Comencemos distinguiendo la alegría de la felicidad, dos conceptos que a menudo se confunden pero que no son lo mismo. Según el Diccionario de la Real Academia, la «felicidad» (del latín felicitas) es un estado de ánimo producido cuando la persona se siente plenamente satisfecha por haber conseguido lo que desea. También se refiere a la circunstancia o suceso que produce ese estado. Así pues, la felicidad es un estado temporal de satisfacción, en el que la persona se siente bien, sin malestares y sin preocupaciones. Sinónimos de felicidad serían ventura, suerte, bienestar o fortuna.
Por su parte, el término «alegría» puede venir del latín alicer o alecris, que significa «algo vivo y animado», o del griego gaio-gaurus-gauro, que quiere decir «fiarse de las propias fuerzas», o sea, conocerse y aceptarse. En efecto, la palabra puede tener el sentido de satisfacción, gozo o regocijo (por ejemplo, el tercer domingo de Adviento se denomina gaudium, que significa que los cristianos están alegres porque tienen la certeza de que en breve nacerá Jesús). Pero hay un segundo origen, laetitia, que significa «la alegría de estar aquí» (el cuarto domingo de Cuaresma se denomina laetare, que quiere decir que la Pascua está cerca, o sea, que la espera termina, momento en el que, por ejemplo, los sacerdotes pueden utilizar el color rosa en su vestimenta). En este sentido, la Real Academia Española define la alegría como un «sentimiento de placer producido por un suceso favorable, que suele manifestarse con un buen estado de ánimo», pero también se refiere a la cosa o persona que causa ese sentimiento. Además, añade otra definición, que es la satisfacción y la tendencia a la risa o a la sonrisa. Serían sinónimos de alegría palabras como contento, regocijo, júbilo, fiesta, satisfacción, placer o gozo.
A lo largo de la historia, la alegría y la felicidad han sido objeto de estudio por parte de los filósofos. La felicidad se ha estudiado en el campo de la ética, entendiéndola como uno de los fines, retos o aspiraciones de nuestra existencia.
Sócrates, Platón y Aristóteles pensaban que la felicidad dependía de nosotros mismos, y que, por tanto, era algo intencional que se relacionaba directamente con nuestro crecimiento personal. Sócrates dijo: «El secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar con menos». Es decir, la felicidad no dependería tanto de los acontecimientos o de la satisfacción de nuestros deseos como del trabajo activo que cada cual hace consigo mismo para aprender a disfrutar de los pequeños sucesos que conforman la vida.
Para Platón —discípulo de Sócrates—, la felicidad también depende de uno mismo y no del entorno o de lo que sucede fuera, mientras que para Aristóteles la felicidad sería la finalidad última de la existencia. Es decir, el sentido de nuestra vida sería lograr la felicidad, que se basa en la autorrealización y se consigue ejerciendo la virtud. Aristóteles pensaba que, para algunos, la felicidad era tener honores, ser reconocido y tener prestigio, mientras que para otros consistiría o bien en tener deseos y poderlos satisfacer, o bien en poseer conocimientos y aprender. Sin embargo, consideraba que la riqueza no es felicidad, sino un camino para lograrla. O sea, la riqueza nunca es un fin en sí misma. Y no le faltaba razón. De hecho, en España tenemos un refrán, «el dinero no da la felicidad», que refleja a la perfección lo que ya planteaba Aristóteles hace dos mil cuatrocientos años.
El pensamiento de Aristóteles está muy relacionado con el concepto actual de las motivaciones. La motivación es aquello que impulsa y mantiene un comportamiento. El psicólogo estadounidense David McClelland señala tres tipos de motivación en los seres humanos: el logro, el poder y la necesidad de afiliación. Hay personas cuyas motivaciones están encaminadas a conseguir algo —un trabajo, una posición económica—, y solo se sentirán satisfechas si lo logran. Un segundo grupo de personas lo formarían aquellas a las que, principalmente, les mueve el poder, por lo que sus acciones siempre se dirigen a tener influencia sobre los demás. Y, por último, un tercer grupo compuesto por personas que se guían por una necesidad de afiliación o de pertenencia; son personas que trabajan bien en equipo, porque tienen en cuenta las necesidades y motivaciones de los demás.
