Capítulo 1

¿QUIÉN ES AMANDA QUONG?

Era martes, ese día libraba y había dejado a los críos en el autobús del colegio. Andrés no comienza su jornada hasta las nueve de la mañana, así que apura el tiempo, como suele, haciendo compañía a la almohada. Los martes fregaba el rellano del tercero, cambiaba bombillas y fusibles y sacudía los felpudos de todo el edificio. La última, Candela, la vecina del 4A —que tiene la cabeza como una jaula de grillos—, llamó a la policía porque creía que le estaban robando el suyo.

En fin, que toda la casa, los sesenta metros cuadrados —cincuenta habitables, uno arriba, uno abajo— eran solo para mí. Mi momento. Me preparé un café en la taza adecuada: «Hoy va a ser un gran día», ponía, estampado con muchos colorines y acompañado por un poni con un cuerno en la frente que sonreía a más no poder.

El ordenador mostraba una hoja en blanco que me llamaba a la aventura. ¿Qué saldría de esta cabecita? ¿Con cuántas peripecias entretendría a mis millones de lectores? ¿Puede realmente un poni tener un cuerno en la frente? ¿Un unicornio se lo montó con un poni y salió un híbrido sonriente y optimista? El café se enfrió y tuve que volver a calentarlo. Oí una discusión que venía del descansillo: «Señora, que es lejía, que hay que desinfectar bien el suelo», decía mi marido, a lo que la mujer le respondía: «Pero es un olor insoportable y no me da la gana. Limpia con agua, Andrés».

Volví a mi habitación y me senté frente al ordenador.

Aquella mañana, el despertador sonó como siempre a las siete en punto. Sobre la mesa de ébano del salón había varias piezas de fruta tropical, zumo de mango, café y tostadas con mantequilla francesa, que Luca había dispuesto de manera meticulosa.

Los rayos del sol entraban a través de la ventana del ático de Manhattan —su residencia habitual— y daban directamente en un busto de Napoleón del siglo XIV, esculpido en mármol negro por un artista florentino, que había adquirido hacía unos pocos meses en una subasta en el SoHo.

En el contestador automático solamente había un mensaje y era de la noche anterior. Se trataba de Stefan Craig: «Nena, he tenido que parar a repostar mi jet privado en las Bahamas. Cenaré aquí y despegaré de madrugada. Otro día nos vemos». Amanda sonrió y se llevó a la boca la pequeña taza de porcelana china para dar un ligero sorbo al café de civeta, una infusión obtenida a partir de los granos de café que ingerían estos mamíferos. «Ya sabe dónde estoy», se dijo en voz alta.

Había conocido a Stefan años atrás, cuando este acudió como paciente a la clínica dental de sus padres y, desde entonces, era uno de sus mejores amantes y un buen amigo de la familia. Era también el dueño de una empresa de capital riesgo en horas bajas que operaba desde las torres Blue Hawks, unos rascacielos…

Entonces llamaron al teléfono fijo. Siempre he pensado que cuando llaman al fijo es para dar una mala noticia, que estamos en el siglo XXI y todo el mundo tiene móvil. ¿De qué hospital me llamarían? ¿Sería por alguno de mis hijos? Descolgué el teléfono y una voz de otro continente inició la conversación:

—Disculpe, ¿tiene usted mascotas? —La pregunta me tranquilizó.

—No, me dan alergia los perros y los gatos.

—Entonces está de suerte.

—¿No llama para venderme un animal?

—No, señora, mejor todavía. —Respuesta imprecisa: hay muchas cosas mejores que comprar un animal.

—Dígame entonces.

—¿Alguna vez se le ha caído el café en la blusa y no ha sabido cómo acabar con la mancha? —Me resultan curiosas las expresiones agresivas del tipo «acabar» con la mancha.

—Entonces, ¿lo que me quiere vender son unas tijeras? —Al otro lado del teléfono se oyó un resoplido y un ruido como de pasar hojas—. ¿Está usted bien? —pregunté.

—Sí, es que… yo… no sé… —La voz se volvió más frágil y se entrecortó hasta que dio paso a un llanto repentino.

—Escúchame, ¿cómo te llamas?

—Isabel, y sí, también tenemos tijeras. —Se oyó cómo se sorbía los mocos.

