No sé si a ti te pasa, pero cuando en una película sale un actor haciendo de muerto, por muy bien maquillado que esté, por mucha expresión de ausencia que consiga, siempre pienso: está vivo. Un muerto no es así. Cuando usan muñecos, curiosamente la sensación es más realista. Siempre que el muñeco esté bien hecho, claro. Los muertos son muñecos. Y ahí estaba, una vez más: el muñeco de mi madre. La gran Carmen. Carmenchu. Gorda y pequeñita. Con sus manos rechonchas como nuestros pies y vestida con un hábito blanco como para hacer la comunión en un colegio francés. Lo que más odio de mi cuerpo son los dedos de los pies: rechonchos, amorfos y con las uñas hacia arriba. No son adecuados para los zapatos. Se apelotonan en la punta luchando por salir como un puñado de minisalchichas de cóctel. Bonita herencia.
Sabía que era mi madre, que no era una actriz que la interpretaba, que no era un muñeco, un dummy. Tampoco era ninguna película. Tenía una mueca, los labios fruncidos, como si pusiera morritos, pero era más una expresión de disgusto, un mohín. Ni siquiera la muerte había conseguido quitarle del todo el cabreo. Los tres últimos meses del hospital la habían hecho enfadar realmente. Estaba al borde del suicidio.
Cuando voy a algún tanatorio, y en los últimos tiempos salgo como a uno y medio al año, suelo echar una ojeada, por comprobar: «Eh, tú, ¿de verdad te has muerto? No pareces tú, no pareces siquiera una persona». Es como asomarse a un precipicio. Tantear un poco tu propia muerte. Porque cada vez disparan más cerca, como suelen decir. Siempre he sentido una atracción por ver a los muertos. Una curiosidad morbosa que sé que no comparto con la mayoría de mis conocidos. La muerte me aterra y también me atrae. El apagón, el vacío. No solo el momento de la pérdida absoluta de la conciencia, eso es como desmayarse o dormir. Es el después. Es no volver.
El tanatorio era agradable. Fuera hacía frío y viento, pero una estufa eléctrica de resistencia sobre el dintel del porche de la sala número nueve daba un calorcito nada desdeñable. Me quedé mirando su luz anaranjada. Yo adoraba a mi madre, y ella ya llevaba catorce horas muerta.
La gente se acercaba y se alejaba dándome abrazos y apretando los labios en señal de dolor. No estaba solo; de hecho, no había estado solo desde la ducha de la mañana. Sophie, mi mujer, se había ocupado de todo. Principalmente de mí. Habló con ese joven blando y lechoso de la funeraria. Cerró lo del velatorio y la incineración mientras mi padre, mi hermana y yo flotábamos como jamones suspendidos por los pasillos del hospital. Eligió el Tanatorio Sur porque así todo el mundo podría aparcar sin problemas. Era poco dada a caricias y carantoñas, pero desde la noche anterior estuvo irreprochable. Se había hecho cargo de la situación discretamente, en silencio, sin agobiar. Para que yo no tuviera que pensar en nada. Salvo quizá en el vino. Yo quería comprar un par de botellas para la ocasión y le pedí parar en un supermercado. No tenía tiempo ni cabeza para elegir, así que me llevé dos Cune del 2013. Entré en el coche y sujeté las botellas entre las piernas. Sophie arrancó en silencio.
—Sé que a ella le habría gustado que hubiese vino. —Mi voz salió débil y pegajosa—. Es que lo dijo. Quiero que en mi funeral se coma y se beba.
—Pues mira qué bien.
Vinieron muchas personas que querían a mi madre. También mis amigos y los de mi hermana. Yo entraba de vez en cuando a rellenarme la copa de vino, para volver a salir a fumar, una y otra vez. La gente me ofrecía cigarros y también porros de hachís. Yo no le decía que no a nada. Encendía uno y apagaba otro. Tras dos años sin fumar, bueno, un año y ocho meses, había vuelto a las andadas tres semanas atrás. Y como no podía ser de otra manera, había regresado con ganas.
