Anna, impaciente por compartir con su padre las novedades del día, abandonó el hospital al concluir su turno. A lo lejos, la iglesia de San Lamberto, con sus agujas neogóticas elevándose sobre los tejados rojos de la ciudad, se recortaba contra el cielo de color magenta. Se dirigió directamente a casa, sin respetar los pasos de peatones, tomando atajos por callejones y bocacalles. Esquivó carros tirados por caballos y bicicletas, así como un automóvil de ruedas muy finas que transportaba a un oficial de alto rango. Al cabo de diez minutos llegó a casa, una construcción estrecha de tres plantas que se alzaba en una calle adoquinada. Sobre la puerta, en letras grabadas en un letrero se leía: UHRMACHER («relojero»).
—¡Padre! —gritó Anna al entrar. Tomó una bocanada de aire, intentando recobrar el aliento. La nariz se le impregnó al instante de un olor que era mezcla de madera antigua, barniz y aceite de relojes. Un tictac rítmico le inundó los oídos.
—Ahora mismo voy —respondió una voz desde un trastero.
La planta baja de la casa de Anna hacía las veces de taller de su padre. Las paredes, los bancos de trabajo y las vitrinas cubiertas de polvo contenían numerosos relojes, algunos en funcionamiento y otros en distintas fases de reparación. Relojes de pared. De péndulo. De pulsera. De chimenea. De cuco. De mesa. Despertadores. Cronómetros. Tras el estallido de la guerra, la mayoría de los habitantes de Oldemburgo dejaron de reparar sus relojes, y la venta de piezas restauradas disminuyó hasta casi desaparecer. Norbie Zeller, que en otra época se ocupaba de velar por la salud de los relojes más preciados de la ciudad, incluidos los de las torres del ayuntamiento y la iglesia de San Lamberto, debía esforzarse mucho para ganarse la vida.
Norbie, de cincuenta y nueve años, con el pelo entrecano, barba y bigote, entró en el taller. Se subió un poco las gafas de montura de alambre, que en ese momento parecían suspendidas en la punta de la protuberante nariz.
—Hallo, Anna.
Ella le dio un abrazo.
—¿Va todo bien? —le preguntó él estrechándola en sus brazos.
—Sí —respondió Anna, y lo soltó—. Hoy ha ocurrido una cosa buena en el trabajo. Y he venido corriendo a contártelo.
—Pues cierro la tienda y preparo café.
Anna echó un vistazo a aquella pared llena de relojes, con sus péndulos oscilando desincronizados.
—Pero si todavía te falta una hora para cerrar.
—Prefiero oír cómo le ha ido el día a mi hija. —Pasó el cerrojo y colgó el cartel de CERRADO en la ventana.
Anna sonrió. Le vino a la mente un recuerdo de infancia, cuando Norbie se libraba de los clientes para poder escucharla mientras ensayaba su papel de la obra de teatro escolar. «Me encanta que siempre dejes lo que estás haciendo para dedicarme tiempo.» Agradecida por contar con la atención inquebrantable de su padre, lo siguió a la primera planta, dejando atrás el tintineo de los relojes del taller.
Unos minutos después, se encontraban en la mesa de la cocina. Norbie sirvió el café en unas tazas de porcelana pintadas a mano con rosas blancas y guirnaldas verdes, que eran las que normalmente usaban los días de fiesta.
—Ojalá tuviéramos nata, o leche —comentó al alargarle la taza a su hija.
—Danke —dijo ella—. Pero deberíamos ahorrar café. El racionamiento está empeorando. Es poco probable que consigamos más.
Norbie sopló un poco el café para que se enfriara.
—No es muy habitual que en un hospital militar surjan buenas noticias. Veo esperanza y emoción en tus ojos, y tengo ganas de celebrarlo.
