CAPÍTULO II

Nacimiento del partido nazi

El día 10 de noviembre de 1918, un sombrío domingo otoñal, Adolf Hitler experimentó lo que, con todo su odio y desengaño, llamó «la mayor villanía del siglo».* Había llegado un pastor trayéndoles increíbles noticias a los heridos del hospital militar de Pasewalk, una pequeña ciudad de Pomerania al nordeste de Berlín, donde Hitler estaba recuperándose de una ceguera temporal, consecuencia de un ataque británico con gases, que había tenido lugar un mes antes, cerca de Ypres.

Aquella mañana de domingo, el pastor les informó de que el káiser había abdicado y huido a Holanda. El día anterior había sido proclamada una república en Berlín. Al siguiente día, 11 de noviembre, se firmaría un armisticio en Compiègne, Francia. La guerra se había perdido. Alemania estaba a merced de los victoriosos Aliados. El pastor se puso a sollozar.

«No pude aguantarlo —dice Hitler recordando la escena—. Lo vi todo negro otra vez; me tambaleé y, después de volver a tientas a mi sala, me eché en el catre y hundí la cabeza ardiente en la almohada [...] De manera que todo había sido en vano. En vano todos los sacrificios y privaciones [...] en vano las horas en las que, con un miedo cerval que nos estrujaba el corazón, cumplíamos a pesar de eso con nuestro deber; en vano la muerte de dos millones de hombres [...] ¿Habían muerto para eso? [...] ¿Todo había sucedido para que una pandilla de miserables asesinos pudiera poner las manos encima de la patria?»1

Por primera vez, desde que estuvo ante la tumba de su madre, dice, perdió el dominio de sí mismo y lloró. «No pude evitarlo.» Como millones de compatriotas no pudo aceptar, ni entonces ni nunca, el repentino y drástico hecho de que Alemania había sido derrotada en el campo de batalla y de que había perdido la guerra.

Como otros millones de alemanes, Hitler había sido también un soldado valiente y animoso. Andando el tiempo, sería acusado por algunos oponentes políticos de cobardía en el combate, pero debe ser dicho, en honor a la verdad, que no hay ni la menor evidencia en su hoja de servicio en la que apoyar semejante acusación. Como estafeta a pie de la Primera Compañía del 16.° Batallón del Regimiento de Infantería bávaro de Reserva, llegó al frente hacia finales de octubre de 1914 después de escasamente tres meses de instrucción. Su unidad fue diezmada en una dura lucha de cuatro días en la primera batalla de Ypres, donde los británicos detuvieron el avance alemán hacia el canal. Según una carta de Hitler dirigida al dueño de su pensión en Múnich, un sastre llamado Popp, los 3.500 hombres de su regimiento quedaron reducidos, en sólo cuatro días de combate, a 600; solamente sobrevivieron 30 oficiales; cuatro compañías tuvieron que ser disueltas.

Durante la guerra fue herido dos veces. La primera vez el 7 de octubre de 1916, en la batalla del Somme, cuando fue tocado en una pierna. Después de su hospitalización en Alemania volvió al Regimiento List —llamado así por su primer jefe— en marzo de 1917 y, propuesto ya para cabo, luchó durante aquel verano en la batalla de Arras y en la tercera batalla de Ypres. Su regimiento estuvo en lo más reñido del combate durante la última ofensiva alemana, en la primavera y verano de 1918. En la noche del 13 de octubre fue sorprendido por un duro ataque británico con gases en una colina al sur de Werwick, durante la última batalla de Ypres. «Volví a tropezones con los ojos ardiéndome —relata él—, llevándome conmigo la última visión de la guerra. Unas horas después mis ojos eran como carbones ardientes; todo se había oscurecido a mi alrededor.»2

Fue dos veces condecorado por su valor. En diciembre de 1914 le fue concedida la Cruz de Hierro de Segunda Clase, y en agosto de 1918 recibió la Cruz de Hierro de Primera Clase, que raramente se concedía en el viejo ejército imperial a un simple soldado. Un camarada de su unidad declara que ganó la tan codiciada medalla por haber capturado a quince británicos sin ayuda alguna; otro dice que fueron franceses.

La historia oficial del Regimiento de List no contiene ni una palabra de tal proeza; silencia las hazañas individuales de muchos miembros que recibieron condecoraciones. Por la razón que sea, no hay duda de que el cabo Hitler se ganó la Cruz de Hierro de Primera Clase. La llevó orgullosamente hasta el final de su vida.

Y, sin embargo, como soldado, fue un compañero extraño, como más de uno de sus camaradas de trinchera hace observar. No recibía ni cartas ni regalos de su casa. Nunca pidió permiso; no tenía ni siquiera el interés, de todo soldado combatiente, por las mujeres. Nunca gruñía, como lo hacían los hombres más valientes, de la mugre, de los piojos, del fango, del hedor, o de la primera línea del frente. Era el guerrero impasible que siempre se tomaba muy en serio los fines de la guerra y el manifiesto destino de Alemania.

«Todos le maldecíamos y lo encontrábamos inaguantable —recordó posteriormente uno de los hombres de su compañía—. Estaba con nosotros ese gallito de pelea que no se nos unía cuando mandábamos la guerra al infierno.»3 Otro hombre lo describe sentado «en un rincón de nuestro refugio con la cabeza apoyada en las manos en profunda meditación. De pronto, daba un salto y se ponía muy excitado a dar vueltas diciendo que, a pesar de nuestros grandes cañones, la victoria nos sería negada porque los invisibles enemigos del pueblo alemán eran mucho más peligrosos que el cañón más grande del enemigo».4 Después, se lanzaba a un ataque cáustico sobre esos «enemigos invisibles» —los judíos y los marxistas—. ¿No había aprendido en Viena que eran la fuente de todo mal?

¿Y, verdaderamente, no lo había visto por sí mismo en la patria alemana mientras convalecía de su herida de la pierna en plena guerra? Después de haber sido dado de alta en el hospital de Beelitz, cerca de Berlín, había visitado la capital y luego se fue a Múnich. Por todas partes encontró «bribones» que maldecían la guerra y deseaban para ella un rápido final. Abundaban los prófugos, y ¿quiénes eran sino judíos? «Las oficinas —dice— estaban llenas de judíos. Casi todos los empleados eran judíos y casi todos los judíos estaban empleados [...] En los años 1916-1917 casi la totalidad de la producción estaba bajo el control del dinero judío [...] El judío robaba a la nación entera y la aplastaba en su dominación [...] Vi con horror que se aproximaba una catástrofe.»5 Hitler no pudo resistir lo que percibía y se alegró, dice, de volver al frente.

Muchísimo menos pudo aguantar el desastre que aconteció a su amada patria en noviembre de 1918. Para él, como para casi todos los alemanes, fue «monstruoso» e inmerecido. El ejército alemán no había sido vencido en el campo de batalla: había sido apuñalado por la espalda por los traidores de la retaguardia.

Así nació para Hitler, como para tantos otros alemanes, la fanática creencia en la leyenda de la «puñalada por la espalda» que, más que otra cosa, ayudó a socavar la República de Weimar y a preparar el terreno para el triunfo final de Hitler. La leyenda era engañosa. El general Ludendorff, el verdadero jefe del Alto Mando, había insistido el 28 de septiembre de 1918 en un armisticio «inmediato», y su superior nominal, el mariscal de campo Von Hindenburg, lo había apoyado. En la reunión del Consejo de la Corona en Berlín, el día 2 de octubre, presidido por el emperador Guillermo II, Hindenburg había reiterado la demanda del Alto Mando de una tregua inmediata. «El ejército —dijo— no puede esperar ni cuarenta y ocho horas.» En una carta escrita el mismo día, Hindenburg declaraba de plano que la situación militar hacía que fuese imperativo «parar la lucha». No se hizo mención a ninguna «puñalada por la espalda». Solamente después, el gran héroe alemán suscribió el mito. En una declaración ante el Comité de Investigación de la Asamblea Nacional del día 18 de noviembre de 1919, un año después de terminada la guerra, Hindenburg declaraba: «Como un general inglés ha dicho muy acertadamente, el ejército alemán fue “apuñalado por la espalda”.»*

En realidad, el gobierno civil, encabezado por el príncipe Max de Baden, al que el Alto Mando no le comunicó el empeoramiento de la situación militar hasta finales de septiembre, se mantuvo durante algunas semanas contrario a la demanda de armisticio de Ludendorff.

