La banda de rock Al Borde del Abismo tenía una maldición. Las solistas nos duraban un chasquido de dedos, una semana la última, la mayoría gracias a Leo y a su solidaria bragueta dispuesta a abrirse a la menor ocasión y jodernos.
Fui detrás de la última cantante después de que le gritase no sé qué mierdas de una prima lejana que había resultado no serlo, pero llegué tarde. Al otro lado no estaba Estrella. En su lugar había una morena con una blusa blanca, zapatos de tacón de aguja y un pañuelo rojo de lunares anudado al cuello.
—No puedes estar aquí, princesa. —Levantó el rostro y se irguió. Tenía los labios carnosos, piel blanquecina, y el pelo liso con flequillo recto le tapaba parte de la cara.
—¿Quién lo dice?
—El cartel de propiedad privada. —Se lo señalé con la barbilla y me apoyé contra la pared con los brazos cruzados a la altura del pecho para estar cómodo durante el entretenimiento, que se preveía largo.
Tal y como sospechaba, la desconocida no confió en mi palabra y tuvo que comprobarlo por sí misma. Aproveché para sacar del bolsillo uno de los chupachups que me apaciguaban el mono por dejar de fumar, quitarle el plástico y metérmelo en la boca. Era de cereza.
Permanecí en la misma postura relajada hasta que ella me devolvió la atención con los humos rebajados.
Era una niña bien, pijita y orgullosa.
Mona.
—¿Qué es este sitio?
—La exclusiva terraza del backstage de los músicos en Ruido —aclaré sin dar más explicaciones.
—Parece un simple callejón. —Arrugó la nariz y chupé el caramelo estudiándola fijamente.
Sus ojos persiguieron el movimiento del chupachups por mi boca a lo largo de la mandíbula cuadrada y, al darse cuenta de que la estaba observando, las mejillas se le tiñeron de un rosáceo terriblemente adorable.
—¿Querías algo?
—No, ya me iba para dejarte en tu... ¿reservado al aire libre estaría bien?
—Perfecto. —En ese instante clavó sus ojos verdes en los míos, sosteniéndome la mirada, y advertí que estaban enrojecidos e hinchados.
—¿Todo bien, princesa?
—La alergia, por la noche, se dispara. Un horror —le restó importancia y, sin más, se despidió con la mano y dio media vuelta para marcharse.
Antes de salir a la luz, se alisó la falda y se peinó la camisa con los dedos. Pensé que era guapa, estirada y lo opuesto a mí, sí, pero bonita. Leo no habría terminado aquella conversación sin su teléfono. Sin embargo, yo no era el capullo de mi mejor amigo y la olvidé en cuanto dobló la esquina y se perdió entre la gente.
Esperé diez minutos fuera hasta que fue evidente que Estrella no volvería.
Dentro aguardaba el resto de la banda.
Enzo, nuestro dulce guitarrista de pelo infinito negro, amante del cuero, los tirantes y la plata, fue el primero en hablar.
—¿No ha habido suerte con Lucía?
—¿Veis? —Nuestro solista, Leo, se benefició de la información tirado en el sofá como si nada—. No siempre es por mí.
—El noventa y nueve por ciento de las veces... —refunfuñó Enzo en voz baja—. ¿Cómo lo arreglamos? Hijos de una Hiena está a punto de acabar. Somos los siguientes en salir al escenario.
Antes de que lo hicieran sabía que todos me mirarían suplicantes.
—No.
—Vamos, tío, eres nuestra única esperanza. —Leo se puso en pie de un salto y me dedicó su sonrisa infalible.
—Conmigo no funciona.
—Hagamos un trato. Prometo no tirarme a la próxima solista si a cambio hoy, solo esta noche, tú cantas. —El muy cabrón me conocía mejor que nadie y sabía que lo mío era el bajo, componer y muy de vez en cuando hacer la segunda voz. Nada de aferrarme al micro.
Pero llevaba razón. Teníamos poco margen de maniobra, ningún contacto en la agenda al que llamar para situaciones urgentes, y la oportunidad de tocar en aquel garito pendiendo de un hilo que se cortaría si los dejábamos tirados un jueves universitario con la sala a reventar de personas a la hora en la que más caja hacían.
En realidad, no tenía opción.
—Vale. —Me rodeó los hombros con el brazo para celebrarlo mientras trataba de despeinarme con la mano—. Como nos la vuelvas a liar, te la corto.