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El único poder

La moda es el único poder, el más fuerte de todos.

Traudl Junge, secretaria de Adolf Hitler,
citando al Führer1

Moda en Praga en 1940, en la revista Eva.

El glamur de la moda y los tejidos puede parecer muy alejado de la política; un contraste frívolo con la violencia de la guerra. ¿Qué tienen que ver los talleres de costura, los reportajes en revistas sobre las tendencias de primavera en Vogue, con esos hombres de trajes oscuros sentados en torno a mesas de conferencias que deciden el destino de los países, ni con los soldados listos para el combate, o con policías secretos que maquinan sus planes?

Los nazis eran muy conscientes del poder de la ropa a la hora de conformar la identidad social y enfatizar el poder. También se mostraban considerablemente interesados en la riqueza de la industria textil europea, una industria dominada por capital y talento judíos.

La ropa nos viste a todos, de eso no hay duda. Lo que decidimos llevar puesto, o lo que se nos permite llevar puesto, dista mucho de ser producto del azar. Las culturas moldean las decisiones que tienen que ver con la ropa. El dinero da forma al negocio de la ropa.

Los diseñadores de ropa crearon prendas que contribuyeron a reflejar el mundo idealizado de las pasarelas, las sesiones de fotos y los chismes de sociedad. A su vez, se verían atrapados en las políticas de quienes usaban la moda para sus propios fines brutales.

La industria de la ropa está enraizada en lo local. Para las jóvenes en la Europa del siglo XX, coger aguja e hilo podía ser un hobby, pero es más probable que fuera una necesidad. Zurcir y coser ropa se consideraban tareas esencialmente femeninas. Las más ahorradoras sabían darle la vuelta al cuello de la camisa de un hombre para que el lado desgastado quedara oculto; sabían coger los puntos de unas medias con un hilo del mismo color para disimular las carreras; sabían estrechar o ensanchar prendas para adaptarlas a las cinturas cambiantes. Y después estaba la confección de prendas propiamente dicha: canastillas de bebé, vestidos para niños, para festividades especiales, ropa de calle y delantales y batas para que no se manchara todo lo demás.

Fürs Haus, portada de revista, noviembre de 1934.

El ambiente festivo de los días de mercado ahuyenta el pesar y la tristeza.

Ladislav Grosman,
La tienda de la calle Mayor

Cuando Bracha Berkovič salía de la casa de la calle Židovská, en Bratislava, y miraba a su izquierda, veía la calle alejarse hasta la vieja iglesia de madera de San Nicolás. En la esquina de la curva cerrada se encontraba la Casa del Buen Pastor, una mercería que vendía cintas, botones, dedales y sobrecitos de papel llenos de agujas.

Las cosedoras también necesitaban unas tijeras afiladas de cortar, otras más pequeñas para rematar y deshacer, tiza de sastre para trazar las líneas, y alfileres, infinidad de alfileres que solían acabar en cualquier parte.

Las calles comerciales de Bratislava contaban con numerosas tiendas parecidas a la Casa del Buen Pastor, además de bazares con cestos llenos de objetos de madera para que los clientes rebuscaran. Los días de mercado, los vendedores ambulantes llegaban a la ciudad y algunos de ellos montaban sus puestos bajo parasoles de lona, y otros disponían canastos en las aceras, o toneles con sus mercancías. Los posibles clientes revolvían el género —encajes, tiras de croché, botones, broches, pañuelos bordados— y se disponían a regatear. Los vendedores pregonaban sus mercancías o, simplemente, se sentaban y se mantenían vigilantes ante posibles hurtos.

Las tiendas más pequeñas vendían productos ya terminados. Los zapateros podían exponer zapatos junto a la puerta, atados por los cordones como ristras de plátanos. Los sastres colgaban su ropa en barras altas. Era muy posible que sus talleres se encontraran en las trastiendas oscuras de aquellos mismos locales, o incluso en los patios interiores. Salomon, el padre de Bracha, ahorraba para abrir su propia empresa de manufactura de ropa y poder pintar su nombre con colores vivos en un plafón de madera y colgarlo sobre la entrada de su establecimiento.

Después estaban las tiendas de telas, irresistibles para cualquiera que soñara con ponerse vestidos nuevos. En las zonas rurales, todavía quedaban aldeanas que tejían telas a mano, pero en las ciudades se vendían por metros: crepés, satenes, sedas, tweeds, acetatos, algodones, linos, milrayas, además de numerosas variantes producidas en las grandes fábricas textiles de Europa. Los comercios exhibían gigantescos rollos de telas, así como otros paños doblados sobre unos rectángulos de cartón más cortos.

Los dependientes mostraban las telas a las posibles clientas, extendiéndolas sobre los mostradores para que apreciaran los diseños y las calidades. Las compradoras más experimentadas se fijaban en el peso, la urdimbre y la caída, e imaginaban cómo quedarían puestas.

A mediados del siglo XX, se valoraba mucho que una tela fuera «ponible»: ¿se encogería, se descoloraría, abrigaría lo suficiente, sería lo bastante fina?

Costureras y clientas aprendían los valores de las telas naturales, pero también tenían en cuenta lo asequible de tejidos artificiales como el rayón. Los colores de moda cambiaban de temporada en temporada. Los nuevos estampados eran alegres en verano; los terciopelos y las pieles aparecían en otoño, seguidos de las lanas y los estambres. En primavera, todo eran motivos florales.

Tanto para las costureras profesionales como para las que cosían por afición, la máquina de coser era una inversión importantísima.

En los talleres domésticos y en los comerciales se usaba, sobre todo, la máquina a pedal. Se trataba de creaciones muy bonitas, por lo general esmaltadas en negro con dibujos dorados. Se montaban sobre tablas de madera apoyadas en patas de hierro forjado para mayor estabilidad. Entre las marcas más conocidas estaban Singer, Minerva y Bobbin.

