Introducción

Hay detalles que recuerdo a la perfección y otros que se han ido escurriendo de mi mente. Era el verano de 2008, aunque caía una lluvia otoñal. Me acuerdo de esa particularidad meteorológica porque casi me resbalo bajando por una de esas cuestas que conducen a los chalets de Puerta de Hierro. No sé si era la casa de María o de alguno de sus primos, pero ahí estaba todo el mundo. El que acababa de terminar Comunicación Audiovisual y rebañaba las primeras prácticas de una larga serie de ellas, el que llevaba años estudiando una ingeniería pero no tenía prisa por licenciarse porque sabía que un año más en la facultad era un año menos de asalariado y la que había decidido quedarse en Guadalajara a cargo del negocio familiar.

Había también otros. Los que nunca pisaron la universidad y pronto se verían abocados a engordar currículos disparatados a base de empleos que no sabían ni que existían y que encontraron en InfoJobs, y los que sí lo hicieron pero dejaron los estudios porque había sectores como la construcción donde les iba a ir mejor. También los que lo abandonaron todo por sus sueños y, años más tarde, se despertaron bruscamente cuando estos se convirtieron en pesadillas.

Casi todos estaban a punto de marcharse: a otra ciudad, a otro máster, a otro país. También a su casa, o a un piso compartido con cuatro desconocidos, o al hogar familiar del que tardarían años en salir y al que volverían periódicamente con el rabo del desempleo entre las piernas. Era una fiesta de despedida, aunque ninguno sabíamos que lo era. María parecía algo nostálgica, como si ese principio del futuro fuese también el final del pasado.

Ese año había visto Adventureland, de Greg Mottola, la película que narraba el verano de transición, justo después de graduarse, de Jesse Eisenberg y Kristen Stewart —nunca recordamos los personajes, recordamos los actores— como trabajadores en un parque de atracciones antes de marcharse ellos también a su futuro. La fiesta en la casa de Puerta de Hierro se parecía sospechosamente a ese mundo preadulto de Adventureland, solo que transcurría en 2008 en lugar de en 1987. María encajaba en el papel de Kristen. Le contaba a todo el mundo que no sabía muy bien qué hacer, que esperaba que la llamasen de la televisión pública donde había hecho las prácticas y que se estaba planteando estudiar un doctorado. Pero ese día, el doctorado le daba igual. Era consciente, y parecía ser la única, de lo que estaba ocurriendo, y que podría resumirse en algo muy sencillo: aunque todos creían saber lo que iba a pasar a continuación, estaban equivocados. Al final, uno a uno, los invitados se ponían el abrigo, se despedían de María y le prometían que volverían pronto. El último era un chico cuyo nombre había olvidado. Le saludaba con la mano desde la acera mojada, entre una boca de riego y un coche de caballos que atravesaba la calzada y, en el contraplano de María, la puerta se cerraba sobre su rostro. Fin.

Esta historia lleva dando vueltas en mi cabeza desde el año 2008. Por supuesto, nunca ocurrió. Son los apuntes para el guion de un cortometraje que, desde aquel verano, fue transformándose a medida que mis circunstancias vitales cambiaban. Pero acabé por olvidarlo, hasta hoy. La tal María era yo, porque me sentía así en ese momento. El que se quedaba en el pasado, el que no sabía qué hacer, el que observaba cómo toda una generación salía por la puerta en busca de su futuro. Hasta que un buen día todos volvieron. Ninguno había podido encontrarlo.

La historia ha adoptado distintas formas a lo largo de los años. La primigenia era una mezcla de Éric Rohmer con Noah Baumbach o Judd Apatow. Un caos conceptual en el que llueve y luce el sol al mismo tiempo, en el que hace un frío invernal y un calor africano, en el que los chalets pijos madrileños se parecen a mansiones de la Ivy League. El mundo real es una fantasía cuando eres joven. Mi vida era muy diferente. Nunca estuve en ningún chalet en Puerta de Hierro. Los fines de semana salía de cervezas por Móstoles hasta terminar harto porque, por aquel entonces, te servían una hamburguesa o un perrito con cada ronda; o, si hacía buen tiempo, nos comprábamos una litrona y unas pipas y, hale, a soñar con el futuro.

A veces cogía el autobús y bajaba a Madrid, al bar de viejos y al garito de rock de turno, y a eso de las tres y diez corría como Cenicienta hasta Príncipe Pío, porque el búho salía a las tres y media. Muchas veces lo perdía y tenía que quedarme allí una hora más, pero siempre se me dio bien esperar. Vivía entre dos mundos, el de los amigos de Móstoles y el de los compañeros de la Complutense, pero no pertenecía a ninguno. El futuro de unos y otros prometía ser muy distinto pero, a medida que pasaba el tiempo, fueron asemejándose cada vez más. La fiesta en Puerta de Hierro que nunca ocurrió es un kilómetro cero de mi experiencia vital. Imaginaba que el futuro era así: una ficción que nosotros convertimos en realidad.

