posada de baja categoría en un barrio casi igual de miserable que el de las casuchas de los suburbios, en el número 27 de Meldemannstrasse en el distrito 20 de Viena, junto al Danubio, salvándose de morir de hambre mediante la asistencia frecuente a las cocinas de caridad de la ciudad.
No hay que extrañarse, pues, de que, cerca de veinte años después, pudiera escribir:
Para mí, Viena, la ciudad que para tantos es el epítome de los placeres inocentes, un alegre campo de juegos para aficionados a las fiestas, representa, siento decirlo, tan sólo el recuerdo viviente del período más triste de mi vida.
Incluso hoy, esta ciudad no puede hacer surgir en mí más que pensamientos lúgubres. Para mí el nombre de esta ciudad alegre representa cinco años de penalidades y miserias. Cinco años en los que estuve obligado a ganarme la vida, primero como jornalero, luego como humilde pintor; un modo de vivir verdaderamente pobre que nunca bastaba ni siquiera para aplacar mi hambre cotidiana.38
Siempre, dice de esos tiempos, que tenía hambre.
El hambre era entonces mi fiel guardia de corps; nunca me dejaba ni un momento y participaba de todo lo que yo tenía [...] Mi vida era una lucha continua con esta despiadada amiga.39
Nunca, sin embargo, lo llevó hasta el extremo de tratar de encontrar un trabajo fijo. Como aclara en Mein Kampf, tenía el royente temor peculiar de la pequeña burguesía de caer en las filas del proletariado, de los trabajadores manuales, temor que iba posteriormente a explotar al edificar el Partido Nacionalsocialista sobre la amplia base de los cimientos de la clase portadora de cuello duro y corbata, hasta entonces sin jefe, mal pagada y olvidada, y en la que los millones que la componían acariciaban la ilusión de que, socialmente al menos, eran superiores a los «trabajadores».
Aunque Hitler dice que se ganó a duras penas parte al menos de sus medios de vida como «humilde pintor», no da ningún detalle de ese trabajo en su autobiografía, excepto la observación de que en los años 1909 y 1910 había mejorado tanto su posición que no tuvo que trabajar más como un obrero vulgar.
«En este tiempo —dice— yo estaba trabajando independientemente como modesto dibujante y pintor de acuarelas.»40
Esto es en parte engañoso, lo mismo que tantas otras cosas de carácter biográfico en Mein Kampf. Aunque las pruebas de los que lo conocieron en ese tiempo parece que son escasamente más dignas de confianza que las que él proporciona, han sido acopladas en número suficiente para conseguir formarnos un cuadro que es con toda probabilidad más exacto y, desde luego, más completo.*
Que Adolf Hitler nunca fue un pintor de brocha gorda, como sus oponentes políticos le reprocharon, es probablemente cierto. No hay al menos prueba alguna de que haya ejercido dicho oficio. Lo que hizo fue dibujar o pintar toscos cuadros de Viena, generalmente de algunos lugares bien conocidos tales como la catedral de San Esteban, el teatro de la Ópera, el Teatro Municipal, el palacio de Schönbrunn o las ruinas romanas del parque de Schönbrunn. Según sus conocidos de entonces, los copiaba de obras anteriores ya que, al parecer, no sabía dibujar del natural. Son más bien obras pomposas y muertas, como un croquis hecho a la ligera por un arquitecto principiante, y las figuras humanas que a veces añadía eran tan malas que recordaban una caricatura cómica. Conservo una nota que tomé después de examinar una cartera de bocetos originales de Hitler: «Pocos rostros. Toscos. Una cara casi espantosa —según Helden—, eran como delgadas figuras que salían de altos y solemnes palacios».41
Probablemente cientos de estas lastimosas obras fueron vendidas por Hitler a pequeños comerciantes para adornar una pared, a tratantes que las usaban para rellenar marcos vacíos que iban a exponer en sus escaparates y a fabricantes de muebles que a veces lo clavaban con tachuelas en los espaldares de sofás y sillas baratos de acuerdo con la moda imperante aquellos días en Viena. Hitler supo también mostrarse más comercial. A menudo dibujó cartelones para tenderos anunciando productos tales como los polvos antitranspirantes Teddy, y existía uno, quizá cambiado por un poco de dinero en Navidad, en que se veía a Santa Claus vendiendo velas brillantemente coloreadas, y otro mostrando la aguja de la catedral gótica de San Esteban, que Hitler nunca se cansaba de copiar, alzándose por encima de una montaña de pastas para sopa.
