Cuando ellos me llaman
1
Hace una semana que ellos están en vacaciones. Yo salí después porque estudio en un colegio privado. Me dieron una beca porque mi madre es profesora de mi colegio, pero prefiero decirles a ellos que la beca me la gané por ser buen estudiante. Para lucirme. Y para usarlo de excusa cuando ellos me pregunten si puedo bajar a la piscina, y así evitar repetirles que no tengo tímpano en el oído izquierdo. Me lo reventó la otitis cuando tenía tres años, eso me dijo mi madre. Yo ya no me acuerdo del dolor. Solo vuelve si me entra agua al oído, porque no hay nada que la pare y sigue derecho hasta el cerebro. Eso duele más que todo, más que una patada o doblarme un tobillo. Más que un puño de Amed.
No se dice Amed, se dice Ahmed, y la “h” suena como una “j” porque es un nombre árabe, y en el árabe es así. Lo vi en Discovery en la Escuela y me lo confirmó mi padre. Eso mismo le expliqué a Amed: Vos no te llamás Amed, fai, sino “Ajmed”. Y antes de que pudiera explicarle lo de la “j” me pegó un puño en el estómago por corregirlo en frente de todos. No me dolió. Duele más no tener tímpano, pero yo hice como si me hubiera dolido para que parara de pegarme.
Julio es el mes más caliente de todos. Si yo pudiera también me la pasaría en la piscina como ellos. En agosto el calor baja porque hay más brisa y ventea, y mi madre me lleva a elevar cometa. En agosto cumplo años. Falta un mes y medio para eso. Un mes y medio para que se acaben las vacaciones.
A esta ciudad le hace falta un mar, dice mi padre, se sacude la camisilla.
Y yo estoy de acuerdo con él. A mí me encanta ir a las playas oscuras, aunque no pueda meter la cabeza en el agua por lo del oído, solo hasta los hombros.
2
Polo, que también vive en el bloque F como yo, dijo que cuando se salieran de la piscina iban a venir a buscarme. Voy al balcón y no veo a nadie en el agua, a ninguno de ellos. Los peces se olvidaron de mí.
Me devuelvo al estudio de mi padre. Él está preparando sus clases, siempre está preparando sus clases. Estoy en bóxers, me acuesto en el piso. Le pregunto cuántas religiones hay en el mundo. Está distraído, me pide que le repita la pregunta.
Pa, ¿que cuántas religiones hay en el mundo?, le digo con rabia por no haberme puesto atención a la primera.
Él se queda en silencio. Hace cuentas mentales, o eso parece que hace. Los cálculos de mi padre siempre son exactos porque estudió Matemáticas y Física en la pública, en donde dice que solo estudia gente inteligente.
Mi padre me contesta: No sé, príncipe. De pronto hay una religión por cada ser humano en la Tierra, ¿vos qué pensás?
No sé, pa.
Alguien me llama, interrumpe la conversación con mi padre. Me asomo por la ventana del estudio.
Bajá, me dice Polo con otro grito.
¿Puedo bajar?, le pregunto a mi padre.
Sí, andá. Andá.
Me visto en mi cuarto. Me pongo una camiseta, una pantaloneta y los tenis para correr, unos Croydon negros que me hacen ser más rápido, que tienen su magia. Los tenis para correr de Amed, en cambio, son unos Nike que su papá le trajo del Norte, blancos, con cámaras de aire que lo hacen agarrar culo de impulso.
Bajo.
Doy una vuelta por las zonas comunes, verdes, de la unidad. Los encuentro en el palo de mango, a su sombra, sentados en la banca. Polo, Mateo y Andrés. Los saludo, me siento en el piso. Hablan de Michelle y Valentina, dos gemelas que viven en la torre D. Son remonas, de esas que cuando se meten a la piscina el pelo les queda como un mango chupado. A todos les gustan. Lo malo es que son dos y ellos muchos, y que no bajan. No se sabe si porque no quieren o porque el padre no las deja juntar con hombres antes de tiempo. Las tiene encerradas.
Amed también llega a la banca, le pide el puesto a Polo.
Me saluda, me da la mano: ¿Todo bien?
Todo bien, fai.
Amed nos cuenta que su padre le compró una bicicleta eléctrica y que se la va a mandar del Norte, y que además le compró más juegos para su Play. El papá de Amed es comerciante, por eso se la pasa viajando para traer cosas: zapatos de marca, ropa de marca, carros, celulares con cámara, televisores de oriente, lociones y relojes triple A. Eso dice Amed. Que podemos ir al local que tiene su padre en el centro de Salsipuedes, y que él nos hace descuento. El padre de Amed y el Tipo del Bloque C son los que tienen los mejores carros de la unidad. Carros engallados. Los dos son comerciantes. Yo quiero ser comerciante, y para eso voy a estudiar Matemáticas y Física como mi padre. Porque ser comerciante requiere tener las cuentas claras, como mi padre, que todos los gastos los tiene anotados en hojas de Excel.