Anna sonrió y le dio un sorbo al café. Su sabor amargo, un poco ácido, activaba su mente, y empezó a evocar imágenes de la tarde en los jardines del hospital. Durante varios minutos, fue contándole a Norbie la historia del soldado que se había quedado ciego en el campo de batalla que paseaba por el jardín guiado por el pastor alemán del doctor Stalling.
—Ha sido muy bonito —expresó Anna, pasando un dedo por el borde de la taza—. El hombre seguía a la perra, que lo guiaba por el sendero. Ah, si hubieras visto la felicidad dibujada en el rostro de ese soldado...
—Increíble —dijo Norbie—. No sabía que adiestraban a los pastores alemanes para ser acompañantes de los ciegos.
—No, no lo hacen. Pero hasta ahora sí los han entrenado para llevar a cabo numerosas tareas en el ejército. El doctor Stalling es uno de los directores de la Asociación de Perros Sanitarios. Cree que podría entrenarse a un gran número de perros para los ciegos, y de hecho piensa pedir financiación al gobierno para crear una escuela de perros guía en Oldemburgo.
—¿Dónde?
—No lo sé, pero Stalling ha comentado que pretende conseguir el apoyo del gran duque de Oldemburgo para adquirir unos terrenos en los que instalarla.
—¡Qué buena noticia! —Norbie dio otro sorbo al café—. Stalling debe de ser un médico bastante influyente.
Anna asintió.
—Hemos admitido en el hospital a muchos soldados que han perdido la vista en combate, y todos los días nos llegan más desde el frente. Como el personal médico está volcado en el cuidado de los heridos críticos, los ciegos muchas veces se quedan sin acompañamiento, sentados en los bancos, o caminando a tientas por los pasillos del hospital, pasando las manos por las paredes para orientarse.
—Por Dios... —dijo Norbie.
A Anna se le encogió el estómago.
—Algunos de los ciegos no tienen familia que cuide de ellos, y pocas posibilidades de vivir fuera de alguna institución pública. Los perros guía podrían darles esperanza e independencia.
Norbie se apoyó en la mesa y la miró a los ojos.
—Estoy orgulloso de ti.
A Anna se le llenó el pecho de gratitud.
—Pero si yo no he hecho nada. Es solo que estaba en el jardín y he sido testigo de lo que ha ocurrido.
—Tú trabajas para salvar vidas, todos los días —insistió Norbie—. Y algo especial habrás hecho, porque de otro modo el doctor Stalling no habría confiado en ti.
—Gracias —dijo Anna, y regresó a su mente la imagen de la perra del doctor lamiéndole la mano al soldado—. Si finalmente abre la escuela, me encantaría tener la oportunidad de ver cómo los adiestran.
—¿Por qué no te ofreces voluntaria para ayudar? —propuso su padre.
Anna enderezó la espalda.
—Lo más probable es que los entrenamientos los lleven a cabo miembros de la Asociación de Perros Sanitarios. Además, yo no tengo ni idea de cómo trabajar con perros, y apenas dispongo de tiempo libre cuando salgo del hospital.
—Pues a mí me parece que se te daría bien —prosiguió Norbie mesándose la barba—. Yo siempre he querido que tengas un perro.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y por qué no lo tenemos?
Norbie rodeó la taza con los dedos.
—Tu madre y yo pensamos en tener un perro cuando tú eras pequeña, pero las cosas cambiaron cuando enfermó.
Anna paseó la mirada por el salón, donde el piano de su madre llevaba en silencio muchos años. Una tristeza sorda, atemporal, le inundó el pecho.
Helga, su madre, había muerto de cáncer cuando ella tenía cinco años. Helga fue una madre y una esposa cariñosa, y una mujer discreta, con talento artístico, a la que le encantaba cantar y tocar el piano a pesar de no haber recibido formación musical seria. Aunque Anna era pequeña cuando su madre falleció, mantenía vivo su recuerdo gracias a las historias que Norbie contaba de su amada esposa, en las que a menudo introducía variaciones para entretener a su hija. Solía hablar de su voz angelical, que levantaba el ánimo de los parroquianos cuando cantaba solos en el coro de la orquesta; del día en que ayudó a Norbie a recortarse la barba y, sin querer, le afeitó la mitad del bigote; de la mañana en que dio a luz a Anna, haciendo de Norbie y Helga (según él) la pareja más feliz de Alemania.
