POMPA Y POSTÍN EN EL CHABOLO DE LIBERACE

Coldwater Canyon
29/4/53

 

 

Me recibió un afectado factótum. El jardín era de temática tropical y del tamaño de un campo de fútbol.

Unos flamencos flotaban en el aire. Unos tucanes transitaban por allí y devoraban bichos. Un camino cruzaba entre frondas de tres metros de altura y explosiones florales. Todo era verde, morado y rosa.

Llegamos a un claro. El pavimento era de losas con claves musicales grabadas. La piscina tenía forma de piano. Liberace estaba sentado en una hamaca. Un leopardo con un collar de visón dormitaba a sus pies.

El factótum se marchó, muy ufano. Acerqué una hamaca. El leopardo despertó y me gruñó. Le rasqué el cuello y le besé el hocico. Volvió a dormirse.

—Es usted un temerario —dijo Liberace—. Es la clase de hombre que necesito.

—Estoy aquí para sacarlo de su aprieto, caballero. Me ha dicho Joi que cierto hombre anda molestándolo.

El factótum regresó con unos cócteles, muy ufano. Dos vasos altos despedían un resplandor rosado. El tipo nos sirvió y se esfumó. Mi copa sabía a chicle radiactivo.

—Arriba, abajo, al centro y adentro —dijo Liberace.

Solté una risotada.

—Cierto chico le está dando la lata, ¿no? Pague, o lo delatará a la Legión de la Decencia. Todos esos mafiosos italianos que acuden a su espectáculo en Las Vegas se darán el piro. Su programa de televisión se cancelará si corre la voz de que es usted de la otra acera.

Liberace dejó escapar un suspiro.

—Inimitablemente sincero, y tan, tan cierto. El chico en cuestión es un friegaplatos del Perino’s. ¿En qué estaría yo pensando?

Tomé un sorbo de mi bebida rosa.

—¿Fotos?

—Por supuesto, querido mío. Me llevó a la habitación de un motel donde había una mirilla en la pared.

Un altavoz de alta fidelidad crepitó y se puso en marcha. Judy Garland entonó a grito limpio: «Someday he’ll come along / The man I love». El leopardo se ladeó y se lamió las bolas. Liberace le habló en gorgoritos.

—Cinco mil, caballero. Recibirá las fotos y los negativos, junto con mi garantía de que no volverá a ocurrir.

Liberace hizo un mohín. Hinchó el pecho. Varias lentejuelas se desprendieron de su toga. El leopardo se acercó a la piscina con un lento trote y encorvó el culo por encima del borde. Echó una cagada descomunal.

El factótum corrió hacia él. Esgrimía un artilugio recogedor de bosta. Liberace metió la mano debajo de su hamaca y sacó un álbum de recortes.

—Los exreclusos son una debilidad mía, lamento decir. Tengo la foto de la ficha policial de ese muchacho, y las de otras de mis conquistas entre chaperos. Es mi nuevo pasatiempo. Pego fotos cuando no estoy cautivando a mis admiradores o practicando Chopin.

Cogí el álbum y lo hojeé. Era una puta magnetita de moñas. Conté veintiséis vaqueros de la vaselina que lucían carteles colgados del cuello. Nombres/fechas/números del código penal. Un soez surtido de masculinidad maligna. Violaciones de la libertad condicional y detenciones por prostitución a tutiplén.

Liberace hincó el dedo en la foto de un tal Manolo Sanchez. El tipo emitía vibraciones de pérfido peso gallo.

—Me partió el corazón, y su malévola hermana lesbi tomó las instantáneas. Trátelo con toda la severidad que considere oportuna.

Asentí y pasé la hoja. Destacaban en la página tres muchachos de lúgubre glamur. Ward Wardell, Race Rockwell, Don­key Don Eversall. Fichados todos por posesión de pornografía.

Señalé las fotos.

—Actores de pelis guarras, ¿no? Aparte hacen chapas. Ves la peli, te entra el anhelo, haces una llamada.