Había que vivir en la Alemania de entreguerras para comprobar cuán difundida estaba la aceptación de esta increíble leyenda por el pueblo alemán. Los hechos que demostraban su falsedad estaban por todos los lados. Los alemanes de la derecha no querían ni oír hablar de ellos. Los culpables —nunca dejaron de creerlo— fueron los «criminales de noviembre», una expresión con la que Hitler machacó la conciencia del pueblo. No importaba absolutamente nada que el ejército alemán, astuta y cobardemente, hubiese encaminado al gobierno republicano hacia la firma de un armisticio en el que habían insistido los jefes militares ni que, al actuar así, hubiera aconsejado en cierta forma al gobierno para que aceptara el tratado de paz de Versalles. Ni parecía que había que tener en cuenta que el Partido Socialdemócrata había aceptado el poder en 1918 sólo a regañadientes para preservar a la nación del enorme caos que amenazaba inclinarla hacia el bolchevismo. No era responsable del colapso alemán. La culpa de aquello era del viejo orden que había tenido el poder.* Pero millones de alemanes rehusaban reconocerlo. Tenían que encontrar la cabeza de turco a la que culpar de la derrota, de la humillación y de la desgracia. Se convencieron fácilmente de que la habían encontrado en los «criminales de noviembre», los que habían firmado la rendición y establecido un gobierno democrático en lugar de la vieja autocracia. La credulidad de los alemanes es una debilidad, un tema que Hitler trabaja en su Mein Kampf. Él iba, dentro de nada, a aprovecharse bien de ella.

Cuando el pastor abandonó el hospital de Pasewalk aquella tarde del 10 de noviembre de 1918, «vinieron días terribles y noches peores» para Adolf Hitler. «Yo sabía —dice— que todo estaba perdido. Sólo los locos, los mentirosos y los criminales podrían esperar perdón de los enemigos. En aquellas noches el odio creció en mí, odio a aquellos responsables de este hecho [...] ¡Miserables y degenerados asesinos! Cuanto más intentaba aclarar el monstruoso hecho de aquella hora, tanto más quemaban mi frente la vergüenza, la indignación y la desgracia. ¿Qué eran todos los dolores de mis ojos comparados con ella?» Y después: «Supe entonces cuál era mi destino. Decidí dedicarme a la política.»6

Como pudo verse, aquella decisión fue fatídica para Hitler y para el mundo.

El principio del partido nazi

Las perspectivas de una carrera política en Alemania para este austríaco de treinta años de edad, sin amigos, sin dinero, sin trabajo, sin comercio o profesión, sin comprobantes de haber tenido antes un empleo fijo y sin experiencia alguna en política, eran menos que prometedoras, y al principio, por un breve momento, Hitler lo comprendió así también. «Durante días —dice—, yo me preguntaba qué podía hacerse, pero al final de cada meditación surgía la sensata comprobación de que yo, sin nombre aún, no poseía ni la más ligera base para ninguna acción útil.»7

Había vuelto a Múnich a finales de noviembre del año 1918 para encontrar a su adoptada ciudad apenas reconocible. La revolución había estallado también aquí. El rey Wittelsbach también había abdicado. Baviera estaba en manos de los socialdemócratas, los cuales habían creado un «Estado del Pueblo» bávaro regido por Kurt Eisner, un popular escritor judío que había nacido en Berlín. El 7 de noviembre, Eisner, una figura familiar en Múnich, con su gran barba gris, sus lentes de pinzas, su enorme sombrero negro y su diminuta estatura, se había echado a la calle a la cabeza de unos centenares de hombres. Sin pegar un tiro, ocupó los edificios del Parlamento y del gobierno y proclamó una república. Tres meses después fue asesinado por un joven oficial del ala derecha, el conde Anton Arco-Valley. Los trabajadores, a continuación, fundaron una república soviética, pero ésta fue de corta duración. El 1 de mayo de 1919, fuerzas regulares del ejército despacharon desde Berlín y Baviera «cuerpos libres» (Freikorps) voluntarios que entraron en Múnich y derrocaron al régimen comunista, aniquilando a varios cientos de personas, incluyendo muchos no comunistas, en venganza por el fusilamiento de una docena de rehenes. Aunque nominalmente y en principio se restauró un gobierno moderado socialdemócrata, al mando de Johannes Hoffmann, el poder real de la política bávara pasó al ala derecha.

¿Qué era la derecha en Baviera en esta época caótica? Era el ejército regular, la Reichswehr; eran los monárquicos, que deseaban la restauración de los Wittelsbach. Era una masa de conservadores que despreciaba a la república democrática establecida en Berlín; y al pasar el tiempo era, sobre todo, la gran masa de soldados desmovilizados para quienes los cimientos del mundo habían cedido en 1918; hombres desarraigados que no podían encontrar trabajo o volver a la sociedad pacífica que habían dejado en 1914; hombres que se habían vuelto pendencieros y violentos por la guerra, que no podían desprenderse del hábito ya profundamente arraigado, y que, como Hitler, que fue durante cierto tiempo uno de ellos, diría más tarde, «habían llegado a ser revolucionarios que favorecían a la revolución por ser una revolución y deseaban verla establecida como condición permanente».

Los Freikorps surgieron por toda Alemania; estaban equipados secretamente por la Reichswehr. Al principio se utilizaron, sobre todo, para combatir a los polacos y a los bálticos en las disputas fronterizas orientales, pero pronto lo fueron para apoyar las conspiraciones con vistas al derrocamiento del régimen republicano. En marzo de 1920, uno de esos Freikorps, la tristemente famosa Brigada Ehrhardt, dirigida por un saqueador, el capitán Ehrhardt, ocupó Berlín y permitió al doctor Wolfgang Kapp,* un político mediocre de la extrema derecha, proclamarse a sí mismo canciller. El ejército regular, al mando del general Von Seeckt, se mantuvo alerta mientras que el presidente de la República y el gobierno huían desordenadamente a Alemania occidental. Solamente una huelga general de los sindicatos restauró al gobierno republicano.

En Múnich, por ese mismo tiempo, era más afortunada otra clase diferente de golpe de Estado. El 14 de marzo de 1920 la Reichswehr derrocó al gobierno socialista de Hoffmann e instaló un régimen del ala derecha al mando de Gustav von Kahr. Y entonces la capital de Baviera se convirtió en un imán para todas aquellas fuerzas de Alemania que estaban decididas a derrocar a la República, fundar un régimen autoritario y repudiar el Diktat de Versalles. Aquí los condottieri de las fuerzas libres, incluyendo a los miembros de la Brigada Ehrhardt, encontraron un refugio y una bienvenida. Aquí el general Ludendorff se asentó, junto con multitud de otros oficiales descontentos licenciados del ejército.** Aquí se planearon los asesinatos políticos, entre ellos los de Matthias Erzberger, el político moderado católico, que tuvo el valor de firmar el armisticio cuando los generales se echaron atrás, y el de Walther Rathenau, el brillante y erudito ministro de Asuntos Exteriores a quien los extremistas odiaban por ser judío y por conducir la política nacional hacia el intento de llevar a la práctica, al menos, algunas de las cláusulas del Tratado de Versalles.

Fue en este fértil campo de Múnich donde Adolf Hitler iba a iniciar su carrera.

Cuando volvió a Múnich, al final de noviembre de 1918, se encontró con que su batallón estaba en manos de los «Consejos de Soldados». Esto le repugnó tanto, dice, que decidió «irse lo antes posible». El invierno lo pasó como centinela en un campo de prisioneros, en Traunstein, cerca de la frontera austríaca. En la primavera volvió a Múnich. En su Mein Kampf cuenta que incurrió en la «desaprobación» del gobierno del ala izquierda y declara que evitó el arresto gracias a la proeza de amenazar con su carabina a los tres «bribones» que fueron a buscarle. Inmediatamente después de que el régimen comunista fuese derrocado, Hitler comenzó con sus, como él las define, «actividades más o menos políticas». Éstas consistían en informar a la junta creada por el 2.º Regimiento de Infantería, para investigar la actuación de aquellos que compartieron la responsabilidad del breve régimen soviético de Múnich.

Al parecer los servicios de Hitler fueron considerados lo bastante valiosos como para inducir al ejército a darle un puesto de mayor importancia. Fue designado para una tarea en la Sección de Prensa y Noticias del Departamento Político del distrito asignado al ejército. El ejército alemán, en contra de su costumbre, estaba ahora metido muy profundamente en política, sobre todo en Baviera, donde al fin había podido establecer un gobierno a su gusto. Para conseguir sus fines, el ejército daba a los soldados cursos de «formación política», en uno de los cuales fue Hitler un atento alumno. Un día, según su propia versión, intervino durante una conferencia en la que alguien se permitió decir algunas palabras en favor de los judíos. Al parecer su arenga antisemita agradó tanto a sus superiores que muy pronto lo destinaron a un regimiento de Múnich como oficial instructor, un Bildungsoffizier, cuya principal obligación sería la de combatir las ideas peligrosas, pacifismo, socialismo, democracia; tal era el concepto que el ejército tenía de su papel en la república democrática, a la que había jurado servir.

