Valencia, julio de 1936
César Santoro y su hijo Alejandro miraban los daños que les indicaba el sacerdote. Las filtraciones se concentraban en el techo de la capilla, afectando a la pared que albergaba el fresco. Un Cristo elevándose al cielo, con índice y corazón de la mano derecha levantados a la altura de su rostro.
—¿Tiene mucho valor? —señaló César la obra.
—Es del siglo XV —respondió el sacerdote, queriendo especificar en esas pocas palabras que sí, que la pintura tenía mucho valor.
—Pues esperemos que el agua no esté filtrando por detrás —respondió César, entornando los ojos mientras estudiaba la parte superior de la pared—. Si no, habrá que picar. —Otro eufemismo que entendió el cura: «Adiós fresco».
—No creo —indicó Alejandro dirigiéndose a César—. El agua está corriendo por la pintura, pero no se ven abombamientos ni manchas de humedad.
—Quizá tengas razón. Veremos. —César hablaba con la profesionalidad del albañil que ha encontrado tantas sorpresas que nunca da nada por sentado.
—No se preocupe, padre —esta vez se dirigió Alejandro al sacerdote—. Salvaremos su pintura. Eso sí, de una buena restauración no la libra nadie.
—Que sea ese el mayor de los males —rogó el padre Ambrosio.
La llamada iglesia del Patriarca no era más que la capilla principal del Real Colegio Seminario del Corpus Christi, inaugurado en 1615. Pero su gran tamaño, con sus propias pequeñas capillas a la vez, y el hecho de estar abierta al culto, hacía que tuviera entidad propia y fueran cientos los feligreses que acudían allí a escuchar misa semanalmente.
Padre e hijo intentaban salpicar lo menos posible el gran charco que había en el suelo de la capilla. Varios barreños trataban de contener las goteras para que el agua no se extendiera por el resto de la iglesia. Sin mucho éxito, eso sí.
—Tenemos que comenzar a picar aquí abajo y, a la vez, ver de dónde proviene el agua, que será de la cubierta. Habrá que impermeabilizar para que no filtre cuando vuelva a llover, y no nos estorbe la rehabilitación —diagnosticó César—. ¿Cuándo quiere que comencemos?
—Ya mismo —respondió el cura.
—¿Eso es que aprueba el presupuesto?
—Claro, César. Como siempre —se resignó el religioso, sabiendo, por el tiempo que se conocían y las anteriores ocasiones en las que había visto a César trabajar, que aquella obra estaría en las mejores manos.
—Alejandro —se dirigió a su hijo—, empezamos mañana. Reúnes a la cuadrilla y te los traes. Yo me quedaré aquí con dos hombres, saneando toda esta zona. —Señaló el techo de la capilla—. Y tú te subes arriba, con Pere, a encontrar de donde viene el agua e impermeabilizar.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando, César? —preguntó el padre Ambrosio.
—Padre..., que nos conocemos —sonrió el albañil, dando a entender que no iba a mojarse con una fecha, sino que su intención era que el trabajo quedara perfecto.
César Santoro había sido muchos años capataz de una cantera de áridos en Bunyol. Ir mordiendo una montaña para extraer sílices y minerales no es tarea sencilla, y requería de mucha más pericia de la que todo el mundo presuponía. Cumplir con los requisitos de producción de la empresa, sí, pero estando atento a desprendimientos, derrumbes, voladuras controladas y corrimientos de tierras por las lluvias.
Desde bien pequeño, Alejandro se dio cuenta de que no había lugar en el que más le gustara estar que en aquella cantera, viendo trabajar a su padre. A apenas unos kilómetros del pueblo, pedaleaba en una vieja bicicleta cuando salía del colegio para comprobar cómo esa montaña tomaba nuevas formas. Cómo se iba erosionando de manera controlada para extraer todos sus recursos, modificando su contorno y su aspecto a diario. Le resultaba fascinante.
Pero igual de fascinante le resultaba a César que su hijo prefiriera ver a hombres trabajando duro, en vez de jugar a las canicas o las tabas como los otros niños del pueblo. Sentaba a su hijo a una distancia prudencial, le calaba un casco que le venía grande, y Alejandro estudiaba con atención el desarrollo de los trabajos en los que estaba enfrascado su padre y el resto de los operarios.