Aquel futuro que ya entonces no tenía sentido, menos lo tiene ahora. La crisis económica empezó poco después y alteró nuestras previsiones, obligándonos a la mayoría a recurrir antes al plan B que al A. Luego se convirtió en la experiencia por antonomasia de nuestra generación, y finalmente en nuestra manera de entender el mundo, una especie de identidad sobrevenida: «la generación de la crisis». Me considero un privilegiado, porque he terminado trabajando de periodista sin haber tenido nunca vocación. Llegué por casualidad, porque era espabilado con las ideas y las palabras, algo que me da pudor reconocer cuando hay miles de personas con más talento que nunca lo consiguieron. Pero durante mucho tiempo me sentí un desgraciado. La hostia de realidad de aquellos años fue bonita. Creímos que estudiar mucho, portarse bien, aceptar prácticas y todo eso desembocaría de forma natural en la consecución de nuestros sueños. Y, de repente, años de paro e incertidumbre. Hubo muchos a los que les fue incluso peor, pero no nos preocupaban demasiado. Nuestra frustración resultaba más importante. Éramos ombliguistas.

A menudo me pregunto qué hago yo, el hijo de dos profesores de Lengua y Literatura de Móstoles, la primera generación universitaria de mi familia, en un lugar que no me corresponde, en un periódico, escribiendo este libro, publicándolo en una editorial grande. Siento, como tantos otros, que hemos ocupado un lugar en el que no deberíamos estar, como si se hubiesen repartido los papeles al azar. Mi biografía no tiene nada de especial, pero creo que si llevo más de diez años trabajando más o menos de lo mío es porque cuento las cosas con cierta gracia y tengo buen ojo para observar la realidad que me rodea. Soy el hijo único de dos hijos únicos, lo que te obliga a fantasear mucho.

Aquel guion imaginario era un futuro muy 2008, último año de la era prefuturofóbica, la del «Sé tú mismo porque tú eres maravilloso». Cuando yo pensaba que quizá sería director de cine o guionista, un tipo interesante. Las tentativas sucesivas de inventar el futuro han ido cambiando a lo largo de los años: al principio fue mucho más triste, luego más indignado, posteriormente más desencantado, irónico al final, incluso con una alta dosis de autocrítica. Ya no sería un retrato inocente sobre el final de la juventud, sino un relato generacional sobre el final de las ilusiones, más oscuro, más cínico. Pero, tras haberlo pensado mucho, su esencia seguiría siendo la misma: un puro ejercicio de nostalgia. Qué felices éramos en 2008 cuando el futuro aún no nos había atropellado. Ese es un relato que nos gusta contar.

FUTUROFOBIA ERES TÚ

Vivimos en un mundo que parece diseñado a nuestra medida. Cuando era pequeño, tenía la sensación de que me había perdido todo lo bueno. No iban a hacer más películas de La guerra de las galaxias, los tebeos Marvel eran para frikis, todas las bandas que nos gustaban se habían separado. Hoy estamos aburridos de ver series relacionadas con el universo galáctico, se nos acumulan las películas de superhéroes y me he hartado de ver a los Pixies; otra vez no, por favor. La tele, el cine y los libros son un gigantesco homenaje a nuestra infancia. Primero qué divertida fue la EGB, más tarde las camisetas de Bola de dragón, ahora la reivindicación de Estopa. Las novelas y los ensayos de moda nos gustan porque nos dicen lo que queremos oír, porque nos cuentan lo que ya sabemos pero habíamos olvidado. Incluido este.

Sin embargo, falta algo. Lo que sugieren todos esos homenajes a nuestro pasado, a nosotros mismos, es que nos han arrebatado el futuro o que nos hemos desentendido de él. Ambas cosas. A medida que pasaban los años y me hacía mayor, cada Navidad, cuando me reencontraba con los viejos amigos, me daba cuenta de que lo que no habíamos conseguido era ser adultos, al menos no como lo habían sido otras generaciones. Hacíamos cosas de adultos, nos comportábamos como tales, podíamos desempeñar de manera convincente un trabajo, incluso tener hijos, pero no éramos totalmente adultos. Era como si faltase algo en la ecuación. «Sobreviviendo» era la respuesta que oía cuando preguntaba a mis amigos qué tal les iba. Por descontado, ser adulto siempre ha consistido en sobrevivir, pero la supervivencia sucede en presente. El futuro es eso que se va dejando siempre para más tarde.