Ésta fue toda la extensión del éxito «artístico» de Hitler; sin embargo, al final de su vida se consideró a sí mismo como «artista».
Sí, es cierto que en aquellos años de vagabundeo en Viena parecía un bohemio. Los que le conocieron entonces lo recordaban posteriormente con un largo y oscuro abrigo que le colgaba hasta los tobillos y parecía un caftán, y que le había dado un tratante húngaro-judío en ropas viejas, un camarada desvalido de los de la casa de huéspedes, que había hecho amistad con él. Recordaban también su sombrero hongo negro grisáceo que acostumbraba a llevar todo el año, su cabello enmarañado, echado hacia delante por encima de la frente como en sus últimos años, y colgando por la nuca, despeinado sobre su cuello manchado, pues raramente parecía haberse cortado el pelo o afeitado. Sus mejillas y barbilla estaban usualmente cubiertas con el negro rastrojo de una barba incipiente. Si se puede creer a Hanisch, que posteriormente llegó a ser algo así como un artista, Hitler parecía «una aparición tal como raramente se da entre cristianos».42
Al contrario que algunos de los fracasados jóvenes con los que vivía, no tenía ninguno de los vicios de la juventud. Ni fumaba ni bebía. No tenía nada que ver con mujeres, por todo lo que ha podido averiguarse, no a causa de ninguna anormalidad, sino simplemente debido a su timidez, profundamente arraigada.
«Creo —observó Hitler posteriormente en Mein Kampf, en uno de sus raros rasgos de humor— que aquellos que me conocieron en esos días me tomaban por un excéntrico.»43
Evocaban, lo mismo que sus maestros, los fuertes y penetrantes ojos que imperaban en su rostro y expresaban algo hincado en su personalidad que no concordaba con la miserable existencia del sucio vagabundo. Recordaban que el joven, pese a toda su pereza cuando se trataba de trabajos físicos, era un lector voraz, que pasaba la mayor parte de sus días y de sus noches devorando libros.
En ese tiempo yo leía enormemente y a fondo. Todo el tiempo que me dejaba libre mi trabajo lo empleaba en mis estudios. De esta forma forjé en el período de unos pocos años la base de los conocimientos de los que todavía me sirvo.44
En Mein Kampf Hitler se extiende sobre el arte de leer.
Con la palabra «lectura», seguramente, yo quiero decir quizá algo distinto a lo que entienden el término medio de los llamados «intelectuales».
Conozco a personas que leen enormemente [...] pero a los que yo no describiría como «personas leídas». Ciertamente, poseen una masa de «conocimientos», pero sus cerebros son incapaces de organizar y registrar los materiales que han recibido [...] por otra parte, un hombre que posee el arte de leer correctamente [...] percibirá instintiva e inmediatamente todo lo que en su opinión es digno de ser recordado siempre, ya porque conviene a su propósito o ya porque merece ser conocido de una manera general [...] El arte de la lectura, lo mismo que la instrucción, consiste en esto: [...] retener lo esencial, olvidar lo no esencial.* [...] Sólo este tipo de lectura tiene sentido y propósito [...] Desde este punto de vista, mi período de Viena fue especialmente fértil y valioso.45
¿Valioso para qué? La respuesta de Hitler es que con sus lecturas y con su vida entre los pobres y desheredados de Viena aprendió todo lo que necesitaba saber para el resto de su vida.