—Correcto. Fui a una proyección en casa de Michael Wilding y Liz Taylor. Michael proyectó Lujuria en el vestuario y Pasión en el presidio, y me derivó a ellos.

«Derivó», la expresión me hizo gracia.

—¿Podrían estos tipos empalmarse con una mujer?

Liberace lanzó una exclamación.

—Podrían, pueden, y lo hacen, encanto. Y Donkey Don es la octava maravilla del mundo, no sé si me explico.

Sentí un cosquilleo. Pensé «Ganancias». Vi signos de dólar y un desfile de estrellas de cine en mi Pista de Aterrizaje.

—¿Así que Michael Wilding es un caballero gay?

—Por los cuatro costados, amor mío. Su casa se conoce como «Cazamariposas», lo cual perturba infinitamente a la adorable Liz.

Solté una risotada.

—¿Y Liz quiere el divorcio, para poder pasar a su siguiente marido y batir el récord mundial de todos los tiempos?

Liberace se dio una palmada en las rodillas.

—Sí, y en ese apartado le lleva ventaja a la novia de usted.

Me hice crujir los nudillos. Liberace entró en éxtasis. Casi se corrió de gusto en los vaqueros.

—Dígale a Liz que se reúna conmigo en el hotel Beverly Hills, mañana por la noche. Facilítele mi currículum.

Liberace reentró en éxtasis. El leopardo gruñó y un tucán se escabulló a lo alto de un árbol.

 

 

El Perino’s era un local de postín y clientela rica de toda la vida. Servía a individuos infecundos y a viudas venadas. Me acerqué por allí a la hora del cierre y aparqué junto a la puerta trasera de la cocina. Estaba abierta de par en par. El sinvergüenza Sanchez restregaba cazuelas.

Bajé de mi buga y me coloqué en cuclillas. Realicé el reconocimiento. Avisté una hilera de taquillas junto a una cámara frigorífica. Tenía solo al salaz Sanchez.

Con movimientos de mambo se encaminó hacia su taquilla y allí se emperifolló. Un espejo agrandó su jeta y me la mostró. Entorné los ojos y guipé un primer plano. Aaaaaaaah: el estante superior de la taquilla. Hay una pila de fundas de fotos.

Se mondó los dientes. Se estrujó espinillas. Se quitó la cera de las orejas. Entré y me acerqué sigilosamente por detrás. Saqué la porra plana. Se le erizó el vello de la nuca. Giró en redondo y sacó un pincho.

Estocada: la hoja rajó mi chaqueta de Sy Devore. Gritó «mierda» en español. Su voz ascendió en la escala musical hasta el registro «tu madre».

Hizo una pirueta y adoptó una posición de defensa. Nos enzarzamos en una pelea a cuchilladas cuerpo a cuerpo. A riesgo de recibir un navajazo, le lancé un gancho a la cabeza. La porra le pegó, de pleno.

Las costuras le desgarraron el rostro. El extremo le desprendió una ceja y le reventó la nariz. Soltó el cuchillo. Lo aparté con el pie. Lo agarré por el cuello y ahogué el grito que salía de su garganta. La freidora estaba a poco más de un metro. Escupía la grasa caliente de unas patatas a la lionesa.

Lo arrastré hacia allí. Le hundí en la grasa la mano con la que había empuñado el cuchillo y se la freí. Gritó. Le mantuve la mano en la grasa y se la quemé hasta el hueso. Se me manchó la camisa de London Shop con los salpicones.

Le solté la mano. Me acerqué a la taquilla y agarré las fundas de las fotos. Las examiné.

Aaayyy, socios. He ahí a Liberace en pleno griego: fotos en Kodacolor y negativos.

Sanchez chilló y cruzó a todo correr la cocina. Derribó un escurreplatos y dio espasmódicas palmadas a las paredes. Tenía la mano abrasada y crujiente. Escaparon escamas de carne.

