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Periplo

Hannón el libio zarpó desde Cartago, salió por el mar exterior con Libia a babor, y navegó hacia el este. Pero cuando finalmente se desvió hacia el sur, cayó en toda clase de dificultades, deseo de agua, calor ardiente y fieras corrientes surcando el mar.

FLAVIO ARRIANO,

Anábasis de Alejandro Magno, libro VIII

En abril de 2005, la Escuela de Escritores presentó una curiosa iniciativa para celebrar el Día del Libro y rendir un pequeño homenaje a la riqueza y diversidad de nuestra lengua. La idea consistía en una votación para elegir «la palabra más bonita del castellano».1 La propuesta tuvo bastante repercusión y durante los siguientes años otras instituciones, como el Instituto Cervantes, se unieron para conformar esta especie de concurso lingüístico que se repite anualmente en las semanas previas al 23 de abril. Durante estos años, las ganadoras de esta votación popular han sido palabras cuyos conceptos encierran bellos significados, ‘amor’, ‘felicidad’ o ‘madre’; palabras que tienen un sonido agradable, como lapislázuli, melifluo o iridiscencia, y también vocablos con una interesante etimología, como Querétaro, epifanía o península. Personalmente, me extraña que durante todos estos años no haya aparecido en la lista de las más votadas una palabra que reúne todos esos elementos: tiene un sonido contundente, posee un significado maravilloso y con solo pronunciarla consigue transportarnos a un mundo de aventuras y viajes…; es la palabra de origen griego periplo (περίπλους), que incluye el prefijo peri, es decir, ‘alrededor’, y el vocablo plous, que indica un ‘viaje en barco’. Un periplo es, por tanto, y atendiendo a su significado más literal, un trayecto a vela alrededor de algo, una circunnavegación que se realizaba principalmente en cabotaje siguiendo la línea de costa de algún territorio. El diccionario de la RAE define periplo como un «viaje o recorrido, por lo común con regreso al punto de partida»; añade que en la antigüedad era sinónimo de circunnavegación y, como curiosidad, el ejemplo más notable que la Academia ofrece para ilustrar su significado no es la circunnavegación de Juan Sebastián Elcano, sino el célebre periplo de Hannón.

HANNÓN EL NAVEGANTE

Siempre resulta un misterio dilucidar los motivos por los que unos hechos históricos pasan a ser de fama mundial y otros, no menos importantes o valiosos, permanecen aletargados en la densa bruma del tiempo. Por fortuna, de vez en cuando, ya sea por el destino, la casualidad o más probablemente por la terquedad de algún curioso investigador, algunos de estos pasajes que dormían al frío abrigo de un trastero o de un sótano emergen de la oscuridad y pasan a formar parte de eso que llamamos historia y que no es más que la reconstrucción de un puzle al que siempre le faltan piezas. Un inesperado hallazgo en el siglo XIX en la Biblioteca del Vaticano volvió a poner de moda este periplo y animó a muchos eruditos a investigar sobre él. El códice de Heidelberg es el más antiguo de los documentos medievales que contiene textos de los llamados «geógrafos griegos menores», lo cual es una coincidencia, pues el texto de Hannón es también el relato más antiguo de una navegación náutica clásica. A principios del siglo XVI, la Biblioteca Palatina de Heidelberg2 era una de las más importantes y completas de todo el mundo, algunos incluso decían que superaba a la del Vaticano. Durante la guerra de los Treinta Años, las tropas católicas saquearon la ciudad y gran parte de aquel tesoro bibliográfico se envió al papa Gregorio XV en Roma. Más de doscientas mulas cargadas de libros atravesaron los Alpes. Para aligerar el peso se arrancaron muchas de las cubiertas de aquellos libros, que terminaron llenando 184 cajas con 3.500 manuscritos y 12.000 libros impresos. Un gigantesco archivo bibliográfico que corrió un destino variado, ya fuera almacenado durante siglos en el Vaticano, cedido por papas posteriores a otros países y emperadores, disperso y olvidado en insospechados lugares o proporcionando sorpresas incluso en nuestros días, como cuando, en 1998, se encontraron 67 libros procedentes de la antigua Biblioteca Palatina en la actual Biblioteca de Colonia.