Viena fue y siguió siendo para mí la más dura, pero la más concienzuda escuela de mi vida. Puse los pies en aquella ciudad cuando apenas era un muchacho y la dejé hecho ya un hombre, tranquilo y serio.
En este período fue tomando forma en mi interior una visión y filosofía del mundo que había de convertirse en el cimiento granítico de todos mis actos. En adición a lo que entonces creé, he tenido que aprender poco; y no he tenido que cambiar nada.46
¿Qué era, pues, lo que había aprendido en la escuela de aquellos duros golpes que Viena le había administrado tan generosamente? ¿Cuáles fueron las ideas que adquirió allí de sus lecturas y de sus experiencias y que, como él dice, permanecerían esencialmente invariables hasta el final? Que eran en su mayor parte superficiales y hueras, a menudo grotescas y ridículas, y que estaban envenenadas por exagerados prejuicios es una cosa que se hace evidente en el examen más somero. Que son importantes para esta historia, como lo fueron para el mundo, es igualmente obvio, pues iban a formar parte del cimiento del Tercer Reich que este vagabundo libresco construiría pronto.
Excepto una, ninguna fue original, sino que todas fueron extraídas sin miramientos del agitado remolino de la política y vida austríacas de los primeros años del siglo XX. La monarquía del Danubio agonizaba de indigestión. Durante siglos, una minoría de germano-austríacos había gobernado el políglota Imperio formado por una docena de nacionalidades y había imprimido sobre él su lengua y su cultura. Pero desde 1848 su autoridad se había estado debilitando. Las minorías no podían ser digeridas. Austria no era un país que asimilara las distintas nacionalidades. En la década de 1860 los italianos abrieron fuego, y en 1867 los húngaros consiguieron igualarse a los alemanes bajo una monarquía dual, como la llamaron. Luego, cuando comenzó el siglo XX, los diversos pueblos eslavos —checos, eslovacos, croatas y otros— empezaron a pedir la igualdad y, al menos, la autonomía nacional. La política austríaca quedaba dominada por las amargas disputas de las nacionalidades.
Pero esto no era todo. También hubo revueltas sociales que a menudo sobrepasaron a las luchas raciales. Las clases bajas, privadas del derecho a la ciudadanía, reclamaban el derecho al voto, y los trabajadores insistían en gozar de amplias garantías para organizar sindicatos y declarar huelgas, no solamente para reclamar salarios más altos y mejores condiciones en el trabajo, sino para conseguir sus fines políticos democráticos. De hecho, una huelga general trajo finalmente consigo el sufragio universal de los hombres y, con él, el fin de la dominación política de los austro-germanos que constituían tan sólo la tercera parte de la población de la mitad austríaca del Imperio.
Hitler, el joven y fanático nacionalista austro-germano de Linz, era encarnizadamente opuesto a estas evoluciones. Para él, el Imperio se estaba hundiendo en un «fétido pantano». Podría salvarse solamente si la raza dominante, la germana, recobraba su antigua y absoluta autoridad. Las razas no germanas, especialmente los eslavos y sobre todo los checos, eran razas inferiores. Correspondía a los germanos gobernarlas con mano de hierro. El Parlamento debía ser abolido y había que poner fin a todas las «tonterías» democráticas.
Aunque no intervino en política, Hitler siguió ávidamente las actividades de los tres partidos políticos más importantes de la vieja Austria: los socialdemócratas, los socialistas cristianos y los nacionalistas pangermanos. Y entonces empezó a germinar en la mente de este despeinado frecuentador de los comedores de beneficencia una astucia política que le permitió ver con asombrosa claridad las fuerzas y las debilidades de los movimientos políticos contemporáneos y que, al madurar, lo convertirían en el jefe político de Alemania.