 

 

La noche era joven. Tenía cinco mil más y estaba blasfe­mamente borracho de sangre y agresividad. Una revelación irrumpió en mí. Supe que podía cazar mis propias mariposas. Me guardé en el bolsillo dos negativos de Liberace.

Llamé a Archivos e Identificación. Me impartieron la información sobre la troica del cine porno. Los chicos compartían un chabolo en Silver Lake. Además de la inclinación por el sexo sucio y la sedición. Semper fidelis: se conocieron en el Cuerpo de Marines y se traían sus tejemanejes en un bar de sado de San Diego. Vendían tarjetas verdes falsas. Trapicheaban con mosca española. Llevaban a grupos del Rotary Club a Tijuana para ver el número de la mula. Vendían consoladores a imitación del badajo de cuarenta centímetros de Donkey Don.

Se hundieron en la mierda en el 50. Vendieron mosca española a una ninfo nerviosa y le prometieron una cita con Donkey Don. El Gran Donk faltó a su palabra. La ninfa se empaló en el cambio de marchas de un Buick del 46. El Departamento de Policía de San Diego lo declaró Agresión con Intención Criminal. El juez desestimó el caso. He aquí un rumor retorcido: el juez era cliente asiduo de Race Rock­well.

Me dejé caer en su chabolo. Era una casa de madera maltrecha, envuelta en buganvillas. Llamé al timbre a las 23.00 h. y no recibí respuesta. Abrí la puerta con una ganzúa y entré por mi cuenta. Avancé sigilosamente linterna por delante e inventarié sus bártulos.

Los chicos poseían brazaletes nazis/novelas de Micky Spil­lane/uniformes de Marine con insignias. Además de mucho equipo cinematográfico. Además de revistas de chicas que se remontaban al año 36. Además de fotos de recuerdo del Klub Satán, Tijuana, Año Nuevo del 48. El Burro luce unas lindas orejas rojas de demonio.

Salí al porche. Fumé un pitillo tras otro y chupé de la petaca. Reconocí los galones de sus uniformes. Los chicos saquearon Saipán e invadieron Guadalcanal.

Bebí bourbon añejo. Me puse un poco a tono. A la 1.00 h. se acercó una carraca. Los chicos se apearon y se dirigieron hacia la puerta.

Exhibí mi placa y la iluminé con la linterna. Era una noche negra. No podía captar su capitulación. Llamémoslo golpe de estado sosegado. Ahora el perro dominante dirige la manada.

—Me llamo Otash. Vais a trabajar conmigo.

 

 

Extorsionista. Emprendedor. Esbirro de la ley y el orden con iniciativa. Canturreé esa cantinela mientras me relamía por Liz.

Me medio amoné con los muchachos y les resumí las reglas. Yo me llevo el veinte por ciento de vuestro negocio del porno. Vosotros recibís protección policial. Ahora sois el núcleo nefando del establo de sementales de Freddy O. Preparaos para servir el solomillo a unas cuantas amas de casa en celo.

Donkey Don me pasó un puñado de benzis. Afronté como si nada mi guardia de día en el centro. Puse fin a una pelea a puñetazos en la Jesus Saves Mission. Perseguí a una patulea de agitadores rojos hasta echarlos de Pershing Square. Eché el guante a un exhibicionista frente al Mayan Theater. Trinqué a un psicópata que amenazaba con un soplete a dos tortolitos en un Ford del 49.

Mi turno de guardia terminó. Fui al edificio de los juzgados penales y me documenté sobre la ley del divorcio. Reservé un bungalow en el hotel Beverly Hills y gorroneé un refrigerio a los comerciantes locales. Lou’s Liquor Locker suministró el champán. Hank’s Hofbrau facilitó los fiambres. La entrega rápida estaba garantizada.

Visité brevemente mi chabolo. Me cambié la indumentaria de poli por un selecto traje de raya diplomática. Oh : ¡¡¡¡Es el ardiente arribista listo para lanzarse!!!!