Los textos conservados son diversos y, para complicar aún más su estudio, proceden de diferentes versiones griegas de una narración que supuestamente habría redactado el propio Hannón durante su navegación costera por el África occidental.3 Tras finalizar su viaje y ya de regreso en Cartago, este noble cartaginés colocó su relato, inscrito en una tablilla y en idioma púnico, en el templo dedicado al dios Baal Moloch, y es ahí donde se pierde su pista. Las versiones griegas posteriores amplían su periplo, y el número de las regiones que Hannón consiguió alcanzar ha levantado recelos entre los historiadores, que no se ponen de acuerdo en cuál de todas ellas representa el viaje de la manera más exacta. Las exageraciones y los malentendidos sobre el viaje de Hannón llegaron a su punto álgido cuando, en el siglo XVI, el explorador inglés John Smith llegó a afirmar que Hannón fue el primero en visitar las costas desconocidas de América, mucho antes que Colón.4 La ausencia de fuentes resulta tan problemática como su excesiva diversidad, y así encontramos que la gran cantidad de afirmaciones y textos, que durante siglos se han acumulado sobre el periplo de Hannón, han terminado complicando enormemente la búsqueda de la verdad histórica. José Díaz del Río, historiador y capitán de navío, comienza su estudio5 sobre el periplo con esta contundente frase: «De Hannón se discute todo», y la razón fundamental para la infinita polémica y el debate continuo es, paradójicamente, la excesiva cantidad de historiadores que han tratado el tema: Platón (427 a. C.), Herodoto (425 a. C.), Pseudo-Escílax (siglo IV a. C.), Aristóteles (360 a. C.), Eratóstenes (276 a. C.), Tito Livio (17 d. C.), Estrabón (20 d. C.), Arriano (47 d. C.), Plinio (79 d. C.), Plutarco, Ptolomeo, Camoens, Carvajal, Juan de Mariana, Vossius, Pinel, Campomanes, Rennel, Müller, Fischer, Gsell, Schulten, Pericot, Casariego… y, de seguir enumerando autores, la lista terminaría ocupando todo el capítulo.

Algunos de ellos, los más escépticos, todavía lo consideran como una obra de ficción literaria; sin embargo, la mayoría de los historiadores6 han llegado por fin a un consenso y dan como cierto el viaje, o al menos la primera parte, y señalan que, en algún momento entre los siglos V y VI a. C., un sufete cartaginés llamado Hannón reunió una gran flota de barcos para llevar a cabo una expedición de exploración y colonización siguiendo las costas de África.

Los cartagineses fueron un pueblo mucho más bélico que los fenicios. Sus guerras y enfrentamientos se extendieron durante siglos contra todo aquel que desafiara sus deseos de expansión. En el año 535 a. C. libraron una gran batalla naval contra los griegos en las aguas cercanas a Córcega que finalizó con la conocida victoria de Alalia. Los cartagineses resultaron vencedores y conservaron más de cien barcos intactos…, un valioso excedente al que, tras la guerra, decidieron dar un uso diferente organizando una gran expedición al continente africano al mando de un noble llamado Hannón de Cartago.

Para conocer de primera mano el periplo africano de Hannón, resulta conveniente tener presente el texto que se ha conservado hasta nuestros días para analizar posteriormente sus curiosidades y posibles contradicciones. Dice así:

Esta es la historia del largo viaje de Hannón, basileus de Cartago, a las tierras libias, más allá de las Columnas de Hércules, que él mismo dedicó al templo de Cronos en una tablilla.

I. Los cartagineses decidieron que Hannón había de navegar más allá de las Columnas de Hércules y fundar ciudades de libiofenicios. Se hizo a la mar con sesenta pentecónteras y unos treinta mil hombres y mujeres, así como provisiones y todo lo necesario.

Nuevamente las palabras nos ofrecen pistas ocultas en su etimología, palabras bellas y sonoras como pentecónteras, que nos presenta un barco alargado, de unos 20 metros de eslora en su tamaño más común, una manga de 5 metros y dos cubiertas. Era un navío pensado para la guerra, con una gran vela en el centro y, como su propio nombre indica, cincuenta remeros en la cubierta inferior. Es aquí donde encontramos las primeras lagunas: sesenta pentecónteras son incapaces de transportar a unos treinta mil hombres y mujeres, por lo que debieron ser simplemente la escolta y defensa del grueso de la expedición. Aquellos colonos y fundadores cartagineses necesitaban otra clase de barco, que ya conocemos del capítulo anterior, un tipo de gaulos capaz de albergar más tripulantes. Las sesenta pentecónteras encabezaban la marcha, adelantándose gracias a su mayor rapidez, sirviendo de guía y cuidado a los barcos redondos, preparando posibles asentamientos y estudiando las tierras por las que iban pasando.

Las pentecónteras, predecesoras de los birremes y trirremes griegos, no llevaban timón y para gobernarlas se utilizaba una espadilla, un largo remo que se maniobraba desde la popa. Usaban una gran vela cuadrada de una excelente tela marinera y, cuando era necesario, empleaban la fuerza de los cincuenta remeros apiñados en sus bancos a dos niveles. Ya en aquellos tiempos los marineros se dejaban el pelo largo porque, si caían al mar, resultaba más fácil recogerlos. Muchos de ellos, ya casi hundidos, consiguieron salvar el pellejo cuando un compañero los agarró de los largos cabellos que aún quedaban flotando en la superficie; de ahí nos llega la expresión «se salvó por los pelos».