Al primer contacto con el Partido Socialdemócrata experimentó un odio furioso contra sus miembros. «Lo que más me repugnaba —decía— era su actitud hostil ante la lucha para preservar el germanismo [y] su vergonzosa corte de “camaradas” eslavos [...] En pocos meses obtuve el convencimiento de que era como una puta* pestilente que se ocultaba bajo una capa de virtud social y de amor fraternal.»47
Y sin embargo él era ya lo bastante inteligente para disimular su rabia contra este partido de las clases trabajadoras con objeto de examinar cuidadosamente las razones de su éxito popular. Extrajo la conclusión de que había varias razones, y años después las recordó y las utilizó para lograr la edificación del Partido Nacionalsocialista de Alemania.
Un día, refiere en su Mein Kampf, presenció una demostración en masa de los trabajadores vieneses. «Durante casi dos horas estuve allí viendo con agitada respiración el gigantesco dragón humano desenrollándose lentamente. Con oprimida ansiedad, abandoné por último el lugar y regresé a casa con paso tranquilo y alegre.»48
Ya en casa empezó a leer la prensa socialdemócrata, a examinar los discursos de sus dirigentes, a estudiar su organización, a reflexionar sobre sus técnicas psicológicas y políticas y a ponderar los resultados. Llegó a tres conclusiones que explicaban, según él, el éxito de los socialdemócratas: sabían cómo organizar un movimiento de masas, sin el cual todo partido político era inútil; habían aprendido el arte de la propaganda entre las masas; y, por último, sabían el valor de usar lo que él llamó «terror espiritual y físico».
Esta tercera lección, aunque seguramente estuvo basada en una observación defectuosa y deformada por sus propios e inmensos prejuicios, intrigó al joven Hitler. En los próximos diez años haría buen uso de ella para sus propios fines.
Comprendí el infame terror espiritual que este movimiento ejerce, particularmente sobre la burguesía, que no podía soportar tales ataques ni moral ni mentalmente; a una señal determinada soltaba una verdadera andanada de mentiras y calumnias contra el adversario que pareciera más peligroso, hasta que los nervios de la persona atacada se derrumbaban [...] Esta táctica está basada en el cálculo preciso de todas las humanas debilidades, y su resultado puede conducir al éxito casi con matemática certidumbre [...]
Conseguí igualmente comprender la importancia del terror físico en los individuos y en las masas [...] Porque mientras, según los que lo ejercían, la victoria alcanzada es un triunfo de la justicia de su propia causa, el adversario derrotado desespera en la mayoría de los casos del éxito de ulteriores resistencias.49
Jamás se ha escrito ningún análisis más preciso de la táctica nazi, tal como Hitler la llegó finalmente a poner en práctica.
Había dos partidos políticos que atrajeron fuertemente al novato Hitler en Viena, y a ambos aplicó su creciente poder de astuto y frío análisis. Su primera lealtad, dice, fue para el Partido Nacionalista Pangermano fundado por Georg Ritter von Schoenerer, que procedía de la misma región cercana a Spital, en la Baja Austria, que la familia de Hitler. Los pangermanos, en aquel tiempo, estaban enzarzados en una lucha, hasta el último cartucho, por la supremacía germana en el Imperio multinacional. Y aunque Hitler pensó que Schoenerer era un «pensador profundo» y abrazó con entusiasmo su programa básico de violento nacionalismo, antisemitismo, antisocialismo, unión con Alemania y oposición a los Habsburgo y a la Santa Sede, captó también rápidamente los motivos que conducían al fracaso a dicho partido:
La inadecuada apreciación por este movimiento de la importancia del problema social le acarreó la pérdida de la verdadera masa militante del pueblo; su entrada en el Parlamento le quitó su poderoso ímpetu y lo gravó con todas las debilidades propias de esta institución; la lucha contra la Iglesia católica [...] le quitó una infinidad de los mejores elementos a los que la nación puede llamar propios.50
Aunque Hitler iba a olvidarlo cuando subió al poder en Alemania, una de las lecciones de sus años de Viena en la que insiste mucho en Mein Kampf es la futilidad de que un partido político intente oponerse a las Iglesias. «Sin tener en cuenta las muchas ocasiones para la crítica que hay en cualquier denominación religiosa —dice, explicando por qué el movimiento Los-von-Rom (Lejos de Roma) de Schoenerer fue un error táctico—, un partido político no debe perder nunca de vista el hecho de que en ninguna experiencia histórica anterior un partido puramente político ha conseguido provocar una reforma religiosa.»51
Pero el fracaso de los pangermanos estaba en su incapacidad para sublevar a las masas; su torpeza para, ni siquiera, comprender la psicología del hombre común, que constituía según Hitler su mayor error. De la recapitulación de las ideas que empezaron a formarse en su mente cuando no había sobrepasado en mucho la edad de veintiún años se deduce claramente que para él éste era el error principal; error en el que tuvo sumo cuidado de no incurrir al fundar su propio movimiento político.