Estaba algo borracho y fumado, seguramente tendría los labios granates, casi negros, por los posos del vino, pero si fue así nadie se atrevió a decirme nada. La gente prefiere no importunar al afligido, aun a costa de dejarle hacer el ridículo. Todos me regalaban palabras bonitas sobre lo mucho que lo sentían. De vez en cuando me daba por hablar atropellado, ansioso como soy, o me quedaba callado, perdido, recordando el horror de los últimos meses, días, horas. Cuando el llanto me desbordaba, me apartaba del grupo y entraba a la sala del velatorio para acercarme a la cortina de terciopelo. La habíamos cerrado porque sabíamos que mi madre no hubiera querido que la vieran así, tan indefensa, tan innoble, tan absurda. Con ese envoltorio poshumano, un camisón amarillento y almidonado. Y ese rostro de goma inflado y sellado para los restos. Que no, que no podía ser ella, de ninguna manera.
Habíamos sugerido que no la maquillaran, pero cuando la vimos por la mañana, nos impresionó tanto esa tez monocromática con los labios blanquecinos, pálida, sin diferencia entre la boca y las mejillas, que mi hermana pidió que le dieran algo de colorete, por el amor de dios. Sí, dios con minúscula.
Arrugué la cara como una pasa y lloré. Sophie me sujetó la mano y sentí que me miraba, aunque yo no la miré a ella. Ni siquiera la había oído acercarse. Lloré una vez más y ya no paré en un año. Lloro mucho, abro el grifo con facilidad. Pero por alguna razón pensaba que cuando muriese alguno de mis padres no lloraría, que me quedaría frío y ausente.
He fantaseado mucho con la muerte de seres queridos. Mi hermana, mi mujer, incluso mi hijo. Y la mía, claro. Todos nos hemos visto alguna vez en nuestro propio funeral. Recuerdo aquellos berrinches infantiles contra la almohada, imaginando lo que mi muerte repentina provocaría en los demás. O la muerte de mis padres. Pero en mis fantasías yo soy una imagen, un burdo reflejo de mí mismo. Un tipo duro e insensible. Un psicópata frío que lo ve todo de forma racional.
Es difícil anticipar el dolor genuino: lo que se siente en el momento en que la tristeza te agarra el corazón y los pulmones, te los estruja clavándote las uñas y luego se suena los mocos con ellos. Cuando la noche te cae encima y te ahoga bajo las sábanas de un invierno eterno. Y te sientes huérfano. Solo y asustado a merced de los monstruos.
A lo largo de aquella tarde de invierno abrí la cortina y miré a mi madre varias veces. Quería recordar esa cara de plástico. Recrearme en mi dolor. Era como si quisiera sentir más daño todavía. O, tal vez, asegurarme de que seguía ahí, de que era verdad, que no era todo un engaño ni una broma rara, como un giro de película.
Dos meses después cumplí cuarenta años. Hice una fiesta. Y no lo pasé mal. Estaba a menudo triste, a ratos enfadado, a ratos culpable, y en algunos momentos, feliz, como si ya hubiera olvidado. Pensaba que primero vendría la ira y luego la culpa, y algún día, por fin, la resignación. Pero en mi caso la cosa no funcionaba así. Los sentimientos iban y venían por oleadas, la marea subía y bajaba con la luna. Y cuando creía que había superado una fase, me tocaba un seis doble y una carta sorpresa que me devolvía a la casilla de salida. Como la muerte de mi madre me tenía ocupado, no era consciente de sufrir ninguna crisis de los cuarenta. Me había salido trabajo y todavía me quedaban un par de meses de contrato, hasta principios de verano. Me centraba en los guiones sin implicarme del todo. Pasaba horas muertas en casa mirando Facebook o refrescando las páginas de los periódicos. Veía películas y lloraba con cualquier escena de hospital, de muerte, de madres, de hijos... Iba pasando el tiempo y el dolor no parecía mitigarse. Entonces me di cuenta de que estaba gordo.
