Perdido y desorientado, alzó la vista para encontrarse con aquellos altos y siniestros árboles que le observaban como unos gigantes bajo el rocío de la noche. A cada paso parecían crecer, rodearle más y más con sus inmensos brazos en forma de ramas. Sabía que no querían que encontrase la casa y le estaban atrapando como una espesa bruma. El bosque reclamaba su espíritu para preservar los secretos de Thornwick.
Entonces sintió un silencio perturbador, hiriente. Nunca había sentido nada parecido. Era un grito desgarrador en la nada más absoluta, retumbando como un trueno. De repente surgió de la nada. Un chispazo en la tiniebla. Dejó de caminar y se quedó totalmente inmóvil. De nuevo, exactamente como su memoria la conservó durante años. Estaba en casa. Las ventanas eran una mirada penetrante; el caño de la chimenea, una nariz esbelta; el portón, unos labios cerrados, y la verja, una sonrisa triste.
Comenzó a caminar despacio, sin atender a los enormes hierbajos o a las tejas que faltaban. Respiró hondo y vio el vaho salir de su boca. Allí estaba, en casa. La casa de su infancia. La casa donde todo empezó.
La escritura es, probablemente, una de las terapias más extendidas y accesibles de todos los tiempos. Sentarse ante el papel y el lápiz, la máquina de escribir, el teclado del ordenador… Las formas habrán cambiado al ritmo marcado por la tecnología, pero el fondo ha permanecido invariable: escribir ha sido un ejercicio de introspección a lo largo de la historia, un viaje por nuestro mundo interior donde hurgamos en nuestras propias heridas para que sanen definitivamente.
Todo cabe en ese trayecto que viste de letras al papel desnudo. Sea ficción o relato biográfico, cada libro esconde unos renglones dirigidos por un autor hacia el claro mensaje de comunicar algo: algo que es misión del lector averiguarlo página tras página.
La especialista en técnicas narrativas Silvia Adela Kohan decía: «Transforma tus fantasmas en palabras para que molesten menos». Es una manera brillante de expresar que la escritura es terapéutica, sanadora, un bálsamo para quien escribe y también para el lector, si conecta con la obra.
A pesar de tener tantos casos con esta extraordinaria característica, es inevitable no pensar en el paradigmático ejemplo de Anna Frank, cuyo diario no solo sería testimonio de un dramático episodio de la historia de la humanidad: también lo es de catarsis espiritual en el más absoluto de los horrores.
En el caso que nos ocupa, Lágrimas de ceniza es el trabajo más reciente del joven escritor Rubén Aído Cherbuy (Cádiz, 1990) y funciona también como una purificación propia. Realizado en plena pandemia de 2020, a las inseguridades personales de un período tan crítico y confuso se sumaban los miedos creativos intrínsecos a cualquier creador, máxime después de años de inactividad.
El terror a la página en blanco no por tópico es menos real, y su autor se enfrentaba a la renovación de ideas, la ruptura con los límites propios y la incertidumbre derivada de la situación social, de manera que la composición de este relato de sufrimiento y expiación era la válvula de escape que necesitaba, sin saber, paradójicamente, cuánto la necesitaba.
Lágrimas de ceniza es una historia compleja, madura, donde las luces y las sombras de sus personajes se mezclan con sus propias cenizas físicas y psíquicas: la simbología del relato disfraza un amplio espectro de perfiles psicológicos que abarca desde la resignación a la negación, pasando por la cólera o la superación, para abordar una trama donde la incertidumbre y las dudas sobre hechos del pasado han marcado el presente de los protagonistas.
Situada en un pueblo ficticio de Inglaterra y centrada en dos etapas tan diferentes como comienzos de los 80 y finales de los 90, Lágrimas de ceniza nos plantea una terrible tragedia en el seno de una pequeña comunidad a manos de James Chapman, desaparecido la misma madrugada del suceso. La aparición de su cuerpo años después, justo en el mismo lugar, motivará a su hermano mellizo, Jason, a desplazarse a su hogar de origen para tratar de encontrar las respuestas a esas preguntas que le atormentan. Sin embargo, el hermetismo y los pactos de silencio instaurados le enfrentarán a los vecinos, que parecen más interesados en mantener el misterio en torno a lo que ocurrió realmente aquella noche de 1982.
Conjugando temas tan universales como la familia, la religión, el dolor, la decepción o la muerte, junto a otros tan controvertidos para la época como el adulterio, Lágrimas de ceniza despliega un ramillete de personajes que removerán al lector, provocándole compasión o rechazo, pero nunca indiferencia: la visceralidad de su universo, tan impredecible como refrescante por lo políticamente incorrecto, gustará tanto a los amantes de la novela negra como del género dramático.
Dice el psiquiatra Boris Cyrulnik, en su Escribí soles de noche (Gedisa), que expresar las heridas del alma permite tomar distancia de nosotros mismos y de la realidad, facilitándonos la digestión de experiencias y permitiéndonos que estas adquieran un significado propio: nos potencia la resiliencia, fagocitar lo malo para transformarlo en un aprendizaje con el que evolucionar y crecer en positivo. Y ese es el espíritu de Lágrimas de ceniza: un diálogo interno y una purga personal a través de una crónica de los sentimientos humanos donde los tuyos, en mayor o menor medida, también aparecerán reflejados.
Disfruta del viaje.
Sergio Díaz
Psicólogo y escritor