Afortunadas las que podían permitirse adquirir una máquina de coser eléctrica. Los vendedores de esas piezas las vendían o las alquilaban, y en los periódicos se anunciaban máquinas de segunda mano. Las portátiles tenían una manivela. Se guardaban en unas cajas altas de madera con un asa en lo alto para poder llevarlas, y resultaban ideales para modistas y sastres que visitaran a sus clientes en sus casas, donde a menudo se instalaban algunos días seguidos para terminar varios pedidos a la vez.

Todas las ciudades y casi todos los pueblos de Europa contaban con una modista, alguien que copiaba los modelos que aparecían en las revistas de moda, que adaptaba las prendas adquiridas en las tiendas y que hacía arreglos. Las mejores se creaban una clientela fiel aunque trabajaran desde su casa. Las había especializadas en lencería fina, en ajuares, en vestidos de novia o en corsetería. Las que tenían el empuje y el capital podían abrir pequeños talleres, sobre cuyos escaparates, orgullosas, mandaban poner carteles con sus nombres. Y si eran ambiciosas y tenían suerte, aspiraban a desplegar sus talentos a nivel internacional.

¿Por qué no iba a picar tan alto la modista Marta Fuchs? Sabía coser, era agradable y había establecido contactos en su ambiente. El mundo de la moda de Praga la atraía. Y ella esperaba responder a la llamada algún día.

La mujer debe ser delgada y esbelta, aunque no exenta de las curvas y las redondeces de la figura.

Revista Eva, septiembre de 1940

Praga resultaba ser el lugar perfecto para una modista con una carrera ascendente. Marta era segura de sí misma y amable, lo que, sin duda, la ayudaría a vencer la timidez que le causaría salir de Bratislava para perfeccionar su talento en la capital del país, conocida por la alta calidad de su moda.

La ciudad antigua de Praga resultaba de lo más pintoresca. Sus edificios se apretujaban unos contra otros, y en lo alto se alineaban las chimeneas, que escupían humo por encima de tejas y aleros. Los nuevos logros de la Primera República —entre 1918 y 1938— constituían un despliegue de modernidad. Entre edificios en construcción y andamios, los blancos bloques de oficinas, apartamentos y fábricas mostraban líneas puras y una estética funcional. La moda de Praga exhibía unos contrastes similares. Los vestidos tradicionales, populares, de estilo anticuado, convivían con ropas atrevidas, renombradas por su buen gusto y elegancia.

Sombrero moderno, revista Eva, 1940.

Cualquiera que se paseara viendo escaparates por los elegantes bulevares de Praga —avanzando cuidadosamente entre multitudes de peatones y cruzando calles atestadas de tranvías y automóviles— quedaría impresionado con los montajes artísticos de los modernos grandes almacenes.

Los últimos diseños se exhibían sobre maniquíes estilizados o suspendidos en formas cinéticas. Había rejillas en cascada de corbatas de seda y pañuelos estampados, expositores de sombreros con toda clase de turbantes, bonetes, boinas, casquetes y sombreros de fieltro. Bolsos a montones con monederos a juego. Más zapatos de los que podían usarse en la duración de una vida: de piel, de rafia, de seda, de algodón, de corcho.

Los precios se mostraban en tarjetones atractivos, con números muy llamativos. A las cazadoras de gangas se les aceleraba el pulso cuando veían los carteles de rebajas. Comprar era una actividad de ocio agradable que quizá incluyera también la visita a alguna cafetería para darse el capricho de una porción de tarta, pero solía basarse en el sentido común: la mayoría de gente, a mediados del siglo XX, poseía menos ropa, la cuidaba mucho y la complementaba con accesorios para poder variar más.

Las compradoras más avezadas recorrían el Graben, el paseo alemán de Praga, donde se encontraba Moric Schiller, un taller y tienda de telas rematado con el distintivo: «Proveedor de la Corte».

Moda de baño del verano de 1940, revista Eva.

En las calles comerciales más exclusivas, se anunciaban en placas de metal bruñido los nombres de los grandes talleres, como la casa de alta costura de Hana Podolská —conocida por vestir a estrellas de cine— o las de Zdeňka Fuchsová y Hedvika Viková, que en ambos casos habían trabajado para aquella.2

La moda era un ámbito en el que la mujer no solo podía competir con el hombre, sino, en ocasiones, superarlo. Las mujeres trabajaban en todos los niveles del mundo de la costura.

La lucrativa industria de la moda de Praga se veía avalada por un periodismo y una fotografía de calidad, que se publicaba en revistas como Pražská Móda (Moda de Praga), Vkus (Buen Gusto), Dámske akademické módní listy (Diario de la Academia de Moda para Damas) y Eva.

Esta última era especialmente sofisticada y de lectura muy entretenida, dirigida a las jóvenes checas y eslovacas, como Marta Fuchs. Además de artículos sobre moda y creatividad doméstica, se otorgaba un gran espacio a los logros de las mujeres en el mundo del arte, los negocios e incluso en los ámbitos de la aviación y el motociclismo.3

En Eva, las modelos no solo aparecían bien vestidas, sino que se veían llenas de vida y energía, tanto cuando lucían abrigos de pieles para el otoño como cuando se las mostraba con vaporosos modelos de tafetán para el verano. La revista ofrecía un escapismo inteligente y feminista, mostrando un lujo que parecía casi alcanzable, al menos en tiempo de paz.

Cuando Marta aspiraba a trabajar en Praga a finales de la década de 1930, la moda tendía a las líneas largas y rectas optimizadas por técnicas de corte al bies en tejidos fluidos, así como cortes elegantes para los trajes. Los diseños de hombros caídos se sustituían por otros de forma cuadrada montados sobre almohadillas de crin o de algodón. El nuevo estilo, más atrevido, sugería fuerza y capacidad, dos cualidades que las mujeres iban a necesitar cada vez más, a medida que Europa se veía arrastrada al conflicto.

Obtuve un premio para ir a París,
pero acabé en Auschwitz.