Vamos a ver, no es que me diera cuenta. Ya lo sabía. No estoy ciego. Hace años que lo sabía. Nunca he sido gordo gordo. Los diez años anteriores me había dedicado a coger un kilo por año. Para alguien bajito eso es mucho peso. Es como llevar doble pantalón, doble calcetín y el jersey de lana puesto por debajo de la ropa. Mi padre, una tarde del verano anterior en la piscina de la urbanización, le dijo a mi hijo mientras me señalaba con una sonrisa jocosa: «Mira a ese señor gordo». Entonces no me importó. En la primera juventud me mantuve delgado gracias a la bici, bueno, y a las drogas, y también a que tenía veintidós putos años. Pero escondía a un gordito comemagdalenas deseoso por salir a ver el mundo. Una ansiosa foquita que lo que disfruta de verdad es pasar el tiempo contemplando la vida desde un sofá, mojando galletas con chocolate en un vaso de leche fría. Y desde que Sophie y yo empezamos a vivir juntos no me importó darle rienda suelta al gordito. Acepté con gusto el rol del marido feliz y barrigudo que vive en las afueras entregado a las novedades de Netflix, dejando de salir o de ir al cine a cambio de chimeneas, lasañas, barbacoas y paseos por el campo.
Todos esos años con Sophie fueron lo suficientemente buenos para consolidar una autoestima que en ambos venía algo tocada de serie. Los dos éramos opuestos pero iguales. Parecíamos confiados, pisábamos fuerte a nuestro estilo, pero éramos material dañado. Fuimos a nuestras terapias respectivas y aprendimos a llevarnos bien entre nosotros y con nosotros mismos. Ella luchaba contra los fantasmas de unos padres desmotivadores. Yo, por el contrario, tuve unos padres caóticos y consentidores que me dejaron navegando a la deriva. Ellos no sabían que estaba atrapado en las telarañas de una mente obsesiva que me angustiaba desde la infancia. Una mosca agónica que se revuelve esperando a que llegue la araña con su picadura mortal.
Recuerdo estar asustado desde siempre. Miedo al dolor, a la muerte, a los demás niños. Pesadillas desde antes incluso de que mis padres se separaran. Me mantuvieron en la cuna hasta casi los cuatro años. Supongo que era una cuestión práctica. Mi hermana tenía su cama, y la cuna se podía aprovechar un tiempo más. Yo soñaba una vez tras otra con esos barrotes de madera blancos. Como en una película de Roman Polanski. O una de Wes Craven, como si un macabro Freddy Krueger se colara en mi sencilla mente infantil. Creía que seguía despierto, que mis padres aún estaban levantados, mirando la luz que se filtraba bajo la puerta y anhelando que tuviera el poder de alejar a cualquier bestia rastrera que se escondiese bajo la cama o en el armario. Entonces la puerta de la habitación comenzaba a abrirse. Lentamente, bostezando, como una aspiradora silenciosa. Y la cuna echaba a rodar y la luz ya no era la salvación, sino el peligro. Me aferraba a los barrotes aterrado y el pasillo se convertía en un túnel oscuro y profundo. Un túnel que me llevaba a lugares diferentes, ninguno agradable, nidos de serpientes, grutas de brujas, parajes de los que me costaría salir bien parado, posibles muertes.
En el colegio me aterraban los abusones, y en los parques era incapaz de hacerme valer para usar el tobogán o el columpio. No llevaba gafas, ni falta que hacía. Los niños, como los perros o los lobos, huelen a los cachorros que no saben defenderse. Algunos llevamos gafas sin llevarlas. Son las gafas de dentro: un día te las pisan y se quedan rotas para siempre. Tenía miedo de jugar a lo que otros niños jugaban. Odiaba el fútbol, cuando la pelota venía hacia mí cerraba los ojos, temeroso de que me diera en la cara. Y me doblaba como una anciana asustada, cubriéndome con el hombro. Y el baloncesto, el voleibol y todos los malditos deportes de equipo. Tanta responsabilidad. Nunca quería que me pasaran el balón para no cagarla. Se podría deducir que soy el típico tímido asustadizo..., pero no, no parezco una persona asustada. No me he cortado nunca a la hora de hablar en público. Ni tampoco he sido el bicho raro de la clase. Podríamos decir que he sido hasta popular. He hecho amigos con facilidad. Y las chicas no me han rechazado más de lo normal. Digamos que de alguna manera me acostumbré al miedo. En la adolescencia aprendí a convivir con él. Lo mitigaba con la comida, o fumando porros o viendo películas... Y ya en la edad adulta, escribiendo guiones para la televisión.