Hubo otro error de los pangermanos que Hitler tampoco iba a cometer. Fue el fracaso en ganarse el apoyo de al menos algunas de las instituciones poderosas de la nación: si no la Iglesia, entonces el ejército, dice, o el gabinete o el jefe de Estado. A menos que un movimiento político gane tal sostén, comprendió el joven, será difícil, si no imposible, para dicho movimiento asumir el poder. Este apoyo fue precisamente lo que Hitler tuvo la astucia de prepararse en los cruciales días de enero de 1933 en Berlín y lo único que hizo posible que él y su Partido Nacionalsocialista se hicieran cargo del gobierno de una gran nación.
Hubo un jefe político en Viena, en tiempos de Hitler, que comprendió esto, tan bien como la necesidad de edificar un partido cimentado en las masas. Fue el doctor Karl Lueger, alcalde de Viena y jefe del Partido Socialcristiano quien, más que ningún otro, llegó a ser el mentor político de Hitler, aunque nunca se conocieron. Hitler siempre lo recuerda como «el mejor alcalde alemán de todos los tiempos [...] un estadista más grande que todos los llamados “diplomáticos” de entonces [...] Si el doctor Karl Lueger hubiese vivido en Alemania, habría sido clasificado como una de las grandes mentes de nuestro pueblo».52
Había, se puede estar seguro, poco parecido entre Hitler, el Hitler que llegó a ser en sus últimos años, y este gran fanfarrón, genial ídolo de las clases media y baja de Viena. Es verdad que Lueger llegó a ser el político más poderoso de Austria como jefe de un partido extraído de la descontenta pequeña burguesía y que hizo política importante, como la que hizo Hitler después, sin el bronco antisemitismo de éste. Pero Lueger, que se había elevado desde modestas circunstancias y abierto su camino a través de la universidad, era un hombre de considerables dotes intelectuales, y sus oponentes, incluyendo a los judíos, prestamente concedieron que era en el fondo un hombre decente, caballeroso, generoso y tolerante. Stefan Zweig, el eminente escritor judío-austríaco, que estaba madurando en Viena por ese tiempo, ha testificado que Lueger nunca permitió que su antisemitismo oficial fuera obstáculo para ser servicial y cordial con los judíos. «Su administración de la ciudad —refiere Zweig— fue perfectamente justa e incluso típicamente democrática [...] Los judíos que habían temblado ante este triunfo del partido antisemítico continuaron viviendo con los mismos derechos y consideraciones de siempre.»53
Esto no le gustó al joven Hitler. Pensó que Lueger era demasiado tolerante y que no se daba cuenta del problema racial de los judíos. Se sintió resentido ante la negativa del alcalde a abrazar el pangermanismo y escéptico ante su clericalismo católico romano y su lealtad para los Habsburgo. ¿No se había negado el viejo emperador Francisco José dos veces a sancionar la elección de Lueger como burgomaestre?