Marta Fuchs

Una de las columnistas checoslovacas más famosas de entreguerras fue Milena Jesenká. Poseía un gran ojo para captar el talento literario —y promocionó, entre otros, a Franz Kafka—, y era buena en el comentario político. Sus consejos de estilo para las lectoras bebían de su propia fascinación por la ropa de calidad, de su conocimiento de las tendencias internacionales y de su admiración por la lencería francesa.4

Francia era, sin duda, el corazón de la moda europea, por más potentes que fueran las tendencias de Praga y los talentos checos. El buen oficio de Marta la capacitaba para trabajar en París, lo que podría haber hecho si no hubieran intervenido unas fuerzas más poderosas que las de la moda.

Marta cortaba muy bien, cualidad muy buscada en cualquier taller de costura. Las cortadoras aseguraban que un patrón en papel pudiera convertirse en una prenda ponible. Era la cortadora la que sabía cómo disponer y orientar las telas para seguir la dirección del tejido; la que evaluaba los patrones y los sujetaba con alfileres en su sitio; la que tomaba aquellas tijeras especiales e iniciaba el corte a cámara lenta, con movimientos largos, pausados. Una vez que aquellas hojas separaban las telas, ya no había marcha atrás.

Marta no llegó a ir nunca a París.

Moda de primavera en la revista de corte y confección francesa
La Coquette, sin fechar.

Lo más cerca que estaría Marta de la moda francesa sería a través de sus lecturas de las publicaciones checas que bebían de las tendencias de París, revistas como Nové Pařížké Módy (Nueva Moda de París) y Paris Elegance (Elegancia parisina).

París era lo máximo en lo referido a la moda. Aunque Praga estaba justamente orgullosa de sus casas de moda independientes, suscitó un gran revuelo que el modista francés Paul Poiret presentara un desfile en la capital de Checoslovaquia en 1924. Las ideas parisinas se daban a conocer en las revistas especializadas, durante las semanas de la moda, en ferias de ropa e incluso mediante diseños para películas.

Durante los años de entreguerras, modistas de todos los niveles miraban a París con una mezcla de admiración y envidia. Si podían, se desplazaban a la capital francesa para mantenerse al corriente de las nuevas tendencias de la temporada y, en caso de contar con los contactos adecuados, para conseguir sitio en los suntuosos desfiles de alta costura. Allí, altivas maniquíes se paseaban por unos salones cubiertos de tupidas alfombras y espejos dorados, y las clientas potenciales bebían champán caro al tiempo que anotaban los números de los conjuntos que deseaban adquirir. Se cubrían los hombros con estolas de marta cibelina; la luz se reflejaba en sus collares de perlas, sus joyas de oro y diamantes. El aire se impregnaba de aromas de rosas, camelias, de Chanel n.º 5 y de Shocking, el perfume creado por Schiaparelli.

Entre las bambalinas de los desfiles de nuevas colecciones todo era sudor y concentración para las modelos que desfilaban y para las encargadas de vestirlas, ajustar las prendas, dar las últimas puntadas, así como para coreógrafos y agentes de venta. La alta costura francesa se sostenía gracias a la mano de obra de miles de empleados y empleadas, en su mayoría anónimos. Las colecciones exigían el empeño de unos especialistas que podían pasarse siete años formándose para centrarse en mangas, faldas, bolsillos u ojales. Había cortadoras, como la propia Marta, y también patronistas, rematadoras y ornamentadoras, las que tenían un don especial para la pedrería, el bordado y el encaje.

La magia de la moda no se obraba por arte de birlibirloque, sino que era producto del trabajo. Y sin embargo, a pesar de las muchas horas dedicadas, del esfuerzo y de la exigencia de las clientas, tanto en los talleres de costura como en los establecimientos más sencillos no se sometía a las trabajadoras a una esclavitud literal, como sí sucedía en un campo de concentración.

Durante unos años más, Marta Fuchs trabajó por amor a la profesión a cambio de un dinero bien merecido en su taller de costura de Praga.

No te hagas nunca costurera. Sí, es cierto, a mí me salvó la vida, pero te pasas la vida sentada, cosiendo.

Hunya Volkmann (de soltera, Storch)5

¿Y Alemania? ¿Se contentaría dejando que fuera París la ciudad que brillara más de todas?

Hunya Storch, que trabajó en Alemania desde finales de la década de 1920 y durante todos los años treinta, fue testigo de primera mano de que la industria alemana de la moda no solo se resistió a las influencias francesas, sino que se convirtió en decidido agente de unas políticas discriminatorias y, a la larga, destructivas.

Hunya no había cumplido aún los veinte años cuando se trasladó desde la checoslovaca Kežmarok hasta Leipzig, al este de Alemania. El tren expreso que cruzaba la frontera y que partía de Praga recorría un paisaje ordenado de ciudades pulcras y campos bien cuidados. Tras dejar atrás el escarpado fondo de los montes Tatras, todo se veía muy plano. Hunya se sintió en casa al momento al llegar a Leipzig. Le encantaban las obras de teatro de gran calidad y las operetas, le atraían todas aquellas librerías tan bien surtidas y las últimas tendencias de moda presentes en los escaparates de aquellas tiendas tan lujosas. Se libró de su ropa provinciana y se relajó, metiéndose en el papel de chica de ciudad, disfrutando de la vida con un grupo de amigas jóvenes.

En su etapa de aprendiz, en Leipzig, Hunya creció mucho como persona y acabó montando su propio negocio, un pequeño taller que ocupaba una de las habitaciones del apartamento de su padre. Cuando este regresaba de la sinagoga cercana, servía té con limón y mucho azúcar a las mujeres que venían a hacerse ropa y que esperaban turno para ser atendidas. Lo bueno era que así él también se tomaba un té. Las clientas, por su parte, sabían que no debían estrecharle la mano cuando lo saludaban, pues era un judío religioso.6

La lista de clientas de Hunya fue creciendo gracias al boca a boca, porque hacía muy bien su trabajo. Se le daba de maravilla sacar ideas de revistas como Vogue, Elegante Welt (El Mundo Elegante) y Die Dame (La Dama), que después confeccionaba a partir de sus propios patrones. Dibujaba a mano alzada sobre papel, sin necesidad de instrucciones. Cuando su hermana Dora se encontraba en Leipzig, ayudaba a Hunya a terminar los trabajos, ocupándose de los dobladillos y la plancha. Se daba por sentado que Hunya enseñaría a Dora el oficio de modista, pero por una cosa u otra, nunca se ponía a ello. A Dora le entusiasmaba la ropa bonita, y admiraba los talentos de su hermana, entre ellos, el de ser capaz de vestir a cualquier persona, fuera cual fuera su constitución.