Me puse la máscara de lo que había decidido que quería ser. Una persona creativa, divertida, despistada..., y funcionó. Me fue bien. La productora que me contrató tenía las dos series más importantes del momento. Era el más joven de la empresa, la mascota de la oficina. Ese al que dejaban ir a clase por las mañanas y hacían la vista gorda con que fumase porros en la azotea. Inofensivo, pintoresco. Me adapté y poco a poco pasaron los años y conseguí quitarme la etiqueta del niño de los guiones. Gané lo suficiente para ir a México tres veces. Y también iba a Sierra Nevada a esquiar algún fin de semana. Abandoné pronto la casa de mi padre. Así que con veinte años ya vivía solo, estaba soltero, tenía un sueldo fijo, un mes de vacaciones más las fiestas. Y cesta de Navidad...
A los veinticinco colapsé. El miedo mitigado estalló. Las drogas que hasta entonces me habían funcionado dejaron de hacerlo. Empezaron a darme ataques de ansiedad, eso de que te falta el aire y crees que el corazón se te va a parar. Tampoco me dieron muchos. Bastó con cuatro o así. Y solo uno gordo. Decidí ir al psicólogo. Para mí fue todo un descubrimiento. Me encantaba hablar sin parar, hacer monólogos sobre mi vida, lo mismo que estoy haciendo ahora. No hubo más ataques, pero aun así seguí cuatro años de terapia cognitiva conductual. El dinero mejor invertido de mi vida.
A los meses de empezar las sesiones, Sophie y yo nos enrollamos. Al principio discutíamos como dos gatos en la noche, a zarpazo limpio. Ella gritaba roja de ira y yo rompía cosas o tiraba una estantería Billy desparramando todos mis cedés, cuando todavía importaban los cedés. Nos fuimos sosegando juntos, aprendiendo a expresar sentimientos, a ser asertivos y esas mandangas. Nuestras insatisfacciones en la amistad, en el sexo, en la convivencia, en la política eran un campo de minas que por alguna razón habíamos decidido cruzar juntos. Contra todo pronóstico, fuimos llegando al acuerdo que nos ha traído hasta este momento: una casa, dos perros, tres gatos y un hijo de nueve años, Bruno... En total, quince años juntos.
Supongo que éramos felices. Signifique eso lo que signifique para cada uno, conseguí la paz. No soy de esos que se quedan en el trabajo porque no quieren volver a su hogar. Me gusta mi casa. Adoro los fines de semana. Mi casa no es ninguna juerga de actividades emocionantes. Bebo té, leo, veo películas y series. Netflix y platos de cuchara, pastas y ensaladas bien hechas. Una buena bicicleta. Un par de coches. Y muchas visitas. A los dos nos gustan los juegos de mesa y ejercer de anfitriones. Sophie es la familia que he buscado desde que me aferraba a los barrotes de mi cuna en las pesadillas. Ella me necesita y yo a ella. Nos entendemos lo suficiente y nos respetamos bastante.
Por supuesto que deseo a otras mujeres. A todas. Solo por ser otras. Tras los primeros años de pareja, el sexo empieza a proponerte un juego curioso. El juego del escondite. Va y viene, a temporadas. Primero en grandes oleadas. Lo haces en casa de unos amigos con los que habéis ido a la playa. Te pasas unas buenas vacaciones con sexo diario. Vuelves a Madrid con ganas y recuperas un poco el espíritu del principio. Luego esas olas se van espaciando. La marea se calma. Y el sexo se esconde. Tú lo estás esperando, como un ser vegetativo, en tu salón. Y de pronto una noche de luna brillante, unas copas de más te devuelven la magia en forma de eco. Si eres cuidadoso con tu relación, puedes mantenerlo vivo de forma artificial. Le pones al sexo un respirador. Haces por. Follas todas las semanas los jueves y los sábados. Te apetezca un poco o no. Ya sabes: hoy por ti, mañana por mí. Eso es bueno. El sexo, cuanto más practicas, más quieres. Es un músculo. Como ir al gimnasio. Si tú lo abandonas un mes, él te abandonará a ti tres.