Dejemos volar la imaginación por unos instantes para visualizar docenas de barcos, con rudos marineros de pelos largos en las cubiertas de remeros, que encabezan la expedición en sus alargados navíos de guerra, en formación en V, seguidos por cientos de gaulos, redondos y panzudos, que trasportan a los colonos, incontables mercancías para el comercio, y navegan cerca de las costas mientras dejan atrás la seguridad de las conocidas aguas mediterráneas y, atravesando por fin el estrecho de Gibraltar, ponen rumbo al incierto sur de África.

II. Después de navegar dos días más allá de las Columnas, fundamos la primera ciudad que llamamos Thymiaterion. Detrás de ella había una gran llanura.

III. Navegando desde allí hacia Occidente, llegamos a Soloeis, un promontorio libio cubierto de árboles. En él fundamos un templo a Poseidón.

IV. Caminamos medio día hacia el este y encontramos un lago, no lejos del mar, cubierto de una gran aglomeración de altas cañas, en las que pacían elefantes y muchos otros animales salvajes.

V. A una jornada de este lago, fundamos ciudades en la costa, que se llamaron Karikón Teijos, Gytte, Akra, Melitta y Arambys.

La expedición sigue rumbo de cabotaje descendiendo por las costas del actual Marruecos, funda nuevos asentamientos y expande el comercio por los pueblos que habitaban aquellas tierras. Las nuevas colonias se corresponden7 con las actuales Azamur, el cabo Cantín, Mogador, Agadir y el río Draa. La fundación de un templo dedicado a Poseidón nos indica la influencia griega en el texto conservado, ya que lo más probable es que Hannón dedicara en realidad ese templo a su dios fenicio Melkart, que empezó siendo una divinidad protectora de las cosechas y la agricultura y acabó convirtiéndose también en el dios de la colonización y guardián de navíos y marineros, lo que explicaría su traducción como Poseidón.

Surgen numerosas preguntas interesantes sobre este periplo, algunas con respuestas muy curiosas. ¿Cómo se entendían con estas nuevas gentes?, ¿cómo intercambiaban mercancías y bienes? Acudimos con curiosidad al siempre servicial Herodoto que, en Los nueve libros de la historia, explicaba:

Los cartagineses dicen que comercian con una raza de hombres que viven en una parte de Libia más allá de los Pilares de Herakles. Al llegar a este país, descargan sus bienes, los arreglan ordenadamente a lo largo de la playa y luego, volviendo a sus botes, levantan humo. Al ver el humo, los nativos bajan a la playa, colocan en el suelo una cierta cantidad de oro a cambio de los bienes y se alejan nuevamente. Los cartagineses llegan a tierra y miran el oro; y si piensan que presenta un precio justo por sus productos, lo recogen y se van; si, por otro lado, parece muy poco, vuelven a bordo y esperan, y los nativos vienen y agregan más oro hasta que estén satisfechos. Hay perfecta honestidad en ambos lados; los cartagineses nunca tocan el oro hasta que iguala en valor lo que han ofrecido a la venta.

Un sistema ingenioso de comercio que además servía como diplomacia para establecer lazos y conexiones con las tribus locales. El relato del viaje prosigue:

VI. Dejando aquello, llegamos al ancho río Lixos, que viene de Libia, junto al que unos nómadas, llamados lixitas, hacían pastar sus rebaños. Estuvimos algún tiempo con ellos y quedamos amigos.

VII. De allí hacia el interior habitan los inhospitalarios etíopes en un país cercado por altas montañas y lleno de animales salvajes. Dicen ellos que el río Lixos nace allí, y que entre las montañas viven trogloditas de raro aspecto, y que, según los lixitas, pueden correr más rápidamente que los caballos.

En este punto hay que hacer notar que aquellos «inhospitalarios etíopes» no se corresponden con los habitantes de la actual Etiopía, sino que debemos situar la expedición cartaginesa en las proximidades de Lixus, un antiguo asentamiento costero situado a unos 3 kilómetros al norte de la ciudad de Larache —aún en el noroeste de Marruecos y a la derecha del estuario del río que actualmente se conoce como Lucus—, aunque algunos autores lo identifican con el río Draa. Las ciudades que el texto medieval indica, y sobre todo el extraño orden en el que las va citando, nos hacen suponer que su autor conocía las obras de Herodoto o Pseudo-Escílax, puesto que utilizó los nombres griegos. También resulta sorprendente que el relato sitúe las colonias de Karikón Teijos, Gytte, Akra o Melitta antes que la colonia de Lixus (Larache), que se encuentra mucho más al norte. Podríamos considerar esta dispar cronología como una consecuencia lógica del manoseo que ha sufrido el relato a lo largo de los siglos.