En realidad, compartimos los tres tipos de motivación, y una puede destacar sobre las demás según el momento y las circunstancias en la que nos encontremos. A lo largo de nuestra vida nos regimos por la consecución de un logro, por tener influencia sobre los demás o por formar parte de un grupo determinado. Sea como fuere, el resultado de la realización de esa motivación —la que sea— será una sensación placentera y de satisfacción, que, si es perdurable, como decía Aristóteles, nos proporcionará felicidad, que es el fin último de la existencia.
Para otros filósofos de la Grecia clásica, como Epicuro y sus discípulos, la felicidad es simplemente conseguir placer, por lo que el fin último de la existencia es la satisfacción de nuestros placeres, que son diferentes en cada persona.
En el siglo V, San Agustín de Hipona buscó incansablemente el sentido de la felicidad, tanto desde el punto de vista filosófico como teológico. Pensaba que la felicidad auténtica no se consigue a través de bienes o hechos que por definición son temporales, sino que lo que proporciona la verdadera felicidad es la sabiduría interior, que nos permite conocer a Dios. Para él, como para Aristóteles, el objetivo último de la existencia es alcanzar la felicidad, aunque, como cristiano, esta no pasa por la satisfacción de deseos terrenales, sino dando un sentido de trascendencia a nuestra existencia.
San Agustín describe las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, virtudes que dirigen nuestra vida hacia el conocimiento y la experiencia de Dios, así como las otras virtudes —descritas originariamente por Platón en Fedro—: la fortaleza, la prudencia, la justicia y la templanza, que nos permiten ser mejores personas y vivir en sociedad.
Buda también pensaba que la felicidad era el objetivo de nuestra vida y que se lograba día a día, aunque nunca se llega a alcanzar completamente porque las metas van cambiando. Para él, a diferencia de Aristóteles, la felicidad no es el fin último, sino el camino. De ahí la frase «No hay camino a la felicidad, la felicidad es el camino».
El premio Nobel Bertrand Russell (1872-1970), filósofo y matemático británico, fundador de la filosofía analítica, pensaba que la conquista de «la felicidad es el amor, porque rompe el ego y supera la vanidad». Es decir, la persona es feliz cuando se olvida de sí misma y es capaz de pensar en los demás: «La buena vida es una vida inspirada en el amor y guiada por el conocimiento». Pongamos un ejemplo: si vas por la calle y ves a una persona mayor que quiere cruzar y necesita ayuda, si decides dársela, te sentirás satisfecho y contento. Seguramente, alguien la habría ayudado, pero el hecho es que has sido tú el que ha marcado la diferencia. Esto se relaciona con lo que les sucede a los enfermos de depresión, cuyo pensamiento está únicamente centrado en sí mismos, en lo mal que se encuentran, en lo tristes que están, en la incapacidad que tienen de disfrutar de las cosas. Cuando el paciente empieza a mejorar, se olvida un poco de sí mismo y es capaz de pensar en los demás. Es entonces cuando nos damos cuenta de que su ánimo empieza a mejorar.
En 1930, Russell escribió La conquista de la felicidad, donde, en la introducción, dice: «He escrito este libro partiendo de la convicción de que muchas personas que son desdichadas podrían llegar a ser felices si hacen un esfuerzo bien dirigido». Es decir, la felicidad no depende del azar, y la podemos alcanzar si nos esforzamos y ponemos todo nuestro empeño en el camino que nos lleva hasta ella. Russell también apuntaba que una de las razones por las que no llegamos a alcanzar la felicidad es porque estamos demasiado preocupados por nosotros mismos y por nuestras posesiones: «Lo más difícil de aprender en la vida es qué puente hay que cruzar y qué puente hay que quemar». Dicho de otro modo: no logramos la felicidad porque no sabemos qué es lo que buscamos: desconocemos lo que nos produce la felicidad y la confundimos con la satisfacción de nuestros placeres o con la obtención de alguna meta efímera. El estado de satisfacción pasará, porque siempre surgen cosas nuevas o porque necesitamos más para continuar siendo felices. Por eso es importante pensar que la felicidad es un camino, un proceso dinámico que cambia en función de las circunstancias, pero que está muy relacionado con el sentido que le damos a nuestra vida y con nuestra actitud.
