1

Una de las pocas que sobrevivieron

Después de dos años entré en el edificio central de Auschwitz, donde iba a trabajar como modista en el taller de confección para familias de las SS. Trabajaba diez o doce horas al día. Soy una de las pocas que sobrevivieron al infierno de Auschwitz.

Olga Kovácz1

Un día como otro cualquiera.

A la luz de las dos ventanas, un grupo de mujeres tocadas con pañuelos blancos cosían sentadas a unas mesas largas de madera, encorvadas sobre los vestidos. Clavar la aguja. Sacar la aguja. El taller ocupaba un sótano. Al otro lado de las ventanas, el cielo no representaba la libertad. Su refugio era ese. Estaban rodeadas de la parafernalia propia de un taller de costura lleno de vida, de todos los utensilios de su oficio. Sobre las mesas, cintas métricas enrolladas, tijeras y bobinas de hilo. Al lado, rollos de todas las telas. Y esparcidas por todas partes, revistas de moda y papeles para diseñar patrones. Junto al taller principal había un probador privado para las clientas, todo ello bajo la supervisión de Marta, una mujer lista y muy capaz que no hacía tanto llevaba su propio taller en Bratislava. Echándole una mano a Marta estaba Borishka.

Las modistas no cosían en silencio. En una babel de lenguas —eslovaco, alemán, húngaro, francés, polaco— conversaban sobre su trabajo, sus casas, sus familias..., e incluso bromeaban entre ellas. Y es que casi todas eran muy jóvenes, adolescentes o chicas de poco más de veinte años. La menor acababa de cumplir los catorce. La llamaban Gallinita, porque iba de un lado a otro del taller recogiendo alfileres o barriendo hilos sueltos.

Las amigas trabajaban juntas. Estaban Irene, Bracha y Renée, las tres de Bratislava, y Katka, que era hermana de Bracha y que hilvanaba los elegantes abrigos de lana de sus clientas, a pesar de tener las manos heladas de frío. Otras dos costureras, Baba y Lulu, también eran muy amigas; una era muy seria, y la otra, muy traviesa. Hunya, que pasaba de los treinta, era a la vez amiga y figura materna, y una fuerza a tener en cuenta. Olga, casi de su misma edad, les parecía viejísima a las más jóvenes.

Todas eran judías.

Con ellas también cosían dos comunistas francesas, la corsetera Alida y Marilou, combatiente de la resistencia, a las que habían detenido y deportado por oponerse a la ocupación nazi de su país.

En total, eran veinticinco mujeres las que trabajaban cosiendo, pespunteando, hilvanando. Cuando llamaban a alguna para que se ausentara y ya no volvían a verla más, Marta disponía enseguida que trajeran a otra que ocupara su lugar. Su intención era que hubiera el máximo número posible de prisioneras, que cuantas más mejor acudieran a aquel refugio del sótano. En el taller, todas tenían nombre. Del otro lado, eran solo números.

Sin duda, había trabajo para todas. La gran libreta negra de los encargos estaba tan llena que la lista de espera era de seis meses, incluso para las clientas más influyentes de Berlín. La prioridad en los pedidos la tenían las clientas locales y la mujer que había creado el taller. Hedwig Höss. La esposa del comandante del campo de concentración de Auschwitz.

Un día, un día como cualquier otro, se oyó un grito de espanto en el taller del sótano y llegó el temible olor de tela quemada. Catástrofe. Una plancha caliente en exceso había carbonizado un vestido: la marca de la quemadura estaba ahí, a la vista de todas, no había manera de ocultarla. La clienta debía venir a probárselo al día siguiente. La torpe modista lloraba, presa de la angustia.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

Las demás dejaron de trabajar, experimentando su mismo pánico. No se trataba solo de un vestido echado a perder. Las clientas de ese taller de moda eran las esposas de altos mandos del cuartel de las SS de Auschwitz. Hombres conocidos por las palizas, las torturas y los asesinatos en masa. Hombres con un control total sobre las vidas y los destinos de todas y cada una de las mujeres presentes en aquella sala.

Marta, que estaba al mando, estudió los daños sin perder la calma.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a descoser esta pieza de aquí e insertaremos esta otra tela. Deprisa, ahora...

Y todas se pusieron manos a la obra.

Al día siguiente, la esposa del mando de las SS llegó al taller a la hora convenida. Se probó el vestido nuevo y, perpleja, se miró en el espejo del probador.

—No recuerdo que este fuera el diseño.

—Sí, claro que lo era —dijo Marta en tono amable—. ¿Verdad que queda muy bien? La nueva moda...2

Se había evitado el desastre. De momento.

Las modistas regresaron al trabajo, puntada tras puntada, y vivieron un día más como prisioneras en Auschwitz.

 

Las fuerzas que convergieron para crear un taller de modas en Auschwitz eran las mismas que se ocuparían de dar forma y fracturar las vidas de las mujeres que acabarían trabajando en él. Dos décadas antes, cuando aquellas mujeres eran muy jóvenes, en ocasiones niñas, no imaginaban siquiera que sus destinos coincidirían en aquel lugar. Incluso a los adultos que se ocupaban de ellas les habría costado concebir un futuro que incluyera un espacio para la alta costura instalado en medio de un genocidio generalizado.