—Vale, Isabel, seguro que vas a ser buenísima en tu trabajo, yo me dedico a algo parecido a lo tuyo.

—Es que tengo un guión, pe… pero es mi primer día y mi supervisora ha salido a tomar café.

—¿No tenéis cafetera?

—Sí, señora, ¿le interesa?

—No, Isabel, quiero que estés bien. A ver, me querías vender algo relacionado con mascotas.

—Sí, señora, es… esto… un quitapelusas.

—Bien, y ¿cuánto cuesta?

—Treinta mil pesos.

—Isabel, cariño… Sabes que estás llamando a España, ¿no?

—¡Ay, me van a botar!

—No te van a echar; venga, mándame dos y cóbramelos en euros.

—¿De verdad?

Le di todos los datos bancarios y mi domicilio.

—Isabel, pasa muy buen día.

—Sí, señora, aquí son las tres y media de la mañana. —Cogió la última hoja de su guión y recitó con una alegría que se fue torciendo a cada palabra—. Muchas gracias por su compra. Por último, decirle que esta conversación ha sido grabada… y para garantizar un buen servicio, será estudiada por la supervisora del turno.

—Pues igual sí que te echan, Isabel.

Oí un último sollozo y colgué el teléfono.

«Bueno, pues a lo mío», me dije.

… Blue Hawks, un par de rascacielos situados en la zona empresarial de Park Avenue.

Se ven una vez cada dos semanas, cuando los compromisos de sus apretadas agendas se lo permiten. A Amanda no le importó demasiado el contratiempo; jamás en su vida ha necesitado de un hombre para sentirse realizada…

Aquella tarde había quedado con Conchita y Beatriz para ir a una sex shop que hay en el centro. Habíamos oído hablar de un aparato que succionaba el conejo y te dejaba baldada.

Ni siquiera Stefan, un tipo que usa todo tipo de artilugios para alegrar sus prácticas amatorias: tiene un columpio sexual, lubricantes de mil sabores y una colección de cipotes de todos los tamaños y colores.

Entonces, sonó el timbre de la puerta. Con la excusa de que se había dejado los guantes de limpiar, Andrés entro en casa y se tomó un café con leche sin azúcar.

—Qué, Tina, ¿cómo vas?

—Empezando con mi novela. Llévate llaves, anda.

—Vaya, qué bueno, ¿la de la detective privada que…?

—No. Bueno, en principio no.

—Ah, ¿la de la dueña del hipódromo que…?

—No. Bueno…

—Vale, Tina, te dejo.

—Lleva llaves.

—Chao.

Fui a la nevera y cogí dos mandarinas. Abrí la despensa y saqué una bolsa de Risketos.

Amanda tenía una cita importante por la tarde: su empresa iba a anunciar la próxima salida al mercado de una crema revolucionaria para eliminar los anillos de Venus y el resto de arrugas que salen en el cuello. Habían tenido varios contratiempos para sacar adelante el proyecto, pero el miedo a que se adelantase la competencia les había obligado a acelerar el proceso y el cosmético en cuestión aún no estaba, ni mucho menos, en condiciones de venderse al público. Uno de los mayores problemas de la fórmula era que los pliegues y rugosidades desaparecían y la piel quedaba completamente estirada, pero tanto que se recogía también la de la barbilla, el labio inferior bajaba y se veían totalmente los dientes de la quijada de las personas en las que estaba siendo probada.

A eso de las seis, todos los grandes medios de comunicación habían sido citados en el vestíbulo de la sede central de AQuong Cosmetics para dar cobertura a la importante noticia.

Me levanté de nuevo. Estaba como inquieta. Guardé las mandarinas en la nevera y cogí un trapo de la cocina para limpiar las zurraspas naranjas del teclado.

Abrí la puerta de casa:

—¡Andrés!

—¡Dime, Tina!

—¡Compra más Risketos!

—¡Estoy en el tercero!

—¡Tus muertos, ahora no, luego!

—¡Buena tocada de seta llevas hoy! No, Candela, no se lo digo a usted.

Aproveché que me había levantado para recoger la ropa del tendal, poner un parche sobre un roto en uno de los pantalones de los mellizos y me preparé la comida: había sobrado media pizza de la cena del día anterior, así que el tema estaba apañado.