También George Sand (1804-1876), pseudónimo de Amantine Aurore Lucile, baronesa de Dudevant, amante del compositor Frédéric Chopin y autora de frases tan célebres como «No hay que desanimarse nunca. Los sueños vuelan, pero el trabajo queda», o «No ames a quien no admires, el amar sin admiración solo es amistad», reflexionó acerca de la felicidad. Para ella, la felicidad es un estado que puede lograrse cuando somos capaces de amar y de ser amados. Sand pensaba que el amor —sentirse querido y querer— es lo que nos permite alcanzar ese estado de satisfacción plena. Porque la felicidad no es compatible con el egoísmo; siempre tiene que ser compartida. En efecto, somos felices cuando hacemos felices a los demás. Y no es una simple frase hecha. Es cierto que el ser humano es egoísta y piensa en qué es lo que le motiva. Sin embargo, si no nos centráramos tanto en nosotros mismos y le dedicásemos un poco más de tiempo a quienes tenemos alrededor —familia, amigos, compañeros de trabajo—, seríamos más felices.
Hay autores que van aún más lejos, como Immanuel Kant, filósofo de finales del siglo XVIII, para quien «la felicidad, más que un deseo, alegría o elección, es un deber». Es decir, el ser humano debe aspirar a la felicidad, que no depende ni del destino ni de los demás, sino únicamente de uno mismo, y que viene determinada por la personalidad, por los valores y por las motivaciones de cada persona. Para Kant, cuando hacemos lo que debemos, estamos actuando de acuerdo a la ética y a la moral, no así cuando actuamos por intereses o deseos individuales. Actuamos correctamente porque debemos, no porque vayamos a conseguir un determinado resultado. Solo esa manera de actuar en función del deber es moralmente buena y generosa. La contraria sería individualista y egoísta.
Si, por ejemplo, rechazamos un comportamiento porque no es bueno o porque no lo hacemos con buena voluntad, estaremos actuando con principios morales. Por el contrario, si no lo hacemos o lo rechazamos por miedo a las consecuencias, nos estaríamos guiando por nuestros intereses y no por la buena voluntad. Es decir, hay que hacer el bien porque sí, no porque nos vayan a felicitar o a castigar… En esto consiste la moral. Si, por ejemplo, decido pasar la tarde con mi abuela para que no se enfade conmigo, no estaré realizando un acto de buena voluntad, sino un acto interesado. Por el contrario, si la visito porque sí, porque quiero hacerlo, será un acto de buena voluntad. En última instancia, son estos actos los que nos hacen dignos de ser felices o de alcanzar la felicidad.
Søren Kierkegaard, filósofo y teólogo danés del siglo XIX, uno de los fundadores de la psicología existencial, en su libro El lirio y el pájaro, reflexiona también sobre la felicidad y piensa que no depende de la posesión de ningún bien o de la satisfacción de ningún deseo concreto, sino que es «un sentimiento global que hace plena la existencia del hombre». Asimismo, consideraba que la angustia que siente el hombre le viene de plantearse el sentido de su propia existencia y que, por tanto, aquellas personas que dediquen tiempo a profundizar en ellas mismas tenderán a angustiarse más.
Por el contrario, para el fundador del nihilismo, Friedrich Nietzsche, que negaba la existencia de todo principio religioso, político y social, la felicidad es una pérdida de tiempo porque nunca se llega a alcanzar. Tratar de que en nuestra vida no surjan cosas, personas, situaciones que nos hagan preocuparnos no es real, porque siempre aparecerán preocupaciones. Al contrario, el objetivo de nuestra vida debería ser trabajar, tener conocimientos, hacer…, es decir, buscar un propósito, una meta, un por qué vivir y no solo un para qué vivir. Para Nietzsche, la felicidad es la fuerza vital que nos ayuda a buscar un sentido a nuestra vida, un propósito. El fin último, por tanto, no sería la felicidad, sino el propósito que perseguimos, la meta que deseamos alcanzar. Así pues, ese estado global de plenitud del que hablaba Kierkegaard en sí mismo es imposible, porque es efímero y transitorio.
«Quien tiene un porqué puede soportar cualquier cómo», dijo Nietzsche. Esta frase, además, resume a la perfección el pensamiento de Viktor Frankl (1905-1997), psiquiatra y autor de El hombre en busca de sentido. Frankl, que pasó tres años de su vida en varios campos de concentración, logró sobrevivir al Holocausto y fundó la logoterapia, una forma de psicoterapia que ayuda a buscar el sentido de la existencia propia para superar nuestros malestares. Frankl pensaba que el hombre había dejado de ponerse metas y, como Nietzsche, estaba convencido de que la vida sin ellas no tiene sentido. Si creemos que la felicidad es un estado de ánimo que debemos alcanzar, nos estaremos equivocando, porque la felicidad no es la causa, sino la consecuencia de que en nuestra vida haya metas y valores. Debemos luchar por convertirnos en quienes de verdad queremos ser, porque solo eso nos dará felicidad.