El mundo es muy pequeño cuando somos niños, y a la vez muy rico en detalles y sensaciones. El roce áspero de la lana en contacto con la piel, los dedos fríos, torpes, ante un terco botón que se resiste a dejarse abrochar, la fascinación por la rodilla de un pantalón deshilachado. Al principio, nuestro horizonte está limitado por las cuatro paredes del hogar familiar; más tarde, se amplía a las esquinas de la calle, y después a los campos, a los bosques y a los paisajes de la ciudad. No existen presagios de lo que ocurrirá en el futuro. Con el tiempo, los recuerdos, los objetos, son todo lo que queda de los años perdidos.

Irene Reichenberg de niña.

Uno de los rostros que contemplan desde el pasado es el de Irene Reichenberg de niña, en fecha desconocida. Sus rasgos se ven pálidos entre las sombras; no se distingue la ropa. Sonríe vacilante y, al hacerlo, se le marcan unos pómulos redondeados, como si temiera mostrar demasiado sus emociones.

Irene nació el 23 de abril de 1922 en Bratislava, una hermosa ciudad checoslovaca a orillas del Danubio, a apenas una hora de Viena. Su nacimiento tuvo lugar tres años después de la elaboración de un censo que revelaba que la población de la ciudad era sobre todo una mezcla de alemanes, eslovacos y húngaros. Desde 1918, todos habían quedado bajo el control político del nuevo Estado checoslovaco, pero la comunidad judía, de casi quince mil personas, se concentraba en un barrio muy concreto, a pocos minutos a pie de la orilla norte del río.

El centro del barrio judío era la Judengasse, o Židovská ulica, es decir, la «calle de los judíos». Hasta 1840, estos vivían segregados en aquella única calle en pendiente de Bratislava, que pertenecía a los terrenos del castillo del lugar. A ambos extremos había unas puertas que todas las noches cerraban unos guardias municipales, creando así, básicamente, un gueto que dejaba claro que los judíos debían considerarse aparte de los demás habitantes de Bratislava.

En las décadas que siguieron, las leyes antisemitas se relajaron, y cada vez más familias judías prósperas tuvieron libertad para abandonar la calle e instalarse en las zonas principales de la ciudad. Los otrora notables edificios barrocos de la calle Židovská fueron subdividiéndose en viviendas más pequeñas donde se hacinaban familias numerosas. Aunque el área fue devaluándose, las calles empedradas se mantenían impolutas y las tiendas y los talleres estaban muy concurridos. La comunidad continuaba estando muy unida y sus miembros se apoyaban los unos a los otros. Todo el mundo se conocía. Y conocían los negocios de los demás. La gente tenía un sentido especial de pertenencia.

Fue la época más feliz de mi vida. Allí crecí,
allí me crie y allí viví con mi familia.

Irene Reichenberg3

Židovská era un lugar extraordinario para los niños, que entraban y salían de las casas de sus amigos y colonizaban la calle y las aceras con sus juegos. La vivienda de Irene ocupaba el número 18, concretamente la segunda planta de un edificio esquinero. Allí vivían ocho niños. Como sucedía con todas las familias numerosas, se creaban alianzas y lealtades entre hermanos, y existía cierta distancia entre los mayores y los menores. Uno de los hermanos de Irene, Armin, trabajaba en una tienda de dulces. Con el tiempo se trasladaría al Mandato Británico de Palestina y se ahorraría el trauma del Holocausto. Su otro hermano, Laci Reichenberg, consiguió trabajo en una empresa textil mayorista judía. Se casó con una eslovaca joven llamada Turulka Fuchs.

Durante los primeros años de vida de Irene, la familia no pensaba siquiera en la posibilidad de una guerra. Se esperaba que el horror hubiera quedado atrás tras el Armisticio de 1918 y con el nacimiento de un nuevo país, Checoslovaquia, en el que los judíos eran ciudadanos de pleno derecho. Ella era demasiado joven para comprender el mundo que quedaba más allá del barrio judío. Su destino, como el de la mayoría de niñas de su tiempo, era aprender a realizar las tareas de la casa con vistas al matrimonio y la maternidad, siguiendo el ejemplo de sus hermanas mayores. Katarina, a la que llamaban Käthe, era cortejada por un apuesto joven llamado Leo Kohn; Jolanda (Jolli) se casó con el electricista Bela Grotter en 1937; Frieda fue la siguiente en contraer matrimonio y se convirtió en la señora Federweiss. Ya solo quedaban tres hermanas solteras: Irene, Edith y Grete.4

La gran familia dependía económicamente del padre de Irene, Shmuel Reichenberg. Era zapatero, uno de los muchos artesanos de la calle Židovská. El buen oficio y la pobreza de los zapateros habían sido inmortalizados en numerosos cuentos infantiles. Sin duda, había algo mágico en su manera de cortar y dar forma a pieles finas ayudándose de hormas de madera, pieles que después cosía con hilos encerados. Remachaba los clavos con esmero, inclinado sobre las piezas desde las siete de la mañana hasta llegar la noche, y sin ayuda de máquinas de ninguna clase.

El dinero escaseaba y las ventas nunca estaban garantizadas. Para muchos de los habitantes de la calle Židovská, un par de zapatos nuevos, o incluso un remiendo en los viejos, era todo un lujo. Durante los duros años de entreguerras, los más pobres andaban descalzos o se amarraban con trapos el calzado andrajoso.