Este estado de ánimo no va solo de la manida imposibilidad de cumplir tus sueños. Como en mi ejercicio de guion inacabado, hemos tenido muchos futuros, quizá demasiados, hasta que nos han atrapado. El problema real es la dificultad para imaginarlos, para cambiarlos o para negociar con ellos. Lo percibo como un proceso gradual que empezó a invadir la conciencia de varias generaciones hasta transformarse en un pensamiento apocalíptico que encontraba su justificación en todas las experiencias que habíamos vivido: terrorismo internacional, crisis económica, (des)ilusiones políticas, crisis sociales y, finalmente, una pandemia global.

En conversaciones con amigos el futuro fue desvaneciéndose hasta convertirse en un tabú. Preguntar «¿Qué planes tienes?» suponía abrir la puerta a conversaciones incómodas, a respuestas que quizá no se querían pronunciar en voz alta, ya fuera por pesimismo o por no quedar como el iluso que tiene sueños que la realidad va a traicionar. De este modo, los deseos de futuro desaparecían mientras regresábamos una y otra vez a las viejas anécdotas que nos unían. Aquel día que te pillaste una buena, aquel día que tocamos en no sé qué garito, aquel día que vimos esa peli, aquel día que conociste a no sé quién. Aquel día que aún teníamos futuro.

Este pensamiento apocalíptico empezó a colonizar otros aspectos de nuestra vida: las relaciones con los demás se impregnaban de una desconfianza que antes no sentíamos. Procurábamos no dar demasiada importancia al amor, por si acaso. Redujimos el entretenimiento y la cultura a un intento de revivir nuestra infancia. Si lográbamos la ansiada independencia, añorábamos las casas de nuestros padres y abuelos como un universo de felicidad pura que se fue al garete mientras lidiábamos con trabajos frustrantes y agotadores que no nos daban una razón para vivir.

Rebajar las expectativas se impuso como un imperativo moral, siempre acompañado del temor a que no haya sido suficiente. Muchos de nosotros vivimos pensando que nos van a echar, que nuestra pareja nos va a dejar, que los amigos se van a enfadar, que les va a pasar algo a nuestros padres, que, al despertar, todo va a ser distinto. Lo que compartimos los nacidos a partir de los ochenta no es no haber tenido futuro, sino la falta de ilusión. El futuro tiene un rostro amenazador.

He llamado a este pensamiento apocalíptico «futurofobia». Hoy la futurofobia está en los programas de la tele por la mañana, cuando una música dramática te anuncia el último dato del paro o de la pandemia; en los discursos de los políticos, cuando nos piden aguantar y abrocharnos el cinturón; y en las series que vemos, que nos muestran la maldad humana. En las conversaciones de máquina de café, en las que somos implacables ante el comportamiento ajeno; en ese profesor que se sonríe y dice a sus alumnos que la mayoría de ellos nunca encontrará trabajo de lo suyo; en la resignación del trabajador quemado que aguanta porque no tiene más alternativas. Hoy nos parece que la futurofobia es ser realista, pero ahí está la trampa: la futurofobia es la realidad.

«Futurofobia» es nuestra forma de entender el mundo, en la que la nostalgia le ha ganado la partida a la imaginación, en la que todos nos hemos vuelto un poco conservadores, porque lo que deseamos es conservar lo que tenemos, sea mucho o poco. Lo veo en mí mismo cuando, agotado, desilusionado o enfadado, me doy cuenta de que me he convertido en una persona más cínica, irónica y cruel de lo que nunca pensé que sería. Yo, que siempre preferí ser buena persona a ser inteligente o talentoso, a veces tengo la sensación de que todo conspira para convertirnos en las peores versiones de nosotros mismos. Nos hemos traicionado.

La nuestra ha sido la era de la postergación, la del compás de espera. Hasta que termine la crisis, hasta que termine la pandemia, hasta que todo vuelva a la normalidad. Vivimos en una situación de excepcionalidad continua en la que solo podemos esperar. Hemos esperado hasta que nos ha resultado imposible imaginar otra alternativa. La futurofobia es sustituir la ilusión por el pesimismo. Engañarnos, además, pensando que este pesimismo es la mejor forma de cambiar las cosas. Cuando nos hemos hecho mayores, que no adultos, somos incapaces de pensar qué mundo nos gustaría dejarles a nuestros hijos.

FUTUROFOBIA CONTAGIOSA

Al mismo tiempo, somos quizá la generación más engañada y desagradecida de la historia. Un Frankenstein que se rebela contra su creador. Las generaciones que no tuvieron nada, ni estudios, ni juguetes, ni padres, ni futuro, nos prometieron que nosotros tendríamos estudios, juguetes, padres y un futuro donde pudiésemos ser lo que quisiéramos. Y, sin lugar a dudas, lo intentaron. De ahí nace esa idea de «estafa» y la consiguiente rebelión contra nuestro creador. Les decimos que la culpa fue suya, que nos engañaron, sin mirar a los hombres de detrás de la cortina. La guerra generacional siempre es conveniente para desviar la atención.