También se puede extraer del texto que Hannón tenía especial interés en entablar buenas relaciones con los lixitas, un pueblo nómada, dueños de grandes rebaños y que debían de tener un origen púnico, ya que el cartaginés conocía su lengua y planeaba usarlos como traductores.

VIII. Tras tomar a algunos lixitas como intérpretes, navegamos hacia el sur, a lo largo de la costa del desierto, durante dos días, y después, un día más, hacia el este, y encontramos una islita de cinco estadios (un kilómetro aproximadamente) de circunferencia, en el extremo más lejano de un golfo. Nos establecimos allí y le llamamos Cerne. Por nuestro viaje consideramos que el lugar estaba completamente opuesto a Cartago, ya que el viaje desde éste a las Columnas y desde éstas a Cerne era completamente semejante.

IX. De allí, remontando un gran río llamado Jretes, llegamos a un lago en el que había tres islas más grandes que Cerne. Para terminar la jornada, llegamos desde allí al final del lago, dominado por algunas altas montañas pobladas por salvajes vestidos con pieles de fieras, que nos apedrearon y nos golpearon, impidiéndonos desembarcar.

X. Navegando desde allí llegamos a otro amplio río lleno de cocodrilos e hipopótamos. Desde allí volvimos atrás y regresamos a Cerne.

La localización actual de este emplazamiento denominado Kerne es, aún en nuestros días, objeto de intensos y apasionantes debates. El texto nos deja algunas pistas, como que el lugar se encontraba a una distancia equivalente a la existente entre Cartago y Gibraltar, una amplia zona que abarca latitudes inciertas, lo que explica la disparidad de criterios. Muchos autores8 se inclinan por considerar que el puerto de El Aaiún en el Sáhara Occidental es la solución que más se acerca a las regiones e islas que Hannón cita en su periplo. Otros autores9 creen que se trata de la isla de Arguin, en la costa de Nigeria; otros, de la bahía de Dakhla (Sáhara Occidental); otros, de Gorée (Senegal), o incluso algunos señalan que podría tratarse de Madeira. La escasez de restos fenicio-púnicos a lo largo de la costa del sur de Marruecos ha llevado a los científicos a reconsiderar la hipótesis de que Kerne se encontrase tan al sur. En la actualidad, las teorías dominantes apuntan a que Kerne pueda ser alguna de las actuales islas Púrpuras o quizá un pequeño archipiélago frente a la costa occidental de Marruecos, en la bahía de la ciudad de Esauira. La etimología de estas islas Púrpuras nos descubre multitud de evidencias y restos arqueológicos que indican que toda esta zona, con sus costas continentales y sus diferentes islas, la utilizaron los fenicios para buscar un gasterópodo del género Bolinus, de donde obtenían el célebre tinte de color púrpura para sus tejidos.

En Andalucía la llaman hoy «cañaílla» y es un plato típico de muchos restaurantes y chiringuitos de playa. Se puede encontrar fácilmente en las pescaderías a un precio asequible, por lo que resulta curioso descubrir cómo el líquido secretado por la glándula hipobranquial de este caracol marino terminó convirtiéndose en una mercancía tan valiosa en la antigüedad que levantó un imperio comercial alrededor de su uso. El historiador griego Teopompo escribía lo siguiente en el siglo IV a. C.: «La púrpura para los tintes valía su peso en plata en toda Asia Menor». No exageraba nada, ya que para producir un solo gramo del famoso tinte púrpura de Tiro se necesitaban aproximadamente nueve mil moluscos y eran tan escasos que incluso los más ricos tenían dificultades para conseguirlos.

XI. Desde allí navegamos doce días al sur, pegados a la costa, que estaba toda habitada por los etíopes, quienes no se quedaban en sus tierras, sino que huían de nosotros. Su lengua era ininteligible, incluso para nuestros lixitas.

XII. El último día echamos el ancla junto a unas altas montañas cubiertas de árboles cuya madera era de suave aroma.

XIII. Durante dos días las rodeamos y llegamos a un inmenso golfo, en cada una de cuyas orillas había una llanura, en las que, de noche, veíamos hogueras grandes y pequeñas que ardían a intervalos por todas partes.

A partir de este momento, muchos de los colonos ya se habrían establecido en las diferentes localidades fundadas y la expedición continuaría, partiendo desde Kerne, solo con los mejores barcos, los marinos más audaces y con los lixitas, cuya ayuda como navegantes e intérpretes les sería imprescindible en la siguiente fase del viaje. La navegación que les esperaba era difícil, aunque podría reportar grandes beneficios. El oro de Ghana era bien conocido, pero hasta entonces apenas conseguían transportarlo a Cartago, mediante caravanas que atravesaban el desierto, en pequeñas cantidades y con muchas dificultades. El comercio de esclavos también era importante. Durante cientos de años, y hasta bien entrado el siglo XIX, estas costas han sido un territorio propicio para la adquisición, a la fuerza, de mano de obra abundante y barata. La expedición contaba además con la esperanza de adquirir plantas inusuales, plumas, marfil y casi cualquier mercancía exótica que pudieran encontrar en estas tierras.

