Mediodía en la ciudad de Londres: el traqueteo de carretas y carruajes sobre el adoquinado, los berridos de los vendedores ambulantes, el empujar de carretillas y carretones, los niños escuálidos que, descamisados, se lanzan como pajarillos hambrientos a recoger con palas los excrementos aún calientes. Es el día más caluroso del año, o me lo parece a mí, que ardo encorsetada en mi mejor vestido de seda. En la calle Paternoster Row, el calor irradia de cada ladrillo, de cada campanilla de latón, de cada barandilla de hierro. Hasta los andamios de madera que apuntalan las casas aún sin ventanas y a medio construir albergan testarudos el calor y crujen de sed.
Es el día más importante de mi vida y, para calmar los nervios disparados, estudio la escena y la verbalizo. La multitud que chorrea por las aceras donde los edificios más altos proyectan sus sombras. Los caballos extenuados, envueltos en sudor. Los abanicos de pluma de pavo real aleteando por las ventanillas de los carruajes. Los latigazos medio marchitos de las fustas de los cocheros. Y el sol, como un inmenso orbe dorado en una cúpula de inquebrantable azul.
Hago una pausa porque el tempo no es del todo correcto. Quizá «lejanas pérgolas de azul» sea más agradable al oído que «cúpula de inquebrantable azul». Vocalizo las palabras y las dejo resbalar por mi lengua y resonar en mi oído: «lejanas pérgolas de azul»...
—¡Mire por dónde va, vieja estúpida!
Me vuelvo bruscamente y doy un traspié, esquivando por los pelos una carreta de repollos medio podridos. De pronto anhelo mi hogar, su familiaridad y cordialidad. Siento que no hay sitio para mí en la inmensa refriega apestosa que es Londres.
Abandono el lado sombreado de la calle con su díscola multitud a punto de derretirse. Al sol abrasador, el gentío es menor pero el hedor es más denso: cuerpos sin bañar, dientes podridos, lavazas humanas... Toda clase de detritos acecha bajo mis pies, incrustado entre los adoquines y pudriéndose en ellos: raspas de arenque y conchas de berberecho descoloridas, clavos oxidados, pelotillas de tabaco mascado, un ratón muerto plagado de gusanos, pieles de naranja resecas y corazones de manzana mordisqueados rebosantes de moscas de la fruta... Todo está o completamente reseco o en pleno estado de putrefacción. Me pellizco la nariz con los dedos porque no albergo deseo alguno de convertir en poesía este tufo infesto.
—Lejanas pérgolas de azul —me digo por lo bajo.
Uno de los críticos de mi primer poemario lo calificó de «pulcro y elegante» y «lejanas pérgolas de azul» también me lo parece. Pero ¿qué opinará Thomas Longman, editor de ilustres poetas? Pensar en el señor Longman me devuelve, mareada, al presente, a mi misión. Bajo la vista y veo la seda mojada de mi vestido, veteado de un verde más oscuro, con manchurrones casi negros en las axilas. ¿Por qué no habré cogido un carruaje? Voy a llegar a la cita más importante de mi vida empapada y chorreando como una criatura febril.
Una placa de latón anuncia las oficinas de Longman & Co., Editor y Librero. Me detengo, inspiro hondo. Y, en ese instante, mi vida, mi pasado, la inmensidad del firmamento, el revoltijo humano de Londres..., todo se concentra telescópicamente en un solo punto tembloroso. Ya está aquí. El momento que he esperado diez años. «Mis albores sembrados de estrellas...»
Tras recogerme los mechones de pelo suelto bajo el tocado y alisarme, nerviosa, las arrugas del vestido mojado, estoy lista, aunque temblona. Toco la campana de la puerta, intimidatoria de tan larga, y me llevan por varias estancias repletas de libros hasta unas escaleras estrechas. Arriba hay una sola pieza tan atestada de libros que apenas caben las faldas de mi vestido. El señor Longman, porque entiendo que se trata de él, está sentado a un escritorio, examinando un mapa desenrollado, y lo único que veo es su frondosa coronilla.