El bungalow era espacioso, regio, recargado, de relumbrón. El botones hizo ejem al ver mis entremeses de jamón y queso. Alzó la vista al cielo y se abrió. Yo me paseé y fumé hasta quedarme ronco. El timbre sonó a las 20.00 h. en punto.

Hela ahí: Elizabeth Taylor a los veintiuno.

Se detuvo en el umbral de la puerta. Farfullé en busca de un tema de conversación. Llevaba un ajustado vestido blanco. Este acariciaba sus curvas y se encaramaba a su escote. Dijo:

—Si me muevo demasiado deprisa, se me soltará una costura. Ayúdame a llegar a ese sofá.

La cogí de un codo y la guie. Me tembló la mano, me trinó el corazón. La senté y le serví dos copas de bebida nacional del 53. Nos acomodamos en el sofá y ofrecimos brindis.

Liz levantó el brazo. Una costura del vestido se le descosió hasta el dobladillo. Dijo:

—Mierda. No debería habérmelo puesto. Eres solo el perdiguero que ha de conseguirme el divorcio.

Solté una risotada. Liz dijo:

—No te cases conmigo, ¿vale? No puedo seguir por este camino el resto de mi vida.

—¿Tengo alguna posibilidad?

—Más de las que tú te piensas. Los herederos de dueños de hoteles y los actores maricas no me han dado buen resultado, así que ¿quién sabe si no me iría mejor con un poli?

Sonreí. Tomé un sorbo de champán. Liz agarró una loncha de jamón y se la jaló. Su vil vestido blanco la oprimía. Se la veía quejumbrosa, corriente y casta.

Le bajé la cremallera de la espalda. Habilité cierta holgura y expandí el espacio para respirar. Liz dejó escapar un suspiro: Aaaaah, qué gusto.

Los tirantes se desprendieron de los hombros y se deslizaron por los brazos. Liz no se inmutó. Nuestras rodillas se rozaron. Liz no eludió el contacto.

—¿Cómo me libro de Michael? No puedo aducir crueldad mental, porque es un encanto, y no quiero hacerle daño. Sé que, para demandar, hay que alegar un motivo justo.

Le rellené la copa.

—Pondré micros en vuestra casa. Tú emborracha a Wilding e indúcelo a reconocer que se tira a chicos. Yo expongo la amenaza de manera civilizada, y él accede al divorcio sin oposición.

Liz exhibió una sonrisa radiante.

—¿Es así de fácil?

—Todos somos gente civilizada. Probablemente tú ganas más que él, pero él es mayor, y tiene propiedades sustanciosas. Negocias el reparto de bienes y la pensión desde esa perspectiva.

—¿Y cuál es tu compensación?

—Yo me quedo el diez por ciento de tus pagos en concepto de pensión, a perpetuidad. Me tienes presente y me remites a personas que pudieran requerir mis servicios.

Liz se recostó en los cojines del sofá. El vestido cayó por debajo del sujetador. Nuestras miradas se trabaron. El resto de la habitación se volatilizó.

—¿Y cómo he de tenerte presente? Son muchos los que compiten por mi atención.

—Haré lo que esté a mi alcance para que esta sea una velada memorable.

 

 

Procedimos con torpeza y ternura. Mi anterior colofón dio paso al primer beso. Liz se sentía victimizada y vencida por un atuendo demasiado ajustado. Con un encogimiento de hombros se desprendió del vestido. Este resbaló hasta su cintura.

La llevé en brazos al dormitorio. Al levantarla, se me saltaron algunos botones de la camisa. Volaron al otro extremo del salón. Nos desternillamos. Yo oía la radio del bungalow contiguo. Rosemary Clooney cantaba: «Hey there, you with the stars in your eyes».

Nos desnudamos. Estábamos como trenes, teníamos tipazos estratosféricos, y tirábamos a rompehogares. Éramos lo mejor de lo mejor en aquel Los Ángeles del año 53.

