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SEÑORA, ¿HABÉIS SIDO ENVENENADA?

Madame, réponds moi, je vous en supplie, avez-vous été empoisonnée?

Pocos de los presentes en la alcoba no entendieron la exhortación y la pregunta, formuladas en el idioma común de su destinataria y de quien las había formulado: «Señora, respondedme, os lo ruego, ¿habéis sido envenenada?».

El conde de Rebenac, embajador en España de Luis XIV, el rey cristianísimo, había dado de repente un paso adelante, aproximándose de manera muy inconveniente al lecho de la moribunda. Lo había hecho aun a sabiendas de lo inoportuno de su conducta, con la insolencia de un cómitre. Ese ademán, tan impropio de un diplomático, del que solo se esperaba, y más en esos instantes, circunspección y mesura, provocó un runrún de estupor entre los muchos cortesanos que se agolpaban en esa alcoba del alcázar madrileño en la que la luz de un alba gris, monástica, se colaba desmayadamente a través de las junturas de los cortinones.

—Pero ¿qué decís? ¡¿Qué hacéis?! ¡¿Cómo osáis...?!

El embajador hizo caso omiso de aquellas preguntas que eran más recriminación que interrogaciones. Tampoco sabía quién o quiénes las habían formulado, eran solo unas voces estuporosas a sus espaldas.

Le daba igual, no había podido contenerse.

Había advertido que los quejidos y lamentos de la reina yacente habían menguado, que un brillo de lucidez refulgía en sus pupilas contraídas por el dolor, y había adoptado una decisión que era tan precipitada como irrevocable. Se había acercado cuanto había podido al lecho de la enferma, abriéndose paso entre galenos, clérigos, damas, meninas y dueñas. Había sorteado los brazos casi alzados de la duquesa de Alburquerque, la camarera mayor de la reina, que, trastornada, había intentado evitar que el francés se aproximara al lecho más de lo que el protocolo le permitía. Que era nada. Había oído a sus espaldas los murmullos escandalizados del conde de Mansfeld, el embajador del Imperio, con el que hasta esos instantes había estado en conciliábulo en un rincón del cuarto junto con don Juan Pesaro, plenipotenciario de la Serenísima, y el nuncio del papa, monseñor Marcelo Durazzo.

Los cuatro habían estado conversando en voz baja sobre la sucesión en el trono de España en el supuesto, que ahora veían todos ellos muy cercano, de que la reina muriese: daban por hecho que el rey católico, débil de sangre y de espíritu, no iba a sobrevivir mucho tiempo a su esposa, a quien adoraba. Y ante la ausencia de un heredero natural, ya se hacían cábalas acerca de cómo las más principales monarquías europeas iban a repartirse ese imperio donde no se ponía el sol. Había sentido un pellizco de preocupación y de lástima cuando había logrado divisar el rostro palidísimo de la reina María Luisa de Orleans, luz de París, lirio de Francia, su cabello negro ahora sin lustre, su hermosura velada por el sufrimiento, su cuerpo empequeñecido entre sedas, damascos, almohadones y cobertores, los labios blanquecinos, el sudor que perlaba su frente a pesar de que la temperatura de la alcoba real se enfriaba con el alba por momentos. Y había tenido que hacer un considerable esfuerzo para que la voz le sonara clara, había tenido que tragar con fuerza para poder hacerle la pregunta que pugnaba en su garganta, esa pregunta que, implacable e inconveniente, había escandalizado a quienes la oyeron.

Pero había tenido que hacerla.

Estaba seguro de que su rey, el rey de Francia, le iba a exigir, en cuanto el óbito, que todos sabían inminente, se produjera, la expedición de despacho urgente informando de las causas de la muerte de su sobrina en plena juventud. ¿Y quién mejor que la propia reina para responder mientras pudiera (y ahora parecía que podía, que estaba en un intervalo de claridad mental) a la cuestión sobre la que el rey Luis iba a exigirle una respuesta clara y taxativa? Por eso había dado el paso adelante y de esa manera desconsiderada e intempestiva había hecho aquella pregunta: «Señora, respondedme, os lo ruego, ¿habéis sido envenenada?».

Mientras se acercaba al lecho había rememorado las palabras que solo cuatro años antes había dejado escritas su padre, el marqués de Feuquières, a quien había sustituido en la embajada por graciosa concesión del sire: «La reina de España está en muy grave peligro. Se la ha procesado secretamente por crimen de aborto y sus enemigos no tropezarán con dificultad ninguna para aducir a modo de prueba cuantos falsos testimonios necesiten. Temo que el rey, por debilidad de carácter, la sacrifique al frenesí popular». La reina María Luisa, pensaba el conde, estaba en peligro, siempre lo había estado, y ahí yacía ahora, moribunda. Y aunque ese secreto procesamiento había quedado finalmente en un bulo, no lo era el grave peligro en que la sobrina de Luis XIV se hallaba en la corte del rey católico, el débil Carlos. Ese peligro que parecía haberse hecho realidad. Así que al conde de Rebenac, tan comedido y prudente siempre como el buen diplomático que era, no le había importado transgredir todas las reglas.

Ahora había dado un nuevo paso adelante, sorteando brazos que intentaban contenerlo, casi tocaba ya las sábanas de seda de la cama de la reina, entreveradas de tiras bordadas, y había repetido con la voz llena de urgencias aquella pregunta:

—Señora, ¡¿habéis sido envenenada?!

Oyó cuchicheos espantados que salían del grupo de damas que rodeaban el lecho. Vio cómo la duquesa de Alburquerque elevaba los ojos al cielo, muda de horror. Cómo otras damas se escandalizaban. Pero vio también cómo refulgía ese brillo débil en los ojos de la reina María Luisa, antes apagados como velón sin pabilo. Y se dio cuenta de que la enferma intentaba humedecerse los labios con la punta de la lengua, como si se dispusiera a hablar.

Y entonces un silencio sobrecogedor, eucarístico, se hizo en la estancia. Pero duró tan solo lo que dura un parpadeo. Fue el confesor de su majestad el rey, el dominico fray Pedro Matilla, que también había acudido al auxilio espiritual de la reina junto al confesor de esta el jesuita Guillermo Herault, quien lo quebró con su voz recia.

—Señora —interrumpió, dirigiéndose a la joven reina doliente, cercenando la respuesta que el embajador francés había intuido, y su voz tenía el tono de las órdenes que el sacerdote imparte al penitente contumaz—, no acuséis a nadie y ofreced a Dios el sacrificio de vuestra muerte.

El conde de Rebenac vio cómo las pupilas de María Luisa se desplazaban desde sus ojos hasta los del dominico, y cómo luego regresaban a él. Y repitió entonces, por tercera vez, su pregunta, sin hacer caso de la cólera que habitaba en la mirada del clérigo.

—Debéis responderme, madame. Deben dejar ustedes que me responda. El sire necesitará saberlo. ¡Yo necesito saberlo, señora! ¿Habéis sido envenenada?

¡Monsieur! —intervino al fin la duquesa de Alburquerque, la camarera mayor de la reina—. ¡Creo que ya es suficiente...! No son modos ni momento. Y ahora, deben desalojar la alcoba, todos ustedes. No estamos en Francia, por Dios, con sus horribles costumbres de llenar de cortesanos las alcobas de los reyes enfermos. Su majestad necesita silencio y descanso.