Pero al final Hitler se vio obligado a reconocer el genio de este hombre que sabía cómo ganar el apoyo de las masas, que comprendía los problemas sociales modernos y la importancia de la propaganda y de la oratoria para dominar a las multitudes. Hitler no pudo por menos de admirar la forma en que Lueger trató con la poderosa Iglesia: «Su política estuvo formada con infinita astucia.» Y, finalmente, Lueger «fue rápido en hacer uso de todos los medios posibles para ganar la ayuda de las instituciones establecidas desde antiguo, de tal forma que pudiera derivarse la ventaja más grande posible para su movimiento de aquellas viejas fuentes de poder».54
Aquí, en una cáscara de nuez, estaban las ideas y las técnicas que Hitler iba más tarde a utilizar para estructurar su propio partido político y llevarlo al poder en Alemania. Su originalidad consiste en ser el único político de derechas que las aplicó a la escena alemana después de la primera guerra mundial. Fue entonces cuando el movimiento nazi, solo entre los partidos nacionalistas y conservadores, ganó a una gran masa de seguidores y, habiendo alcanzado esto, consiguió la ayuda del ejército, la del presidente de la República y la de las asociaciones de las grandes empresas, tres «instituciones establecidas desde muy antiguo», de gran poder, que conducían a la cancillería de Alemania. Las lecciones aprendidas en Viena demostraron ser verdaderamente útiles.
El doctor Karl Lueger había sido un brillante orador, pero al Partido Pangermano le habían faltado oradores públicos efectivos. Hitler se dio cuenta de esto y en Mein Kampf habla mucho de la importancia de la oratoria en la política.
La fuerza que siempre ha puesto en marcha a las mayores avalanchas religiosas y políticas en el desarrollo de la historia ha sido desde tiempo inmemorial el mágico poder de la palabra hablada, y sólo eso.
Las grandes masas de gente pueden ser movidas solamente por el poder de los discursos. Todos los grandes movimientos son movimientos populares, erupciones volcánicas de las pasiones y de los sentimientos emocionales humanos, fomentados bien por los crueles dioses del dolor o por la antorcha de la palabra arrojada entre las masas; no por los chorros de limonada de los estetas literarios y de los héroes de salón.55
Aunque evitando una participación real en los partidos políticos de Austria, el joven Hitler estaba ya empezando a practicar su oratoria en los círculos de oyentes que fundó en las posadas de baja categoría de Viena, en los comedores de beneficencia y en las esquinas. Iba a convertirse en un talento oratorio (como este autor, que posteriormente fue a oír una veintena de sus más importantes discursos, puede testificar) más formidable que ningún otro en la Alemania de entreguerras, y esto contribuyó en gran parte a su asombroso éxito.
Finalmente, en la experiencia de Hitler en Viena aparecieron los judíos. En Linz, dice, había pocos judíos. «En casa no recuerdo haber oído esa palabra durante la vida de mi padre.» En el instituto de enseñanza secundaria hubo un muchacho judío, «pero no le dimos importancia al asunto [...] Yo incluso los tomé [a los judíos] por alemanes».56
Según los amigos de juventud de Hitler, esto no es verdad. «Cuando conocí a Adolf Hitler —dice August Kubizek recordando los días que pasaron juntos en Linz—, su antisemitismo era ya pronunciado [...] Hitler era ya un antisemita confirmado cuando fue a Viena. Y aunque sus experiencias en Viena pudieron intensificar este sentimiento, ciertamente no lo hicieron nacer.»57
«Entonces —dice Hitler— fui a Viena.»