XIV. Hicimos aguada allí, y navegamos durante cinco días a lo largo de la costa hasta llegar a una gran bahía que nuestros intérpretes llamaban El Cuerno del Oeste. En ella había una amplia isla, y en la isla un lago de agua salada dentro del que había otra isla en la que desembarcamos. De día no podíamos ver nada más que el bosque, mas por la noche distinguíamos muchas hogueras y oíamos sonido de flautas, tañer de címbalos y tímpanos, y gran estrépito de voces. El terror se apoderó de nosotros y los adivinos aconsejaron abandonar la isla.

Irían parando cada cierto tiempo para hacer la aguada, para recoger víveres y, por supuesto, para librarse de la denominada «broma», también conocida como «teredo», unos moluscos bivalvos marinos con forma de gusanos, blanquecinos y algo translúcidos, que son xilófagos, es decir, se alimentan de madera. Estos teredos perforan la madera de los barcos, excavan galerías en el armazón de los navíos y raspan el sustrato con un par de valvas minúsculas ubicadas en un extremo de su cuerpo. La etimología10 sigue siendo importante en este capítulo, puesto que la palabra broma, que hoy utilizamos como sinónimo de chiste o gracia, es un vocablo que proviene del griego. La broma o teredo, cuando se adhiere a los barcos, es minúscula, pero en pocas semanas puede llegar a medir diez centímetros. Los pequeños agujeros creados permitían que el agua se introdujera en el casco y los navíos resultaban cada vez más pesados, hasta llegar a hundirse. Poco a poco, el empleo de la palabra fue derivando y se utilizaba para cualquier acto que abrumase a alguien. En este sentido la emplean Quevedo o Tirso de Molina, y todavía en muchos lugares, sobre todo en Latinoamérica, sigue utilizándose en la acepción de molestia más o menos desagradable y dañosa.

Cada cierto tiempo las expediciones debían detenerse en aguas poco profundas o en tierra firme, aprovechando las mareas bajas, para adecentar las carenas de los barcos. La carena11 es el fondo de un navío, la parte del casco que se encuentra sumergida en el agua; por tanto, la acción de carenar un barco consistía en limpiar o reparar los daños que se hubieran producido, ya sea por golpes, por deterioro o por la temida broma.

XV. Navegamos, pues, apresuradamente y pasamos frente a una costa ígnea llena de incienso ardiente, grandes corrientes de fuego y lava fluían hasta el mar, y era imposible acercarse a tierra a causa del calor.

XVI. Dejamos aquello de prisa, por temor, y durante cuatro días de navegación vimos de noche la tierra envuelta en llamas. En medio había una llama altísima, mucho más que las otras, que llegaba, al parecer, a las estrellas. De día vimos que se trataba de una montaña muy alta, llamada el Carro de los Dioses.

XVII. Navegando desde allí durante tres días, pasamos corrientes ardientes de lava, y llegamos a un golfo llamado el Cuerno del Sur.

La expedición se encuentra en las proximidades del área de vulcanismo conocida como cordillera de Camerún. La gran montaña a la que llamaban «el Carro de los Dioses» es, con toda probabilidad, el volcán Camerún, que, con más de 4.000 metros de altura, se levanta bien visible sobre otros ocho volcanes menores de unos 2.000 metros. Si en ese momento se encontraba en erupción, no es extraño que la expedición se asustase y se alejase de allí.

El volcán es muy activo. En 1986 provocó la tragedia del lago Nyos, que dejó más de 1.800 víctimas por asfixia, pero también ha registrado erupciones importantes en 1999, en 2000 o en 2012, por lo que no resulta demasiado extraño que los cartagineses asistieran a uno de sus frecuentes despertares, con «grandes corrientes de fuego y lava que fluían hasta el mar, y con llamas que llegaban muy alto, al parecer, hasta las estrellas».

XVIII. En el extremo más lejano de esta bahía había una isla como la anterior, también con un lago en el cual había otra isla llena de salvajes. Desde lejos, la mayor parte eran mujeres con cuerpos peludos, a las que nuestros intérpretes llamaron gorilas. Las perseguimos, pero no pudimos capturar a ningún hombre, pues todos ellos, acostumbrados a trepar por los precipicios, se escaparon, defendiéndose tirándonos piedras. Cazamos tres mujeres, que mordieron y magullaron a los que las cogían, no dispuestas a seguirles. Las matamos al fin y, desollándolas, llevamos sus pieles a Cartago. No navegamos más allá porque se acababan nuestras reservas.