Éste fue un cambio importante para Hitler; el primer reconocimiento de que había ganado algo en el campo de la política, donde ahora intentaba entrar. Por lo menos, le dio la oportunidad de poner a prueba sus habilidades oratorias —el primer requisito, como siempre había sostenido, para que un político tuviera éxito—. «Enseguida —dice— me ofrecieron la oportunidad de hablar ante un gran auditorio, y lo que siempre me había imaginado basándome en simples presentimientos se cristalizaba ahora: “sabía hablar”.» El saberlo le agradó muchísimo, aunque no fue para él una gran sorpresa. Siempre había temido que su voz pudiera haber quedado debilitada para siempre por los gases inhalados en el frente. Descubrió que la había recuperado lo suficiente como para permitirle hacerse oír «al menos en cada rincón de las pequeñas habitaciones de pelotón».8 Éste fue el comienzo de una habilidad con la que fácilmente se convirtió en el orador más efectivo de Alemania, con un poder mágico —cuando se utilizó la radio— para ganarse a millones de oyentes.

Un día de septiembre de 1919, Hitler recibió órdenes del Departamento Político del ejército para que le echara una ojeada a un pequeño grupo político de Múnich que se hacía llamar Partido Obrero Alemán. Los militares sospechaban de los partidos obreros porque en ellos siempre predominaban elementos socialistas o comunistas, pero este otro, se creía, podía ser diferente. Hitler dice que era «enteramente desconocido» para él. Y, sin embargo, conocía a uno de los hombres que, según se anunciaba, iba a hablar en la reunión del partido que a él le habían ordenado investigar.

Unas semanas antes, en uno de sus cursos educativos, había escuchado una conferencia de Gottfried Feder, un ingeniero de construcción y —en el terreno de la economía— un maniático que había llegado a obsesionarse con la idea de que el capital «especulativo», como opuesto al capital «creador» y «productor», era la raíz de muchos de los problemas económicos de Alemania. Como opinaba que el primero debía eliminarse, fundó en 1917 una organización para llevar a cabo este propósito: la Liga Combatiente Alemana para Abolir la Esclavitud Capitalista. Hitler, que no sabía nada de economía, quedó muy impresionado por la conferencia de Feder. Vio en la llamada de Feder para la «abolición de la esclavitud capitalista» una de las «premisas esenciales para la fundación de un nuevo partido». En la conferencia de Feder, dice, «vi un poderoso eslogan para la lucha que se aproximaba».9

Pero al principio no le dio mucha importancia al Partido Obrero Alemán. Fue a la reunión porque así se lo habían ordenado y, después de sentarse dispuesto a soportar una aburrida sesión, a la que asistían unas veinticinco personas, celebrada en una lóbrega habitación del sótano de la cervecería de Sterneckerbräu, no quedó efectivamente impresionado: «Una nueva organización como tantas otras. Era aquélla una época —dice— en la que cualquiera que no estuviese satisfecho de los acontecimientos [...] se sentía llamado a fundar un nuevo partido. Por todas partes surgían estas organizaciones pero sólo para desaparecer al cabo de poco tiempo. No consideré que el Partido Obrero Alemán fuera diferente.»10 Después de que Feder hubiera terminado de hablar, Hitler iba ya a irse cuando un «profesor» se levantó, preguntó los fundamentos en los que se basaba Feder y propuso a continuación que Baviera se separara de Prusia y fundara una Alemania del sur junto con Austria. Ésta era por aquel tiempo una idea popular en Múnich. El verla expresada hizo que Hitler montara en cólera; se levantó para dar «al docto caballero», como más tarde referiría, su opinión. Ésta, por lo visto, fue tan violenta que, según Hitler, el «profesor» se fue «con el rabo entre las piernas», mientras que el resto de la concurrencia miraba a este desconocido y joven orador «con caras atónitas». Uno de los presentes —Hitler dice que no pudo enterarse del nombre— llegó de un salto hasta él y le puso un pequeño folleto en las manos.

Este hombre era Anton Drexler, cerrajero de oficio, del que puede decirse que fue el verdadero fundador del nacionalsocialismo. Hombre demacrado, con gafas, que carecía de una formación adecuada, con una manera de pensar independiente, pero de convicciones estrechas y confusas, pobre escritor y peor orador, Drexler era entonces sólo un empleado de ferrocarril de Múnich. El 7 de marzo de 1918 había fundado un «Comité de Trabajadores Independientes» para combatir al marxismo de los sindicatos libres y promover agitaciones para conseguir una paz «justa» para Alemania. En realidad, era la rama de un movimiento más importante establecido en Alemania del norte, como lo era la Asociación para la Promoción de la Paz entre las Clases Trabajadoras (el país estaba entonces, y lo estaría hasta 1933, lleno de incontables grupos de fuerza de títulos altisonantes).

Drexler nunca llegó a reunir más de cuarenta miembros y, en enero de 1919, fusionó su partido con un grupo similar, el Círculo Político de Trabajadores, dirigido por un periodista, un tal Karl Harrer. La nueva organización, que contaba con menos de cien socios, fue llamada Partido Obrero Alemán y Harrer fue su primer presidente. Hitler, que tiene poco que decir en su Mein Kampf de algunos de sus primeros camaradas cuyos nombres están ya olvidados, reconoce que Harrer era «honrado» y «ciertamente muy bien educado», pero se lamenta de que le faltase el «don de la oratoria». Quizá el motivo principal de la efímera fama de Harrer fue su afirmación, que mantuvo obstinadamente, de que Hitler era un orador deficiente, un juicio que irritaba al jefe nazi incluso después, como lo confiesa llanamente en su autobiografía. De todas formas, parece que Drexler fue el dirigente de este pequeño y desconocido Partido Obrero Alemán.

A la mañana siguiente, Hitler volvió a leer cuidadosamente los folletos que Drexler había puesto en sus manos. Describe la escena prolijamente en su Mein Kampf. Eran las cinco de la mañana. Hitler se había despertado y como, según dice, era su costumbre estaba reclinado en su catre del barracón del 2.º Regimiento de Infantería viendo cómo los ratones mordisqueaban las migas de pan que él, invariablemente, esparcía por el suelo la noche antes. «Yo había padecido tanta miseria en mi vida —reflexiona—, que era muy capaz de imaginar el hambre, y por tanto el placer, de las pequeñas criaturas.» Recordó el pequeño folleto y empezó a leerlo. Se titulaba «Mi despertar político». Ante el asombro de Hitler, reflejaba una buena cantidad de ideas que él mismo había adquirido con los años. La meta principal de Drexler era fundar un partido político que estuviese basado en las masas de las clases trabajadoras, pero que, al contrario de los socialdemócratas, fuese fuertemente nacionalista. Drexler había sido miembro del patriótico Frente de la Patria, pero pronto le desilusionó su espíritu de clase media que parecía no tener contacto en absoluto con las masas. En Viena, como ya hemos visto, Hitler aprendió a despreciar a la burguesía por la misma razón: la absoluta falta de unión con las familias de la clase trabajadora y con sus problemas sociales. Y entonces las ideas de Drexler le interesaron definitivamente.

Después, aquel mismo día, Hitler se quedó atónito al recibir una postal en la que le decían que había sido aceptado en el Partido Obrero Alemán. «Yo no sabía si encolerizarme o reírme —recordó posteriormente—. No tenía intención alguna de unirme a un partido recién hecho, sino fundar uno. Lo que pretendían de mí resultaba algo presuntuoso y fuera de la cuestión.»11 Iba ya a exponerlo así en una carta cuando «la curiosidad me ganó» y decidió ir a la reunión a la que había sido invitado y explicar personalmente las razones que tenía para no unirse a «esta absurda y pequeña organización».

La taberna en la que iba a tener lugar la reunión era la Alte Rosenbad, en la Herrenstrasse, un local muy desacreditado [...] Atravesé el mal iluminado comedor en el que no había ni un alma, abrí la puerta de la habitación trasera y me vi ante el comité. A la mortecina luz de una mugrienta lámpara de gas había sentados cuatro jóvenes alrededor de una mesa, entre ellos el autor del pequeño folleto, quien, enseguida, me saludó efusivamente y me dio la bienvenida como nuevo miembro del Partido Obrero Alemán.

En realidad, yo estaba algo desconcertado. Se leyeron las actas de la última reunión y se le dio al secretario un voto de confianza. Después vino el informe de la tesorería —la asociación poseía en total siete marcos y cincuenta pfennigs—, para lo que el tesorero recibió un voto de confianza, lo cual se hizo constar en acta. Después, el primer presidente leyó las respuestas a una carta de Kiel, otra de Düsseldorf y una de Berlín, y todo el mundo dio su aprobación. A continuación se dio un informe sobre el correo recibido. [...]