Aunque Hunya creaba prendas llenas de buen gusto que seguían las tendencias de la moda, cada uno de sus modelos, además, era algo único. A ella le encantaba la independencia de contar con su propio taller, y aplicaba la imaginación en cada uno de los encargos que recibía. Le gustaba la complejidad, disfrutaba con los retos. Si, años después, expresó que estaba cansada de coser, era más por el trato que recibía como modista que por lo que sentía por la profesión en sí.

Ser judía y checoslovaca en Alemania no era nada fácil para Hunya. El problema no era el trabajo. En cinco años se había ganado una clientela fiel y vestía a mujeres de prestigio de Leipzig —judías y gentiles—, entre ellas a la esposa del jefe de la judicatura. El problema fundamental era la imposibilidad de publicitar su taller por no contar con visado ni permiso que le permitiera trabajar legalmente en Alemania. Después de 1936, Hunya decidió que su situación debía cambiar. A regañadientes, dejó el taller del apartamento de su padre y empezó a trabajar para sus clientas en sus domicilios particulares. Además de ganarse la vida, se había propuesto la misión de mantener a su familia de Kežmarok enviándole dinero regularmente.

Hunya Storch, 1935.

Un retrato de 1935 muestra a Hunya bien vestida y resuelta, si bien pensativa. Va peinada a la moda, con las ondas tan en boga en la época, que tanto se conseguían con unas tenacillas como con el proceso de permanente Marcell. Bien hechas, brillantes, las ondas enmarcan un rostro ovalado. La ropa resulta a la vez discreta y atractiva: parece tratarse de una blusa o un vestido de punto con un canesú de croché, por debajo del cual asoma una prenda interior clara, y que va abrochado con un delicado lazo de raso.

Parece mostrar deliberadamente el anillo de la mano izquierda. Durante su estancia en Leipzig, Hunya se había enamorado de Nathan Volkmann, que era apuesto, seguro de sí mismo, serio y educado. Conocía a su familia porque había cosido trajes de luto para sus hermanas tras la muerte de sus padres. Nathan también estaba enamorado de ella, pero no podían casarse; él era polaco y ella judía, y la burocracia nazi resultaba demasiado restrictiva para permitir ese enlace. Durante una época, la desilusión de Hunya fue tal que regresó a Kežmarok. Pero aquella ciudad de provincias le resultaba demasiado asfixiante, y se estrujaba el cerebro pensando en algo que le permitiera regresar a Alemania.

La respuesta parecía pasar por un matrimonio de conveniencia. El hermano de su cuñada, Jackob Winkler, aceptó la propuesta y se convirtió en su marido solo a efectos legales. No se trataba de la solución óptima, pero daba derecho a Hunya a un Einreise —un permiso temporal de residencia en Alemania— y a un nuevo pasaporte checo. Regresó a Leipzig. Tras un compromiso de cuatro años, finalmente se casó con Nathan y pasó a ser Hunya Volkmann. Durante un tiempo dejó la costura casi por completo, y solo aceptaba encargos por diversión o para ganar algo de dinero extra. Era muy feliz.

Vistas en perspectiva, las señales del desastre que se avecinaba estaban por todas partes: síntomas de rechazo a la moda femenina que formaba parte de una política más amplia para influir en la opinión pública, controlar la industria de la moda y desposeer a los judíos de sus bienes.

Alemania, entre las dos guerras mundiales, vivió un breve y maravilloso estallido de emancipación en cuanto a moda, feminismo y libertad artística. Sin embargo, los graves problemas económicos del país restaron brillo a los avances de la República de Weimar.

El NSDAP de Hitler parecía ofrecer una alternativa al desempleo creciente, a la inflación galopante y a una crisis de identidad nacional. El nuevo régimen nazi de la década de 1930 defendía que las parisinas elegantes y las vampiresas hollywoodienses estaban degradando a las mujeres alemanas. A las jóvenes del país se las animaba a rechazar los zapatos de tacón y a optar por botas de montaña, a lucir bronceadas por el trabajo al aire libre en lugar de aplicarse polvos de arroz o bases de maquillaje para parecer más pálidas.

La frescura, la lozanía, el atractivo tenían un único propósito: atraer a los hombres arios saludables a fin de procrear y engendrar hijos. Las mujeres mayores podían estar orgullosas de su sangre. Su ropa debía ser sencilla. Sensata. Respetable. Los corsés habían de ponerse para controlar la expansión de las siluetas de las señoras, no para recoger traseros ni para levantar escotes. La propaganda sobre el papel y la imagen de la mujer era omnipresente, constante.

En 1933, la periodista alemana Bella Fromm anotó en su diario que Hitler había declarado: «Las mujeres de Berlín deben ser las mejor vestidas de toda Europa. Se acabaron los modelos de París».7Ese mismo año, el doctor Joseph Goebbels, ministro del Reich de Ilustración y Propaganda, se puso a sí mismo al frente de la «Casa de la Moda», como la llamaba Fromm; la Deutsches Modeamt, o Instituto de la Moda Alemana. Goebbels reconocía el poder de la industria de la moda a la hora de conformar la imagen, y era consciente de la importancia de esta en el control del comportamiento.

Portada de la revista Mode und Heim, Alemania, 1940.