Obviamente, todos queremos ser felices, pero muy pocos se atreven a afirmar que lo son o que en este momento —aquí y ahora— se sienten satisfechos con lo que tienen. Saben que surgirán nuevos desafíos y que siempre querrán o necesitarán algo más. Por eso es importante reflexionar sobre lo que dijo San Agustín: «No es más pobre el que menos tiene, sino el que más necesita para ser feliz», una idea que enlaza con esta frase tan certera del director y productor de cine Will Smith: «Gastamos dinero en cosas que no necesitamos para impresionar a gente a la que no importamos».
Sigmund Freud (1856-1939) definió la salud mental como «la capacidad de amar y de trabajar», una frase que podría parecer obvia, incluso absurda, a no ser que reflexionemos un poco sobre su verdadero significado. Freud entendía la felicidad como la capacidad de tener sentimientos positivos, altruistas —no egoístas— hacia los demás, combinada con la de ser útiles a la sociedad, y no solo trabajando de manera remunerada, sino actuando y colaborando en cualquier proyecto dirigido a ayudar a los más desfavorecidos, o, sencillamente, ocupándose de las tareas del hogar y del cuidado de los seres queridos.
Esto lo hemos podido comprobar con la situación creada por la pandemia de la Covid, que nos ha hecho más conscientes de la importancia que tienen personas a las que antes apenas prestábamos atención: me refiero a los trabajadores de los supermercados, a los conductores de autobús, a los sanitarios y farmacéuticos, a las cuidadoras de personas dependientes… Son trabajos que requieren tiempo, esfuerzo y dedicación. Y todo con un único propósito: conseguir que los demás estemos bien.
Hay muchas personas que, cuando llega el momento de la jubilación, creen que sus vidas han dejado de ser útiles, que han dejado de servir a la sociedad. Se sienten invisibles, aislados, apartados, como si ya no tuvieran ningún valor. Sin embargo, esas personas poseen sabiduría y experiencia, dos cualidades que la sociedad en su conjunto debería apreciar mucho más. El sentido de la vida va cambiando con el paso del tiempo y, sin duda, debe adaptarse a la realidad, pero ni mucho menos eso significa que una persona deje de tener valor cuando sale del mercado laboral. Los japoneses se han dado cuenta, y por eso valoran mucho a sus mayores, que son los que han construido la sociedad.
En definitiva, la felicidad sería ese estado en el que una persona ha logrado alcanzar el sentido de su propia existencia. Desde un punto de vista psíquico, se trata de un proceso enormemente complejo, porque la felicidad no es permanente, no es un punto fijo, sino que está en constante evolución. Como bien dijo el escritor Joseph Conrad (1857-1924), «la felicidad es un estado pasajero de locura, la felicidad es hacer lo que se desea y desear lo que se hace, la felicidad no es un sentimiento, es una decisión, la felicidad consiste simplemente en que el mundo interior de la persona esté en total armonía con el mundo exterior, la felicidad no es una estación a la que se llega, sino una forma de viajar».
La alegría, a pesar de ser un sentimiento muy común, no ha sido tan estudiada como la felicidad por filósofos y antropólogos. Aun así, algunos autores de la Antigüedad intentaron explicarla, definirla y diferenciarla de la felicidad. Es el caso de Cicerón, que consideraba que «la alegría es un estado del alma que, confrontado con la posesión de un bien, no pierde su serenidad». Es decir, se trata de un sentimiento de plenitud y de disfrute que surge como respuesta a algo que ha sucedido.
Para el cristianismo, la alegría es la consecuencia de vivir todas las demás virtudes, como la fortaleza, la templanza, la justicia y la prudencia, sin olvidar la fe, la esperanza y la caridad. Así, el Pastor de Hermas, uno de los primeros escritos cristianos (siglo II), señala que «todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza. Pero el hombre triste obra el mal». Por su parte, Tomás de Aquino, en su tratado sobre las pasiones recogido en el libro Suma Teológica, considera que la alegría es un sentimiento que puede ser racionalizado. Únicamente el ser humano es capaz de experimentar alegría, a diferencia de los animales, que solo experimentan placer. Por ello, él relaciona la alegría con una de las virtudes teologales, quizá con la más importante, que es la caridad, que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Por tanto, para santo Tomás, la alegría está directamente conectada con el amor verdadero, con el amor desinteresado a los otros.