Mateo propone jugar escondite.
El último que llegue al muro de la portería cuenta, dice.
Y arrancan a correr. Polo, que ni siquiera tiene para unos Croydon, comienza contando. El resto se esconde en las zonas comunes.
Escojo la isla. Así le dicen a unas palmas que están en una esquina del parqueadero de la unidad, un oasis en medio de los carros. Me escondo detrás de unas matas, recostado en la reja de la unidad. Veo que Polo los busca por la piscina, debajo de los carros, en las ramas de los árboles. Amed y Andrés están escondidos en el balcón de un apartamento del primer piso de la torre B. Mateo sale de algún lado, corre, llega al muro de la portería.
¡Por mí!, grita, se salva.
Algo me toca la espalda, una rama, un bicho.
Alguien me habla, me dice: Lindo, mirame. ¿O es que me va hacer el feo?
Al voltearme me encuentro con la loca del barrio que me dispara un beso a la boca. Tiene una blusa hasta el ombligo, margaritas en el pelo, el maquillaje regado en la cara. Se apoya en la reja de la unidad, alarga los brazos entre los barrotes para tocarme.
Vea, niño, ¿qué hace ahí metido?
Se levanta la camiseta para mostrarme las tetas hechas, dos balones de microfútbol, cada uno con un timbre rosado.
Tocalas sin miedo, me dice la loca. ¿No te gustan las tetas?
Los que corren, digo, y salgo de la isla.
Polo me ve, me tiene demasiada ventaja, llega antes que yo al muro de la portería.
No le comento a nadie lo de la loca porque Amed dice que nos parecemos, que somos medio hermanos, medio maricones, que por algo nos bautizaron con el mismo nombre. No quiero que me joda con eso.
Me toca contar.
Después le toca a Andrés. Dos veces seguidas a Mateo, que siempre quema la olla. A Polo. A Andrés.
Me quedo abajo, en la unidad, hasta que mi madre me llama por la ventana para que suba. Voy al estudio. Mi padre sigue preparando sus clases.
¿Cuántas veces es más grande el Sol que la Tierra?, le pregunto.
1.303.782, me contesta, revisa unas gráficas de su clase de Economía en la Universidad de Salsipuedes.
¿Y cómo hicieron para medir el Sol?
Mi padre me explica algo que no entiendo. Voy a mi cuarto. Esa noche me acuesto sin bañarme.
3
No espero a que ellos me llamen.
Bajo.
Voy al quiosco mientras salen de la piscina.
Pongo un cidí que yo mismo quemé hace unos días en el computador de mi padre. Están Luisfer, Polo, Mateo y Andrés. Me ven llegar, salen del agua para saludarme.
¿Qué metiste en el cidí?, me pregunta Luisfer.
De todo un toque, le digo. Reguetón, bachata, Maelo Ruiz…
Polo me pide que mire hacia la piscina de niños, pero disimulado, so. Michelle y Valentina están jugando vóley con una pelota de plástico. Me hago el sorprendido, pero ya las había visto desde el balcón de mi apartamento.
¿Cuál es Michelle?, pregunto. ¿Cuál es Valentina?
Ninguno de ellos sabe.
En lugar de hablarles a las gemelas, nos quedamos en el quiosco. Le subo a la grabadora de Mateo para que Michelle y Valentina nos noten, para que se antojen de pedir una canción. Suena “Pobre diabla”, de Don Omar. Pero las gemelas siguen como si nada, sordas, jugando con su pelota de playa, ignorándonos. El padre las cuida desde el balcón de su apartamento de la torre D, nos mantiene a raya.
Polo grita: Tigre, ¿te jugás un partido?
Me volteo y encuentro al Tigre caminando detrás del muro de matas que rodea la piscina, como si estuviera acechando en la selva. Es el mejor jugador del Barón Rojo, el equipo de mi padre, mi equipo. El Tigre, sin hacerse el rogado ni nada, responde que sí, que llamen más gente y que alguien le preste unos guayos y una pantaloneta, que los ve en la cancha en unos quince minutos.
¡E-l T-i-g-r-e!
Hace un año que tiene un apartamento en la unidad, pero no vive ahí. Se ve muy poco. Llega, a veces solo, a veces con hembritas o cargando cajas como si estuviera de continuo trasteo, y al rato se va. Mi madre dice que el Tigre es un vago, que quién sabe para qué tendrá ese apartamento, que por muy futbolista que sea, en Salsipuedes no deja de ser sospechoso ver un negro del puerto con tanta plata.