Las publicaciones que simpatizaban con el régimen nazi, como Die Mode (La Moda) y FrauenWarte (Observatorio Femenino) se plegaron pronto a los ideales del partido.8A la mujer alemana se la animaba a identificarse con características vinculadas a los papeles de madre y esposa. Sus profesiones, preferentemente, debían ser reflejo de ámbitos tópicamente «femeninos», como la bondad, el cuidado, la alimentación y la ropa.9

La tendencia a una moda germanocéntrica no tenía por qué ser mala en sí misma. En Leipzig, Hunya deseaba libertad para crear un estilo propio, atrevido, por más que Marta Fuchs, en Bratislava, optara por calidades de primera categoría derivadas de sus influencias checoslovacas. Quizá el Instituto de la Moda Alemana hiciera bien despreciando la idea de que solo París podía dictar el largo de una falda o qué silueta estaba de moda.

Por desgracia, más allá de los artículos de revistas alemanas, aparentemente inocentes, sobre alegres algodones de primavera y tules para vestidos de baile, había otras incansables fuerzas en juego. Goebbles no solo quería dictar la imagen que debían ofrecer las mujeres (únicamente en papeles de apoyo), sino que pretendía controlar el poder de la industria textil.

Y eso pasaba por expulsar de ella a los judíos.

Apartar a los judíos de la industria de la moda y del sector textil en general no fue una derivada accidental del antisemitismo. Se trataba de un objetivo. Un objetivo que se conseguiría mediante chantajes, amenazas, sanciones, boicots, extorsiones y liquidaciones forzosas. Marta, Hunya, Bracha, Irene... Ninguna de aquellas mujeres judías tenía nada que ver con los gobiernos y organizaciones que perseguían esa despiadada meta. Pero todas sufrirían a causa de ella. Y harían lo posible por sobrevivir a pesar de ella.

Una de las tácticas más poderosas para conseguir el control del pueblo judío y sus bienes era apelar a una mentalidad tribal primitiva: sembrar la desconfianza hacia el «otro». Al hacer hincapié en la diferencia entre judíos y no judíos (rebautizados como «arios» en la terminología nacionalista), los nazis, deliberadamente, creaban divisiones entre «nosotros» y «ellos». Al enfatizar el elemento de cohesión del «nosotros», explotaban de manera inteligente el poder de pertenencia que se crea cuando los grupos llevan un mismo uniforme.

Tanto si eran de la Sección de Asalto (SA) como de las Juventudes Hitlerianas o de la Liga de Chicas Jóvenes Alemanas, siempre había un uniforme que unía a aquellos grupos, y solían celebrarse impactantes eventos que incluían desfiles paramilitares. Los uniformes minimizaban las diferencias evidentes entre las distintas clases sociales, y la impresión que se daba era la de igualdad dentro del grupo étnico.

El movimiento nazi se identificaba tanto con un tipo de ropa determinada antes de llegar al poder que a sus hombres, en las calles, los llamaban «camisas pardas». La periodista Bella Fromm escribió, en 1932, que los hombres «se paseaban pavoneándose» y parecían «ebrios de su propia mascarada». Más siniestro aún resultaba el poder psicológico de su uniforme, que ayudaba a quien lo llevaba a estar a la altura de su imagen.10Los camisas pardas jugarían un papel muy importante en la violencia creciente dirigida contra la industria de la ropa, aunque su poder se vería pronto superado por los que vestían unas telas más oscuras: las de los uniformes de las SS.

Incluso sin uniforme, el símbolo nazi de la esvástica —negro sobre rojo— convertía una ropa neutra en una declaración de intenciones. Además de insignias de solapa y de brazaletes, había calcetines tejidos con elaborados diseños de esvásticas. Hitler recibía gran cantidad de regalos cosidos por mujeres que lo adoraban, entre ellos fundas de almohada con esvásticas bordadas, acompañados, en ocasiones, por promesas de «lealtad eterna».11

Todos los niveles del mundo de la costura estaban corrompidos por la política: una muestra de labor —un recuadro de tela que evidencia las habilidades en distintas técnicas de la joven que aprendía a coser— exhibe el típico abecedario, el nombre, la fecha y una esvástica roja bordada.12

La ropa tradicional también se usaba para ensanchar la brecha entre nosotros y ellos. El Trachtenkleidung —el conjunto de ropa regional— había de reflejar, teóricamente, la rica herencia cultural de Alemania, por lo que en los medios de comunicación nacionalista se ensalzaba enormemente y se mostraba. Los extranjeros quedaban excluidos de manera inevitable. Los judíos alemanes tampoco podían llevar el tracht, porque era solo para los arios.13El mensaje a los alemanes judíos era claro: vosotros no sois nosotros.

Las divisiones se enfatizaban más aún cuando los nazis, de manera deliberada, relacionaban la moda «extranjera» con la «identidad judía». Los ataques a las consideradas mujeres decadentes y a la moda de París servían al doble propósito de generar antipatía hacia los franceses y alimentar el antisemitismo. En cierto modo, se hacía ver que la culpa de que las mujeres alemanas usaran pintalabios rojos «de furcia» y fueran esclavas de los caprichos de la moda era de los judíos. Se trataba de un desprecio que, además de antisemita, era misógino: perpetuaba la idea de que, a menos que las mujeres se plegaran a unos estándares de vestimenta y comportamiento marcados desde el exterior, había que sexualizarlas automáticamente y demonizarlas por considerarlas putas.

Si la maquinaria propagandística de Goebbels podía establecer una relación tan directa entre la moda y los judíos era porque la industria textil dependía en gran medida de talento judío, de contactos con judíos, del trabajo de los judíos y del capital judío.

Cuando se aborda la historia de la economía, la producción textil en Europa suele pasarse por alto, a pesar de que genera inmensos ingresos, emplea a millones de personas y es un factor relevante en el comercio internacional —un elemento clave para la Alemania nazi en concreto, en su intento de acumular moneda extranjera en la década de 1930.