A aquel niño le embobaba observar la erosión progresiva de la montaña a varias alturas, por bancales, y cómo los mordiscos eran perfectamente rectos; como si la montaña fuera un pastel y un gran cuchillo se encargara de dividirlo en pedazos. La cinta transportadora se desplazaba de un lugar a otro para sacar de esos bancales todo el árido que los operarios habían arrancado a la montaña. Y en el centro, a ras de tierra, el inmenso montón de arena que esperaba ser filtrado y tamizado para almacenarse en las grandes tolvas, donde estaría protegido a la espera de ser cargado en camiones para servirlo en su destino.
Pero el momento más mágico para Alejandro era cuando uno de los trabajadores gritaba: «¡Veta!», lo que significaba que había chocado con piedra. Y allí iba su padre a inspeccionar la gravedad del asunto. Alejandro rezaba porque fuera lo suficientemente grave como para tener que usar explosivos y deshacer la roca que no permitía continuar trabajando. La explosión hacía temblar el suelo, y salían despedidos miles de fragmentos de la veta de piedra para que se pudiera seguir adelante. No había nada más emocionante.
Su padre lo alejaba un par de cientos de metros para que, sin quitarse el casco, pudiera ver la explosión fuera de peligro. Y la propia montaña erosionada hacía de caja de resonancia para que esa explosión reverberara durante varios segundos en la cantera y se escuchara a kilómetros de distancia. Alejandro sentía cómo ese brutal sonido le atravesaba todo el cuerpo, haciéndole pequeño y vulnerable, pero maravillado ante ese control sobre la montaña que tenía su padre.
A medida que pasaron los años, la curiosidad de Alejandro se fue haciendo más grande. Ya no se conformaba con mirar a distancia, y pedía a su padre poder ver más de cerca los trabajos. Le llamaban la atención, en especial, los apuntalamientos de las paredes naturales que se iban formando, las operaciones de movimiento del árido con la cinta transportadora o las descargas de las tolvas en los camiones.
Y las explosiones.
Llegó un momento, cuando cumplió los catorce, que su padre le dejaba acercarse a ver la preparación de la carga explosiva y el resultado tras la detonación, comprobando los efectos que la dinamita había producido sobre la veta de roca para salvarla y continuar adelante.
César advirtió que el chico tenía un don natural. Preguntaba a su hijo qué tipo de cartucho emplearía él, dónde haría la perforación para introducirlo y qué diámetro tendría el cráter que se crearía con una carga explosiva en concreto. Al poco tiempo, Alejandro ya estaba ayudando a su padre; no trabajando de manera directa —un accidente de una persona que no estuviera en nómina podría ser fatal para la empresa—, pero sí dando su opinión o realizando cálculos.
El verano de sus quince años lo pasó trabajando con un albañil, amigo de César, que hacía arreglos y pequeñas reformas en las casas del pueblo. Para él no era trabajo, era un regalo. Disfrutaba y le pagaban, preguntándose si eso era posible. Aprendió a poner ladrillos para levantar tabiques, colocar tuberías para desagüe, rehabilitar techos sustituyendo las vigas que estaban carcomidas y muchos otros de los trabajos habituales del oficio.
Y cuando estaba en el último curso del colegio, les dijo a sus padres que quería estudiar arquitectura. César y Empar —versión valenciana de Amparo— jamás pensaron que su único hijo quisiera ir a la universidad. Querían para él lo que cualquier chico de provincias podía desear: un trabajo con el que poder comer, una mujer que le quisiera y le diera hijos y un techo que les cobijara. Pero a César tampoco le extrañó tanto aquella petición de Alejandro; al fin y al cabo, su hijo había sido diferente al resto desde que era bien pequeño. Sus intereses, su inteligencia y su suspicacia en la cantera le hacían alguien distinto. César y Empar podían apagar los sueños de Alejandro o podían alimentarlos. Y decidieron que era el momento de darles de comer.
A sus cuarenta y dos años, César todavía se sentía joven y fuerte. El trabajo en la cantera podría durarle toda la vida, pero quizá, pensó, los sueños de Alejandro eran una señal para un cambio de vida de toda la familia. Convenció a Empar de que en Valencia podrían abrirse paso; con lo aprendido en sus años de capataz, César intentaría hacerse un hueco como albañil, ofrecer sus servicios como trabajador independiente. La ciudad, muchas casas, más posibilidades de trabajo. Alejandro estaría cerca de la universidad y ellos, cerca de su hijo.
La plaza de Rojas Clemente, ubicada entre la gran vía Ramón y Cajal y la calle Guillem de Castro, rebosaba vida por su actividad comercial. El mercado atraía compradores a diario, en busca de la fruta y verdura de la huerta que allí se descargaba. Y en esa misma plaza encontró la familia un pequeño piso de dos dormitorios, muy humilde, pero suficiente para lo que necesitaban. Con lo ahorrado durante los años de trabajo de César, calcularon que tenían para el primer año de la matrícula de Alejandro en la universidad, y seis meses de alquiler y comida.