¡Lamentable, lamentable! Esto era igual que un club de la peor clase. ¿Iba yo a unirme a esta organización?12

Y sin embargo en los hombres andrajosos de esta habitación trasera mal iluminada había algo que lo atraía: «El ansia de un nuevo movimiento que fuera más que un partido, en el sentido literal de la palabra». Aquella tarde volvió al barracón para «encarar la pregunta más peliaguda de mi vida: ¿debía unirme a ellos?». La razón, él lo admite, le decía que declinase el honor, y sin embargo... La misma insignificancia de la organización podía dar a un joven enérgico y de ideas una oportunidad «para una verdadera actividad personal». Hitler pensó en lo que él podía «aportar para la tarea».

El que yo fuese pobre y sin medios no me parecía que tuviera mucha importancia; lo peor era que se me contase entre anónimos, que fuese uno más de los que el destino, a millones, permite vivir o ser llamado al otro mundo sin que ni siquiera los vecinos más cercanos se dignen darse cuenta de ello. Además, existía la dificultad que, como siempre, significaba mi falta de estudios.

Después de dos días de angustiosas consideraciones y reflexiones, llegué finalmente a la conclusión de que debía dar el paso.

Fue la decisión más importante de mi vida. A partir de ese momento no había, ni lo habría en el futuro, posibilidad de dar marcha atrás.13

Adolf Hitler fue entonces afiliado como séptimo miembro del comité del Partido Obrero Alemán.

Había dos miembros en este insignificante partido que merecen mencionarse ahora; ambos iban a demostrar su importancia en la ascensión de Hitler. El capitán Ernst Roehm, del Estado Mayor del 7.º Distrito del ejército en Múnich, se había afiliado al partido antes que Hitler. Era un achaparrado soldado profesional, de cuello de toro, ojos de cerdo y una cicatriz en la cara —la parte superior de la nariz la había perdido en 1914— con conocimiento instintivo de la política y habilidad innata como organizador. Como Hitler, odiaba vivamente la república democrática y a los «criminales de noviembre», que según él eran sus responsables. Su designio era volver a crear una Alemania fuertemente nacionalista y creía, como Hitler, que eso sólo se podía hacer con un partido apoyado por la clase baja de la que él mismo, al contrario de la mayoría de los oficiales del ejército regular, procedía. Este hombre con dotes de mando, tenaz y cruel, ayudó a organizar las primeras escuadras nazis que, con el tiempo, se convertirían en las SA, el ejército de asalto que él mandó hasta ser ejecutado por orden de Hitler en 1934. Roehm no solamente llevaba al recién nacido partido gran número de hombres ex militares y voluntarios de las fuerzas libres que formaron la columna vertebral de la organización en sus primeros años, sino que, como oficial del ejército que controlaba Baviera, obtuvo para Hitler y su movimiento la protección y, algunas veces, la ayuda de las autoridades. Sin esa ayuda, Hitler, probablemente, no habría podido contar con el impulso necesario para incitar al pueblo en su campaña para derrocar a la República y, con toda seguridad, no habría podido seguir utilizando sus métodos de terror e intimidación sin la tolerancia del gobierno y de la policía de Baviera.

A Dietrich Eckart, veintiún años mayor que Hitler, se le llamó a menudo el fundador espiritual del nacionalsocialismo. Periodista agudo, mediocre poeta y dramaturgo, había traducido el Peer Gynt de Ibsen y escrito una serie de comedias no representadas. En Berlín, donde había llevado durante cierto tiempo, como Hitler en Viena, la vagabunda vida de bohemio, se convirtió en un borracho, se dio a la morfina y, según Heiden, terminó confinado en una institución para enfermedades mentales donde, al fin, pudo poner en escena sus obras utilizando a los asilados como actores. Al terminar la guerra volvió a su nativa Baviera y se dedicó a dar discursos a un círculo de admiradores en la bodega de Brennessel, en Schwabling —el barrio de los artistas en Múnich—, en los que predicaba la superioridad aria y la eliminación de los judíos y el derrumbamiento de los «cerdos» de Berlín.

«Necesitamos a alguien en cabeza —Heiden, que en aquel tiempo trabajaba como periodista en Múnich, cita a Eckart declamando a los habituales de la bodega de Brennessel en 1919— que pueda soportar el ruido de una ametralladora. La chusma necesita sentir el miedo en los pantalones. No podemos nombrar a un oficial porque el pueblo ya no los respeta. Lo mejor sería un trabajador que sepa cómo hablar [...] No necesitaría tener mucho seso [...] Debe ser soltero, después le buscaremos mujeres.»14

¿Qué más natural que el empedernido bebedor* encontrara en Adolf Hitler el hombre ideal que estaba buscando? Se convirtió en el más íntimo consejero del joven animador del Partido Obrero Alemán. Le prestó libros, le ayudó a mejorar su alemán —escrito y hablado— y lo presentó a su amplio círculo de amistades que incluía no solamente a ciertas personas adineradas que fueron inducidas a contribuir al fondo del partido y a la manutención de Hitler, sino en el que figuraban futuros ayudantes como Rudolf Hess y Alfred Rosenberg. La admiración de Hitler por Eckart nunca flaqueó, y en la última sentencia de su Mein Kampf expresa su gratitud a este excéntrico mentor. Fue, dice Hitler al terminar su libro, «uno de los mejores: dedicó su vida al despertar de nuestro pueblo con su pluma, sus pensamientos y, finalmente, con sus actos.»15

Tal fue el estrambótico conjunto de desequilibrados que fundó el nacionalsocialismo y que, sin saberlo, empezó a dar forma a un movimiento que en trece años se extendería por todo el país, el más fuerte de Europa, y traería para Alemania su Tercer Reich. El confuso cerrajero Drexler suministró el núcleo; el poeta y borracho Eckart, algo de las bases «espirituales»; el maniático de la economía, Feder, lo que pasó por ser la ideología; el homosexual Roehm, la ayuda del ejército y de los veteranos de guerra. Pero fue el antiguo vagabundo Adolf Hitler, que aún no había cumplido los treinta y un años, un hombre completamente desconocido, quien tomaría el mando para transformar en poco tiempo lo que sólo era una tertulia en una habitación trasera en un formidable partido político.

Todas las ideas que habían estado burbujeando en su mente desde los solitarios días de hambre en Viena encontraron entonces un desagüe, y una energía interior no observada antes en él estalló. Impulsó a su tímida reunión organizando mítines más importantes. Personalmente mecanografiaba y distribuía las invitaciones. Posteriormente recordaba cómo una vez, después de haber distribuido ochenta de ellas, «nos sentamos en espera de la masa que suponíamos iba a venir. Una hora más tarde, el “presidente” tuvo que abrir la “reunión”. Éramos de nuevo siete, los siete de siempre».16 Pero no por eso iba a desanimarse. Aumentó el número de invitaciones por medio de un ciclostilo. Reunió unos pocos marcos para insertar un anuncio del mitin en un periódico local. «El éxito —dice— fue positivamente asombroso. Ciento once personas estuvieron presentes.» Hitler iba a hacer su primer discurso «en público», después del principal, pronunciado por un «profesor de Múnich». Harrer, nominalmente jefe del partido, se opuso. «A este caballero, que aparte de eso era ciertamente digno de confianza —relata Hitler—, sólo le sucedía que estaba convencido de que yo podía ser capaz de hacer ciertas cosas, pero no de hablar. Hablé durante treinta minutos, y lo que yo antes había sentido simplemente en mi interior, sin sospecharlo en lo más mínimo, quedó demostrado por la realidad: ¡era un orador!»17 Hitler declara que el auditorio quedó «electrizado» por su oratoria y que el entusiasmo quedó plasmado por los donativos, que sumaron trescientos marcos, y aliviaron temporalmente al partido de preocupaciones financieras.

Al comienzo de 1920, Hitler tomó la dirección de la propaganda del partido, una actividad en la que había pensado mucho desde que observó su importancia en los partidos socialistas y socialcristianos de Viena. Empezó inmediatamente a organizar el mitin más grande que nunca se atrevió a soñar el lastimosamente pequeño partido. Se celebraría el 24 de febrero de 1920, en la Festsaal de la famosa Hofbräuhaus, de una capacidad de cerca de dos mil personas. Los compañeros de comité de Hitler pensaron que estaba loco. Harrer, en protesta, dimitió. Fue reemplazado por Drexler, que permanecía escéptico.* Hitler remacha que él, personalmente, dirigió los preparativos. Verdaderamente el hecho tuvo tanta importancia para él que termina el primer volumen de su Mein Kampf dedicándole una descripción minuciosa porque, declara, fue el momento en el que «el partido rompió las estrechas trabazones de pequeño club y por primera vez ejerció una influencia determinada sobre el factor más poderoso de nuestro tiempo: la opinión pública».