Inmerso en la abundancia de mis impresiones [...] oprimido por las fatigas de mi sino, no conseguí al principio ninguna visión penetrante de la estratificación interior del pueblo de esta gigantesca ciudad. A pesar de que Viena en aquellos días contaba con cerca de doscientos mil judíos entre sus dos millones de habitantes, no los vi [...] El judío todavía no estaba caracterizado para mí más que por su religión, y por consiguiente en el terreno de la tolerancia humana yo mantenía mi oposición a los ataques religiosos en este caso como en otros. Consecuentemente el tono de la prensa antisemita de Viena me pareció indigno de la tradición cultural de una gran nación.58
Un día, refiere Hitler, iba paseando por la zona más deprimida de la ciudad. «De pronto me encontré con una aparición con caftán negro. ¿Será un judío?, fue mi primer pensamiento. Porque, estaba seguro, no se parecía en nada a los de Linz. Observé al hombre furtiva y precavidamente, pero cuanto más miraba la extranjera cara, fijándome en ella rasgo por rasgo, tanto más tomaba mi primera pregunta una nueva forma: ¿Será alemán?»59
La respuesta de Hitler puede adivinarse prestamente. Aunque dice que antes de contestar decidió «tratar de aliviar mis dudas con libros». Se enterró en literatura antisemita, que tenía una gran venta en Viena por aquel tiempo. Luego se echó a la calle para observar el «fenómeno» más de cerca. «Adondequiera que iba —dice—, empecé a ver judíos, y cuantos más veía, tanto más agudamente se distinguían a mis ojos del resto de la humanidad [...] Posteriormente, a menudo, sufrí náuseas al oler a estos portadores de caftán.»60
Poco después, dice, descubrió la «mancha moral de este “pueblo escogido”... ¿Había alguna forma de inmundicia o libertinaje, particularmente en la vida cultural, sin un judío al menos mezclado en ella? Si se corta, aunque sea cautelosamente, tal absceso, se encuentra, como un antojo en un cuerpo podrido, quedando a menudo deslumbrado por la súbita luz [...] ¡un judío!». Hitler aseguró haber descubierto que los judíos eran responsables de la mayor parte de la prostitución y de la trata de blancas. «Cuando por primera vez —dice— reconocí al judío como el director calculador, desvergonzado y sin corazón de este repugnante tráfico de vicio entre la gente baja de la gran ciudad, un frío estremecimiento me corrió por la espalda.»61
Hay una gran parte de mórbida sexualidad en el desvarío de Hitler acerca de los judíos. Esto era característico de la prensa antisemita de Viena de aquellos tiempos, como lo fue después del obsceno semanario de Núremberg Der Stuermer, publicado por uno de los compinches favoritos de Hitler, Julius Streicher, el jefe nazi de Franconia, un notable pervertido y uno de los más desabridos caracteres del Tercer Reich. Mein Kampf está sembrado de alusiones espeluznantes a extraños judíos que seducían a inocentes muchachas cristianas y así adulteraban su sangre. Hitler puede escribir de la «visión de pesadilla de la seducción de cientos de miles de muchachas por repulsivos bastardos judíos de piernas corvas». Como Rudolf Olden ha señalado, una de las raíces del antisemitismo de Hitler pudo haber sido su torturada envidia sexual. Aunque tenía cerca de los veinte años, por lo que se sabe no tuvo relaciones de ninguna clase con mujeres durante su permanencia en Viena.
«Gradualmente —dice Hitler— empecé a odiarlos [...] Para mí fue la época de más agitación interior por la que jamás haya atravesado. Dejé de ser un humilde y débil cosmopolita para convertirme en antisemita.»62
Lo seguiría siendo, ofuscado y fanático, hasta el amargo final; su último testamento, escrito unas horas antes de su muerte, contendría el golpe final contra los judíos por el que los hacía responsables de la guerra que él había comenzado y que estaba ahora terminando con él y con el Tercer Reich. Este odio terrible, que contaminaría a tantos alemanes, condujo finalmente a una matanza tan horrible y en tan gran escala como para dejar en la civilización una horrenda cicatriz que, con toda seguridad, durará tanto como el hombre sobre la tierra.
En la primavera de 1913, Hitler abandonó Viena para siempre y se fue a vivir a Alemania donde su corazón, dice él, siempre había estado. Tenía entonces veinticuatro años y para todos, excepto para él, parecía ser un fracasado. No pudo ser ni pintor ni arquitecto. No había llegado a ser nada más, al menos por lo que se veía, que un vagabundo, un excéntrico, pero ahíto de libros, a decir verdad. No tenía amigos, ni familia, ni trabajo, ni hogar. Sin embargo, tenía una cosa: una ilimitada confianza en sí mismo y un sentido, ardiente y profundo, de su misión.