Si el padre de Irene era el que llevaba el dinero a casa, su madre, Tzvia (Cecilia) era la que preparaba el pan y llevaba las riendas del hogar. Sus quehaceres diarios duraban aún más que los de su marido. Las tareas domésticas eran muy duras, pues no había máquinas que le ahorraran trabajo ni criadas que la ayudaran; solo sus hijas. Tzvia se quedaba embarazada en años alternos, lo que implicaba que cada vez tenía que cocinar más, que las coladas eran mayores, que siempre había más que limpiar. A pesar de que la familia era numerosa y los ingresos escaseaban, Tzvia hacía lo que podía para que cada uno de sus hijos se sintiera único. Un año, la pequeña Irene recibió un regalo especial por su cumpleaños: un huevo duro solo para ella. La niña estaba encantada, y sus amigas de la calle Židovská tuvieron conocimiento de aquel hecho prodigioso.

Renée Ungar, una de aquellas niñas integrante del grupo especial de amigas, pertenecía a una familia judía ortodoxa. Su padre era rabino, y su madre, ama de casa. Un año mayor que Irene, Renée era tan atrevida como tranquila era esta.5Un retrato de Renée de 1939 la muestra con un aspecto sereno e inteligente, contrarrestado por los pompones de dos colores que cuelgan del cuello de su jersey.

Renée Ungar en 1939.

Diez años antes de que se tomara esta fotografía, cuando tenía siete años, Irene conoció a una nueva compañera de juegos que se convertiría en una amiga para toda la vida y en una valerosa aliada durante el viaje más desgarrador de su vida: Bracha Berkovič.

Allí llegamos a pasar buenos ratos.

Bracha Berkovič

Bracha era de familia campesina y había nacido en el pueblo de Čepa, en las tierras altas de Rutenia, en los Cárpatos. Lejos de los centros industriales, esa zona de la Checoslovaquia interior era sobre todo agrícola. Las pequeñas ciudades y los pueblos rurales contaban con un dialecto autóctono, tenían sus propias costumbres e incluso unos diseños de bordado característicos.

El paisaje de la infancia de Bracha estaba dominado por la cadena casi infinita de los montes Tatras, con sus suaves laderas que descendían hasta los campos de tréboles, centeno, cebada y remolacha. Aquellos campos los trabajaban grupos de muchachas vestidas con blusas de manga abullonada y sayas anchas, y tocadas con pañuelos de vivos colores. Las gansas cuidaban de sus crías; los labradores araban, cosechaban y recolectaban. El verano era la época de las ropas estampadas de algodón, de los colores alegres, de los cuadros, las espirales y las rayas. El invierno exigía telas de abrigo tejidas en casa, lanas. La ropa oscura contrastaba con el blanco de la nieve. Los chales gruesos, con flecos, cubrían las cabezas y se fijaban con alfileres bajo la barbilla, o se cruzaban y se ataban a la espalda. En las costuras de puños y mangas centelleaban unas cintas florales ricamente bordadas.

La vida de Bracha estaría vinculada a la ropa y, casualmente, su nacimiento también. Su madre, Karolína, tuvo que seguir lavando prendas hasta muy avanzado el embarazo. En el mundo rural de los Cárpatos, con las primeras luces del día las mujeres cargaban los fardos de la colada hasta el río, donde trabajaban descalzas en el agua fría mientras sus hijos jugaban en la orilla. El resto de la ropa se lavaba en casa, remojándola en agua jabonosa dentro de unos cubos, frotándola en las tablas, escurriéndola con manos curtidas y tendiéndola en cuerdas para que se secara. Karolína, la madre de Bracha, se estaba subiendo a una escalera de mano para tender las piezas más pesadas bajo los aleros de un tejado, un día frío y lluvioso, cuando sintió los primeros dolores del parto. Era el 8 de noviembre de 1921. Llegaba su primer bebé.6

Bracha nació en casa de sus abuelos. Aunque era un espacio pequeño y lleno de gente, con solo un horno de barro para calentar y una bomba de agua, Bracha recordaba su infancia como el paraíso en la tierra.7

El amor de la familia era la base de sus recuerdos felices, a pesar de algunas tensiones inevitables.8El matrimonio de sus padres lo había arreglado una casamentera (costumbre no poco frecuente en la Europa del Este de la época), y su unión resultó un éxito, pues los dos eran personas sensatas y capaces. A Salomon Berkovič, que había nacido sordomudo, quisieron emparejarlo primero con la hermana mayor de Karolína, pero esta se negó al enlace a causa de su discapacidad. Entonces, convencieron a Karolína, que tenía dieciocho años, para que ocupara el lugar de su hermana, tentándola con imágenes de ella vestida de novia, toda de blanco.

Lo hicieron lo mejor que pudieron teniendo en cuenta la vida tan dura que vivieron.

Bracha Berkovič

Poco después de la boda, Karolína y Salomon empezaron a tener hijos enseguida. Después del abrupto nacimiento de Bracha el día de la colada, llegaron Emil, Katarina, Irena y Moritz. Había tanta gente en casa que enviaron a Katarina —a la que llamaban Katka— a vivir con la tía Genia, que no tenía hijos, hasta que tuvo seis años. Aunque Bracha se sentía unida a su hermana menor, Irena, creó unos vínculos indestructibles con Katka cuando a las dos las enviaron juntas a Auschwitz. Y la lealtad entre las hermanas hizo que las dos compartieran el mismo destino en el Estudio Superior de Confección.9

En el mundo infantil de Bracha estaba también el aroma del pan challah del sabbat, las matzá espolvoreadas con azúcar candi, las manzanas asadas que se comían con la tía Serena en una casa llena de fruslerías y tapetes. La costura fue lo primero que ensanchó los horizontes de Bracha más allá de la vida del pueblo. Más concretamente, la confección.