Una vez cada dos años se produce una conversación, la conversación. Una simple discusión doméstica acaba convirtiéndose en un todo. Ya que hemos llegado hasta aquí, hablemos del fondo de las cosas. ¿Qué espera cada uno de la relación?
Yo soy el hablador de la pareja. Mi mujer no es callada ni mucho menos, pero no llega a mis niveles de incontinencia verbal. Y cuando se enfada, calla. No es de hablar de sentimientos, ni de plantear charlas como esas. Estalla, se enfada, pero no es de hurgar. Prefiere acciones. Quiere un funcionamiento diligente de todo. El drama es cosa mía: la imposibilidad de dejar una discusión hasta que se haya resuelto. No puedo dormir si estoy enfadado. En cambio, ella duerme sus ocho horas, la hija de puta. Yo ocupo el lugar del insatisfecho, el de la angustia existencial, el que se pregunta si esto es o no el amor.
El amor por un hijo es fácil. No quiero decir en ningún momento que tener hijos sea fácil. Quererlos es fácil. Aunque no soy de esos mojigatos que desde el alumbramiento adora a su hijo como a un ídolo tibetano. Esos que aseguran que al contemplarlo por primera vez se movilizaron todos sus chacras y les fue revelado el sentido de la vida. No, no es lo más mágico sobre la Tierra, no es una epifanía. Cuando nace es un desconocido, un ser al que, aunque tenga tus genes de mierda y de alguna manera se parezca a ti en unas fotos desgastadas de los años setenta, no quieres todavía. Eso sí, te despierta un fuerte instinto de protección. Es cierto que a mí no me salía leche de los pezones al oírlo llorar, pero me sentí responsable desde el primer momento. Son las vivencias las que te hacen quererlo. Estamos más preparados para perder a un recién nacido que a un niño de cinco años, del que tienes toda una serie de recuerdos imborrables. No digo que perder a un bebé no sea terrible, digo que perder a un hijo en su infancia o primera adolescencia es devastador. Cuanto más crecen, más los quieres. Bueno, hasta que crecen del todo. Cuando ya son señores y señoras, los vas queriendo un poco menos. Es así. Lo notaba en mis padres. Se despierta una luz por los nietos que habían perdido con sus hijos. Porque los hijos te pueden caer mal. ¿Por qué no? Muchas veces te caen mal. Ese desprecio que sienten los hijos a partir de la adolescencia hacia sus padres puede calar hondo. Ellos lo notan. Y no quieres igual a un niño que te adora y te admira que a un joven que no te aguanta, al que le aburres. Es algo natural, algo que ayuda al desapego. Por supuesto, hay casos de todo tipo. Padres e hijos que se adoran mutua e incondicionalmente hasta el fin de sus días. Como tú a los tuyos. No me interesa.
Mi vida discurría tranquila. Mi hijo se encontraba bien. Sano, vivo. Sin demasiada tristeza por haber perdido a su abuela de un infarto cerebral. Bueno, había ingresado por un infarto cerebral. Murió meses después, cuando le dio otro infarto, esta vez de corazón. Y morir, lo que se dice morir del todo, lo hizo cuando mi hermana y yo firmamos la autorización para desconectar el respirador artificial. Y mi hijo estaba perfectamente. En esa bendita edad en la que el egoísmo está bien visto.
Con sus clases, Sophie iba mejor que en épocas anteriores. Y yo, con trabajo después de una mala racha y llorando todas las noches un ratito porque estuve convencido hasta muy poco antes de que mi madre viviría y me haría casito todavía quince años más. Mi madre se había ido dejándome un pan debajo del brazo. La gordita. El osito que siempre daba afecto. Mi Carmenchu. Mi mamá.