Ellos van a sus apartamentos a cambiarse. Yo soy el único que puede conseguir lo que necesita el Tigre. Los padres de ellos no viven en la unidad. Casi todos son comerciantes como el padre de Amed, casi todos viven por fuera de Salsipuedes, en el Norte o casi en el Norte, y vienen de vez en cuando y les traen cosas para que ellos estrenen.
Encuentro a mi padre trabajando en el estudio. Le pido que me preste sus guayos, que son clásicos, de cuero, y una pantaloneta y su camiseta del Barón.
Armaron un partido con el Tigre, le digo.
Qué bien, responde. Me alegra, mi príncipe.
Salgo del apartamento.
Bajo, corro.
En la cancha están todos. Le paso las cosas al Tigre, y él se cambia detrás del samán.
Arman un equipo de seis y otro de cinco. Yo me hago con el Tigre porque soy del Barón Rojo como Polo, Andrés y Luisfer. En el otro equipo están Amed y los del Deportivo Salsipuedes.
Arranca el partido, Amed me pega una patada. No me quejo, duele más el oído. Cobro y le doy un pase al Tigre. Recibe el balón, se va por la banda, corro detrás de él. Se saca a todo el equipo verde, le hace una galleta a Amed después de que este también le manda una patada que ni siquiera alcanza a rozarlo. En lugar de anotar como haría en un partido de verdad, me pasa el balón y solo tengo que empujarla. Corro hacia el Tigre, lo abrazo para celebrar que hemos quedado campeones de la Copa Libertadores.
Jugamos cuatro horas seguidas, sin cansarnos. Jugamos hasta que el Tigre dice que se va. El partido queda catorce a cinco porque el Rojo siempre gana.
El Tigre se cambia detrás del mismo samán, y me devuelve la ropa de mi padre. Está sudada, pero no voy a decirle a mi madre que la lave. Pienso ponerme la camiseta de piyama. Todas las noches. Hasta que me obliguen a cambiar de piyama. Hasta que se me peguen las rayas del Tigre.
Seguimos al Tigre hasta el parqueadero. Se monta en su Mercedes, saca la mano para despedirse. No se puede ver en el interior del mercho, detrás del polarizado.
Ese carro es blindado, dice Amed, y esos rines… el propio gusto de negro, pana.
Algunos se ríen, los del Salsipuedes.
Ese man no vive en la unidad, sigue hablando Amed, porque tiene una mansión en el sur. Este apartamento lo utiliza para guardar la plata que no puede meter en los bancos.
Nadie dice nada, nadie lo contradice.
Ellos van a la piscina para refrescarse. Yo, que la tengo prohibida por lo del oído, me despido y subo al apartamento.
Dejo la ropa de mi padre en el lavadero, menos la camiseta del Barón. Saco la jarra de jugo de la nevera, aunque esté acalorado y pueda quedarme tieso por culpa del frío. Eso dice mi madre que pasa, que se te tuerce la cara, que te jorobás mal.
Yo soy de los que prefieren tomar jugo de lulo que comprarse un Gatorade en la tienda de abajo. Voy al baño, luego a mi cuarto.
Cuando me despierto son las once de la noche en el radiorreloj. Huelo al Tigre. Prendo el televisor y lo dejo en silencio. Mis padres duermen en su cuarto. Busco los canales que no están bloqueados, que a esta hora dejan ver gente pixelada. Recuerdo a Michelle y Valentina jugando vóley. Imagino que son mis hembritas, que ellas quieren nadar con nosotros en la piscina para niños.
4
Bajo después de decirle a mi madre que voy a bajar, sin que ellos me llamen. Es sábado, me he pasado todo el día viendo televisión. Doy una vuelta por las zonas comunes, pero no los encuentro. En la mañana ellos estaban en la piscina, hacía calor.
Voy al palo de mango, a la isla, a la cancha de fútbol. Camino entre las torres, los llamo: ¡Polo! ¡Mateo! ¡Luisfer! De pronto están en la casa de Amed jugando Play y no me llamaron, se me ocurre. ¡Andrés!
Hace días que no viene el Tigre, que no se ve el mercho en el parqueadero. Debe estar de viaje o con el Barón Rojo o preparándose en el Pacífico para navegar en su yate. A Amed se le ocurrió que hay que meterse al apartamento del Tigre.
Deberíamos aprovechar que no viene casi para robar una caja de plata, dijo.
¿Para qué?, se me escapó la pregunta.
¿Cómo que para qué?, alzó el puño. ¿Cómo que para qué? ¿Sos bobo?, y se rio al notarme nervioso.
Pasando por el Bloque E oigo la voz de mi padre, me llama. Corro, subo al apartamento. Recién llegó de la universidad. Me pregunta si quiero ir a cine.
Sí.
¿Y qué película nos vemos?
Dinosaurio, le diría, pero no quiero que me considere infantil.