Aproximadamente el ochenta por ciento de los grandes almacenes y las franquicias eran propiedad de judíos alemanes en la Alemania de entreguerras. Casi la mitad de la venta de las empresas textiles mayoristas también eran judías. De todas las personas empleadas en el diseño, la manufactura, el traslado y la venta de ropa, un gran número eran judíos. Berlín era un centro muy reconocido en la venta de ropa lista para llevar, gracias a los esfuerzos y la inteligencia de emprendedores judíos, tras más de un siglo de desarrollo.

Las revistas populares de propaganda nazi, como Der Strümer, no se limitaban a publicar imágenes de los trabajadores judíos del sector textil como parásitos de la industria o depredadores sexuales que se dedicaban a corromper a doncellas arias y a contaminar las prendas usadas por los alemanes arios. Las tácticas nazis pasarían de las palabras a los hechos.

Una emoción indescriptible en el aire.

Joseph Goebbels,
entrada de su diario del 1 de abril de 1933

El 1 de abril de 1933, a las diez de la mañana, se inició un boicot nacional a los negocios de los judíos alemanes por parte de alemanes arios, un boicot cuidadosamente orquestado por el partido nazi. Hitler había sido nombrado canciller en enero de ese año. Los nazis solo llevaban plenamente en el poder desde marzo. Estaba claro que las medidas antijudías eran una prioridad para el nuevo régimen.

«Kauft nicht bei Juden!»

(¡No les compréis a los judíos!)14

El mensaje aparecía en carteles pegados a las paredes, o pintado en los escaparates, o garabateado en tiras de papel que se usaban para impedir el acceso a las entradas, acompañado siempre de grandes estrellas de David en amarillo y negro.

La visión de unos hombres con uniforme paramilitar plantados en el exterior de los escaparates de los grandes almacenes contrastaba grandemente con los maniquíes de escayola que, al otro lado del cristal, exhibían las elegantes novedades de primavera; y marcaban también la diferencia con respecto a la muchedumbre que se congregaba a observar y a disfrutar del espectáculo. Sus rostros lo dicen todo: los de los camisas pardas son adustos, convencidos de su verdad. Los de quienes los observan se muestran desconcertados, divertidos, coincidentes, enojados.

Una valerosa minoría desafiaba el boicot y realizaba compras simbólicas en los desiertos establecimientos de los judíos. Otros se mostraban irritados por el inconveniente y decidían que no estaban dispuestos a que les dictaran desde arriba cuáles habían de ser sus hábitos de compra.

«Yo intenté entrar porque estaba indignada —comentó una mujer—. Conocía al dueño, conocía a aquella gente. Siempre habíamos comprado allí.»15

Una costurera aria llegó a radicalizarse contra el régimen nazi tras ser testigo del trato que se daba a los judíos, un trato promovido por las autoridades nazis. Comentó que las empleadas judías en la confección de ropa «siempre eran las mejores. Virtuosas, industriosas. Yo empecé a comprar solo en tiendas judías.»16

Cuando la intimidación se convertía en violencia —incluidos proyectiles lanzados contra los escaparates de los grandes almacenes Tietz, de Berlín, propiedad de judíos—, la policía raramente intervenía. Aquellos cristales rotos eran el símbolo de la frágil sensación de seguridad que en ese momento tenían los judíos dedicados al comercio.

Tras veinticuatro horas de acoso, se desconvocó el boicot. Pero la violencia intermitente se mantuvo. Se había demostrado que, en 1933, la mayoría de alemanes no judíos aún se mostraba relativamente apática ante los actos de antisemitismo, y había puesto en contra a Gobiernos extranjeros, que protestaron contra aquellas maniobras de intimidación. Los líderes nazis se sentían exasperados ante la reacción extranjera, porque ellos habían dejado muy claro que los únicos que habían de ser acosados eran los judíos alemanes, no los judíos extranjeros. El Gobierno rechazó las quejas contra el boicot considerándolas exageraciones propagandísticas judías. Los nazis explicaban que, si había habido problemas, a los judíos se les decía que se los habían buscado ellos solos.17

Aunque se suspendió el boicot, había establecido las bases para el aumento de la presión sobre las empresas judías, y allanó el camino para implantar vías de control del comercio más sofisticadas. Incontables empleados judíos del sector textil en Alemania, entre ellos Hunya y su taller de Leipzig, verían, poco después, amenazadas sus vidas a causa de una iniciativa lanzada en mayo de 1933 —apenas un mes después del boicot— con la idea a largo plazo de apartar a los judíos de todos los aspectos del sector textil: se trataba de la ADEFA.

Etiqueta de la ADEFA, de un vestido floreado de crepé de la década de 1930.

ADEFA: acrónimo de Arbeitsgemeinschaft deutsch-arischer Fabrikanten der Bekleidungsindustrie (Federación de Fabricantes Alemanes-Arios de la Industria de la Ropa). La palabra «arios» se incorporaba para enfatizar, precisamente, lo que se quería decir con la palabra «alemanes»: no judíos. La ADEFA no era más que un grupo de presión que, mediante técnicas de matonismo, pretendía expulsar totalmente del mercado a los judíos, a los que veía como competencia. Públicamente, aspiraba a «asegurar» a los compradores alemanes —mayoristas y minoristas— que todos y cada uno de los pasos en la fabricación de ropa no se vieran manchados por manos judías.18

La etiqueta de la ADEFA se cosía a prendas arias «puras»; en ocasiones el acrónimo se presentaba en una versión estilizada en forma de águila del Reich, y en otras con las palabras enteras, a las que se añadía Deutsches Erzeugnis (Producto Alemán), para que no existiera confusión posible sobre la correlación exclusiva entre «ario» y «alemán».19En términos comerciales y artísticos, la ADEFA fue todo un fracaso. Sus prendas de ropa no eran nada del otro mundo. El diseño y la distribución se veían debilitados por la pérdida de talento judío y de sus contactos. Los desfiles de moda de la ADEFA no estaban muy concurridos, a pesar de toda la publicidad que se hacía de ellos y que incluía la abrupta proclama Heil Hitler! después de cada falca promocional. El principal beneficio de la ADEFA para el nacionalsocialismo era que proporcionaba un nivel más de legitimación a la idea de que los arios podían aprovecharse de los judíos.