Pero salí de la ducha y estaba gordo. ¿Más que ayer? Puede ser. Me suelo ver más o menos gordo según mi estado de ánimo. Mi cabeza tiene una sala entera con todos los espejos de las ferias. Pero estaba claro que aún con el corrector anímico me sobraban unos diez kilos. Yo engordo de todo yo mismo. Desde el cuello a los dedos. Como si aumentara mi cantidad de plastilina. Papadilla, barriga, tetas, muslos y dedos de los pies, ya de por sí rollizos. Me sentí triste. Mi madre me lo advertía: «Te estás dejando ir». Ella llevaba veinte años gorda gorda. Hecha una bolita, la pobre. Ya de niños, mi hermana y yo le escondíamos el chocolate porque lo devoraba a oscuras de madrugada. Hacía todo tipo de regímenes absurdos: la dieta del melocotón, la de la piña, la de la alcachofa o directamente anfetaminas. Se mantuvo bien hasta los cincuenta, hasta que enviudó de su segundo marido. Luego se hizo una croqueta. Al final me recordaba un poco a un ewok.
Decidí ponerme en marcha, atacar la grasa. Me puse a patinar. Me gusta. Odiaba, he odiado y odiaré siempre el deporte. Quiero diferenciar entre deporte y ejercicio. El deporte para mí implica varias cosas que no entiendo y me dan miedo. «Mis colores. Los tuyos y los míos. Rafa Nadal es español. Soy del Real Madrid. Mi abuelo era del Racing, en el penalti del 87 en mi casa no se dijo una palabra en toda la noche...» Soy un marciano frente a eso. Literalmente, me siento de otra especie animal. La vuelta ciclista, las chapas, quién gana, quién pierde, el tenis, la NBA. No consigo que me importe esa gente. Gente que gana y pierde cosas. Y toda esa otra gente que siente que pierde o gana cosas en función de que esos otros ganen o pierdan cosas. Supongo que eso se educa. Se mama la ilusión de tus padres o tus primos. Yo no tuve eso. A mi madre le gustaba la danza y el patinaje artístico. Y a mi padre, lo más deportivo con lo que podría asociarlo son las películas musicales. Ver a Fred Astaire haciendo un buen número de claqué. La otra cosa que no comparto del deporte es la camaradería. Chocarla, coordinar apretones de manos con abrazos. Levantar a un tío en volandas. Pellizcarle los pezones o tocarle el culo a un colega en plan compadre. No siento la camaradería masculina ni comprendo sus códigos. Tampoco me gusta mucho el contacto físico entre hombres. Supongo que eso también se mama. Mi padre nunca fue muy de tocar.
En las barbacoas, la forma de interacción social ya indisoluble de mi nueva vida de adulto de urbanización de clase media en un pueblo de la sierra de Madrid, me aterra la posibilidad de verme atrapado en ese grupo que está con la cerveza deseando que les pongan una tele para ver la Fórmula 1. A pesar de mi indiferencia, mentiría si digo que no sé nada de nada, porque escucho la radio y retengo estupideces de la información deportiva para salir del paso en esas conversaciones que mezclan pasiones con estadística. Los entrenadores esto, los árbitros lo otro, las lesiones, los fichajes. Siguen un culebrón, como cuando Sophie y yo perdíamos las noches consumiendo Lost en vena sabiendo que nunca iba a llegar a ninguna parte.
Prefiero mil veces estar en compañía de mujeres. Me siento infinitamente más cómodo rodeado de cinco chicas hablando «de cosas». Porque las chicas no hablan de cosas de chicas. Hablan de cosas. A mí me gusta hablar de todo. Especialmente de cosas de las que no sé absolutamente nada. ¿No dicen que la cultura es saber adaptarse a cualquier entorno? Fíjate en la gente que ha viajado y sabe desenvolverse con el cartero, con el profesor, con el camarero... Cuando los hombres se ponen en plan hombres, me desintegro. Me dejo apagar y espero a que pase la tormenta.
Deporte, no. En cambio, sí que me gusta correr. Montar en bici. Caminar. Escalar. El ejercicio me relaja. Avanzar sin mirar atrás. Trepar a los árboles. Sin competición. Sin banderas ni equipos. Solo yo.