Cambiate de camiseta, me dice, que con la del Barón no nos dejan entrar a ningún centro comercial. Y menos si olés a gamín.
5
Estoy en el quiosco poniendo música, suenan disparos.
Pasó en el lavadero de carros, dice Luisfer.
¿Cómo sabés?
Me lo soñé, responde. Acabo de tener un déjà vu.
Le hacen caso porque ninguno tiene otra teoría sobre lo que acaba de pasar. Suben al quinto piso de la torre F. Yo vivo en el 301 F, les digo que voy por mis binoculares y que ya los alcanzo. Ellos siguen de largo como si no me hubieran escuchado.
Luisfer tenía razón.
Desde arriba se ve a un pelado sentado cerca del cuerpo. Tiene, le pongo yo, más o menos once años como casi todos ellos. Para Andrés tiene más, unos catorce como Amed, por lo alto, dice.
El pelado se quita los zapatos, unos Nike como los de Amed, pero negros y con más cámaras de aire. Hace lo mismo con el muerto, lo descalza. Y en lugar de abandonar las medias de su padre en el cemento, se las pone manchadas, encima de sus medias, y se sienta en un charco de aguasangre.
El pelado grita, se soba los pies, apoya la frente en las rodillas, se cubre las orejas.
¿En dónde le pegaron los tiros?, pregunta uno de ellos.
No se ve, responde Mateo que está mirando por mis binoculares.
En el culo, dice Luisfer.
Y todos se cagan de risa, yo me cago de risa.
Después de que recogen el cuerpo, volvemos al quiosco. El resto del día lo pasan echando teorías: que el tipo andaría comerciando; no, que nomás era un lavaperros de alias Cavernario; no, capaz y no era nadie, un cualquiera mal parado; pero por lo menos el hijo quedó con palo de camioneta, ¿no?
Déjà vu es una palabra en francés. Eso me dice mi padre, luego de que vuelvo al apartamento.
6
No tengo que buscarlos, están en la piscina.
Pero antes de juntármeles, debo hacer otra cosa. Voy al apartamento de Michelle y Valentina a dejarles una carta y unas chocolatinas. Ellos no pueden saber de mi regalo, que escribo cartas. Cuando me han preguntado si me gustan las gemelas, les he dicho que no, que las monas me parecen guisas. Para que ellos no me vean, cojo un atajo. Camino por detrás de la torre B, que está en medio de la F y la D. Esta última es la torre de Michelle y Valentina, y también es la torre del Tigre. Su apartamento está en el primer piso. Trato de ver al interior, pero las persianas están cerradas. Amed tiene razón. Alguien debería meterse en el apartamento para ver lo que guarda el Tigre ahí.
Releo mi carta:
Hola, q más? no c si les gusta el chocolate. Ojalá q sí. Deberian bajar más para que hagamos algo. Les gusta la musik? Yo tengo mucha. Att: 301 F. ☺
Después meto la carta en un sobre junto con las chocolatinas y entro al bloque D.
Escucho voces detrás de la puerta de las gemelas, corren, Michelle o Valentina grita: ¡No más!, ¡no más! Michelle o Valentina dice: ¡Dejanos, papi!, ¡no más! Es la primera vez que las escucho tan de cerca. Sus risas jugando a perseguirse, ellas y el otro sin voz. Imagino que entro a salvarlas, pero en la realidad solo me atrevo a deslizar la carta por la ranura de la puerta.
Voy a la piscina.
Ellos están en el quiosco, sus pantalonetas escurriendo agua alrededor de Amed.
Nadie me pregunta por qué llegué por el camino de la torre D. Amed es el que maneja la música. Me saluda, me muestra un aparato del tamaño de una pila que está conectado a la grabadora de Mateo.
¿Qué es?
Un Mp3, me contesta, me lo mandaron del Norte, le caben como mil canciones.
Le pido que me enseñe a manejarlo. Así, cuando ustedes estén en la piscina le digo, yo cambio la música.
Acepta, menos mal, porque si no me aburriría sin hacer nada en el quiosco. Después de que Amed me enseña a manejar el Mp3, ellos saltan al agua como nutrias. Selecciono “Doncella”, de Zion y Lennox, y ellos se quejan de que es muy romántica, sus cabezas como cocos en el agua. Dicen que ponga algo más fuerte. Poné “Taladro”, de Daddy Yankee:
Me vine como un animal a traspasarte con el taladro...
Me quedo en el quiosco, viéndolos nadar, hasta que mi madre me llama por el balcón. A comer, Harold Esteban. Me encamino a mi bloque sin despedirme de ellos, que igual están muy distraídos como para notar que me estoy yendo. Pienso en Michelle y Valentina, si ya habrán encontrado la carta, la chocolatina, en sus voces.
7
Son tres: Mateo, Andrés, Luisfer. Y yo.