La ADEFA se desmanteló en agosto de 1939. Ya había cumplido la función para la que fue creada. Sus tácticas llegaron a considerarse relativamente benévolas, comparadas con la violencia brutal que tendría lugar en noviembre de 1938.

Un grupo de alborotadores sale a destruir una inmensa fortuna en una sola noche. Y Goebbels los jalea.

Hermann Goering20

La mañana del miércoles 10 de noviembre de 1938, Hunya Volkmann abrió una ventana y se asomó a contemplar la calle de Leipzig en la que vivía. Le sorprendió ver a una multidad que se alejaba a toda prisa, algunos despeinados, otros aferrados a hatillos improvisados.

—¿Qué ocurre? —les preguntó a gritos.

Fueron llegándole retazos de noticias. Sinagogas quemadas. Casas cubiertas de pintadas. Escaparates rotos. Judíos apaleados hasta la muerte.

¿Era seguro salir a la calle? Los judíos de Leipzig constituían un grupo diverso, en su mayoría integrado, no guetificado, por más que existiera un barrio judío. ¿Podían ser unos blancos tan fáciles?

En Alemania, los judíos llevaban siendo expulsados de cualquier puesto de influencia desde 1933. Después llegaron las leyes nazis de Núremberg de septiembre de 1935, que despojaban a los judíos de la ciudadanía alemana, incluso la obtenida por matrimonio con alemanes no judíos. 1935 además fue el año en que se prohibió a los judíos la entrada a los baños públicos y se les disuadió de acudir a parques y teatros porque los Volksgenossen (los «camaradas de raza») no querían compartir aquellos espacios con judíos.

Leipzig participó también de la virulenta propaganda antisemita, además de promover las iniciativas aparentemente más civilizadas de la ADEFA. El diario Leipziger Tageszeitung publicaba sin el menor rubor listas promocionales de establecimientos y artesanos puramente arios.21

Entretanto, la influencia política del NSDAP había aumentado en la ciudad. Aun así, ¿quién estaba dispuesto a creer que los conciudadanos de Leipzig pudieran haberse vuelto tan perversos?

Hunya y su marido, Nathan, se quedaron en casa, juntos, en silencio, ese jueves por la mañana, a la espera de lo que fuera a suceder. Grupos de alborotadores se habían repartido por la ciudad al grito de «Raus ihr Judenschwein!» (¡Fuera, cerdos judíos!). Cuando Hunya oyó que llamaban a su puerta, se preparó para la llegada de las tropas de asalto, o de la Gestapo, o de ciudadanos violentos.

Pero era su padre. Un vecino no judío le había aconsejado que abandonara la sinagoga en la que se encontraba estudiando porque iban «a ocurrir cosas malas». Minutos después, el templo fue asaltado —uno de los tres de la ciudad que resultó destruido—, y los rollos de la Torá, reducidos a cenizas.

Hechos similares tuvieron lugar por toda Alemania y por Austria: estallidos aparentemente «espontáneos» de violencia contra los judíos, que en realidad habían sido cuidadosamente orquestados por altos mandos nazis, que actuaban sin uniforme para parecer alemanes corrientes. Sus acciones incitaban a otros matones a sumarse a los actos vandálicos.

Si bien miles de espacios propiedad de judíos fueron atacados y destruidos, los grandes almacenes judíos resultaban blancos especialmente atractivos para perpetrar los ataques. Grünfeld, en Berlín, ya había sido ensuciado en el mes de junio con pintadas obscenas en las que se mostraban torturas y amputaciones a judíos. El 9 y 10 de noviembre, otros grandes almacenes corrieron la misma o peor suerte. Nathan Israel, el equivalente berlinés de Harrods, resultó destrozado, lo mismo que Tietz, KaDeWe y Wertheim. Casi todos los almacenes de la ciudad eran propiedad de judíos.22

Los asaltantes aplastaban los fragmentos de los escaparates rotos y se apoderaban de todo lo que les gustaba, a su alcance en percheros y estantes. Los camisas pardas sacaban los productos de las tiendas y lanzaban la ropa a la calle. Y, lo que era peor, sacaban a los judíos de sus camas, los golpeaban, los humillaban y los detenían. A muchos se los llevaron, y tuvieron conocimiento por primera vez de la existencia de campos de concentración.

A Rudolf Höss lo habían ascendido ese mismo año a capitán de las SS y, junto con su familia, se trasladó, en calidad de asistente, al campo de concentración de Sachsenhausen, al norte de Berlín, adonde enviaban a numerosas víctimas de pogromos, entre ellas un grupo de judíos de Leipzig.23Al año siguiente, Höss se convertiría en el administrador de las pertenencias de los prisioneros en Sachsenhausen y segundo mando del campo. Su esposa Hedwig y él se acostumbrarían pronto a manejar aquellos bienes en su siguiente destino: Auschwitz.

En Leipzig, los conocidos grandes almacenes Bamberg, Hertz y Ury fueron incendiados en la madrugada del 10 de noviembre de 1938. Las brigadas de bomberos de la ciudad llegaron enseguida para asegurarse de que las llamas no alcanzaran edificios de no judíos. Pero no hicieron nada por proteger los propios establecimientos.

Se calcula que en toda Alemania se saquearon y destruyeron entre seis y siete mil negocios de judíos.24Fueron acciones descaradas, desvergonzadas, avaladas por el Gobierno. Los alemanes tenían demasiado miedo como para intervenir, o bien estaban demasiado impacientes por beneficiarse. Aquellos rollos de tela robados en las tiendas de confección podían convertirse fácilmente en ropa nueva, ¿y quién iba a enterarse?