Me ignora y aprovecho la ocasión para observarlo con mi mirada de poetisa. Va cargado de oro: un sello de oro en cada mano y la cadena de un reloj de bolsillo colgando entre los pliegues negros de su levita. Su pelo es de un gris acerado y envuelve, en forma de mata gruesa, los planos de su cráneo. Cuando levanta la cabeza, descubro su rostro rubicundo, exacerbado por la enorme corbata de sarga de seda lavanda en la que descansa su barbilla. Bajo un par de cejas revueltas, se esconden, muy hundidos, sus ojos.
—Ah, señora Acton... —dice, con los ojos entrecerrados.
Se me encienden las mejillas.
—Señorita Acton —lo corrijo, haciendo hincapié, desafiante, en la palabra señorita.
Asiente con la cabeza y aparta los mapas, los libros y los tinteros con el fin de abrir una vía por la que tenderme la mano. Estudio perpleja la palma blanca y regordeta. ¿Debo estrecharle la mano como un caballero? No hace ademán de llevarse a los labios la mía, ni de levantarse o inclinarse. Y, cuando le doy un apretón, experimento una extraña excitación, una sutil emoción que no sé explicar.
—Tiene algo para mí, ¿no es así? —dice, hurgando sin ganas entre los papeles esparcidos por su mesa.
—Como le explico en mi carta, señor, se trata de un poemario en el que he trabajado diligentemente diez años. El anterior lo editó Richard Deck, de Ipswich, y se vendió en este mismo establecimiento, se lo aseguro.
Según escapan las palabras de mi boca, con mayor entereza de la que esperaba, me viene a la memoria una imagen: de la señorita L. E. Landon leyendo en voz alta mi libro de poemas, hermosamente encuadernado en suavísima piel de foca y con mi nombre grabado en oro. La imagen es tan nítida, tan clara, que le veo una lágrima en el ojo, la sonrisa de agradecimiento, el dedo pasando con suavidad las páginas como si fueran plumón de oca, delicadas y valiosas.
Pero entonces Longman hace algo de lo más desconcertante, de lo más perturbador, y la señorita L. E. Landon y mi obra publicada se esfuman de inmediato: niega con la cabeza como si yo estuviera embrollando los hechos de forma imperdonable.
—Le aseguro que se vendió en Longman and Company, además de en otras muchas librerías reputadas. Se reimprimió al mes y... —Me interrumpe con un resoplido impaciente. Retira la mano del escritorio y se enjuga la frente con un pañuelo—. Yo misma tramité las suscripciones y recibí pedidos de lugares tan lejanos como Bruselas, París o la isla de Santa Helena. Mis lectores están convencidos de que necesito un editor con una potestad universal como la suya, señor.
Me oigo hablar y me sobresalta la desesperación de mi voz. Y la vanidad. Me vienen enseguida a la memoria las palabras de mi madre: «demasiado afán de reconocimiento, demasiada ambición, ningún sentido del decoro...».
Pero Longman niega con más rotundidad que nunca. Menea la cabeza de forma tan enérgica que le vibra la papada y unas gotitas de sudor le saltan de la frente y salpican inoportunamente el mapa.
—La poesía no es cosa de señoras —gruñe. Me deja tan atónita que se agarrota hasta el último centímetro de mi ser. ¿No sabe nada de la señora Hemans? ¿O de la señorita L. E. Landon? ¿O de Ann Candler? Abro la boca con la intención de protestar, pero él da un manotazo al aire como si supiera lo que estoy a punto de decir y no le apeteciera oírlo—. La novela, en cambio, es algo muy distinto. Las novelas cortas, señorita Acton, son muy populares entre las señoritas —dice, alargando la palabra, subiendo y bajando la voz. Noto que me arde la cara por segunda vez. Y se desvanecen mi entusiasmo y mi rebeldía—. Las novelitas románticas. ¿No tiene una de esas para mí? —Parpadeo y procuro ordenar mis ideas. ¿Ha leído siquiera mi carta? ¿O los cincuenta poemas con mi mejor caligrafía que le entregué, en mano, hace seis semanas? Si no, ¿por qué me ha instado a que lo visitara? Para desazón mía, noto que se me cierra la garganta y me tiembla el labio inferior—. Sí —prosigue, como si hablara consigo mismo—, podría reconsiderarlo si se tratara de un romance gótico.