Mateo propone ver una película. A ellos les parece bien. Les digo que pueden verla en mi apartamento, que en el cuarto de mis padres hay DVD. Pero al final ellos deciden verla en el apartamento de Andrés. Él tiene un hometheater que su padre le mandó del Norte.
¿Y qué vemos?, pregunta Mateo.
Una de bala.
Van a Don Cavernario, un sitio afuera de la unidad en el que se consiguen las últimas películas del cine. Le piden al dueño que les dé el catálogo.
¿Cuál de todos?
El de bala.
Pero al abrirlo se dan cuenta de que el calvo se ha equivocado de catálogo.
Andrés lee la descripción de El planeta rojo: Un astronauta llega a Marte, un planeta habitado solo por mujeres, todas vírgenes. Para sobrevivir, el astronauta debe copular con las marcianas.
De nosotros, Amed es el único que dice no ser virgen, que ha comido.
¿Qué es copular?, pregunto.
Lo mismo que culear, me contesta Andrés.
Pasan la página y en la siguiente aparece una hembra con las piernas abiertas. Tiene una chocha peluda, un moño de pelo como los que deja mi madre en la ducha.
Estamos en esas, viendo el catálogo porno, cuando la loca entra a Don Cavernario. Le pregunta al dueño si ya le llegó la última de Star Wars.
Por ahí en una semana, le contesta.
¿Y Dinosaurio?
La loca tiene peluca, las flores de siempre en el pelo. Se ve mona como Michelle y Valentina, me guiña el ojo.
Escucho que Andrés dice: Llevémonos una de estas películas. Mi casa está sola.
Yo estoy mirando a la loca: sus piernas con más pelos que las mías; la goma fosforescente, desgastada, de unas chanclas de Hello Kitty.
Que este marica se meta un sable láser por el culo, digo.
Y ellos se cagan de risa.
¡Pero será por el culo de sus madres!, contesta la loca, un reguero de pinzas, y arranca a perseguirnos en el local, y luego nos persigue por las calles del barrio.
Se cansa a media cuadra de la portería, grita desde lejos que nos va a buscar, que nos va estar esperando afuera de la unidad.
Ellos se sientan en la banca del palo de mangos. No dejan de preguntarme por qué se me ocurrió decirle eso a Harold, qué risa. Les invento cualquier cosa para no decirles que tenía las tetas de la loca en la cabeza, el beso que me tiró el otro día todavía caliente en la boca.
Se hace de noche, tarde.
El portero dice que no es hora de estar en las zonas comunes, que lo han llamado de varios apartamentos a quejarse de la bulla.
Si no se callan les pongo multa, amenaza.
Ellos me miran, se quedan a la espera de que diga algo que joda al portero, pero no se me ocurre nada que los haga reír.
8
No toda la vida Harold fue así, dice mi madre.
¿Así cómo?
Así. No sé. Antes era un pelado normal. Claro que sí se le veían sus cositas.
¿Qué cosas?
Amaneramientos, papi. ¿Por qué?
Por saber, ma. Ayer lo vi en la calle, le digo, voy a mi cuarto.
Las vacaciones ya van por más de la mitad y todavía no he hecho los trabajos del colegio. Hace días traté, pero el calor no me dejó. Comencé a leer un libro sobre los indios calima, luego traté de hacer matemáticas, pero al final terminé armando un Lego que también tenía pendiente.
En este momento veo televisión, paso canales.
9
Hoy no bajé. Me quedé en el apartamento ayudándole a mi padre a arreglar el estudio. Nos la pasamos botando y archivando documentos mientras ellos estaban en la piscina. En una carpeta encontré una foto vieja de mi padre. Tenía pelo, una chaqueta negra, estaba montado en una Harley. Se veía aletoso. Se la mostré, le pregunté qué había pasado con la moto. Me dijo que la había tenido que vender para tener la cuota de su primer apartamento. Le pedí que me regalara la foto. Me dijo que sí, que me la podía quedar, y la guardé en la caja en la que guardo cosas.
En la noche mi madre pidió pizza porque tenía pereza de hacer la comida. Comimos al frente del televisor, viendo Alien. Antes de volver a mi cuarto, le dije que de cumpleaños quería un Mp3, que estaba cansado de mi Walkman.
Quemar cidís está pasando de moda, pa.
Vi televisión un rato más, en mi cuarto, y me fui quedando dormido.
Me despiertan unos golpes.
Me levanto, me asomo por la ventana. Abajo están Polo y Mateo. Me piden que salga. Hago que no con la cabeza. Está muy tarde, les digo.
Encontramos una forma de entrar al apartamento del Tigre, dice Polo. ¿Te lo vas a perder?
En el radiorreloj son las doce y cincuenta, los números alumbran, parecen escritos en el aire.
No, me digo. Esto no te lo podés perder.