Para Empar fue un sinvivir, una línea roja que les separaba de un abismo. Para César fue un estímulo.
Y allí estaban, seis años después, reparando las filtraciones de agua de la iglesia del Patriarca. Seguían viviendo en el mismo piso de Rojas Clemente, que habían podido comprar y reformar a su gusto. César tenía tres trabajadores a su cargo, a quienes pagaba religiosamente. Y Alejandro, a sus veintitrés años, tenía el título de arquitectura y se fogueaba en los trabajos que aceptaba su padre, sin tener ninguna prisa por entrar a trabajar con un arquitecto de renombre o abrir su propio estudio.
En una serie de circunstancias, tres años atrás, el destino había movido ficha para que César fuera contratado para unas obras en la iglesia de San Nicolás, en pleno barrio del Carmen. El patrimonio inmobiliario del arzobispado en Valencia era importante, pero estaba lejos de su mejor momento de forma. Los siglos pesaban en las iglesias de la ciudad de Valencia, los desperfectos se acumulaban, y la carambola del destino hizo que César estuviera en el lugar correcto y el momento adecuado para que le contrataran dichas obras en San Nicolás. Desde ese momento, la diócesis confiaba en él para cualquier asunto delicado en sus edificios. Y entre aquellos muros con siglos de historia, Alejandro estaba aprendiendo el verdadero significado de la palabra «arquitectura».
—Por bien que se construya... —dijo César mirando el techo de la iglesia.
—... el tiempo siempre acaba ganando —completó Alejandro con la vista perdida en los frescos de la cúpula.
—¿Cómo lo ves?
—Por mucho que trabajéis aquí abajo, hasta que Pere y yo no acabemos arriba, puede volver a entrar agua si llueve de nuevo.
—Pues andando —ordenó César—. Que eso no llegue a pasar.
Trabajar en la pequeña capilla era complicado. Una semana después de comenzar las obras, y pese a que el techo no tenía una gran altura, César y sus hombres habían tenido que montar un andamio para picar y sanear todo el revoque que se estaba desprendiendo del techo. Las filtraciones habían afectado al cemento que unía los bloques de piedra, y varios de ellos tenían tanta holgura que era posible moverlos con la mano. César decidió que había que retirarlos, limpiar la zona y volver a colocarlos con una buena pasta de agarre. Mientras tanto, Alejandro y Pere localizaban las zonas por donde entraba el agua en la cubierta, tratando de averiguar si filtraba en la parte de las tejas o en la terraza superior del edificio. El agua se abre camino por los lugares más insospechados y, con la paciencia que da la eternidad, busca su salida perforando hasta los más gruesos muros.
De pie en aquella cubierta, en un peligroso ejercicio de equilibrio sobre el tejado inclinado, Alejandro se detuvo unos segundos. Cerró los ojos, respiró hondo y comprobó que el sentimiento seguía intacto dentro de él.
—¿Qué define a una ciudad? —dijo al abrir los ojos.
Pere, que estaba limpiando la salida de agua de la cubierta, se incorporó al oír al muchacho. Alejandro se giró a mirarle.
—¿Lo sabes? —insistió con una sonrisa.
El operario no contestó. Se quedó mirando al chico, con un cigarrillo entre los labios, esperando la respuesta.
—«¿Sus gentes? ¿Sus políticos? ¿El escudo?», nos preguntaba Santesmases, mi profesor. —Alejandro trató de imitar la voz grave del viejo catedrático—. «No, señores. A una ciudad la define su arquitectura. Es aquello que la hace única, que la diferencia del resto de las ciudades del mundo. Conoced su arquitectura y comprenderéis a una ciudad».
—Me conformo con que la arquitectura nos siga dando de comer —respondió Pere, volviendo a agachar el lomo para seguir limpiando. Quería a ese muchacho, pero a veces tenía la cabeza en las nubes.