Hitler no estaba anunciado como principal orador. Ese papel estaba reservado para un tal doctor Johannes Dingfelder, un médico homeópata, un tarambana que contribuía con artículos sobre economía en los periódicos bajo el seudónimo de «Germanus Agricola», y que pronto fue olvidado. Su discurso fue acogido en silencio; entonces Hitler empezó a hablar. Así describe él la escena:

Se había formado un terrible alboroto; se oían violentos golpes en la sala, un puñado de los más fieles camaradas de guerra, junto con otros partidarios, luchaban con los alborotadores [...] comunistas y socialistas [...] poco a poco se pudo restaurar el orden. Pude seguir hablando. Después de media hora empezaron lentamente los aplausos a ahogar los alaridos y gritos [...] Cuando al cabo de casi cuatro horas empezó la sala a vaciarse, supe que los principios del movimiento no podían ya olvidarse y que estaban circulando por el pueblo alemán.18

A lo largo de su discurso, Hitler había enunciado por primera vez los veintiocho puntos del programa del Partido Obrero Alemán. Habían sido redactados apresuradamente por Drexler, Feder y Hitler. La mayoría de las interrupciones que sufrió Hitler habían sido dirigidas contra trozos del programa que leía, pero él, de todas formas, actuó como si todos los puntos hubiesen sido adoptados en firme; se convirtieron en el programa oficial del partido nazi cuando el nombre de éste se transformó, el 1 de abril de 1920, en Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. A decir verdad, por razones tácticas, Hitler, en 1926, los declaró «inalterables».

En realidad era un gazpacho, un montón de trastos viejos dedicado a los trabajadores, a la clase media más baja y a los campesinos; la mayoría de ellos fueron olvidados con el tiempo por el partido al llegar al poder. Muchos escritores de Alemania los han ridiculizado y el mismo jefe nazi, posteriormente, se desconcertaba al recordar algunos de ellos. Sin embargo, como pasó con las ideas principales afirmadas en Mein Kampf, los más importantes fueron llevados a cabo por el Tercer Reich con desastrosas consecuencias para millones de personas dentro y fuera de Alemania.

El primer punto del programa pedía la unión de todos los alemanes en una Alemania Grande. ¿No era en esto exactamente en lo que el canciller Hitler insistiría —y conseguiría— cuando se anexionó Austria y sus seis millones de alemanes, y cuando se apoderó de la tierra de los Sudetes con sus tres millones de germanos? ¿Y no fue su exigencia de recuperar el Dánzig alemán, y las otras áreas de Polonia habitadas sobre todo por alemanes, lo que motivó el ataque nazi a Polonia y originó la segunda guerra mundial? ¿Y no puede añadirse que una de las desgracias del mundo fue que tantas personas, en los años de entreguerras, ignoraran o se rieran de las metas nazis que Hitler había tenido mucho cuidado de anotar en sus escritos? Los puntos antisemitas del programa promulgado en la cervecería de Múnich aquella tarde del 24 de febrero de 1920 constituyeron una terrible advertencia. A los judíos se les iba a prohibir que ejercieran su profesión e incluso se les iba a negar la ciudadanía y serían excluidos de la prensa. Todos aquellos que hubiesen entrado en el Reich después del día 2 de agosto de 1914 serían expulsados.

Una gran cantidad de párrafos del programa del partido era, desde luego, una llamada demagógica del gusto de las clases bajas que en aquel tiempo, por estar en apuros, simpatizaban con eslóganes radicales, e incluso socialistas. El punto 11, por ejemplo, pedía la abolición de los ingresos no ganados por el trabajo; el punto 12, la nacionalización de los trust; el punto 13, la participación del Estado en los beneficios de las grandes industrias; el punto 14, la abolición de las rentas agrícolas y de las especulaciones en tierras. El punto 18 exigía la pena de muerte para los traidores, usureros y explotadores, y el punto 19 clamaba por el mantenimiento de una «clase media sólida», insistía en la comunalización de los departamentos de los grandes almacenes y en sus arrendamientos a bajos precios a los pequeños comerciantes. Estas demandas habían sido volcadas ante la insistencia de Drexler y Feder, quienes, por lo visto, creían verdaderamente en el «socialismo» de los nacionalsocialistas. Esas ideas fueron las que Hitler iba a encontrar después desconcertantes, cuando los grandes industriales y propietarios empezaron a llenar con un chorro de dinero los cofres del partido y, desde luego, no se hizo nada en contra de ellos.

Había, finalmente, dos puntos del programa que Hitler llevó a cabo tan pronto se vio convertido en canciller. El punto 2 pedía la abrogación de los Tratados de Versalles y Saint Germain. El último punto, el número 25, insistía en «la creación de un fuerte poder central del Estado»; éste, como los puntos 1 y 2 que exigían la unión de todos los alemanes en el Reich y la abolición de los tratados de paz, fueron puestos en el programa ante la insistencia de Hitler y mostraron cómo, incluso entonces, cuando su partido era apenas conocido fuera de Múnich, ya estaba oteando horizontes más lejanos arriesgándose, incluso, a perder la ayuda popular para mantener su propio criterio.

En aquel tiempo el separatismo era muy fuerte en Baviera y los bávaros, constantemente de puntas con el gobierno central de Berlín, estaban pidiendo menos, no más, centralización, para que Baviera pudiera regirse por sí sola. En efecto, esto era lo que estaban haciendo en aquel momento; las órdenes de Berlín tenían muy poca autoridad en los estados. Hitler estaba deseando ostentar el poder no sólo en Baviera sino en todo el Reich, para mantener y ejercitar con ese poder un régimen dictatorial tal como él consideraba que debía constituirse: una fuerte autoridad centralizada que terminase con los estados semiautónomos que tanto bajo la República de Weimar como bajo el Imperio de los Hohenzollern gozaban de sus propios parlamentos y gobiernos. Uno de sus primeros actos, después del 30 de enero de 1933, fue llevar a cabo rápidamente este último punto del programa del partido, al que tan pocos habían prestado atención o habían tomado en serio. Ninguno pudo decir que no lo había advertido ampliamente en sus escritos desde el mismísimo principio.

Una oratoria incendiaria y un programa radical un poco cajón de sastre, aun siendo importantes como eran para que un partido en ciernes atrajera la atención y se ganara el apoyo de las masas, no bastaban; por eso Hitler, ahora, se dedicó a proveerlo de más, de mucho más. Los primeros signos de su peculiar genio empezaron a surgir y a hacerse sentir. Lo que las masas necesitaban, pensó, no eran sólo ideas —unas ideas simples que él, machaconamente, les podría meter en la cabeza—, sino símbolos que pudieran ganar su fe; boato y colorido que las elevaran; actos de violencia y de terror que, si tenían éxito, atraerían adhesiones (¿no fue la mayoría de los alemanes arrastrada por la fuerza?) y darían sensación de poder sobre el débil.

En Viena, como ya hemos visto, le intrigó lo que él llamaba el «infame terror espiritual y físico» que, según creía, empleaban los socialdemócratas contra sus adversarios políticos.* Ahora lo ensayaría para sus propios fines con su partido antisocialista. En un principio se les asignó a los veteranos de guerra la tarea de hacer callar en los mítines a los interruptores y, si fuera necesario, echarlos a la calle. En el verano de 1920, poco después de que el partido hubiese añadido lo de «Nacionalsocialista» al nombre de «Partido Obrero Alemán» y se convirtiese en Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, o NSDAP, como sería después familiarmente conocido, Hitler organizó con un grupo de rudos veteranos de la guerra escuadras «de choque», Ordnertruppe, bajo el mando de Emil Maurice, un relojero ex presidiario. El 5 de octubre de 1921, después de haber permanecido enmascarados por corto tiempo bajo el nombre de «División Gimnástica-Deportiva» del partido con vistas a burlar la prohibición del gobierno de Berlín, fueron llamados oficialmente el Sturmabteilung, de donde vino el nombre de SA. Estas tropas «de choque», equipadas con uniformes caquis, fueron reclutadas sobre todo entre los voluntarios de las fuerzas libres y puestas al mando de Johann Ulrich Klintzich, ayudante del famoso capitán Ehrhardt, que había sido recientemente encarcelado tras la prisión sufrida por su conexión con el asesinato de Erzberger.

Estos uniformados pendencieros no se contentaron con guardar el orden en los mítines nazis, sino que muy pronto se dedicaron a disolver los de otros partidos. En una ocasión, en 1921, Hitler en persona dirigió el ataque de esas tropas de asalto a un mitin en el que iba a hablar un federalista bávaro, llamado Ballerstedt, al que dieron una paliza. Hitler fue sentenciado por esto a tres meses de prisión, de los cuales cumplió uno. Ésta fue su primera experiencia en la cárcel; salió de ella con algo de mártir y más popular que nunca. «Perfectamente —se jactó Hitler ante la policía—. Hemos conseguido lo que queríamos: Ballerstedt no habló.» Como Hitler había dicho en público algunos meses antes, «el movimiento nacionalsocialista impedirá en el futuro, sin remordimiento de conciencia —y si es necesario, por la fuerza— todos los mítines o conferencias que parezca puedan distraer la atención de nuestros camaradas compatriotas».19

En el verano de 1920, a Hitler, al frustrado artista convertido ahora en maestro propagandístico, le vino una inspiración que sólo puede describirse como un destello de genio. Lo que le faltaba al partido, pensó, era un emblema, una bandera, un símbolo, que expresara lo que la nueva organización defendía y que atrajera el interés de la masa que, razonaba Hitler, debía tener un estandarte impresionante al que seguir y bajo el cual luchar. Después de mucho cavilar y de innumerables intentos para diseñarla, consiguió una bandera de fondo rojo con un disco blanco en el centro en el que estaba impresa una esvástica negra. La cruz de extremos quebrados, la hakenkreuz, la esvástica, aunque pedida prestada a tiempos más antiguos, iba a convertirse en el símbolo poderoso y terrorífico del partido nazi y, finalmente, de la Alemania nazi. Hitler, en su Mein Kampf, hace una amplia disertación en la que no explica de dónde sacó la idea de emplearla para esas dos funciones: bandera e insignia del partido.