Así que salgo sin hacer bulla, con cuidado de no despertar a mis padres. Dejo ajustada la puerta del apartamento.
Y bajo.
Está oscuro, a las doce de la noche se apagan las luces de la unidad para ahorrar energía.
Ellos me saludan, me dan la mano.
En lugar de entrar al D, siguen derecho por un callejón que le da la vuelta a ese bloque. Me encuentro con Amed y con Andrés.
¿Y Luisfer?
No quiso venir, responde Amed. Se cagó.
¿Querés ver al Tigre?, pregunta después, y además me señala un arbusto. Ya todos vimos, dice. Faltás vos.
¿Cómo hicieron?
Amed vuelve a señalar el arbusto.
Me meto por un lado. Detrás de la mata, encuentro una de las ventanas del apartamento del Tigre. La persiana está sin bajar del todo, dejó un hueco.
Ahí está el Tigre, huele a él. Suda como el día del partido, y dos hembras se turnan para chuparlo. El Tigre las maneja, les soba la cabeza. El Tigre abre la boca como si le doliera. Imagino que soy yo, que las hembras son Michelle y Valentina con su pelo monísimo enredado en mis piernas. Michelle y Valentina se arrodillan. Michelle y Valentina rezan, me piden, suplican como las hembras del Tigre. Y ellos nos miran.
Polo llega por detrás y dice:
Ya viste mucho, pana. Salite.
Pensé que ya habían visto todos.
Es que Amed te mandó llamar, dice.
Efectivamente, Amed me está esperando afuera del arbusto.
¿Te gustaron las hembras o te gustó el Tigre?, pregunta.
¿Y a vos qué te importa?, le contesto. Dejame sano.
Maricón, dice él. Se me hace al frente. Sos un maricón.
Lo empujo y salgo corriendo antes de que se levante. Me alcanza en la torre B, a medio camino de mi torre. Me tira al piso, me da dos patadas en el estómago; duele más no tener tímpano. Estoy sin aire, pero lleno de rabia. Amed se voltea, parece seguro de que voy a dejar las cosas como si nada. Sos un maricón, dice.
Agarro una piedra, se la tiro.
Le doy en la cabeza.
Me paro como puedo, corro, y esta vez no sé si Amed me está persiguiendo. Subo a mi apartamento, me encierro en mi cuarto. Me acuesto. Estoy agitado, caliente. Prendo el televisor, dan Rocky III. Veo la película hasta que me calmo, hasta que estoy seguro de que ellos no me van a llamar para que baje a pelear con Amed.
Busco el noventa y ocho que a esta hora sí se ve nítido. Pongo el televisor en silencio, leo los subtítulos.
Un tipo lleva a una hembra hasta un callejón. Está armado, tiene un cuchillo. El tipo le pide a la hembra que le pase la cartera, el celular, las joyas. Le mira las tetas, le dice: Qué buena que estás, bebé. Y comienza a arrancarle la ropa. La hembra se resiste hasta que el tipo la convence con su verga, se la saca, se la ofrece. La hembra se sorprende: Oh, qué grande que es. La tienes muy grande, papi. Y deja de resistirse, se agacha.
Escucho un ruido, apago el televisor, cierro los ojos.
Alguien abre la puerta de mi cuarto.
10
En Salsipuedes cualquier lavaperros ya se cree el Cavernario, se las da de capo, dice mi madre mientras acomoda el mercado en la nevera.
¿Mi padre alguna vez quiso ser comerciante?, le pregunto.
No, para nada. Tu papá es honesto.
¿Y el negro? ¿Él sí? ¿Ma?, insisto. ¿Mi tío sí es comerciante?
No.
¿Entonces qué hace?, ¿por qué tiene tanta plata?
Mi madre se sirve un vaso de agua de la nevera.
Tu tío es electricista, dice luego del primer sorbo. Es de esos que cambian los cables de alta tensión. Ese trabajo es peligroso, lo pagan bien.
Hace poco llegamos de La 41, de hacer mercado. Tuvimos que dejar el carro en la calle porque el Tipo del Bloque C había atravesado el BM en la entrada del parqueadero de la unidad. En lugar de pitarle o de pedirle al portero que llamara al Tipo para que moviera su carro, mi madre echó reversa.
Acá nos pueden robar el carro, le dije. ¿En la academia de conducción no te enseñaron que no se puede parquear en cualquier lado?
Callate, contestó. Callate y andá y me traés el carro del mercado, culicagado imprudente.
Le hice caso de mala gana.
Mi madre no volvió a hablar hasta que dijo: En Salsipuedes cualquier lavaperros se las da de capo.
Le pregunto: Ma, ¿si estudio lo mismo que mi tío podría hacer tanta plata como él?
Habrá que ver, me dice acomodando las cosas de limpieza en el lavadero. No a todos les va igual en la vida.