Desde esa altura, Alejandro podía ver cómo bajo sus pies corría la estrecha calle de la Nave. Ese pavimento adoquinado al que nunca llegaba la luz del sol, con sus comercios y tabernas, que acababa en los jardines del Parterre. Estudiantes cargados con sus libros y profesores se mezclaban con los visitantes de librerías y tiendas de antigüedades de la zona. Allí se respiraba el aroma de la Valencia erudita, de los siglos de cultura que llevaba la ciudad a sus espaldas. A la derecha, Alejandro tenía el edificio de la sede de la universidad, con el inmenso claustro central, que casi podía tocar con sus manos. Y, al darse la vuelta, sobre las pequeñas casas que formaban la plaza del Patriarca, emergía el palacio del marqués de Dos Aguas, la gran mansión solariega que, con sus trabajadas decoraciones de alabastro en portal y ventanas, era una muestra de la fusión gótica y modernista que caracterizaba a Valencia. Si la arquitectura define una ciudad, Valencia era la muestra perfecta de que se podía respetar el pasado para crear el futuro.
El temblor le trajo de vuelta. Lo pudo sentir allí, de pie en el tejado, y la escalera que subía a la cubierta del Patriarca condujo el eco de los desesperados gritos de un hombre.
—Què collons ha sigut això?! —Pere se incorporó, alarmado.
Alejandro tardó unos segundos en reaccionar, pero dentro de sí sabía que, fuera lo que fuera, había ocurrido donde estaba trabajando su padre. Se lanzó escaleras abajo, seguido de Pere, y en pocos segundos se plantó en el interior de la iglesia.
La visión le paralizó. Un derrumbe de bovedillas y sillares del techo de la capilla había caído sobre el andamio donde trabajaba su padre, volcándolo. Y en el suelo, bajo una nube de polvo, uno de los trabajadores buscaba entre un amasijo de hierros, herramientas y bloques de piedra. Alejandro supo que su padre se encontraba bajo ese desastre porque, aunque no podía verlo, sus gritos eran espantosos.
Tosiendo por el polvo, Alejandro se abalanzó a levantar con rapidez las piezas del andamio, que se había desmontado, y a retirar escombros, guiado por la voz de su padre. César, una vez liberado de todo el peso que había caído sobre él, continuaba gritando. Era normal; su pierna derecha, partida a la altura de la tibia, dibujaba un ángulo inverosímil, tronchada como una caña. El hueso asomaba por la fractura abierta, sangrando de manera abundante.
—Pere, trae la camioneta a la puerta —ordenó Alejandro, lanzándole las llaves al operario, quien salió corriendo tras pillarlas al vuelo.
Mientras Alejandro y sus otros dos hombres levantaban con cuidado a César, que se retorcía de dolor a cada movimiento, el padre Ambrosio llegó al lugar del desastre y comenzó a santiguarse varias veces a un ritmo vertiginoso, como si así pudiera conjurar lo que allí había ocurrido.
—Pero, què ha passat? —preguntó el sacerdote mientras César era levantado para sacarlo de allí.
—Què ha passat? —respondió el albañil entre jadeos y signos de dolor—. ¡Que su iglesia está podrida, collons!
Tratando de no acelerar demasiado para que los latigazos de dolor golpearan lo menos posible a César, Alejandro y sus dos compañeros llevaban en volandas a su jefe hasta la calle. La camioneta estaba en la puerta, y Pere ya había bajado la puertecilla de carga de la parte trasera.
—Con cuidado, sujetadle bien —dijo Alejandro mientras subía al vehículo de un salto y hacía una improvisada cama con unos sacos—. Sentadlo y yo lo cojo desde aquí.
Tumbaron a César en la parte trasera, quien estuvo a punto de perder la consciencia por el dolor. La visión del hueso, partido como una rama y asomando a través de la piel desgarrada, era horrorosa. Un corro de curiosos, compuesto en su mayoría por estudiantes que también habían oído el estruendo, se arremolinaban alrededor de la camioneta.
—¡Arranca, Pere! —ordenó Alejandro.
—¿Y qué pasa con este desastre? —El padre Ambrosio, que había seguido a la improvisada cuadrilla de evacuación hasta la calle, señalaba hacia la iglesia—. ¿Se va a quedar así?
—Alfredo, Marcos... —Alejandro hablaba a los otros dos hombres sin mirarlos mientras acomodaba a su padre—. Retirad los escombros y limpiadlo todo, yo vengo en cuanto pueda.
—Pero ¿qué pasa con las obras? ¿Se van a parar hasta que César esté recuperado?
Alejandro no podía creer que esa fuera la preocupación del padre Ambrosio en aquellos momentos, aunque todos ya sabían que esperaba un largo proceso de recuperación al jefe del equipo.
—Tranquilo, padre. —César se incorporó dificultosamente sobre sus codos para mirar al sacerdote—. Aquí tiene a su nuevo jefe de obras —dijo, señalando a Alejandro.