Salomon Berkovič era un sastre de un talento inmenso, y su destreza lo llevó a conseguir trabajo en una casa de gran categoría llamada Pokorny, en Bratislava. Trasladó su máquina de coser de Čepa a la gran ciudad y, gradualmente, fue creándose su propia clientela. Trabajaba desde su domicilio, situado en la calle Židovská, con un ayudante que se dedicaba a remiendos y arreglos. Con el tiempo el negocio creció y llegó a tener contratadas a tres personas —las tres, sordomudas—, además de al tío de Bracha, Herman, que entró como aprendiz. Todos los años viajaba hasta Budapest para asistir a desfiles de moda en los que se presentaban las últimas tendencias en moda masculina.

El éxito de su empresa se debía en no poca medida a la ayuda infatigable de Karolína, que se trasladó con él a Bratislava para atender a los clientes y ocuparse de las pruebas.

Decidida a no quedarse atrás, la joven Bracha lloró tanto que convenció a su madre de que la dejara instalarse también en Bratislava.

El trayecto en tren era emocionante para una muchacha de pueblo, porque lo compartía con otros pasajeros y existía la expectativa de lo que encontraría al final del viaje. Los carteles del convoy estaban escritos en checo, eslovaco, alemán y francés, reflejo de la mezcla de pueblos de Checoslovaquia. A través de las ventanas del vagón se sucedían las vistas de un paisaje siempre cambiante. Finalmente, el tren llegó a un mundo nuevo, deslumbrante.

Bratislava estaba llena de árboles, resplandecía con la nueva arquitectura y era un ir y venir de compradores, cochecitos de bebé, caballos, carretillas, automóviles y tranvías eléctricos. En el Danubio, barcazas de carga, pequeños remolcadores y barcos de ruedas de paleta surcaban las plácidas aguas. Para Bracha, el apartamento de la calle Židovská era un lugar lleno de maravillas comparado con la vida aldeana de Čepa. No hacía falta bombear para llenar los cubos de agua, porque el agua corriente salía de los grifos. Y la luz se encendía y apagaba gracias a unos interruptores. El retrete con cadena era el más novedoso de los prodigios. Mejor aún, allí era posible hacer amigas nuevas. Las niñas a las que conoció en Bratislava se convertirían en sus compañeras durante lo peor de los años de guerra.

Me gustaba todo todo... Me gustaba ir al colegio.

Irene Reichenberg

Bracha conoció a Irene Reichenberg en la escuela. La educación era uno de los valores principales de la vida judía, por más pobres que fueran las familias. En Bratislava no escaseaban los colegios y las universidades. La ropa que lleva la gente que aparece en una fotografía de 1930 tomada en la escuela ortodoxa judía del barrio muestra el orgullo que las familias sentían al enviar a sus hijos a la escuela, aunque ello supusiera tener que renunciar a otros gastos. Dado que el retrato escolar era una ocasión especial, algunas muchachas llevan calcetines blancos y zapatos, y no las resistentes botas de piel, más adecuadas para los recreos.

Muchas niñas visten sencillos vestidos de corte recto, fáciles de coser y mantener. Otras se han puesto más elegantes, y se aprecian los encajes en los cuellos, o solapas almidonadas.

Fotografía de la escuela elemental judía ortodoxa, 1930. Bracha Berkovič está de pie en la fila central. Es la segunda por la izquierda.

Llama la atención la característica media melena, tan en boga en la década de 1920, pero también se observan algunas trenzas, más tradicionales. Las niñas no llevaban uniforme, por lo que a veces la moda podía asomar un poco. Un año se impuso la locura por los cuellos volant, hechos de telas muy finas, plisadas o fruncidas. Las niñas rivalizaban por ver quién llevaba más volantes. La vencedora fue una chica llamada Perla, que suscitó la envidia general con todas aquellas ondas de delicada muselina. Días felices.

En la escuela primaria judía ortodoxa las clases se impartían en alemán, una lengua que cada vez tenía más preeminencia en la vida de Checoslovaquia. Al principio, a Bracha le costó un poco encajar, porque era nueva en la ciudad y se sentía más cómoda hablando en húngaro y en yidis. Pero no tardó en adaptarse, y trabó amistad con Irene y Renée. En poco tiempo, las niñas llegaron a ser políglotas, y a veces pasaban de una lengua a otra en la misma frase.

Al salir de clase, los niños del barrio judío recorrían las calles y las escaleras jugando al pillapilla, al escondite, a los bolos, o simplemente se quedaban por ahí sin hacer nada. Durante las vacaciones de verano, como eran demasiado pobres para salir de la ciudad, se acercaban al Danubio para bañarse en un remanso poco hondo de la orilla o jugaban en el parque.

Aquellos juegos no impedían que Bracha echara de menos a sus amigos del pueblo. A los once años, insistió mucho a sus padres, y no paró hasta que le dieron permiso para regresar a Čepa a pasar el verano. Como quería causar buena impresión y dárselas de chica independiente que venía de la gran ciudad, decidió ponerse una ropa mucho más elegante de la que llevaba normalmente en Bratislava y, sola y llena de orgullo, se montó en el tren. Llevaba un vestido beis que le había regalado una amiga bastante acomodada, un cinturón rojo de cuero y un sombrero de paja adornado con una cinta de color. Detalles como ese parecen frívolos en el contexto más amplio de la guerra y el sufrimiento que seguiría, pero sirven para fijar los recuerdos. Perduran en la mente cuando esas libertades y esa elegancia parecen pertenecer a un mundo desaparecido.

Esos son unos recuerdos muy bellos.