Me llevo la bolsa del mecato a mi cuarto. Me quito el pantalón, me acuesto en la cama. A esta hora, mi padre está dando clase en la universidad. Llevo varios días sin bajar. Me ha dado pereza desde que pasó lo de Amed.
11
Ayer fuimos al otorrino con mi madre. El otorrino es de apellido Cárdenas. Cárdenas me revisó, dijo que mi oído estaba mejor, que en diciembre podría meterme a la piscina con tapones. Ellos dicen que mis tapones son como toallas higiénicas.
En el carro, viniendo para la unidad, mi madre me preguntó si había peleado con ellos, que por qué no he vuelto a bajar. Le dije que como ellos se la pasan en la piscina, me aburro en el quiosco.
Hoy es domingo y los domingos juega el Barón Rojo. Mi padre escucha los partidos en la radio mientras prepara sus clases. Estoy en el estudio, acostado en el piso, con la camiseta sudada del Tigre.
Hay una mancha en el techo, una humedad. Mi padre dice que la tienen que reparar los del cuarto piso, que él no le va a meter un peso a ese arreglo.
La mancha tiene forma de galaxia.
¿Vos creés en los extraterrestres, pa?
No sé, contesta. Y luego habla solo, calcula algo de sus clases en voz alta.
El Tigre hace dos goles. Uno de cabeza y otro de chilena. Lo imagino corriendo hacia una esquina de la cancha, celebrando conmigo. Yo alzo la Copa Libertadores.
Se acaba el partido, voy por jugo de lulo a la cocina. Encuentro a mi madre trabajando en el comedor, preparando sus clases.
Ma, ¿vos creés que me puedan regalar el Mp3 de cumpleaños?
Habrá que ver, me dice.
12
Mi madre me ordena que vaya a la portería por una gaseosa.
No puedo bajar, le digo.
¿Por qué?
Porque no puedo.
No te estoy pidiendo el favor, advierte mi madre, y sale de mi cuarto.
Me pongo los Croydon por si necesito correr.
Bajo.
Me encuentro con Andrés, Polo y Luisfer en el palo de mangos. Me preguntan por qué no había vuelto a bajar, dicen que les hacía falta.
El estudio, pana. Por eso.
Los tres tienen tenis nuevos, par de Nike con cámaras de aire.
¿Cuándo los compraron?
Nos los regalaron, me contesta Andrés.
¿Quién?
El papá de Amed.
Si hubieras bajado también te habrían comprado unos, dice Polo. Y agrega que el papá de Amed los llevó a la rueda, a cine, y que como ellos estaban cuando le compraron unos tenis a Amed, su papá les terminó comprando tenis a todos los amigos del hijo.
Llevaba un canguro lleno de plata, dice Luisfer.
¿Y Amed?
El papá se lo llevó al Norte de vacaciones, vuelve en una semana, me responde Polo.
Trato de disimular la emoción.
¿Qué van a hacer ahora?
Vamos a armar un partido, me contesta Andrés. ¿Jugás?
Quedo de verme con ellos en la cancha, después de almuerzo.
Pero para bajar, me dice mi madre, antes tenés que organizar tu cuarto y ayudarme a lavar la loza.
Los deberes me retrasan.
Cuando llego a la cancha ya están armados los equipos, dos de seis, y tengo que sentarme a esperar a que alguien me dé cambio para entrar al campo.
Me siento a ver los carros que pasan por la avenida Guadalupe, calle que limita con la reja de la unidad.
¿Todo bien?, me saluda Amed.
Sonríe.
Me dijeron que andabas en el Norte con tu padre, le digo.
Les pedí que te dijeran eso porque necesitaba hablar con vos, fai. Se voltea para mostrarme la parte de atrás de la cabeza. Tiene una raja, cinco puntos. Les dije a ellos que me la hice persiguiéndote, que me caí. Si les decís lo de la piedra, te mato. ¿Estamos claros?
Sí.
Melo, dice.
Veo el partido un rato, en silencio.
¿Lo de los tenis sí fue verdad?
Los tuyos los tengo guardados, me responde.
Uno de los que juega pide el cambio. Amed se para, se acomoda los guayos y entra a pesar de que yo haya llegado antes que él a la cancha.
No digo nada, espero a que alguien más me dé chico.
Me paro a estirar, la veo de lejos. No sé si es Michelle o Valentina la que está en el balcón del apartamento. La saludo moviendo la mano. Ella me mira, vuelve al interior, se resguarda de la intemperie sin devolverme el saludo.
Por fin llega mi turno de jugar, pero suenan disparos.
En la calle, afuera de la unidad, nos guiamos por la gente que también busca al muerto. Llegamos a la tienda del barrio, que además es la esquina de los borrachos.