En la carta náutica de la costa occidental de África de 1859, figura el cabo López en una zona que no puede ser otra que la del Cuerno del Sur de la antigüedad, que, al igual que el Cuerno Hespérico, tiene forma de cuerno de rinoceronte. Cuenta el periplo que al fondo había una isla que tenía una bahía y en ella otra isla, lo que es posible, aunque ahora no existan porque es una zona de aluvión del río Ogüé.

Pero lo más desconcertante del texto es, sin duda, el inquietante encuentro con estas mujeres salvajes con cuerpos peludos a las que los lixitas llamaban «gorilas». Los autores se dividen entre quienes creen que está describiendo un contacto prematuro con algunas especies de mono, es decir, esas mujeres peludas eran gorilas o quizá chimpancés, mientras que otros autores consideran que eran realmente mujeres, a las que los cartagineses dieron caza sin piedad. Ya desde la antigüedad era práctica habitual negarse a llevar mujeres en los barcos, pero, por otro lado, era necesario que Cartago se enterase de lo que había visto, hasta dónde habían llegado, así que les arrancaron la piel como testimonio. También existen autores que, al describir a esas mujeres como pequeñas, piensan que podrían tratarse de pigmeas. Es difícil asegurar cuál de estas propuestas se acerca más a la realidad. El texto original que supuestamente dejó Hannón en Cartago, escrito en idioma púnico, se traduciría con posterioridad al griego con multitud de variaciones y de ahí al texto medieval definitivo encontrado en la Biblioteca Palatina. La palabra gorila que aparece en el periplo no es probablemente el vocablo original, sino que se adaptó desde el término griego gorgona,12 una feroz criatura mitológica femenina con garras y colmillos de jabalí, dientes afilados y piel de serpiente.

El seguimiento histórico y geográfico del periplo de Hannón finaliza en cabo López, en el extremo de la península Mandji en Gabón. Algunos historiadores albergan grandes dudas de que los cartagineses llegaran tan al sur y apuestan a que Hannón dio la vuelta mucho antes, pero aquellos que consideran todo el texto, sus referencias y pistas geográficas creen muy posible que el navegante consiguiera llegar hasta las costas de Guinea Ecuatorial y Gabón. Una cuestión muy distinta es saber por qué dio media vuelta allí y cómo hizo el viaje de vuelta.

La última frase del periplo de Hannón, «No navegamos más allá porque se acababan nuestras reservas», ha levantado suspicacias entre numerosos expertos que consideran improbable que ese fuera en realidad el desencadenante de su vuelta. Paradójicamente, uno de los motivos por los que sí resultaría conveniente regresar sería que se encontraban en latitudes donde comienza a desaparecer del firmamento la Estrella Polar, la célebre estrella fenicia que les servía de guía marina, lo que significaría que habrían sobrepasado el ecuador. Esta razón apoya la teoría de que la expedición de Hannón sí podría haber llegado hasta las costas de Gabón, y la ruta de su regreso, bien cargados con mercancías valiosas, debía guardarse como un secreto de Estado. Ese tornaviaje, puesto que Hannón dejó sus escritos de vuelta en el templo de Cartago, debió de hacerse sin excesivos contratiempos. La expedición había establecido numerosos puntos y colonias de referencia en su viaje de ida, adquirieron valiosa experiencia en la navegación de aquellas costas y lo más probable es que regresaran mediante cabotaje por donde vinieron.

La inexactitud, en el mejor de los casos, o la ausencia total de datos y pistas no ha sido obstáculo para los historiadores más arriesgados e imaginativos que, más próximos a la literatura que a la posible realidad histórica, han intentado recrear el viaje de vuelta. Están los que consideran la sorprendente opción de que la expedición llegara a cruzar el Atlántico rumbo a América e incluso los que proponen un viaje completo de circunnavegación alrededor de toda África. De todos los autores que han intentado arrojar luz a esta oscura segunda fase del periplo de Hannón, la mayoría se inclina por el tornaviaje mediante el camino ya recorrido. En uno de sus ensayos, el experimentado capitán de navío José Díaz del Río13 intuye que «navegarían por el alisio del Sureste en la corriente ecuatorial del Sur hasta un punto próximo al meridiano del río Xretes en Sierra Leona, y desde allí al Noreste, con el monzón del Suroeste, hasta las proximidades de dicho río, en donde les esperarían los barcos llegados de Kerné en misión esclavista».

El periplo tampoco es nada claro sobre los motivos comerciales que se buscaban con aquel viaje, incluida la búsqueda de esclavos, que sin duda sería uno de sus objetivos, junto con el oro de Elmina o el preciado marfil. «Probablemente después de capturarlos, tendrían que adiestrar a los más idóneos, en el manejo del remo, como ayuda necesaria para la navegación», explica Díaz del Río. «En condiciones muy penosas de cuerpo y alma, estos improvisados galeotes tardarían en aprender. Algunos se volverían locos y serían abandonados a su suerte en tierra, o los arrojaban al mar, y no con indiferencia, porque eran imprescindibles.»