Probablemente abandonó Austria para escapar del servicio militar.* No era porque fuese un cobarde, sino porque aborrecía la idea de servir con los judíos, eslovacos y otras razas minoritarias del Imperio. En Mein Kampf, Hitler expone que fue a Múnich en la primavera de 1912, pero eso es falso. En el registro policíaco consta que vivió en Viena hasta mayo de 1913.
Las razones que expone para abandonar Austria son verdaderamente grandiosas.
El asco que sentía por el Estado de los Habsburgo aumentaba constantemente [...] Me repugnaba el conglomerado de razas de la capital, esa mezcla de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios y croatas, y, por todas partes, el moho de la humanidad, el de siempre: judíos y más judíos. La gigantesca ciudad me parecía la profanación racial personificada [...] Cuanto más vivía en esta ciudad, tanto más crecía en mí el odio que tenía a la mezcla de esos pueblos extraños que habían comenzado a corroer este viejo escenario de la cultura alemana [...] Por todas estas razones, anhelaba más y más ir, al fin, a donde mis ansias secretas de la niñez y mi secreto amor me atraían.63
Su destino, en aquella tierra a la que él amaba tan profundamente, iba a ser tal que ni él mismo, en sus sueños más fantásticos, pudo jamás haber imaginado. Era, y lo seguiría siendo hasta poco antes de que fuera nombrado canciller, técnicamente un extranjero, un austríaco en el Reich alemán. Solamente como tal austríaco que alcanzó la mayoría de edad en el último decenio antes del colapso del Imperio de los Habsburgo, que fracasó en echar raíces en su capital civilizada, que abrazó todos los prejuicios y odios absurdos que entonces abundaban entre los charlatanes extremistas alemanes y que no pudo captar lo que había de decente, honesto y honorable en la inmensa mayoría de sus conciudadanos, fueran checos, judíos o alemanes, pobres o acomodados, artistas o artesanos, es como hay que entender a Hitler. Es dudoso que ningún alemán del norte, de la zona del Rin en el oeste, de Prusia Oriental, o ni siquiera de Baviera del sur, pudiera haber tenido en la sangre, y en su posible experiencia, la mezcla de ingredientes que terminó por impulsar a Adolf Hitler a las alturas que llegó a alcanzar. Con toda seguridad, habría que añadir una pizca generosa de genio imprevisible.
Pero en la primavera de 1913 ese genio no se había mostrado aún. En Múnich, como en Viena, seguía sin una perra, sin amigos y sin trabajo fijo. Y entonces, en el verano de 1914, estalló la guerra cogiéndole, como a otros tantos millones, en sus horribles garras. El 3 de agosto solicitó al rey Luis III de Baviera permiso para ingresar como voluntario en un regimiento bávaro, y le fue concedido.
Ésta era la ocasión caída del cielo. Ahora el joven vagabundo podría satisfacer, no sólo su pasión de servir a su amado y adoptado país en lo que él, dice, creía era una lucha por la existencia de éste —«ser o no ser»—, sino que podría olvidar todos los fracasos y frustraciones de su vida privada.
Como escribió en Mein Kampf:
Aquellas horas llegaron como una liberación de los infortunios que habían pesado sobre mí durante mi juventud. No me avergüenza decir que, llevado por el entusiasmo del momento, me arrodillé y di gracias al cielo desde el fondo de mi alma por haberme concedido la buena fortuna de vivir en semejante época [...] Para mí, como para cualquier alemán, empezaba entonces el período más memorable de mi vida. Comparado con los acontecimientos de la gigantesca lucha, todo el pasado cayó en el olvido.64
Para Hitler, el pasado, con todos sus andrajos, sus soledades y sus fracasos, iba a permanecer en las sombras, aunque ya había formado sus opiniones y su carácter para siempre. La guerra, que traería la muerte para tantos millones, le trajo a él, a los veinticinco años, un nuevo comienzo en la vida.