El regalo más envenenado que les hicimos a nuestros padres fue acusarles, primero, de habernos hecho futurofóbicos por prometernos cosas que no se podían cumplir. Iba a haber coches voladores y avances sociales y un futuro esplendoroso, pero no los hubo. Sin embargo, cuando tuvimos la oportunidad de cambiar las cosas para que eso ocurriese, no lo hicimos, y nos refugiamos en el más cómodo de los determinismos, asumiendo que estamos condenados de antemano. Peor aún, lo que hicimos fue contagiarles el virus del miedo al futuro hasta que ellos también se sintieron engañados o fracasados. Eso se traduce en resignación o, directamente, en enfado: «¡Ay, la generación más preparada de la historia! ¡Ay, la generación de cristal!». Éramos su gran proyecto y nosotros también les traicionamos. Eso dice el relato de la guerra generacional.

Hoy la futurofobia está por todas partes porque es el marco que favorece ganar votos, aumentar el share de la televisión o los clics de los periódicos, lo que permite vender tratamientos médicos, productos de alimentación y series. Es cómodo para todos. Hijos, padres y abuelos creemos firmemente que lo mejor es retrasar la siguiente hostia, así que, como mucho, gastamos dinero para que nuestros hijos tengan más estudios, sean más guapos y más listos que los de los demás. Todas las generaciones sufren el zarpazo de la desilusión, pero creo que ninguna como la nuestra ha obligado al resto a sangrar con nosotros.

La generación Z, los centennials, han crecido en ese marco heredado. No solo se han encontrado un mercado laboral aún peor que el nuestro, les resulta más difícil independizarse y han sufrido más problemas mentales que cualquier otra generación, sino que además (o, más bien, a causa de ello) les hemos criado recordándoles que no hay alternativa. Han nacido con la desilusión ya incorporada, ni siquiera les hemos dejado que se desilusionen por su cuenta.

La futurofobia es también una buena manera de lavarnos las manos. En lo político, en lo sentimental, en lo laboral, en lo cultural. Soy incapaz de cambiar la bombilla de la lámpara del techo del salón de mi casa, y tengo que llamar a mi padre para que lo haga. Esa imposibilidad para arreglar nada es la brecha que existe entre él y yo, entre una generación que tuvo que hacerlo todo y nosotros, que no tuvimos ni supimos hacer nada. No quiero quitarle a mi padre el placer de arreglarme las cosas y a mi madre de organizarme los menús. Nos une esa decepción.

LA GRAVEDAD DE LA HOSTIA

«Muchos no fuimos conscientes de la gravedad de la hostia hasta el 2021», explicaba el cantante Nacho Vegas en una entrevista[1] concedida a El País a principios de 2022. «Toda mi gente alrededor tenía problemas: bajas laborales, trabajos complicadísimos, depresiones..., hubo hasta algún suicidio». La «gravedad de la hostia» es otra buena manera de llamar a la futurofobia, al proceso que llevaba tiempo gestándose y ha explotado de manera definitiva estos dos últimos años de pandemia.

El cantante había percibido una dimensión nueva de la tristeza en este tiempo, y ya no era la suya, sino la de los demás. Antes en la calle había vida, y ahora, cuando salía, se encontraba con «una ciudad fantasma». La pandemia y lo que ha generado son la prueba definitiva de que la futurofobia es inaguantable, que es urgente empezar a replantearnos nuestras ideas, nuestra actitud ante las cosas, nuestro pesimismo, si no queremos precisamente que todo eso se convierta en realidad. La tristeza, la desesperación, el desencanto y el cinismo que han imperado estos dos últimos años han sido la culminación de un proceso que empezó hace tiempo.

Así que he intentado que este no sea un ensayo triste, incluso está escrito con la alegría que me caracteriza, como ironizaba el cómico Eugenio. Es un texto ligero aunque incluya reflexiones sobre cuestiones profundas, que toca algunas ideas que otros han tratado (Mark Fisher y David Graeber, que estáis en los cielos) y que pretende acercar a nuestra realidad cotidiana: la laboral, la emocional, la cultural, las frases que decimos sin pensar demasiado qué significan. Me gustaría que sonara más como una canción pop de tres minutos que como un tema de rock progresivo de veinte. Y espero conseguir que la próxima vez que brindes en Nochevieja «por que nos quedemos como estamos», al menos te pares a pensar todo lo que eso implica.