Irene Reichenberg

Las mejores prendas de ropa se reservaban para el sabbat y otras celebraciones. Las familias judías seguían un patrón antiquísimo de rituales familiares que iban desde la festividad del Rosh Hashaná, durante la que se comían manzanas untadas en miel, hasta el Pésaj y la tradición de comer pan ácimo y hierbas amargas.

Durante las festividades judías más importantes se sacrificaban gansos engordados, se preparaban palomitas de maíz y había siempre en los fogones una sopa de pollo con fideos. A Irene le encantaba que su gran familia se reuniera en casa para rezar e intercambiar bendiciones. Aquella sensación de estar juntos la reconfortaba.

Durante el sabbat, las casas de la calle Židovská se impregnaban del aroma del pan challah —que a Bracha se le daba muy bien trenzar—. Se amasaba en los hogares y se llevaba a hornear a la panadería del barrio. Las mujeres limpiaban a fondo las casas y se ponían delantales blancos para encender las velas los viernes. Aunque, según la ley, el sábado no estaba permitido trabajar —la prohibición se extendía a labores de la industria textil como eran teñir, hilar y coser—, había familias que mantener. No se sabía bien cómo, pero la madre de Bracha sacaba tiempo y ganas para preparar galletas de canela y topfenknödel, una especie de buñuelos de queso cuajado muy populares incluso en los cafés más elegantes de Viena.

Naturalmente, las bodas eran un momento destacado de la vida familiar. Cuando uno de los ayudantes en la sastrería de Salomon Berkovič anunció que su hermana iba a casarse con Jenő, el tío de Bracha, que era zapatero, a la niña le regalaron algo muy excepcional: un vestido comprado en una tienda. Con ganas de emular a su padre, que se pasaba el día planchando trajes en su taller, Bracha decidió plancharse el encantador vestido de marinerita ella sola. Los preparativos para la boda se interrumpieron cuando a todos los que se encontraban en casa les llegó un horrible olor a quemado: el vestido había quedado carbonizado. A la pequeña Bracha le pareció una catástrofe verse obligada a llevar un vestido viejo al enlace. Años después, cuando en el taller de costura de Auschwitz se quemó otro vestido y Marta, la supervisora, se hizo cargo de la situación y sin perder los nervios evitó el desastre, ese recuerdo de su infancia adoptaría un matiz distinto, menos dramático. Bracha recordaría a la novia de tío Jenő vestida en una habitación que se había transformado en el País de las Maravillas gracias a la música de un gramófono, a las guirnaldas de papel y a unos farolillos que iluminaban un arbolito plantado en un tiesto.

Y cuando el recuerdo se disipara, ella regresaría a la realidad del Estudio Superior de Confección y a las exigencias de las clientas nazis.

Desde el primer momento supimos que estábamos hechos el uno para la otra.

Rudolf Höss

La boda del tío de Bracha no tuvo nada que ver con otros esponsales que se celebraron en Alemania el 17 de agosto de 1928, en una granja de Pomerania, a una hora al sur del mar Báltico. La novia que contraía matrimonio ese día ejercería en el futuro una profunda influencia en la vida de Bracha, aunque no es seguro que llegara a saber nunca cómo se llamaba.

Se trataba de la boda de un soldado paramilitar, exmercenario, llamado Rudolf Höss. Al poco de salir de prisión donde cumplía pena por asesinato, Höss pronunció sus votos matrimoniales ante Erna Martha Hedwig Hensel, de veintiún años, conocida como Hedwig. En una fotografía del día se ve a la novia con un vestido blanco de talle ancho que le llega hasta media pantorrilla. Las mangas cortas muestran unos brazos finos. Unas trenzas, largas y recogidas, dan un aspecto pequeño y delicado a su joven rostro.10«Nos casamos en cuanto pudimos para poder iniciar una vida juntos», escribe Rudolf en sus memorias,11pero también se daba la incómoda situación de que Hedwig ya estaba embarazada de su primer hijo, concebido poco después del primer encuentro entre los dos.

Los había presentado el hermano de Hedwig, Gerhard Fritz Hensel, y el suyo había sido un caso proverbial de amor a primera vista: un romance entre dos ardorosos idealistas y seguidores de un grupo recién formado llamado Artman Bund, o Liga Artaman. Sus seguidores eran völkish, es decir, buscaban regresar a una vida simple, rural, construida en torno a los conceptos de la ecología, el trabajo campesino y la autosuficiencia. Una de sus metas fundamentales era el desarrollo saludable de la mente y el cuerpo, por lo que estaban prohibidos el alcohol y la nicotina, así como, por irónico que resultara en el caso de aquellos recién casados, el sexo fuera del matrimonio. Rudolf y Hedwig se sentían como en casa en lo que Rudolf denominaba «una comunidad de jóvenes patriotas» que buscaban llevar un estilo de vida natural.12

Las teorías raciales del grupo encajaban a la perfección con la retórica de «sangre y suelo» de los alemanes de derechas que proponían el concepto de Lebensraum, promovido con gran vehemencia por Adolf Hitler en su grandilocuente manifiesto Mein Kampf (Mi lucha): que Alemania necesitaba expandirse hacia el este para materializar su versión de paraíso agrícola, racial e industrial, un paraíso solo al alcance de aquellos cuya sangre se consideraba puramente alemana.