Hicimos el amor toda la noche. Bebimos champán acompañado de chupitos de Drambuie. Fumamos pitillos y desgranamos chismes. Nos pusimos albornoces y subimos a la azotea del bungalow al amanecer.

Había programada una prueba nuclear en un rincón perdido de Nevada. La prensa presagiaba unos fuegos artificiales impresionantes. Los huéspedes de otros bungalows estaban también en sus azoteas. He ahí a Bob Mitchum y una titi muy joven con tembleque. He ahí a Marilyn Monroe y Lee Strasberg. He ahí a Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. Se los ve a todos encelados y felices. Están todos provistos de botellas para el brindis.

Se desternillaban y saludaban con las manos. Mitchum tenía una radio portátil y sintonizó la cuenta atrás. Oí interferencias y «… ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno».

El mundo hizo ZUM. La tierra tembló. El cielo se iluminó de malva y rosa. Levantamos nuestras botellas de bebida y aplaudimos. Los colores se descompusieron en intensa luz blanca.

Rodeaba con el brazo a Elizabeth Taylor. Miraba a Ingrid Bergman a los ojos.

 

 

Los Ángeles año 53 fue mi zona cero. La onda expansiva de esa explosión todavía me recorre.

Entonces había esmog en el aire. La gente tosía y respiraba entrecortadamente. Yo ni me daba cuenta. Me forjé en el momento de la explosión. Mi Los Ángeles fue siempre malva y rosa.

Trabajaba para el Departamento de Policía. Hacía mi ronda a pie por el centro. Desalojé rojos durante los disturbios de «¡Dejad en libertad a los Rosenberg!». En Pershing Square pillé a pervertidos, trinqué a tironeros y cogí a carteristas. Mi negocio del cine porno me brindaba un buen botín. Donkey Don Eversall prestaba su pitón por todo Hancock Park. Joi organizaba la agenda de Donkey Don. Quedaba en cafés con amas de casa calenturientas y programaba las citas. Liberace me hizo partícipe de algunos chismes de chicas. Liz Taylor y Michael Wilding recorrieron el camino del divorcio. Yo me embolsé el diez por ciento de la pensión de Liz. Joi, Liz y yo esquiamos a trío en mi Pista de Aterrizaje. Liz conocía a una azafata de Pan Am que se llamaba Barb Bonvillain. Hacía la ruta Los Ángeles-Ciudad de México y tenía a medio Hollywood enganchado al Dilaudid y a los supositorios de morfina. Barb la Bicho alcanzaba el uno noventa, pasaba de ochenta kilos, y sus medidas eran 100-60-90. Quedó en buena posición en decatlón femenino, Helsinki, año 52. Los cuatro entrelazábamos las entrepiernas. La Pista de Aterrizaje se sacudía. Nos cargamos el colchón y hundimos el somier hasta el suelo.

Los Ángeles, año 53: ¡¡¡¡ring-a-ding-ding!!!!

Joi y yo nos dejábamos caer por el Crescendo y el Largo casi todas las noches. Las camareras me proporcionaban cotilleos calumniosos. Yo les daba propinas, pingües. Eso me devolvió a mis tiempos de joven voyeur, rabiosamente revividos.

Se adueñó de mí una frustración fragmentadora. Disponía de los trapos sucios. Para llevar el plan de extorsión a la práctica necesitaría una caterva de cómplices y fotógrafos faltos de escrúpulos. Me devané los sesos. Me di de cabezazos contra el muro de lacerante ladrillo del desconocimiento. La extorsión como dilema existencial. Un enmarañado enigma digno de aquellos filósofos franceses.

Mi vida de poli no podía competir con mi vida a lo grande. Era un agente doble comparable a aquel comunista, Alger Hiss. Liz Taylor me llevaba en coche a la Comisaría Central y firmaba autógrafos para los uniformados. Yo sabía que eso se filtraría hasta el jefe William H. Parker. Me salía del alma un ANDA Y QUE TE JODAN, con el dedo en alto.