El regreso continuaría haciendo escalas en Puerto Cansado, cabo Jubi, Tagadir, Agadir, Tensif, Azamur, cabo Fedala, Mammora, Larache... Al pasar por el río Lixos, los intérpretes lixitas volverían a sus tierras. Los barcos enviados a Madeira y Canarias, en misión de reconocimiento, se irían incorporando a la flota. Y ya con el peñón de Gibraltar a la vista, harían una ofrenda al semidiós Hércules en acción de gracias, entrarían en el amplio arco de Algeciras y dispondrían los preparativos para entrar dignamente en Cartago. Limpiarían y fregarían los barcos para evitar el hedor de tantas singladuras, tantos sufrimientos, tantos miedos…, y finalmente Hannón entraría triunfal en su ciudad, donde depositaría las tablillas con su gran periplo en el templo de Baal Moloch. La hazaña llegaría a oídos de los griegos, que la interpretarían, modificarían y adaptarían a su cultura y conocimiento; más tarde, a los historiadores romanos, que la cambiarían a su gusto, y de ahí a un copista medieval, que la volvería a batir, agitar y amalgamar hasta llegar al texto de la Biblioteca Palatina. A partir de ahí y hasta nuestros días, docenas de historiadores y estudiosos, casi como detectives del pasado, intentan dilucidar cuál fue la realidad de aquel viaje y qué parte fue tan solo un sueño imaginado a lo largo de los siglos.

EL PERIPLO DE HIMILCÓN

Los materiales han cambiado de forma radical la historia del ser humano. Su influencia ha sido tal que su descubrimiento y aplicación certera ha decidido batallas, levantado imperios y hundido culturas enteras. Cada avance humano en conocimiento y tecnología ha estado estrechamente ligado al uso y la combinación de nuevos materiales, desde la piedra de las pirámides al hormigón de los acueductos romanos, desde el acero de las catanas japonesas al litio en la batería de tu móvil, desde las lascas de sílex de los hombres de Atapuerca a los nanotubos de carbono en la sonda espacial Juno que orbita alrededor de Júpiter.

En 1820, el historiador danés Christian Jürgensen Thomsen se encontró ante un rompecabezas cuando le encargaron clasificar y ordenar las colecciones de la Comisión Real para la Conservación de las Antigüedades de Copenhague. Ante este dilema, el criterio que Thomsen escogió, y que se popularizó durante más de un siglo, fue el de las edades basadas en tres materiales: la Edad de Piedra, la Edad del Bronce y la Edad del Hierro.

Entre estas divisiones históricas de los períodos humanos, la Edad del Bronce posee una particularidad muy específica. El resto de las «edades» se desarrollaron ampliamente en culturas que tenían fácil acceso a esos materiales; sin embargo, la Edad del Bronce tuvo su máximo apogeo en lugares y regiones donde, curiosamente, carecían de uno de los elementos imprescindibles para crearlo. El bronce es una aleación de cobre y estaño, y si bien el cobre no resulta complicado de encontrar, el estaño, por el contrario, fue un bien de difícil acceso. Podemos imaginar a los humanos del Paleolítico levantándose y caminar apenas unos metros para encontrar una piedra con la que fabricar una punta de lanza, pero para los herreros y artesanos que habían descubierto las ventajas del bronce resultaba muy costoso encontrar el preciado estaño, mientras que aquellos que más lo utilizaban se vieron obligados a abrir extensas rutas comerciales para conseguirlo. La escasez de un solo material precisamente en los pueblos que más lo utilizaban desembocó en el auge del comercio y la búsqueda de territorios desconocidos donde poder adquirirlo.

Los emplazamientos más ricos en los que adquirir metales como el plomo o el estaño se convirtieron en grandes secretos de Estado, las expediciones que buscaban nuevas vías comerciales se sucedieron y las técnicas de navegación avanzaron en su intento de alcanzar lugares lejanos y desconocidos. En mi anterior libro, 500 años de frío,14 describía el viaje de Piteas de Marsella, un griego que, a mediados del siglo IV a. C., consiguió alcanzar latitudes árticas con el propósito de adquirir y comerciar con el estaño en el norte de Europa. Pero un siglo antes que Piteas, un cartaginés llamado Himilcón realizó un arriesgado periplo que llegó a las tierras de los celtas, en el actual Reino Unido, a la caza de estaño con el que fabricar el preciado bronce.