Trato de serenarme, mordiéndome el labio tembloroso. Me brota por dentro una chispa de... ¿rabia?, ¿irritación?
—Algunos de mis poemas se han publicado más recientemente, en el Sudbury Pocket Book y en el Ipswich Journal. Me han dicho que son buenos.
Me sorprendo de mi propia osadía, pero Longman se encoge de hombros y levanta la vista al techo, bajo y combado.
—¡No es un acierto traerme poesía! Ya nadie quiere poesía. Si no puede escribirme una novelita romántica gótica... —dice, con las manos abiertas y extendidas sobre la mesa en un gesto de impotencia.
Le miro las palmas vacías y siento como si me arrancaran a paladas las entrañas, el alma, la audacia, y se deshicieran de ellas. Diez años de arduo trabajo... en vano. La emoción, el esfuerzo, todo lo que he sacrificado por escribir mis poemas..., todo para nada. Me corre un reguero de sudor por los costados y noto que me falta el aire, como si se me cerrara la garganta. «Los dolorosos latidos de un corazón roto obligados a guardar silencio...»
Sin dejar de mirar al techo, Longman se rasca ruidosamente la cabeza. Taconea en el suelo de madera bajo su escritorio, como si se hubiera olvidado de mí. O a lo mejor está decidiendo si podría confiarme la escritura de un romance gótico. Toso con disimulo, aunque más bien parece que trago saliva angustiada.
—Señor, ¿sería tan amable de devolverme mis poemas?
Da una palmada y se levanta con tal brusquedad que tintinea la cadena de oro de su reloj de bolsillo y traquetean las hebillas de plata de sus zapatos.
—Pensándolo mejor, tengo suficientes novelistas ahora mismo. No me traiga una novela corta.
—¿Mi manuscrito? ¿Lo ha recibido, señor? —pregunto con voz entrecortada y apenas audible.
¿Habrá perdido mis poemas? ¿Los tendrá enterrados entre sus mapas y documentos? Y ahora está a punto de despacharme... con las manos vacías. Sin la promesa siquiera del encargo de una novela corta. «Te lo dije —me susurra la voz de la duda—. Impostora, impostora... Con toda seguridad tu insignificante conato de poesía habrá terminado en el fuego...» Exploro la estancia, buscando instintivamente una chimenea, una voluta de versos míos entre las cenizas.
De pronto Longman da una segunda palmada. Lo escudriño, preguntándome si será su manera de despacharme, pero me mira con fijeza, con los ojos encendidos, las manos aún juntas.
—¡Un libro de cocina! —Manifiesto mi extrañeza. Este hombre es a la vez grosero y desconcertante. ¿Quién demonios cree que soy? Aunque tenga treinta y seis años, siga soltera y lleve el vestido empapado en sudor, no soy ninguna criada con delantal—. Váyase a casa y escríbame un libro de cocina; quizá entonces lleguemos a un acuerdo. Que tenga un buen día, señorita Acton —remata, dejando caer las manos sobre los escombros de su escritorio. Por un instante pienso que anda a la caza de mis poemas, pero luego me señala la puerta.
—Yo no... no sé cocinar —respondo sin convicción, acercándome como una sonámbula a la puerta.
En mi cabeza solo hay sitio para la decepción. Todo el arrojo se ha evaporado.
—Si sabe escribir poemas, sabrá escribir recetas. —Da un golpecito en la esfera de cristal de su reloj de bolsillo y se lo lleva a la oreja con un gruñido de irritación—. Este calor infernal me ha hecho perder un tiempo muy valioso. ¡Que tenga un buen día!
Siento el impulso irresistible de desaparecer, de alejarme del hedor monstruoso de Londres, de la humillación de que hayan desdeñado mi poesía en favor de algo tan frívolo y funcional como un libro de cocina. Bajo corriendo las escaleras, con los ojos llenos de lágrimas.
De repente resuena la voz del señor Longman:
—Pulcro y elegante, señorita Acton. Tráigame un libro de cocina tan pulcro y elegante como sus poemas.