Ralph Mitchell Horvath me obsesionaba. Las pesadillas me perseguían en cuanto me sumía en el sueño. Joi y Liz me cuidaban con chaquetas amarillas y alpiste. Mi mantra a la hora de acostarme era Ese hombre merecía morir. La sola idea era una majadería monumental. No podía convencerme de que fuera verdad.

Pasaba noches nucleares en el Hollywood Ranch Market. Mi despacho tenía un espejo polarizado y desde allí veía los pasillos. Vigilaba en busca de rateros y contemplaba el desfile de descarriados.

Su patetismo me pulverizaba. Actores de poca monta comprando pan rancio y botellines de moscatel. Drag queens de metro noventa comprando medias de nailon extralargas. Adictos al jarabe para la tos leyendo las etiquetas para conocer el contenido en codeína. Adolescentes llevándose furtivamente revistas de chicas al váter para pelársela.

Observaba. Escrutaba. Me perdía yo mismo entre los perdedores. Un fantasma falto de luces iba y venía con ellos.

Rondaba los veintitrés años. Vestía cazadoras al desgaire y usaba pitillos a modo de atrezo. Recorría como una exhalación los pasillos a las tres de la madrugada. Siempre parecía en éxtasis. Hablaba con la gente. Cultivaba a la gente. Estudiaba a la gente tal como yo espiaba por las ventanas de niño. Una vez lo vi en la acera. Tocaba los bongos para una panda de chaperos y yonquis. Una chica lo llamó «Jimmy».

El muy capullo aparecía de manera intermitente. Lo tomé por un actor que vivía de calderilla y de reinonas entradas en años. Lo vi besar a una chica junto al estante del pan. Lo vi besar a un chico en el pasillo de las sopas. Se movía con un garbo misterioso. No era ni amanerado ni masculino. Vivía en un estado de exaltación.

Lo vi afanar un cartón de Pall Mall. Lo arrinconé, lo esposé y lo llevé arriba a rastras. Se llamaba James Dean. Era de un rincón perdido de Indiana. Era actor, bohemio y a saber qué más. Dijo que el tabaco Pall Mall era un código entre maricas. El In hoc signo vinces del paquete significaba: «Con este signo vencerás». Las reinonas enseñaban su Pall Mall y se identificaban mutuamente. Para mí toda esa mierda era nueva.

Dejé ir a Jimmy. Empezamos a vernos en el despacho. Le pegábamos al prive, observábamos la tienda y rajábamos sobre los humanoides. Jimmy frecuentaba los bares de amantes del cuero de East Hollywood. Largaba sobre traficas y zorronas famosas, y llenó todo un apartado de mi cesta de trapos sucios. Le hablé de mis negocios en el cine porno y la prostitución masculina. Le prometí una cita con Donkey Don Eversall a cambio de trapos sucios candentes.

Caíamos en ratos de silencio. Yo escudriñaba la tienda. Jimmy leía revistas de cotilleo.

Empezaban a aparecer por aquellos tiempos. Peep, Transom, Whisper, Tattle, Lowdown. Contenido curioso. Un estilo escabroso malogrado por la moderación. Insinuaciones insípidas que le abrían a uno el apetito de más.

Los políticos eran tachados de rojos, pero nunca más allá de la indirecta. A Jimmy le encantaban esas revistas pero las criticaba cruelmente. Sostenía que no eran suficientemente sórdidas ni precisas en su prosa. Las llamaba «textos de tímidos soplones». Dijo: «Tú tienes mejores chismes que esos, Freddy. Con una noche en el Cockpit Lounge, podría sacarte material para tres números».

Dobló una campana. Era un sonido débil y lejano. La memoria es retrospección revisada. Ah, : el destino dio conmigo aquella noche.

Un repartidor de periódicos entró en la tienda con un carromato rojo. Estaba a rebosar de revistas. Empezó a llenar los estantes.

Una cubierta captó mi atención. En ella clamaban priápicos colores primarios y tremebundos titulares.

Ya os hacéis idea. La revista se llamaba Confidential.