¿Por dónde iba? Sí: estaba gordo. Me había dejado ir, comiendo pasta y sin más deporte que hacerme pajas una o dos veces al día. A propósito de eso, estaba dejando de hacerme pajas. A ver, muchos días me hacía una; si estaba trabajando, al borde de una fecha de entrega, hasta tres o cuatro. En el fondo, igual que antes. Pero antes eso era una constante, una costumbre invariable. Y estaba perdiendo fuelle. Podían pasar tres días, o incluso una semana, en que se me olvidara. Me olvido de hacerme pajas. ¿No es triste? Eso es hacerse viejo. Con veinte años me masturbaba en el trabajo bastante a menudo. Donde hiciera falta. En el coche, con un calcetín. Envolviendo el pene para recoger el esperma. Nadie te ve, la puerta te tapa, solo desde los autobuses o los camiones. Es mejor hacerlo en carretera, con los parones urbanos es casi imposible. No es que hiciera eso por sistema. Vas a pensar que soy un pervertido. Quizá sea así.
¿Cuándo se considera que una práctica ocasional se convierte en una manía patológica? ¿Y cuándo en una perversión? Lo de hacerme pajas en el coche no lo hacía sin parar ni todos los días. Puede que incluso actualmente lo haga alguna vez por estación o una por año. A veces me encuentro fantaseando con tener sexo al llegar a casa, pero me conozco y no quiero correrme nada más empezar. Así que me masturbo con cara de póker en la carretera, con un calcetín o un clínex. Pero ya no es como cuando era joven. Es..., no sé..., algo peor.
Como he dicho, ahora estoy en una época en que me masturbo con menos necesidad, incluso lo fuerzo, comer sin hambre por no perder la costumbre. La pulsión se reduce, pero la fantasía sigue. Tengo muchas fantasías. Sobre todo, con mujeres que conozco. De vista. De que me atienden en el súper o la farmacia. O mujeres del pasado, incluso de recuerdos de la adolescencia. Por aquel entonces empezaba a verme gordo en mis propias fantasías. Ya me sentía obligado a cambiar el guion, a imaginarme a «ella» diciéndome: Guillermo, no me importa que estés gordo, hagámoslo...
Así que llegado a este punto me puse a patinar en línea. Me apunté a clases. Y se sumaron mi mujer y mi hijo. Íbamos los sábados. No se me daba ni bien ni mal. Mejoraba lo justo y me divertía. Bajaba de vez en cuando a la ciudad a dar un par de vueltas por Madrid Río. Frenaba mal y de vez en cuando me comía un árbol o un seto. Pero fue a la entrada de la urbanización cuando lo compliqué, mientras charlaba con una vecina del grupo de consumo de Sophie, a través del cual adquirimos todos los alimentos ecológicos que comemos.
Sophie y yo estábamos hablando con esa eco-vecina, me puse demasiado recto y me resbalé de la forma más tonta. Coloqué la mano debajo del culo y el dolor me recorrió del brazo al cuello. Cuando te rompes algo sueles saberlo enseguida. No era la primera vez.
—Creo que me he roto la muñeca.
—No jodas.
Sophie odia ir al médico. Y, por encima de todo, odia perder el tiempo. Pobre. Aún no era consciente de que iba a tener que ser mi chófer durante casi dos meses. Eso y muchas otras cosas que no puedes hacer con una sola mano. Abrir tarros. Poner los arneses a los perros, enjabonarte bien, etcétera, etcétera, etcétera.
Fuimos al ambulatorio del pueblo en vez de bajar al Infanta Sofía en San Sebastián de los Reyes; era un burdo intento de librarnos de lo inevitable. Ella se quedó aparcando y yo entré agarrándome la muñeca contra el pecho. Un tío estaba armando gresca en el vestíbulo. Decía que no sé qué cosa era una vergüenza. Gritaba a un celador, muy cerca, a la cara. El celador estaba empezando a perder la paciencia. Un espontáneo aconsejaba al alborotador que fuera al cuartel de la Guardia Civil que había enfrente y pusiera una denuncia, pero que dejase trabajar. Cuando se dio la vuelta, vi que el hombre indignado tenía un corte en la frente y sangre seca por un lado de la cara.