La cruz gamada es casi tan vieja como el hombre en el planeta. Se ha encontrado en las ruinas de Troya y en las de Egipto y China. Yo mismo la he visto dibujada en reliquias antiguas hindúes y budistas, en la India. En tiempos más recientes se utilizó como emblema oficial en países bálticos como Estonia y Finlandia, donde los hombres de los cuerpos libres de Alemania la vieron durante la lucha de 1918-1919. La Brigada Ehrhardt la tenía pintada en los cascos de acero al entrar en Berlín durante la sublevación de Kapp en 1920. Hitler la había visto sin duda alguna en Austria, en el emblema de alguno de los partidos antisemitas, o quizá quedara impresionado por ella cuando la Brigada Ehrhardt llegó a Múnich. Cuenta que los miembros del partido le sugirieron dibujos y que en todos, invariablemente, figuraba una esvástica. También dice que un «dentista de Sternberg» le entregó un diseño para una bandera que verdaderamente «no estaba mal del todo y que era casi idéntico al mío».

Respecto a los colores, Hitler, desde luego, rechazó el negro, rojo y oro de la odiada República de Weimar. Se negó a adoptar la vieja bandera imperial roja, blanca y negra, pero le gustaban sus colores no solamente porque, dice él, constituyen «la armonía más brillante que existe», sino porque eran los colores de una Alemania por la que él había luchado. Pero había que darles nuevas formas: se añadió una esvástica.

Hitler se recrea en su única creación. «¡Verdaderamente es un símbolo! —exclama en su Mein Kampf—. En el rojo vemos la idea social del movimiento, en el blanco la idea nacionalista, en la esvástica la misión de lucha para que venza el hombre ario.»20

Pronto quedó dibujada la banda con la esvástica para los brazales de los uniformes de las tropas de asalto y miembros del partido, y dos años después Hitler diseñó el estandarte nazi que se llevaría en los desfiles multitudinarios y adornaría el tablado de los mítines. Tomado de un antiguo dibujo romano, consistía en una esvástica de metal negro en lo alto de una guirnalda plateada coronada por un águila y, debajo, las iniciales NSDAP en un rectángulo de metal del que colgaban cordones con franjas y borlas; una bandera cuadrada con la esvástica y con el Deutschland Erwache! («¡Alemania, despierta!») engalanaba el conjunto.

Esto puede que no fuera «arte», pero era propaganda de la mejor. Ahora los nazis tenían un símbolo con el que ningún otro partido podía competir. La cruz quebrada parecía poseer por sí sola algún poder místico para llevar por nuevo camino a la insegura clase media baja, a esa clase que había estado forcejeando con la incertidumbre de los primeros y caóticos años de la posguerra. Los que a ella pertenecían empezaron a congregarse bajo su sombra.

Advenimiento del Führer

En el verano de 1921 el ascendente joven agitador que había demostrado tener talento no sólo como orador, sino también como organizador y propagandista, se adjudicó la indiscutible dirección del partido. Al hacerlo así dio a sus camaradas trabajadores la primera prueba de su despiadada astucia con la que obtendría tantos éxitos en crisis venideras más importantes.

En los comienzos del verano, Hitler había ido a Berlín para entrar en contacto con los elementos nacionalistas del norte de Alemania a los que dirigió la palabra en el Club Nacional, que era el cuartel general espiritual del movimiento. Quería analizar las posibilidades de llevar a éste más allá de los límites de Baviera, al resto de Alemania. Quizá pudiera hacer algunas útiles alianzas para conseguir sus propósitos. Mientras estaba fuera, los otros miembros del comité del partido nazi decidieron que era el momento más oportuno para desafiar su autoridad. Se había convertido, según ellos, en un dictador demasiado rígido. Propusieron algunas alianzas con grupos similares de Alemania del sur, especialmente con el Partido Socialista Alemán, que un notable perseguidor de los judíos, Julius Streicher, un enconado enemigo y rival de Hitler, estaba organizando en Núremberg. Los miembros del comité estaban seguros de que si estos grupos, con sus ambiciosos jefes, pudieran fusionarse con los nazis, el poder de Hitler quedaría reducido.

Sintiendo amenazada su posición, Hitler se apresuró a volver a Múnich para sofocar las intrigas de esos «locos lunáticos», como él los llamó en su Mein Kampf. Ofreció su dimisión. Eso era más de lo que el partido podía permitirse, como los demás miembros del comité comprendieron enseguida. Hitler era no sólo un orador más poderoso, sino su mejor organizador y propagandista. Además, era él quien proporcionaba la mayor parte de los fondos de la organización por medio de colectas en los discursos que pronunciaba en los mítines y también por otras fuentes en las que estaba incluido el ejército. Si se marchaba, el tierno partido nazi se desharía, seguramente, en pedazos. El comité no quiso aceptar la dimisión. Hitler, seguro ya de su fuerte posición, obligó a los demás jefes a que capitularan completamente. Exigió para él poderes dictatoriales como único jefe del partido, la abolición del comité y que terminaran las intrigas con grupos tales como el de Streicher.

Esto era demasiado para los otros miembros del comité. Encabezados por el fundador del partido, Anton Drexler, redactaron una acusación del supuesto dictador y la hicieron circular como folleto. Fue la acusación más drástica con la que Hitler se enfrentó jamás, procedente de las filas de su propio partido, es decir, de los que conocían de buena fuente su carácter y su forma de operar.

El afán de poder y su personal ambición han motivado que Herr Adolf Hitler vuelva a su puesto después de una estancia en Berlín que ha durado seis semanas, y cuyo propósito no ha sido aún revelado. Él considera el momento como maduro para atraer desuniones y cismas en nuestras filas por medio de elementos indefinidos que actúan tras él, y para apoyar así los intereses de los judíos y de sus partidarios. Está cada vez más claro que su intención es simplemente utilizar al Partido Nacionalsocialista como trampolín para conseguir sus propios e inmorales propósitos y apoderarse del mando para forzar al partido a seguir por un camino diferente en el momento psicológico adecuado. Esto ha quedado demostrado con el ultimátum que ha enviado a los jefes del partido hace sólo unos días, en el que exige, entre otras cosas, que sea él el único dictador del partido y que el comité, incluido el cerrajero Anton Drexler, fundador y jefe del partido, debe retirarse [...]

¿Y cómo ha llevado esta campaña? Como un judío. ¡Ha tergiversado todos los actos [...] de los nacionalsocialistas! ¡Quién es capaz de comprender a tales tipos! No hay duda: Hitler es un demagogo [...] Él se cree capaz [...] de llenarle a uno la cabeza de cuentos de todas clases que son cualquier cosa menos la verdad.21

Aunque debilitados por un necio antisemitismo (¡Hitler actuando como un judío!), los cargos eran sustancialmente verdaderos, pero, aunque los publicaron, los rebeldes no consiguieron lo que esperaban. Hitler pronto inició un pleito por calumnias contra los autores del folleto, y Drexler en persona, durante un mitin público, se vio obligado a repudiar lo hecho. En dos reuniones especiales del partido, Hitler dictó sus condiciones para la paz. Los estatutos fueron cambiados para que el comité quedara abolido y recibiera él poderes dictatoriales como presidente. El humillado Drexler fue prácticamente eliminado al ser nombrado presidente honorario; desapareció pronto de la escena.* Como dice Heiden, fue la victoria de los liberales sobre los puritanos del partido. Pero fue más que eso. Desde entonces, en julio de 1921, quedó establecido «el principio dictatorial» que iba a ser la primera ley del partido nazi y, por tanto, más tarde, del Tercer Reich. El Führer había salido a escena en Alemania.

El «jefe» se dispuso ahora a trabajar para reorganizar el partido. La lóbrega sala en el fondo de la Sterneckerbräu, que para Hitler era más «una cripta funeraria que una oficina», quedó abandonada y se ocuparon unas nuevas oficinas, en otra taberna, en la Corneliusstrasse. Estaba mejor iluminada y era más espaciosa. Se compró a plazos una vieja máquina de escribir Adler, y gradualmente se adquirieron una caja de caudales, archivadores, muebles y un teléfono; y un secretario a sueldo.