Había reservado en el Donatello’s, el restaurante italiano más caro de la ciudad. Mientras ella comía, su chófer fue a recoger un par de vestidos que había encargado en Dior y un collar de oro blanco que dejó en Tiffany para que lo arreglaran: los eslabones se habían desengarzado.

¡Qué elegante es el oro blanco, me cago en la leche puta! Total, que después de comer me arreglé y me fui a donde Pascual, la cafetería de la plaza en la que solemos quedar las amigas. Andrés se encargaba de recoger a los niños. Me senté en la terraza y pedí un Martini rojo. En la mesa de al lado, tres amigos tomaban algo y hablaban de sus cosas con un tono afectado y hasta condescendiente.

—A ver, solo digo que, a partir de los treinta años, las amistades de toda la vida se ven menos; ojo, no digo que se pierdan, pero hay otras prioridades, por mal que suene —decía el del jersey azul.

—Sí, si es normal. O habitual, pero no deja de fastidiar. Que algo de tiempo estoy seguro de que podríamos sacar —respondía el chaval del chaquetón.

—Deberíamos. Tienes una pelusa… —intervenía el tercero.

—Jesús, me parece bien que lleves el toc con naturalidad, pero ¿quieres dejar mi puto jersey en paz?

—Perdón.

—Pues vamos a hacer por vernos más, joder, que solo nos vemos en bodas y funerales —casi rogaba el chico del chaquetón.

—Hemos sido muy egoístas contigo, Luis. Lo de tu padre fue un mazazo para ti y no estuvimos ahí como teníamos que haber estado —se lamentaba Jesús, el tercero, el del toc natural.

—A mí es que el trabajo me come, y mi mujer ahora quiere tener críos y… —se excusaba el de azul.

—A mí me come estar solo —dijo el chaval del chaquetón.

—¿No has conocido ninguna chica que te guste? —dijo Jesús, el tercero.

—Hostias, me acuerdo de Carmelita, qué chavala. Estaba gordita, pero tenía algo —dijo el del jersey azul, como para animar al del chaquetón.

—Sí, cara de comer gofres en la cama —espetó el tercero.

—¿Sabes algo de ella? –dijo el del jersey azul.

—Pues no. Un wasap de hace unos meses para darme el pésame y nada más —dijo Luis, el del chaquetón.

—Tenemos que sacarte a ligar por ahí —dijo el tercero, Jesús.

—Es que a mí para que me dejen… —dijo el del chaquetón.

—¡Tío! —le riñó el del toc.

—Que sí, que algo vamos a hacer —añadió el del jersey azul.

—Lo echo de menos —dijo entonces el del chaquetón, y se hizo un silencio de unos segundos.

Yo ya ni disimulaba: puse mi silla orientada hacia ellos y le pedí a Pascual mi segundo Martini rojo con un gesto de la mano y echando el cuerpo hacia atrás hasta doblegar el respaldo de plástico, que más parecía un futbolista pidiendo el cambio que una cotilla pidiendo otra ronda.

—Somos lo que somos gracias a nuestros padres —afirmó solemne el de azul.

—Lo echo de menos al cabrón.

—Me acuerdo que siempre tenía una frase de aliento o un refrán que iba con cada situación —dijo Luis, el del chaquetón.

—«Vive el momento como si nadie te viera» —intervino el tercero.

—No. Decía: «Baila como si nadie te estuviera mirando» —le corrigió el más abrigado, Luis, el del chaquetón.

—Pues a mí lo de bailar como que no. No lo hago delante de gente, no lo voy a hacer… —repuso el del toc, Jesús.

—Es una metáfora —dijo el de azul.

—Tienes algo en el cuello…

—¡Y dale, Jesús! Quiere decir que no te debe importar lo que los demás piensen de ti. Que no tienen que condicionar tu toma de decisiones. No que bailes como una puta loca en un velatorio. ¿O crees que a Luis le iba animar su padre a echar unos bailes?

—Echaba de menos vuestras discusiones. Y a vosotros. Me ha venido bien estar solo; para pensar y saber qué quiero hacer con mi vida. Antes era él quien tiraba de mí. Tenía un espíritu de superación…

—Demasiado —afirmó el del toc.

—Recuerdo nuestra última carrera juntos.