Hedwig estaba tan comprometida con esas ideas como su marido, y dispuesta como él a trabajar sus propias tierras, una vez que se las asignaran. Con todo, no eran unos simples campesinos. A Rudolf lo nombraron inspector regional de los artamanes. Y un año después, su camino se cruzó con el de Heinrich Himmler por segunda vez. Lo había conocido en 1921, cuando este era un ambicioso estudiante de Agronomía. Los dos se convirtieron en miembros comprometidos del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei de Hitler: el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Debatían sobre los problemas del país. Himmler proponía que la única solución ante la inmoralidad urbana y el debilitamiento racial era la conquista de nuevos territorios hacia el este.13Sus colaboraciones futuras tendrían un efecto devastador para millones de judíos.

 

De nuevo en Bratislava, aparentemente a salvo de las ambiciones tanto de los artamanes como de los nazis, la vida judía se adentraba con normalidad en la década de 1930. Contar con familias numerosas implicaba que en bodas y otras celebraciones se congregaba mucha gente, que tenía ocasión de ver a parientes que vivían muy lejos y a la abultada familia política. Las redes interfamiliares eran complejas. De un modo u otro, todo el mundo estaba relacionado con todo el mundo; al parecer, en ello no había nada excepcional. Así pues, cuando Laci Reichenberg, hermano mayor de Irene, se casó con Turul Fuchs —a la que llamaban Turulka—, ¿por qué iban Irene o Bracha a extrañarse por ello y no iban, simplemente, a alegrarse por los recién casados?

Pero aquella unión se revelaría fatal en aspectos que ellas no podían siquiera imaginar.

Turulka Fuchs tenía una hermana llamada Marta.

Lista y capaz, Marta Fuchs solo era cuatro años mayor que Irene y Bracha, pero esa diferencia de edad marcaba una gran distancia en términos de madurez y experiencia.14La familia de Marta procedía de Mosonmagyaróvár, en la actual Hungría. Su madre se llamaba Rósa Schneider; su padre era Dezider Fuchs, pero lo llamaban con el diminutivo húngaro Deszö. La Gran Guerra todavía estaba lejos de sus últimos estertores el 1 de junio de 1918, fecha de nacimiento de Marta. La familia de Rósa y Dezider se trasladó a Pezinok, pueblo situado cerca de Bratislava, lo bastante como para que Marta pudiera asistir allí a la escuela secundaria, donde se especializó en Artes.15

Tras completar su educación media, estudió para ser modista con A. Fischgrundová entre septiembre de 1932 y octubre de 1934, y trabajó en Bratislava hasta el momento de su deportación, en 1942.

Marta Fuchs —la tercera por la derecha, de pie— en una celebración familiar. 1934.

El 8 de julio de 1934, los abuelos de Marta, los Schneider, celebraron sus bodas de oro en Mosonmagyaróvár. Marta, junto con sus padres y hermanas, asistió a la reunión. La familia más estrecha posó para un retrato en un patio sombreado. Ella, la tercera por la derecha, está de pie junto a su hermana Klárika y ya da muestras de tener bastante idea de moda, pues lleva una blusa rematada con un gran lazo. La joven sonríe relajada, y su naturaleza bondadosa resulta evidente. Su hermana Turulka —que aún tardaría unos años en casarse con Laci Reichenberg— aparece sentada en el centro, y sostiene en el regazo a una niña pequeña. En la imagen se aprecian otros toques de estilo, visibles sobre todo en el buen corte de los trajes, en el pañuelo rayado de inspiración déco que luce la madre de Marta (la tercera por la izquierda, sentada), y en los elegantes zapatos de ciudad que llevan las mujeres de la primera fila.

En 1934, Marta se encontraba en Bratislava, cursando el segundo de sus años de formación como costurera. Ese mismo año, Rudolf Höss se afilió a las SS: una vocación bien distinta.

Después de mucha introspección, había decidido que su sueño de vivir un idilio agrícola con los artamanes debería esperar. Himmler lo había convencido de que su talento se aprovecharía mejor al servicio de un escenario más ambicioso: contribuir a los logros del nacionalsocialismo.

Rudolf aceptó su primer papel en el campo de concentración de Dachau, a las afueras de Múnich. Supuestamente, consistía en «reeducar» a quienes supusieran una amenaza para el régimen nazi recién elegido.

Su esposa, Hedwig, se trasladó puntualmente a las instalaciones para familiares de las SS, situadas fuera del campo, con sus tres hijos, Klaus, Heidetraut e Inge-Brigitt. A pesar del trasiego, Hedwig estaba políticamente comprometida con los fines del nacionalsocialismo y no cuestionó el nuevo empleo de su marido. Después de todo, él solo actuaba como custodio de los «enemigos del Estado». Ante la inminente llegada de su cuarto hijo, Hans-Jürgen, Hedwig pidió expresamente que se le practicara una cesárea para evitar que un parto muy largo interfiriera en sus planes: asistir al gran discurso de Hitler en Berlín que iba a celebrarse el 1.º de mayo.16

 

En 1934, Bracha Berkovič se encontraba muy alejada de la política de Berlín, e incluso del bullicio de Bratislava. Durante la celebración del Rosh Hashaná, había enfermado. Le diagnosticaron tuberculosis. Fue trasladada lejos de casa, al prestigioso sanatorio para tuberculosos de Vyšné Hágy, en los montes Tatras, donde permaneció dos largos años mientras se recuperaba. Sus horizontes se ensancharon tanto como las amplias vistas de las que disfrutaba desde el sanatorio. Aprendió checo, se adaptó acomer alimentos que no eran kosher, e incluso recibió su primer regalo de Navidad: un vestido nuevo precioso. Le encantaba el verdor centelleante del árbol navideño que instalaron en el vestíbulo.