Los objetos más antiguos hechos en bronce se remontan a muchos milenios antes de la partida de Himilcón. A finales del IV milenio a. C., las culturas mesopotámicas descubrieron el secreto de esa casi mágica aleación y la utilizaban en armas, utensilios domésticos y joyas. Pero los fenicios, los cartagineses y los griegos se convirtieron en verdaderos adictos al bronce: espadas, hachas, collares, pendientes, lámparas de aceite…; desde los objetos más cotidianos hasta grandes esculturas y estatuas, el bronce era símbolo de clase social acomodada. El 90 % del bronce es cobre, pero ese minúsculo 10 % de estaño podía convertir a un hombre en millonario y a un pueblo en una sociedad rica.

Del navegante Himilcón desconocemos casi todo. Su propósito, en cambio, queda bien claro en los textos de historiadores posteriores como Plinio el Viejo15 o Rufo Festo Avieno:16 abrir y consolidar una ruta de comercio con las tierras de Armórica, ricas en metales. La etimología vuelve a ser de gran utilidad para descubrir una nueva y bella palabra: Armórica, una amplia región marítima que los galos y celtas llamaban Aremorica, ‘el país que mira al mar’, poblada por los aremorici, ‘aquellos que viven frente al mar’. Los romanos latinizaron aquella región y bautizaron como Armórica las tierras y costas alrededor del norte de la Galia y el sur de Bretaña. A finales de la década de 1950, el guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo situarían precisamente en Armórica la aldea rebelde de sus irreductibles Astérix y Obélix, donde el herrero Esautomátix se pelea siempre con el pescadero Ordenalfabetix. Metalurgia y pesca, las dos grandes señas de identidad de la región de Armórica, destino final del periplo de Himilcón.

Por supuesto, el cartaginés no fue el primero en navegar por el Atlántico norte. Las rutas desde el sur de Iberia ya eran bien conocidas por los tartesios17 y por los pueblos que les precedieron, pero los cartagineses contaban con un puesto importante en Gádir, la actual Cádiz, que hacía muy apetecible abrir y consolidar una vía de comercio desde el sur de la península ibérica con las fuentes de metales en Armórica. Himilcón, no obstante, sí tiene el honor de ser el primer marino que dejó constancia de su paso por estos mares, por lo que, gracias a historiadores posteriores, ha logrado el prestigio de ser considerado el pionero en navegar por el Atlántico norte. Cruzó el Mediterráneo, atravesó las Columnas de Hércules y recuperó fuerzas en Cádiz para afrontar la travesía final hacia el norte. Sus aventuras y desventuras en las aguas atlánticas dejaron pocos datos concretos,18 pero aún resuenan con fuerza a lo largo de los siglos, junto con terribles apariciones de gigantescos monstruos marinos, peligrosas tormentas y algas infinitas que atrapaban los cascos de los navíos. Nos queda, no obstante, la duda de si estas inquietantes descripciones19 no fueron más que un truco para desalentar a otros navegantes que intentaban competir por las rutas comerciales.

Y aquí surge la cumbre de un cabo prominente, al que la Antigüedad más remota llamó Estrimnis, y la mole excelsa de su pedregosa cima se dirige toda entera hacia el cálido Noto. Pero, al pie del vértice de ese cabo, se abre a sus habitantes el golfo Estrímnico, en el que surgieron las islas Estrímnidas, extendidas en una vasta amplitud y ricas en metal de estaño y plomo. Aquí está el gran poder de un pueblo, un espíritu altivo, una destreza eficaz; a todos les posee un constante afán por negociar. Y, en esquifes, surcan, a grandes distancias, el mar zarandeado por los vientos Noto y el abismo del Océano, poblado por monstruos...

Desde aquí, sin embargo, hasta la isla Sagrada —así la llamaron los antiguos—, una nave emplea una singladura de dos soles. La isla, en medio del oleaje, se extiende con una gran superficie de tierra, y el pueblo de los hiernos la habita ampliamente. Cercana aparece, a la vuelta, la isla de los albiones. También los tartesios acostumbraban a comerciar hasta los límites de las Estrímnidas. También colonos de Cartago y el pueblo establecido alrededor de las Columnas de Hércules llegaba hasta estos mares.

El cartaginés Himilcón asegura que estos mares apenas se pueden atravesar en cuatro meses, tal como él mismo contó que lo había comprobado navegando personalmente. Así, ningún viento empuja la nave a una gran distancia; asimismo el agua del mar perezoso no se mueve en sus dominios. Se añadirá a esto el hecho de que sobresale, en medio de las aguas marinas, gran cantidad de algas, y de que, la mayoría de las veces, retiene la popa al formar grandes malezas. Dice él, nada menos, que aquí las espaldas del mar no se hunden en la profundidad y que el fondo apenas queda cubierto por un palmo de agua, que las fieras marinas circulan de un lado a otro y que unos monstruos nadan entre las naves mientras avanzan lentas y sin fuerza.20