—Me encanta esa historia —afirmó Jesús, alargando la mano hacia el cuello del de azul.

—Tanto como encantar… ¿Por qué no te andas tú en los huevos y dejas la manga de mi jersey y mi cuello en paz? —dijo el del jersey azul.

—Perdón.

—Participábamos en todas las carreras de la zona corriendo de la mano. Siempre dispuestos a mejorar nuestros tiempos. Aquella última vez no la olvidaré jamás. Faltaban veinte metros para llegar a la meta. Estábamos a pocos segundos de conseguir nuestro récord. Él miró su cronómetro, me miró a mí con todo el infinito amor con que un padre puede hacerlo. Yo era un crío que no pesaba más que una bola grande de bolera. Me cogió en brazos y, a falta de un par de metros, me lanzó por los aires; ojo, aun a costa de no entrar conmigo en meta, e hizo que superara mi mejor marca. El público enloqueció.

—Se nos está haciendo tarde, Luis —dijo el tercero al del jersey azul.

—Qué espíritu de superación tenía el cabrón… —continuó el del chaquetón.

—Sí, tío, nos tenemos que ir, te arreglas, ¿no? —le interrumpió Jesús, el del toc.

El chico seguía divagando mientras yo apuraba mi segundo Martini.

—Qué amigo de sus amigos, ¡qué señor para criados y parientes! ¡Qué maestro de esforzados y valientes! —Entonces volvió de nuevo en sí—. Pues eso, tenemos que vernos más.

Se dieron la mano y el de azul y el del toc se fueron por un lado, y yo todavía alcancé a escuchar parte de su conversación.

—Una lástima que cayera de cabeza y se rompiera el cuello —se lamentaba el del jersey—. Su difunto padre siempre se culpó un poco por ello; desde entonces nunca fue el mismo.

—Luis tampoco.

—Aquel fue un día increíble.

—Hombre, tanto como increíble…

Y el chico triste del chaquetón terminó su cerveza, se apartó de la mesa y se alejó en su silla de ruedas.

Con el cuarto Martini, llegaron mis dos amigas. Me dio tiempo a pensar entretanto en muchas cosas. Es cierto que a partir de los treinta el círculo de amistades se reduce hasta ser un hula hoop. Que hay que hacer por verse más, pero nos acomodamos tanto en nuestras vidas en casa, por penosas que sean, que cualquier esfuerzo más allá del hogar nos resulta extraordinario.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Bea.

—Aquí, martinizándome un poco.

Me dieron ambas dos besos, se sentaron y pidieron lo mismo que yo. Les conté lo que acababa de ver y escuchar, se miraron y rieron. Tengo que decir que siempre me han tomado por una mujer un poco fantasiosa.

—Venga, vamos al lío, que he puesto el ticket y termina… ¡hace quince minutos! —dijo Conchita.

—Pero ¿estás para conducir? —pregunté con la mirada más perdida que el Santo Grial.

—Solo un poco mejor que tú.

—Pues Amanda Quong también bebe Martini y le sienta estupendamente —dije para mí, tomando impulso en los reposabrazos para levantarme.

Cuando llegó Luca —su chófer y asesor personal— de hacer todos los recados, Amanda apuraba un cóctel mientras terminaba de ojear la carta de presentación del nuevo producto que aquel mismo le había ayudado a redactar.

Conoció a Luca en el orfanato y desde entonces sus vidas habían estado ligadas. Amanda fue adoptada, pero él no tuvo la misma suerte. Pasaban los años y aquel muchacho iba perdiendo la esperanza de irse con alguna buena familia. Lo que nunca perdió fue el contacto con Amanda, que le escribía todas las semanas.

Cuando Luca dejó de depender del Estado, tuvo que buscarse la vida con trabajos de mala muerte que lo llevaron de una punta a la otra del país, hasta que ella pudo permitirse contratarlo.

Amanda pagó con su American Express y salió del restaurante. Montó en el coche elegantemente, con las piernas cerradas lo más posible, porque había paparazzis esperándola fuera y quería evitar que le pasase como a tantas famosas a las que los fotógrafos de turno capturan, para las portadas de las más importantes revistas del corazón, el resplandeciente blanco de sus prendas íntimas —o el chumino, en el caso de no haberlas—.