—¡Si yo fuera una mujer, esto sería bien distinto! ¡Yo le hago esto... —dijo señalándose la herida—, menos que esto a una tía y ya estoy preso! ¡Leyes fascistas de mierda! ¡Es discriminación! ¡Nos van a comer por los pies, eso es lo que va a pasar!
Pasó junto a mí y salió de la sala dejando un penetrante olor a colonia de hombre. Se quedó un ambiente raro, que nada tenía que ver con el perfume, una tensión y una vergüenza con miradas que parecían querer disculpar un comportamiento, como si todos fuésemos responsables de los demás. Me acerqué al mostrador, les conté lo que me pasaba y me mandaron a la sala de espera, a esperar a que dijeran mi nombre. Miré mi mano e intenté rotarla. Me latía y no paraba de imaginarme los huesos partidos y los tendones hinchados. Pero ese hombre gritando me había sacado por un instante de mi dolor y, de alguna manera, me había puesto de mejor humor.
Sophie entró cuando me llamaban para examinarme. Me hicieron una radiografía y vieron que me había roto el cúbito, pero gracias a la muñequera del patín, el hueso no se había desplazado. Y nos mandaron al hospital para que me escayolaran. Desde el ambulatorio les enviarían la radiografía por Internet.
La espera en el hospital fue eterna. Tras una hora larga, nos atendió un médico que me inyectó un calmante, con lo cual la hora posterior fue menos agónica. Sorpresa, la radiografía no había llegado, aquello hubiera sido demasiado guay. Así que me mandaron a hacerme una nueva. Sophie no decía ni pío.
Al día siguiente me puse a dieta. Ya que iba a estar bastante tiempo sin patinar, ni casi valerme por mí mismo, debía tomar algún tipo de control sobre mi vida. Eliminé el azúcar y el noventa por ciento de los cereales. Ni pasta, ni pan ni arroz. Solo proteína, verdura, fruta y algo de pan integral en el desayuno. Cuando me quitaron la escayola pesaba cuatro kilos menos.
Una semana después, el 20 de junio, nos casamos y nos apuntamos al gimnasio. Tengo en casa una elíptica y un juego de pesas que llevaban años cogiendo polvo. Necesitaba el estímulo externo, la obligación del compromiso. Para entrenar solo en casa hace falta mucha voluntad y autodisciplina. En mi pueblo no hay un gimnasio privado, vamos al polideportivo municipal, una nave enorme donde hay un pequeño gimnasio, canchas de baloncesto, pistas de pádel, etc. Nos hacían un precio muy bueno por familia. Bruno se apuntaba a patinaje y nosotros podríamos disfrutar de la sala de musculación y de todo tipo de clases. Pilates, bodypump, crossfit, TRX, spinning, yoga... Empezamos con fuerza, íbamos casi a diario. Las dos primeras semanas, las agujetas fueron terribles. Pero el cuerpo se acostumbra a todo. Al cabo de un tiempo, una clase me sabía a poco y entraba a otra. Tres meses después había perdido seis kilos más.
Sophie estaba fuerte. Ella siempre había sido fibrosa y delgada. Pero ahora, a sus cuarenta y cinco, estaba como una roca. Recuperamos cierto rollo sexual. Nos subimos a una ola que llegaba a la playa a última hora y disfrutamos de nuestros nuevos cuerpos. Ya no la aplastaba contra el colchón. Follar conmigo no era como retozar con un puf lleno de aceite. Y los dos podíamos aguantar en posición de tabla mucho más tiempo sin siquiera despeinarnos.
De seguir todo así de bien, en un año estaríamos sin más deudas que la casa, y más en forma de lo que había estado en toda mi vida.
Conforme entrábamos en el otoño y la rabia por la muerte de mi madre comenzó a mitigarse, se hizo más evidente el problema: Sophie y yo nos estábamos aburriendo. Necesitábamos un cambio en nuestras vidas.
Si me hubieran preguntado entonces, no se me habría pasado por la cabeza jamás que en menos de un año acabaría matando a alguien.