Descontando aquellas anécdotas que relataba su padre, el recuerdo más bonito que Anna tenía de Helga era el de sentarse en su regazo mientras tocaba el piano. A pesar de los años transcurridos, todavía veía los dedos ágiles de su madre recorriendo las teclas. Y casi le parecía sentir el calor de sus besos, que le acariciaban el pelo.
—Cuando murió Helga, quedé destrozado —continuó Norbie—. Me superaba la idea de tener que ser a la vez padre y madre, y trataba de ganar el dinero suficiente con el que comer y mantener un techo. Pero si ahora pudiera hacer las cosas de otra manera, te habría traído un perro.
—Has sido un padre maravilloso —dijo Anna—. Yo no cambiaría nada.
Él le dio una palmadita en la mano y se terminó el café.
—Quizá no sea tarde para tener un perro.
«Sería difícil alimentar bien a una mascota en pleno racionamiento.» Como no quería aguarle la fiesta a Norbie, Anna sonrió y asintió.
—Tengo una cosa para ti. —Su padre se levantó, y las patas de la silla arañaron el suelo de madera desgastada. Cogió un sobre de la encimera—. Te ha llegado una carta de Bruno.
A Anna le dio un vuelco el corazón.
Su padre le entregó la carta, la besó en la cabeza y se dirigió a la escalera.
—No hace falta que te vayas.
—No tengo por qué inmiscuirme en la intimidad de mi hija. Si quieres, luego me cuentas qué te dice.
Norbie se limpió las gafas con un pañuelo que se sacó del bolsillo del pantalón y regresó al taller.
Anna, impaciente por leer la misiva, sacó un cuchillo del cajón y rasgó el sobre. Notó que mientras desdoblaba el papel se le aceleraba el pulso.
Querida Anna:
Me ha alegrado mucho recibir tu carta. Sigo en la tierra de los vivos y te mando mis más sinceras disculpas por no haberte escrito estos últimos días. Espero que no te hayas preocupado por la demora.
Casi nunca permanezco en un mismo sitio, querida mía. Nuestra unidad se trasladará pronto a una nueva ubicación, que actuará como base de apoyo a los hombres del frente. Quiero que sepas que hago todo lo que está en mi mano para contribuir a que esta guerra termine.
¿Todavía llevas el diamante que te regalé?
Anna se miró el dedo desnudo. El anillo de compromiso lo tenía guardado en un joyero de madera, en su dormitorio. El hospital prohibía el uso de joyas a sus trabajadoras, pues las tareas de enfermería exigían operar en condiciones de máxima esterilidad. A pesar de tener un buen motivo para no llevarlo, sintió una punzada de culpa en el estómago.
Te echo de menos, querida. Las palabras no sirven para describir la soledad que me atenaza. Pensar en ti alivia mi tormento. Por las noches, contemplo tu retrato y veo a la mujer que me curó los huesos y capturó mis afectos. Ansío que llegue el día en que termine la guerra y podamos iniciar nuestro viaje juntos.
Afectuosamente,
Bruno
P. D.: Por favor, has de saber que estoy bien y que te llevo en mis pensamientos.
—Te echo de menos —susurró Anna.
Se secó las lágrimas y guardó la carta en el sobre. Le dolía el corazón al pensar en Bruno, en los soldados mutilados del hospital y en los innumerables hombres que morirían antes de que la contienda llegara a su fin. «¿Cuánto tiempo más debemos esperar para que acabe la guerra?»
En un intento de ahuyentar la presión que sentía en el pecho, Anna cogió lápiz y papel y empezó a escribir.