El dinero estaba empezando a llegar. Casi un año antes, en diciembre de 1920, el partido había adquirido un periódico medio arruinado por deudas, el Voelkischer Beobachter, una chismosa hoja antisemita que aparecía dos veces por semana. De dónde vinieron exactamente los sesenta mil marcos para su compra fue un secreto que Hitler guardó bien, pero se sabe que Eckart y Roehm persuadieron al comandante general Ritter von Epp, jefe superior de Roehm en la Reichswehr y también miembro del partido, para que facilitara la suma. Lo más verosímil es que viniese de los fondos secretos del ejército. Al principio de 1923 el Voelkischer Beobachter se convirtió en un diario y, por tanto, le dio a Hitler lo que todo partido político alemán necesitaba, un periódico de publicación diaria en el que pregonar el evangelio del partido. La administración de un diario político requiere dinero adicional; éste vino ahora de fuentes que a algunos de los más rudos proletarios del partido debieron de parecer muy extrañas. La señora Helene Bechstein, esposa del acaudalado fabricante de pianos, era una. Desde su primer encuentro le tomó cariño al joven agitador; le invitó a que se hospedara en el hogar de los Bechstein cuando estuviese en Berlín; le preparó reuniones en donde pudiera encontrar personas opulentas y donó considerables sumas de dinero al movimiento. Parte del dinero para financiar el nuevo diario vino de una tal señora Gertrud von Seidlitz, una báltica, que poseía acciones en varias fábricas de papel finlandesas.

En marzo de 1923, un graduado de Harvard, Ernst (Putzi) Hanfstaengl, cuya madre era estadounidense y cuya culta y adinerada familia poseía un negocio de publicación de obras de arte en Múnich, le prestó al partido mil dólares contra una hipoteca del Voelkischer Beobachter.* Esto, en marcos, representaba una fabulosa suma en aquellos días de inflación y significó una inmensa ayuda al partido y a su periódico. Pero la amistad de Hanfstaengl llegó hasta más allá de la ayuda monetaria. Fue una de las primeras familias respetables de Múnich que abrió sus puertas al joven pendenciero y político. Putzi se convirtió en un buen amigo de Hitler quien, provisionalmente, le nombró jefe del Departamento de Prensa Extranjera del partido. Hombre larguirucho, excéntrico, cuya sardónica agudeza le compensaba algo de su superficial intelecto, Hanfstaengl era un virtuoso del piano y más de una tarde, incluso después de que su amigo llegase al poder en Berlín, solía excusarse ante aquellos de nosotros que hubiésemos ido a verle para acudir a una precipitada llamada del Führer. Se decía que su manera de tocar el piano —golpeaba el instrumento furiosamente— y sus bufonadas sosegaban a Hitler e incluso le alegraban el ánimo después de un día agotador. Más tarde este extraño pero genial hombre de Harvard, como algunos otros compinches anteriores de Hitler, tendría que huir del país para salvar la vida.**

La mayoría de los hombres que serían sus más íntimos subordinados estaban ya en el partido o lo estarían al cabo de poco tiempo. Rudolf Hess se unió a ellos en 1920. Hijo de un empresario alemán al por mayor domiciliado en Egipto, Hess había pasado los primeros catorce años de su vida en aquel país y había ido después a Renania para perfeccionar su educación. Durante la guerra, sirvió por algún tiempo en el Regimiento List, con Hitler —aunque no llegaron a conocerse entonces—, y, después de ser herido dos veces, se hizo aviador. Se matriculó en la Universidad de Múnich, después de la guerra, como estudiante de ciencias económicas, pero, por lo visto, pasaba la mayor parte del tiempo distribuyendo folletos antisemitas y luchando en las diversas bandas armadas que entonces estaban desperdigadas por Baviera. Estuvo en el centro del tiroteo cuando el régimen soviético de Múnich fue derrocado el 1 de mayo de 1919; fue herido en una pierna. Un año después, una noche, fue a oír hablar a Hitler; quedó entusiasmado por su elocuencia y se afilió al partido; pronto se convirtió en un íntimo amigo, devoto seguidor y secretario del jefe. Fue él quien familiarizó a Hitler con las ideas geopolíticas del general Karl Haushofer, profesor entonces de geopolítica en la universidad.

Hess impresionó a Hitler con un ensayo que escribió como tesis, y que le premiaron, que se titulaba «¿Cómo debe estar constituido el hombre que conducirá a Alemania de vuelta a sus antiguas alturas?».

Donde toda autoridad ha desaparecido, solamente un hombre del pueblo puede establecer la autoridad [...] Cuanto más profundamente esté el dictador arraigado en la masa, tanto mejor sabrá cómo tratarla psicológicamente; cuanto menos desconfíen de él los trabajadores, tantos más partidarios ganará de entre las más enérgicas clases sociales del pueblo. Él mismo no debe tener nada en común con la masa; como todo gran hombre, debe ser todo personalidad [...] Cuando la necesidad lo exija, no debe rehuir la matanza. Las grandes cuestiones se deciden siempre con hierro y sangre [...] Con tal de alcanzar la meta, estará dispuesto a pisotear a sus amigos más allegados [...] El legislador debe actuar con terrible dureza [...] Cuando la necesidad surja, debe pisotearlo [al pueblo] con botas de granadero [...]22

No hay que extrañarse de que Hitler acogiera a ese joven. Esto no era un retrato, quizá, del jefe que en aquel momento era, sino del jefe que quería llegar a ser, y lo fue. Pese a todas sus solemnidades y estudios, Hess siguió siendo un hombre de inteligencia limitada, siempre dispuesto a escuchar ideas descabelladas que sabía adoptar con gran fanatismo. Hasta casi el final, sería uno de los más leales y confiados seguidores de Hitler y uno de los pocos de los que no se apoderó la ambición personal.

Alfred Rosenberg, aunque a menudo era jaleado como el «dirigente intelectual» del partido nazi y realmente como su «filósofo», era también un hombre de inteligencia mediocre. Con bastantes visos de verosimilitud, puede considerársele ruso. Igual que muchos típicos «intelectuales» rusos, era de ascendencia alemana del Báltico. Hijo de un zapatero, nació el 12 de enero de 1893 en Revel (ahora Tallin), en Estonia, que había formado parte del Imperio zarista desde 1721. Decidió estudiar, no en Alemania, sino en Rusia y recibió un diploma con el título de arquitecto en la Universidad de Moscú en 1917. Vivió en Moscú durante los días de la revolución bolchevique y es posible que, como algunos de sus enemigos en el partido nazi dijeron posteriormente, coqueteara con la idea de convertirse en un joven revolucionario bolchevique. Pero en febrero de 1918 regresó a Revel y se presentó como voluntario para prestar servicio en el ejército alemán. Cuando éste llegó a la ciudad, fue rechazado como «ruso» y finalmente, en las postrimerías de 1918, se dirigió a Múnich, donde al principio empezó a actuar en los círculos de los rusos blancos emigrados.

Luego conoció a Dietrich Eckart y, a través de éste, a Hitler, y se incorporó al partido a finales de 1919. Era inevitable que un hombre que había llegado a recibir el título de arquitecto impresionara al individuo que ni siquiera había logrado entrar en una Escuela de Arquitectura. Hitler se dejó impresionar también por la «instrucción» de Rosenberg, y le agradaba el odio que el joven del Báltico mostraba contra los judíos y los bolcheviques. Poco antes de que Eckart muriera, hacia finales de 1923, Hitler hizo a Rosenberg director del Voelkischer Beobachter, y durante muchos años continuó apoyando a aquel hombre totalmente borroso, a aquel «filósofo» confuso y superficial, considerándolo el mentor intelectual del movimiento nazi y una de sus principales autoridades en política extranjera.

Al igual que Rudolf Hess, Hermann Goering había venido también a Múnich al poco tiempo de terminar la guerra, al parecer para estudiar ciencias económicas en la universidad, y también él cayó bajo la fascinación personal de Adolf Hitler. Por ser uno de los grandes héroes de la guerra, el último comandante del famoso grupo de aviones de caza Richthofen y ostentar el distintivo de Pour le Mérite, la más alta condecoración de guerra en Alemania, le resultaba aún más difícil que a la mayoría de los veteranos de la guerra reintegrarse a la aburrida existencia de la vida civil en tiempos de paz. Trabajó como piloto comercial en Dinamarca durante algún tiempo y posteriormente en Suecia. Un día condujo al conde Eric von Rosen a las propiedades de este último, situadas a poca distancia de Estocolmo, y, mientras residía allí como invitado, se enamoró de la hermana de la condesa Rosen, Carin von Kantzow, de soltera baronesa Fock, una belleza sueca. Surgieron algunas dificultades. Carin von Kantzow era epiléptica, estaba casada y era madre de un niño de ocho años. Pero la dama consiguió que se disolviera su matrimonio y se casó con el gallardo y joven aviador. Propietaria de una fortuna considerable, se fue con su marido a Múnich, donde vivían con algún esplendor y a él le dio por estudiar en la universidad.