Apesar de aquellas nuevas experiencias, Bracha aún no era una chica de mundo. Tras encontrar juguetes y prendas de vestir abandonados en el desván del centro, dejados allí por pacientes anteriores, decidió enviárselos asu familia en Bratislava. Recogió todo lo que pudo —entre otras cosas, un yoyó y un oso de peluche que gruñía si le apretabas la barriga— y se dirigió a la oficina de correos más cercana, convencida de que desde allí se los harían llegar a su casa. El empleado, amablemente, preparó un paquete, anotó la dirección y franqueó el envío.

Por culpa de aquella estancia en el sanatorio, asu regreso aBratislava, Bracha iba con un curso de retraso con respecto aIrene y Renée. Todas las muchachas seguían con sus estudios, preparándose para el mundo laboral. Las necesidades económicas hacían que casi todos los niños de la calle Židovská dejaran la escuela a los catorce años para aprender un oficio.

Los empleos venían determinados por el género. Las chicas trabajaban sobre todo como secretarias, o en el mundo del comercio, y se suponía que sus ingresos debían servirles solo hasta que se casaran y crearan sus propias familias.

Irene se matriculó en una academia de comercio que llevaban unos alemanes de los Cárpatos. Renée se apuntó a cursos de taquigrafía y contabilidad. Bracha, en un primer momento, obtuvo plaza en un curso de secretariado de la Escuela Católica Superior de Nuestra Señora. Como parecía «cristiana» de acuerdo a los estereotipos simplistas y reduccionistas de raza que proliferaban en aquella época, la situaron en la primera fila cuando se tomó el retrato de promoción de 1938, en la ceremonia de entrega de los diplomas. Aun así, su aspecto no le sirvió contra los prejuicios y la segregación crecientes que recorrían Europa.

Ya adolescentes, las muchachas eran lo bastante mayores para darse cuenta de las tensiones crecientes en el extranjero y en su país. La retórica antijudía de Alemania inflamaba las crecientes tensiones antisemitas existentes en Checoslovaquia. Los partes radiofónicos eran cada vez más lúgubres, a medida que los nazis consolidaban su poder. El periódico Prager Tagblatt mantenía a todo el mundo informado de los nuevos acontecimientos internacionales. Cómo reaccionar era todo un dilema.

Para las familias judías, ¿era mejor conformarse y esperar que la violencia fuera algo esporádico? ¿Era exagerado plantearse dejar la ciudad y buscar refugio en los campos de los alrededores, menos volátiles? O algo más extremo aún: ¿tenía sentido dejar Europa y emprender la Aliá, el viaje a Palestina?

Irene y Bracha se unieron a grupos juveniles sionistas. Lo hicieron, en parte, por diversión y camaradería; chicos y chicas podían trabar amistad o iniciarse en incipientes historias románticas. Pero en aquellas relaciones subyacía un propósito más profundo: la preparación para trabajar en los kibutz. Las dos jóvenes pertenecían al grupo Hashomer Hatzair, «La Guardia de la Juventud». Irene, además, era una de las que tenía esperanzas en los kibutz, junto con el grupo de izquierdas HaOgen, «El Ancla», creado para asumir el reto de la emigración a Palestina en 1938. La enfermedad y posterior fallecimiento de su madre ese mismo año, así como la falta de dinero para comprar un pasaje, le impidieron llevar adelante su plan.

Bracha Berkovič, sentada, la segunda por la izquierda, con amigos mizrachis, antes de la guerra.

Bracha también se apuntó a un grupo similar llamado Mizrachi. En una fotografía en la que aparece con sus amigos mizrachis (sentada delante, a la izquierda), se ve radiante y relajada. Todos los adolescentes llevan ropa informal, práctica y ajena a modas. Fue en las reuniones de los mizrachis donde Bracha creó un nuevo vínculo: un hilo más en la red que acabaría entretejiendo un gran número de vidas. Trabó amistad con una joven llamada Shoshana Storch.

La familia de Shoshana era de la localidad de Kežmarok, en el este de Eslovaquia. Aunque se encontraba a los pies de los montes Tatras y alejada de las ciudades de Bratislava y Praga, Kežmarok tenía sus toques de distinción. Los tilos que flanqueaban las vías comerciales hacían que estas parecieran bulevares más que meras calles; y los soportales proporcionaban sombra a los pasajes empedrados, que conducían a hermosos patios y pozos antiguos.17

La casa de los Storch se encontraba cerca de uno de aquellos pozos. Un amplio patio en la parte trasera proporcionaba frescor en verano. En invierno, el corazón del hogar se trasladaba a una gran estufa de porcelana, que daba calor a toda la familia en una sola estancia. Había una letrina fuera de la casa en la que con frecuencia acechaban las ratas, por lo que convenía dar fuertes palmadas antes de entrar. En los días de clase, los siete niños de los Storch se distribuían por los peldaños de la escalera para ponerse los zapatos mientras se reían y bromeaban: Dora, Hunya, Tauba, Rivka, Abraham, Adolph, Naftali y Shoshana. El dinero escaseaba, pero gracias a la ayuda de uno de sus abuelos, los niños al menos iban siempre bien calzados y la despensa se mantenía aprovisionada en invierno: no faltaban ni el carbón ni las patatas.

La propia Shoshana huyó de Checoslovaquia y se fue a Palestina cuando todavía era posible, como hicieron sus padres y casi todos sus hermanos y hermanas. Sería su hermana mayor, Herminie, a la que llamaban Hunya, la que quedaría atrapada en Europa y la que, un día, uniría sus esfuerzos a los de Irene y Marta.

En aquella época no tenía la menor idea de lo trascendental que sería para mí la elección
de mi oficio.