Un tipo le sigue apuntando al cuerpo de la loca: un reguero de pinzas en el cemento.
A tirarle besos a tu marido, le dice. Maricón de mierda. Lo escupe, lo patea.
Me acuerdo de un chiste.
A una loca se le apareció un genio, digo. Tienes tres deseos. Quiero plata. Concedido, dijo el genio. Quiero hombres. Concedido, dijo el genio. ¡Ay, tengo plata y hombres!, ¡me quiero morir! Concedido, dijo el genio.
Ellos se cagan de risa, yo me cago de risa.
Amed se me acerca, me dice: Por ahora todo bien, fai. Pero ojo con pasarte de chistoso. ¿Estamos claros?
Sí.
Melo.
13
Ma.
Dime.
¿Viste lo de Harold?
Sí, papi. Pobre pelado. Llama a tu padre que ya vamos a almorzar.
¿Por qué tan temprano? Ni siquiera son las doce, no tengo hambre.
Porque me duele la cabeza y me quiero acostar.
¿Por qué me pusiste así, ma?
¿De qué me estás hablando?
Harold… ¿por qué me pusiste ese nombre tan feo?
Así se llama tu papá. ¿Qué le vamos a hacer?
14
Es de noche, alguien nada.
Desde el balcón de mi apartamento puedo ver la piscina, el reflejo del agua como estrías en la piel de mosaicos del fondo. Ayer, Michelle y Valentina respondieron a mi carta dejando otro papelito en el casillero del 301F:
¿Quién sos? gracias por lax chocolatinas besos!!!!!
Todavía no me atrevo a escribirles de vuelta.
El Tigre camina en dirección a su apartamento, carga unas cajas. Desde acá puedo ver la cadena de oro que le cuelga del cuello, sus brazos definidos. A ellos no los veo, no los oigo.
¿Vamos?, pregunta mi padre.
Es mi cumpleaños y de celebración me va a invitar a hamburguesa en el Chuzo de Nando. Mi madre no nos acompaña porque está con mi abuela, que amaneció enferma.
¿Seguro que no querés invitar a nadie?
No, pa.
El restaurante queda en la calle, las mesas las ponen en el andén. Mi padre se sienta de espaldas a la novena, me pregunta: ¿Aprovechaste el tiempo libre para hacer los trabajos del colegio?
No. Mañana comienzo, no es tanto.
¿Por qué dejás todo para lo último? Vas a terminar corriendo con las tareas, como cosa rara.
El mesero interrumpe el regaño, reparte los menús. Antes de irse, le pide a mi padre que se cambie de puesto.
Es que pueden confundirlo si se sienta de espaldas a la calle, le explica.
Mi padre lo mira sin entender.
Ayer pasó en el restaurante de enfrente, agrega el mesero. Mataron al que no era.
¿Y cómo sabe que lo confundieron?
Eso dicen, contesta. Pero es solo una recomendación, señor. No tiene que hacerme caso, como se sienta más cómodo.
Mi padre se queda en silencio luego de que el mesero se ha ido a tomar la orden de otros comensales. Pasa un minuto y entonces se cambia de puesto, se sienta dándole la cara a la calle, como están todos los demás en el Chuzo.
¿Aprovechaste el tiempo libre para hacer los trabajos del colegio?, pregunta.
No le contesto. No hace falta. Mi padre cae en cuenta de que se está repitiendo, y entonces, mirando los carros que pasan por la novena, me pregunta si sé contra quién es el próximo partido del Barón Rojo.
Contra el Salsipuedes, le digo. El Tigre no puede jugar el clásico porque está suspendido. En el último partido se quitó la camiseta en la celebración. Le sacaron la segunda amarilla, pa.
Yendo a casa, en el carro, mi padre me da el regalo de cumpleaños. Lo destapo, es un Mp3.
¿Qué pasa?, ¿no te gustó?
Sí.
¿Pero?
Le invento cualquier excusa para no decirle lo que en verdad me preocupa.
¿Quién sos? gracias por lax chocolatinas besos!!!!!, escribieron Michelle y Valentina en el papelito que me dejaron en el casillero.
Desde ayer esa pregunta me viene rondando, es lo único que me preocupa. ¿Quién soy? Podría escribirles que soy el que pone la música cuando ellos están en la piscina, contarles lo de mi oído. O podría inventarme que no puedo tocar el agua porque perdí el tímpano buceando con tiburones, o que tengo un tío comerciante o que soy familiar de un capo como el Cavernario. Pero la verdad es que no sé qué responder, qué escribir. ¿Qué les regalaría el Tigre? Si ahorro, podría comprarles unas cadenas de diamantes con sus nombres en la miscelánea del barrio. Michelle y Valentina. No tengo idea de lo que les gusta, con qué podría convencerlas de desobedecer al padre y bajar a una hora en la que ellos no puedan verlas.