Pero no por mucho tiempo. Conoció a Hitler en 1921, se incorporó al partido, contribuyó generosamente al fortalecimiento de su tesorería, ayudando también a Hitler de manera personal; dedicó su incansable energía a apoyar a Roehm en la organización de las tropas de asalto, y un año después, en 1922, fue nombrado comandante de las SA.

Un enjambre de individuos menos conocidos y, en su mayoría, más desagradables se juntó al círculo que rodeaba al dictador del partido. Max Amann, primer sargento de Hitler en el Regimiento List, un personaje áspero y rudo, pero organizador capacitado, fue designado gerente comercial del partido y del Voelkischer Beobachter y rápidamente puso orden en los asuntos económicos de ambos. Como guardia personal, Hitler eligió a Ulrich Graf, un luchador aficionado, aprendiz de carnicero y renombrado camorrista. Como su «fotógrafo de corte», el único hombre al que durante años se le permitió fotografiarle, Hitler tenía al cojo Heinrich Hoffmann, cuya lealtad fue perruna y provechosa, ya que al final se hizo millonario. Otro favorito camorrista era Christian Weber, un tratante de caballos, antiguo guardián en un garito de Múnich y fogoso bebedor de cerveza. En aquellos días estaba muy allegado a Hitler su rival en oratoria, Hermann Esser, cuyos artículos en el Voelkischer Beobachter atacando a los judíos constituían un rasgo característico del periódico del partido. No hacía ningún secreto sobre el hecho de que durante algún tiempo había vivido bastante bien aprovechándose de la generosidad de algunas de sus amantes. Notorio chantajista, que recurría a amenazas de «poner en la picota» incluso a los propios camaradas del partido que se le hacían molestos, Esser terminó por resultar tan repulsivo a algunos de los hombres más antiguos y decentes del movimiento, que acabaron por pedir su expulsión. «Ya sé que Esser es un sinvergüenza —replicó Hitler en público—, pero seguiré manteniéndolo mientras me sea de alguna utilidad.»23 Ésta iba a ser su actitud hacia casi todos sus colaboradores más allegados, sin que importase la suciedad de su vida pasada o de la presente. Asesinos, alcahuetes, pervertidos, adictos a las drogas o sencillamente vulgares rufianes le daban lo mismo con tal de que le sirvieran para sus propósitos.

Por ejemplo, apoyó a Julius Streicher casi hasta el final. Este depravado sádico, que empezó a ganarse la vida como maestro de escuela en colegios para párvulos, fue uno de los hombres de peor reputación alrededor de Hitler desde 1922 hasta 1939, en que su estrella se nubló por fin. Fornicador famoso, tal como se jactaba, que hacía víctimas de extorsiones incluso a los maridos de sus amantes, edificó su fama y su fortuna como antisemita de un fanatismo ciego. Su célebre revista semanal, Der Stuermer, se alimentaba de cuentos lascivos sobre crímenes sexuales judíos y «asesinatos rituales» judíos; su obscenidad producía náuseas, incluso a muchos nazis. Streicher era también un conocido propagandista de la pornografía. Le llamaban «el rey sin corona de Franconia» con el centro de su poder en Núremberg, donde su palabra era ley y donde nadie que le enfadase o le desagradase se veía libre de la prisión y la tortura. Hasta que lo vi frente a mí en el banquillo de Núremberg, durante el juicio que había de costarle la vida como criminal de guerra, nunca me lo encontré sin que llevara un látigo en la mano o en el cinto y se jactara risueñamente de los innumerables latigazos que había propinado.

Tales eran los hombres que Hitler había reunido a su alrededor en los primeros años de sus manejos para convertirse en dictador de una nación que había dado al mundo un Lutero, un Kant, un Goethe y un Schiller, un Bach, un Beethoven y un Brahms.

El 1 de abril de 1920, el día en que el Partido Obrero Alemán se convirtió en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán —de donde surgió el nombre abreviado de «nazi»—, Hitler abandonó el ejército para siempre. En adelante dedicaría todo su tiempo al partido nazi, del cual ni entonces ni después aceptó salario alguno.

¿Cómo entonces, se podría preguntar, vivía Hitler? Hasta sus compañeros de partido se lo preguntaban a veces. En la denuncia que los miembros rebeldes del comité del partido redactaron en julio de 1921, la pregunta se hizo abiertamente: «Si cualquier miembro le pregunta de qué vive y cuál fue su profesión anterior, siempre se enfada y excita. Hasta ahora ninguna respuesta ha sido facilitada a esas preguntas. Por tanto su conciencia no puede estar limpia, especialmente en cuanto a su excesivo trato con señoras, ante las que a menudo se describe como “rey de Múnich”, que cuestan una gran cantidad de dinero.»

Hitler contestó a la pregunta durante la subsiguiente acción por libelo que entabló contra los autores del mismo. A esta pregunta del tribunal para que respondiera exactamente de qué vivía, replicó: «Si hablo para el Partido Nacionalsocialista, no acepto dinero alguno para mí. Pero hablo también para otras organizaciones [...] y entonces, naturalmente, acepto honorarios. Además, hago las comidas de mediodía con varios camaradas del partido por turno. Por otra parte me ayudan con modestas cantidades unos pocos camaradas del partido.»24

Probablemente esto era algo muy próximo a la verdad. Algunos amigos bien provistos de dinero como Dietrich Eckart, Goering y Hanfstaengl indudablemente le «prestaban» dinero para pagar su alquiler, comprarse trajes y conseguir comida. Sus necesidades eran desde luego modestas. Hasta 1929 ocupó un local de dos habitaciones en un distrito de la clase media baja en la Thierschstrasse, cerca del río Isar. En invierno llevaba una vieja trinchera que posteriormente llegó a ser familiar en toda Alemania por numerosas fotografías. En verano aparecía a menudo en pantalones cortos, el Lederhosen que la mayor parte de los bávaros usan en la temporada estival. En 1923, Eckart y Esser encontraron en el Platterhof, una posada de Berchtesgaden, un lugar adecuado para retiro veraniego de Hitler y sus amigos. Hitler se entusiasmó con el adorable paisaje montañoso; fue allí donde posteriormente edificó la espaciosa villa, el Berghof, que sería su hogar y donde pasaría la mayor parte de su tiempo hasta los años de la guerra.

Había, sin embargo, poco tiempo para el descanso y el recreo en los tormentosos años entre 1921 y 1923. Había un partido que organizar y del que tenía que mantener el control frente a celosos rivales tan faltos de escrúpulos como él mismo. El NSDAP era sólo uno de los varios movimientos del ala derecha que forcejeaban en Baviera para conseguir la atención y la ayuda públicas, y, aparte de éstos, en el resto de Alemania, había muchos más.

Había una vertiginosa sucesión de acontecimientos y de situaciones constantemente cambiantes que un político tenía que vigilar para evaluarlas y aprovecharse de ellos. En abril de 1921 los Aliados habían presentado a Alemania la factura de las indemnizaciones, una suma de unos 132.000 millones de marcos oro (33.000 millones de dólares) que los alemanes dijeron, poniendo el grito en el cielo, que no podían pagar. El marco, cuyo valor normal era de cuatro por dólar, había empezado a caer; en el verano de 1921 había descendido ya a setenta y cinco, un año más tarde a cuatrocientos por dólar, después de haber sido asesinado Erzberger en agosto de 1921. En junio de 1922 hubo un intento para asesinar a Philipp Scheidemann, el socialista que había proclamado la república. El mismo mes, el día 24, el ministro de Asuntos Exteriores, Rathenau, fue muerto a tiros en la calle. En los tres casos citados los asesinos habían sido hombres de la extrema derecha. El conturbado gobierno nacional de Berlín respondió finalmente al desafío con una ley especial de Protección de la República, que imponía severas penas a los actos de terrorismo político. Berlín solicitó la disolución de las innumerables ligas armadas y la supresión del gansterismo político. Incluso al gobierno bávaro, encabezado por el moderado conde Lerchenfeld, que había reemplazado al extremista Kahr en 1921, le estaba resultando difícil caminar de acuerdo con el régimen nacional de Berlín. Cuando intentó imponer la ley contra el terrorismo, los derechistas bávaros, de los que Hitler era ahora uno de los reconocidos dirigentes jóvenes, organizaron una conspiración para derribar a Lerchenfeld e iniciar una marcha sobre Berlín para destruir la República.

La joven República Democrática de Weimar se hallaba en grandes apuros, su propia existencia amenazada constantemente no sólo por la extrema derecha, sino por la extrema izquierda.