Hunya Volkmann (de soltera, Storch)

Hunya nació el 5 de octubre de 1908, el mismo año que Hedwig Hensel-Höss.18Aprendió a coser a mano gracias a su madre, Zipora. Esta era muy buena con las labores de bordado, muy buscadas por las novias para sus ajuares. (Como tenía un marido de limitada visión comercial, la abuela de Hunya se había visto obligada a vender su propio ajuar para ayudar a alimentar a la familia.) En casa, a Hunya también le enseñaron a usar la máquina de coser.

En la ficha de registro del campo de concentración, que data de 1943, consta que medía un metro sesenta y cinco y que tenía el pelo y los ojos castaños. La nariz recta. Era de constitución delgada, tenía la cara redonda, y las orejas, medianas, tirando a grandes. No le faltaba ningún diente, no tenía marcas distintivas ni antecedentes penales.19

Esa descripción no se acerca siquiera a captar su carácter, que era fuerte, sin duda. Poseía una voluntad férrea, dulcificada por la compasión y la generosidad.

Ese mismo carácter hizo que no llegara nunca a centrarse en los estudios. Su ambición era ser modista. La confección profesional de prendas de vestir no era para soñadoras ni diletantes: exigía dedicación, resiliencia y años de aprendizaje. Había que dominar los cimientos antes de poder explorar las habilidades personales. Hunya entró de aprendiz con la mejor modista de Kežmarok. ¿Qué mejor lugar para aprender el oficio? Se pasó un año recogiendo alfileres, limpiando el taller y haciendo encargos mientras, en silencio, observaba a las costureras con más experiencia transformar las telas en piezas de ropa.

Patronaje, corte, costura, planchado, pruebas, retoques... Cada una de las etapas del proceso exigía habilidades que Hunya estaba decidida a adquirir. Incluso como simple aprendiz, siempre se mantenía ocupada. En casa, cenaba deprisa y se ponía a trabajar hasta bien entrada la madrugada con la máquina de coser de su madre, arreglando y cosiendo ropa para familiares y amigos. Dos años más en el taller de Kežmarok le proporcionaron la experiencia que necesitaba para ser aceptada en una conocida escuela de costura del extranjero, siguiente paso en la materialización de sus ambiciones. Estudiar allí conllevaría un esfuerzo que se daba por sentado en el caso de las modistas en prácticas: trabajar entre diez y doce horas al día en un taller oscuro y mal ventilado, seis días a la semana. Ella estaba dispuesta a asumir el reto.

Mientras los artamanes y los nacionalsocialistas de Alemania se planteaban la expansión hacia el este para poner en práctica sus políticas, a finales de la década de 1920, Hunya hacía planes para dirigirse hacia el oeste a fin de ampliar su formación como modista en Leipzig.

 

De adolescentes, ni Irene, ni Bracha, ni Renée sintieron la misma llamada que tuvo Hunya a su edad. Ninguna de ellas pensó en hacer de la costura su profesión. Al principio no. Las tres estaban decididas a completar la formación vocacional que habían elegido.

Aquello parecía algo que podía controlarse, independientemente de la inestabilidad política que crecía más allá de las fronteras de Checoslovaquia, a medida que Adolf Hitler cargaba cada vez más las tintas de su retórica contra los judíos y exigía con más ímpetu derechos para los alemanes.

En 1938, se hizo evidente de manera dramática que las líneas trazadas sobre un mapa no servirían de protección contra las ambiciones expansionistas nazis. Hitler exigía el control de los Sudetes, en Checoslovaquia, alegando que su deber era proteger a las personas de ascendencia alemana que vivían allí. Con la esperanza de evitar un conflicto abierto, las potencias europeas se reunieron en Múnich para debatir la cuestión. Checoslovaquia no estuvo representada en la conferencia, y no tuvo ni voz ni voto en la decisión de que Alemania se anexionara el territorio de los Sudetes. Era el mes de septiembre.

En noviembre, algunas partes del país se cedieron a Hungría y Polonia. Bracha experimentó de primera mano los efectos de la decisión. Su familia había regresado al pueblo de Čepa en 1938. Cuando Hungría ocupó la zona, la familia volvió a ponerse en marcha y cruzó ilegalmente la frontera para regresar a Bratislava. Ese traslado anticipaba futuros desplazamientos.

En marzo de 1939, Bohemia y Moravia quedaron bajo mando alemán. Eslovaquia era ahora un Estado títere clerofascista, con unos gobernantes de derechas y antisemitas. Checoslovaquia había dejado de existir como país.

En Kežmarok, la ciudad natal de Hunya, los judíos se iban voluntariamente o los «animaban» a hacerlo. Una alumna judía de la escuela de la localidad entró en clase y se encontró con las siguientes palabras escritas en la pizarra: Wir sind judenrein (Estamos libres de judíos). Compañeros de clase de hacía mucho tiempo se convirtieron en enemigos de raza.20

En Bratislava, Irene llegó al colegio como de costumbre un día de 1939. Se sentó en el aula de siempre con sus amigas, dispuesta a recibir la clase. El profesor entró y, sin el menor preámbulo, anunció: «Los niños alemanes no pueden sentarse con los judíos en la misma clase. Que salgan los judíos».

Irene y las demás niñas judías recogieron sus libros y se ausentaron. Sus amigas no judías no dijeron nada, no hicieron nada.

«Eran buenas chicas —dijo Irene, desconcertada ante su pasividad—. No tengo queja de ellas.»21

Ese fue el fin de su infancia.