Pero la alegría también se relaciona con otro sentimiento clave de la existencia: la esperanza. Así lo explicó Pedro Laín Entralgo en su ensayo de 1967 La espera y la esperanza:
Cualesquiera que sean la índole de aquello que se espera y la interpretación teorética del hecho de esperar, nadie podrá negar que la esperanza entendida, en una primera aproximación, como la agridulce necesidad de vivir esperando, es uno de los hábitos que más profundamente definen y constituyen la existencia humana.
René Descartes, filósofo y matemático del siglo XVI, dedicó bastante tiempo a estudiar las emociones. En su tratado Las pasiones del alma distinguía seis emociones básicas: el amor, el odio, el deseo, la alegría, la tristeza y el asombro, y destacaba:
La alegría es una especie de gozo que tiene en particular el que su dulzura aumentó con el recuerdo de los males que se han sufrido y de los que uno se siente aliviado, del mismo modo que si se sintiera descargado de un pesado fardo que durante largo tiempo hubiese cargado sobre sus espaldas.
En el siglo XVII, Baruch Spinoza, filósofo de origen holandés, consideraba que la alegría era una de las tres emociones básicas, junto con la tristeza y el deseo, y que los demás sentimientos que experimentamos no son sino formas de alegría o de tristeza. Así, por ejemplo, el amor y la esperanza derivarían de la alegría, mientras que la ira y la rabia lo harían de la tristeza. Por su parte, Gottfried Leibniz, filósofo alemán, distinguía entre dos tipos de alegría: el primero sería la capacidad de disfrutar y el disfrute en sí (el gaudium), mientras que el segundo, mucho más terrenal, se refiere a ese sentimiento que se produce cuando conseguimos algo (la laetitia).
En este punto debemos diferenciar entre estar contento —cuando, por ejemplo, se consigue algo muy deseado— y estar alegre. Una persona está contenta cuando se siente conforme con lo que sucede y no busca más. Por el contrario, estar —ser— alegre es una forma de mirar el mundo que puede condicionar nuestro estado de ánimo, ya que nos inunda y nos domina. Por ello, cuando hablamos de que una persona es alegre nos estamos refiriendo a un rasgo de la personalidad que hace que esa persona tenga una tendencia natural a responder positivamente a lo que le sucede
A finales del siglo XVIII, el poeta Friedrich von Schiller escribió la Oda a la alegría, un bello poema que sirvió de base para la Novena sinfonía de Beethoven y que, desde 1972, es el himno de la Unión Europea, ya que se considera que reúne los valores por los que se fundó:
¡Alegría, hermoso destello de los dioses
hija del Elíseo!
Ebrios de entusiasmo entramos,
diosa celestial, en tu santuario.
Tu hechizo une de nuevo
lo que la acerba costumbre había separado;
todos los hombres vuelven a ser hermanos
allí donde su suave ala se posa.
Aquel a quien la suerte ha concedido
una amistad verdadera,
quien haya conquistado a una hermosa mujer,
¡una su júbilo al nuestro!
Aún aquel que pueda llamar suya
siquiera a un alma sobre la tierra.
Mas quien ni siquiera esta haya logrado,
¡que se aleje llorando de esta hermandad!
Todos beben de alegría
en el seno de la Naturaleza.
[…]
Búscalo más arriba de la bóveda celeste.
¡Sobre las estrellas ha de habitar!
Como vemos, la alegría es un sentimiento o una emoción agradable que se produce por un acontecimiento positivo, pero también es un rasgo de la personalidad, una disposición vital que hace que las personas alegres tiendan a ser optimistas y a ver el lado bueno de las cosas. Después de décadas estudiando las emociones —sobre todo la alegría y la tristeza—, he llegado a la conclusión de que esa disposición vital puede modificarse; es decir, podemos aprender a ser alegres y convertir ese rasgo en nuestra forma de ser. Todos podemos buscar experiencias que nos produzcan alegría, bienestar o gozo, pero, además, podemos buscar ser alegres, destacando siempre el lado positivo de lo que nos sucede, sean grandes acontecimientos o pequeños sucesos cotidianos a los que, por lo general, casi nunca prestamos atención. Porque, en efecto, la alegría se puede buscar y se puede encontrar.