La devastación masiva del 9-10 de noviembre de 1938 pasaría a conocerse como Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos. Se trata de una expresión evocadora, pero muy reveladora de que se consideró que aquellos hechos afectaban a bienes, no a personas. Cristales rotos, no vidas rotas. El Reichsmarschall Goering se quejó ante Goebbels: «Habría preferido que matarais a doscientos judíos en vez de destruir tantos bienes de valor.»25

Aunque la Kristallnacht mostró a los ciudadanos alemanes cuál era la cruda realidad de la vida para los judíos, quizá se consolaran egoístamente al pensar que aquello también le ocurría a otra gente; que las familias que vagaban por las calles con la ropa de dormir puesta debían de haber hecho algo mal para que se los tratara de aquella manera.

 

Mientras los alemanes judíos temían por sus vidas y sus hogares, las mujeres arias podían seguir hojeando las revistas de 1938 para admirar las nuevas tendencias en sombreros, informarse sobre cruceros fluviales o escapadas campestres, soñar con la instalación de una piscina en el jardín trasero, desterrar desagradables olores de axila con el desodorante Odo-ro-no, concertar cita para darse un masaje y aplicarse cremas faciales en el salón de belleza de Elizabeth Arden, obtener el patrón para confeccionarse una blusa de encaje o escoger el peletero que les haría el abrigo de invierno. Dicho en pocas palabras, podían permitirse el escapismo. Los anuncios de las revistas ofrecían esmalte de uñas Cutex, hilos de coser de seda de la marca Guterman, en un arcoíris de colores, y tintes Schwarzkopf para obtener un apropiado rubio ario. Las manos sucias se lavaban con jabón Palmolive.

En un artículo de 1938 en que se cantaban las excelencias de los nuevos colores de moda, los «vestidos columna» y las chaquetas de marabú, la revista Elegante Welt proclamaba que el estado de ánimo que se divisaba en el horizonte era «predominantemente alegre». La periodista ahuyentaba cualquier posible inquietud con la admonición de que «las crisis económicas no son más que la voluntad indestructible de vida y optimismo de un pueblo».26

En tanto que jefe plenipotenciario del Plan Cuatrienal, Hermann Goering era el responsable de preparar la economía alemana para la guerra. Sin duda, veía los daños causados durante la Noche de los Cristales Rotos como una crisis, y consideraba que no tenía sentido que él se dedicara a planificar políticas de austeridad cuando los pogromos provocaban enormes pérdidas económicas.27Su reacción a aquella noche de vandalismo fue una muestra de inmensa desfachatez: obligó a los judíos alemanes a pagar una cantidad desorbitada de dinero para hacer frente a los daños.

Emmy Goering, la adorable esposa de Hermann, era muy aficionada a la ropa de calidad que realzara su generosa figura. En sus memorias, admitía haberse sentido incómoda con los boicots antisemitas y dejaba claro que había hecho lo que había podido para ayudar a amigos judíos a los que habían pintado la palabra «Jude» (judío) en los escaparates de sus tiendas. Sin embargo, también confesó sentirse incómoda al entrar en tiendas de judíos, por los problemas que ello podría causar a su marido.

Joseph Goebbels, por su parte, se jactaba en su diario de que los berlineses estaban encantados con la Kristallnacht. Significativamente, destacaba el hecho de que las prendas de vestir y la ropa del hogar fueran los principales premios que se llevaban: «Abrigos de pieles, alfombras, telas caras, todo podía conseguirse sin pagar».28Magda Goebbels, su esposa de inmaculado estilo, era partidaria de la buena moda, y se sintió muy disgustada ante el impacto de los pogromos de noviembre. Lamentaba el cierre de un taller de costura de propiedad judía: «Qué contratiempo que cierre Kohnen..., todos sabemos que cuando los judíos se vayan, la elegancia también abandonará Berlín».29

Esposas de miembros de las SS, como Emmy, Magda y Hedwig, seducidas por los privilegios, fueron testigos de la victimización de los judíos, pero decidieron que la mejor manera de enfrentarse a la incomodidad era darles la espalda. Entregadas a su absorbente papel de mujeres nacionalsocialistas, iban aprendiendo que el mundo podía remodelarse para que se ajustara a la imagen que tenían de él y para que satisficiera sus necesidades.

Entre las clientas de Hunya se habían contado algunas de las mujeres más influyentes de Leipzig. Había vestido a judías y gentiles. Sus creaciones cubrían los cuerpos tanto de las curiosas como de las víctimas de los alborotadores. Durante la Noche de los Cristales Rotos, ella estaba dormida; pero ahora le tocaba mantenerse alerta para enfrentarse a las calamidades que no cesaban. Tenía todas sus energías puestas en la huida.

Nos contentábamos con sobrevivir día a día y, de alguna manera, mantenernos a flote.

Irene Reichenberg30

De nuevo en Bratislava, la actividad de la joven Irene Reichenberg era frenética. Desde marzo de 1938, centenares de refugiados llegaban a la ciudad huyendo de la persecución nazi en Alemania y en la Austria recién anexionada. Cuando los territorios checos también quedaron bajo dominio del Reich, fueron más los refugiados que huyeron a Eslovaquia, que pasó a ser autónoma en octubre de 1938. Bandas de hombres pronazis se sentían con total libertad para atacar a plena luz del día las propiedades de judíos, así como a cualquier judío que se encontraran en la calle. Había asociaciones benéficas judías que hacían lo que podían para ayudar y dar cobijo a los necesitados. En la calle Židovská se sucedían los disturbios y las peleas.

Irene no conseguía hacer entender a su padre que la brutalidad no iba a cesar; que no se trataba simplemente de otro estallido de antisemitismo, que las cosas no iban a calmarse. Pero aunque Irene se diera perfecta cuenta del peligro que acechaba, ¿qué podían hacer al respecto? ¿Adónde podían ir? Habían sido tan pobres durante toda su vida que no habían podido siquiera viajar a Viena, que se encontraba a apenas sesenta kilómetros de allí.

¿Escapar? Imposible.

«La emigración, cualquier cosa que costara dinero, era algo que no podíamos permitirnos. En absoluto. No era posible», dijo.31

Junto con su amiga Bracha Berkovič, Irene planeó otra manera de sobrevivir, una manera para la que hacían falta agujas, tela, hilo y alfileres.